21

Fui a ver a Sara a la noche siguiente, con el deseo no sólo de saber qué era eso que tenía que contarme sobre Sofía, sino también de persuadirla para que me ayudara a descubrir la identidad de la amante de Wadi. Cuando abrió la puerta, me mostró tal expresión de alivio que me quedé atónito. Esa noche lloviznaba y Sara me hizo entrar en el salón empujándome como una niña impaciente para que pudiera secarme. Había brasas en la chimenea. Extendí los brazos hacia ellas para sentir su calor.

– ¿Recibiste mi carta? -preguntó sin dejar de mirar mi rostro, como si el mundo dependiera de mi respuesta.

– Sí.

– Gracias a Dios. Entonces no te has creído nada de lo que te ha contado tu tía.

– Sara, no estoy seguro de saber lo que quieres decir.

– Espera -dijo.

Me pidió las sandalias, que estaban empapadas, y las colgó del guardallamas de la chimenea. Luego fue a buscar una toalla y esperó con gesto maternal a que me secara el pelo y la cara. Sara tenía los ojos verdes y una mirada brillante e inteligente. Llevaba el pelo elegantemente recogido en lo alto de la cabeza y, aunque había ganado algo de peso, esos contornos redondeados le sentaban bien. Parecía contenta consigo misma.

– ¿Qué pasa? -pregunté al ver que no dejaba de sonreír.

– Es sólo que te has convertido en todo un hombre. Te veo muy fuerte. Esos inquisidores no pudieron contigo. Doy gracias a Dios.

– Me he convertido al cristianismo -le dije.

– Por favor, Tiago -dijo torciendo los labios de forma divertida-. Creo en la bondad del Señor con todo mi corazón, pero los dos sabemos que incluso el más cristiano de los devotos no puede ser realmente cristiano en Goa.

– ¿Qué significa eso?

– ¡Significa que incluso el mismísimo Jesucristo sería arrestado si se atreviera a aparecer por esta horrible ciudad!

Me dejó boquiabierto el descaro con el que hablaba.

– No te preocupes -se apresuró a decirme-. No tengo sirvientes por la noche. No soporto tenerlos pendientes de mí todo el tiempo. No entiendo cómo puede gustarle a la gente.

– ¿Y tu padre?

– Murió unos años después de que tú partieras, fue una horrible enfermedad que se llevó a mucha gente ese año.

– Lo siento.

– Una se acostumbra a todo con el tiempo. -Miró a su alrededor, sonriendo-. Al principio fue duro, pero ahora me gusta vivir sola.

– ¿Estás casada?

Negó con la cabeza enérgicamente y se echó a reír.

– He tenido suerte, no encontré marido. Pero cuéntamelo todo. Quiero saber todo lo que te ha pasado. Y luego te contaré lo que sé. He tenido otros amigos encarcelados en el Santo Oficio, por lo que sé bien que necesitas protegerte. Puedes mentirme con toda tranquilidad si te sientes en peligro -me lanzó una mirada cómplice, incluso traviesa-. Simplemente hazme saber cuándo te inventas algo rascándote la nariz.

Volvía a dejarme boquiabierto.

– Lo siento, son los nervios -dijo Sara-. Intento ser graciosa porque tenemos temas mucho más serios sobre los que hablar. Y quería darte una buena impresión de inicio. Ha pasado tanto tiempo. Perdóname, Ti.

Con un gesto me invitó a sentarme en el sofá.

– A veces estaba segura de que no conseguirías volver a casa con nosotros -dijo con un leve suspiro mientras se sentaba a mi lado.

– Estuve a punto de no conseguirlo -respondí mostrándole una de mis muñecas-. No me salió muy bien -dije para restarle importancia a mi intento de suicidio.

Con un dedo acarició las cicatrices y eso me inquietó, parecía como si estuviera intentando atraparme con su afecto. Se reclinó y se puso una almohada sobre el regazo, lo que me hizo pensar en Tejal y su timidez.

– ¿Sabes, Ti? Creo que todo el Imperio portugués debería ser destruido. ¿No crees?

– No estoy seguro -dije.

– Olvidaste rascarte la nariz -bromeó-. Si mal no recuerdo, tu padre murió poco después de ser encarcelado. Y justo después te arrestaron a ti.

– ¿Realmente quieres oír todo eso?

– ¿Te sorprende?

– Bueno, es sólo que Wadi y mi tía no se muestran especialmente interesados.

– Deben tener miedo de oír alguna herejía.

– ¿Y a ti no te da miedo?

– No tengo hijos, padres ni sirvientes. ¿Quién testificaría contra mí? ¿Las paredes? No tienen la obligación de espiarme, no son buenas cristianas. Sólo el espejo de mi dormitorio me mira a veces como si quisiera delatarme.

Al ver que no me reía, me dio unas palmaditas en el brazo.

– Dicen que mal de muchos consuelo de tontos, aunque en Goa es más bien al revés.

Dado que no paraba de insistir, le hablé de la muerte de mi padre sin mencionar que se había envenenado, por supuesto, y luego hablamos un buen rato sobre Phanishwar. Se lo conté con el sentimiento de desesperación que sentía en aquel momento, pero me abstuve de mencionarle que sospechaba de Wadi y de su madre. Pensaba en la seguridad de Sara y en la mía propia cuando me inventé el cuento de que había tenido una revelación sobre la divinidad de Jesucristo tras una noche especialmente tormentosa, en la que imaginé que el arcángel san Gabriel entraba en la prisión y me recitaba el Sermón de la Montaña. Aunque Sara debió dudar de la veracidad de esa historia tan absurda, se limitó a asentir como si me estuviese creyendo. Me alegré de que mintiera por mi seguridad, tanto como de que se sentara a escucharme sin interrumpirme. Hay algo íntimamente relacionado con la redención en los ojos de un amigo dispuesto a escuchar lo que le digamos.

Luego empecé a describirle el auto de fe en el que Phanishwar fue quemado en la hoguera.

– ¡Esa mañana grité tu nombre! -exclamó Sara.

– ¿Estabas allí? -me quedé atónito.

– No podía negarme a ir. Las escenas de barbarie como ésa deben tener testigos.

Cada vez me gustaba más esa mujer, pero eso sólo hacía crecer mis reticencias a seguir hablando sobre mi pasado, ya que no deseaba crearle problemas. Por eso desvié mi monólogo a un rápido final: le conté que los días y las noches en Lisboa se me hicieron tediosos y que había utilizado todo ese tiempo para ejercitar mi fuerza y elasticidad.

– Y ahora ya vuelvo a estar aquí -concluí encogiéndome de hombros, como si todo hubiera acabado en sólo unos días.

– He oído que hace una semana que volviste. No quisiera parecer chismosa, pero ¿puedo preguntarte por qué no has venido a verme antes?

– No pude. Necesitaba ir a Benali. La chica con la que me iba a casar vive allí. Aunque quizá… quizá también he retrasado el momento de venir porque tenía miedo de lo que pudieras contarme sobre la boda de mi hermana con Wadi. Tenía que… prepararme.

– No quiero hacerte daño, pero tu intuición no te engañaba. Lo que te voy a contar no te gustará y nadie más podrá contártelo. Pero necesito hablar sobre ello…, quiero hacerlo por Sofía.

Extendió la mano derecha. En el dedo índice tenía un aro de oro. No me había dado cuenta, y no lo reconocí hasta que se lo sacó y me lo dio.

– Tu hermana me pidió que te diera esto -dijo mientras me lo dejaba en la palma de la mano-. Dijo que te correspondía a ti tenerlo.

Miré en el interior y vi la inscripción en hebreo del mejor amigo de mi bisabuelo: «Para Berequías, nos encaminamos juntos hacia Jerusalén, Farid».

El sentimiento de culpa que tenía por seguir con vida me impedía respirar. «Debería ser yo el muerto, y no Sofía», pensé.

Cuando me puse el anillo, Sara se percató del esfuerzo que estaba realizando por controlar mi pesar, por lo que se levantó para traer una garrafa de coñac. Luego acercó su silla a la mía y me hizo beber un vaso bien lleno de licor.

– Me estoy convirtiendo en un beodo -le dije riéndome de mí mismo para evitar caer en la desesperación a causa de la injusticia que había supuesto la muerte de mi hermana.

Sara me cogió la mano derecha, la mano en la que me había puesto el anillo, y la besó.

– Sofía sabía que éramos amigas, aunque no hubiéramos hablado en muchos años. Por eso vino a mí. No os traicionaré a ninguno de los dos. Me dijo que debía darte el anillo tan pronto como volvieras. Y ya he cumplido con mi deber. Te lo aseguro, Ti, me siento muy aliviada. Una promesa a un muerto… pesa mucho. No hay ningún peso que pueda compararse a eso.

– ¿Cuándo te lo dio?

– Casi un año después de que te desterraran a Lisboa. Vino una noche, parecía desesperadamente triste. Me impresionó ver lo débil que se había vuelto. Hacía años que no la veía. No creo que tuviese nadie más con quien pudiese hablar.

– ¿Qué te dijo?

– Que su matrimonio había acabado. Que Wadi había intentado ayudarla y se había portado bien, pero que había perdido el interés por ella. Que él había sido su única esperanza de salvación y se había convertido en un extraño. Pero se culpaba a sí misma por haber sido tan taciturna.

Bajé la mirada. Pensaba: «Si yo hubiese estado aquí, ella aún seguiría viva».

– Ti, no seas demasiado duro con Wadi cuando pienses en ello. Tiene una paciencia limitada con el dolor. Debió preferir no pensar en ello, o asumir responsabilidades. Por eso se vuelca sobre otra cosa -u otra persona- cuando las cosas se ponen difíciles. Yo me di cuenta de ello hace muchos años. -Se encogió de hombros como si no hubiera nada que hacer al respecto-. No es que no amara a Sofía. Debía de quererla. Lo único que puedo decir es que cuando ella vino a verme, no estaba enfadada con Wadi. Creo que le perdonó la distancia desde la que lo vivía todo. Sólo parecía furiosa consigo misma.

– ¿Por haberse casado con él?

– No. Por ser incapaz de recuperarse de la muerte de vuestro padre y de tu encarcelamiento, o por ser incapaz de ser la chica que una vez fue. ¿Crees que tiene sentido?

– Podría. Sara, ¿parecía asustada de Wadi?

– No, sólo… decepcionada. -Desvió la mirada, como si pensara en la veracidad de lo que acababa de decir-. Sí, decepcionada, eso es, Ti -continuó sentada muy erguida, como si eso le diera fuerzas renovadas a su determinación-. Sofía me dio más cosas aparte del anillo. Me trajo varios brazaletes y un sari. Si los quieres, son tuyos. Le pregunté por qué me los daba, por supuesto, y me dijo que quería compensar de algún modo el haberme traicionado. Le dije que jamás la había considerado responsable de que Wadi me dejara, y era cierto, pero insistió en que me quedara esos regalos. Luego sucedió algo extraño. Cuando me dijo adiós, tuve la sensación de que sería la última vez que la vería. Fue como… como si pudiera ver el futuro y me diera cuenta de que ésa era la única oportunidad que tenía de evitar que se marchara. Pensé que habría estado planeando marcharse a Portugal o a cualquier otro lugar de Europa. ¿Por qué me habría dado, si no, el anillo de tu padre en lugar de esperar para dártelo ella misma? Se lo pregunté cuando estaba justo ahí. -Señaló la puerta de la entrada-. Aún lo recuerdo, como si hubiera sucedido ayer. Me dijo que el anillo le recordaba demasiadas cosas que deseaba olvidar. Nos despedimos con un beso. Yo quise pedirle que no se fuera, pero no lo hice. Debería haberlo hecho. Se lo debía, pero tenía miedo…, miedo de empeorar las cosas, de pedirle que se quedara en Goa cuando lo único que quería era marcharse. En cuanto cerré la puerta me eché a llorar. El sentimiento de que alguien parte para siempre fue muy intenso. -Sacudió la cabeza como si se reprochara algo-. Tres semanas más tarde, me enteré de que había muerto.

– ¿Crees… crees que fue asesinada?

– ¿Asesinada? -se sorprendió. Luego se levantó y tomó aire para calmarse-. No, Ti. Lo siento pero estoy casi segura de que se suicidó. Los regalos que me dio…, fue su manera de decirme adiós, de dejar esta vida soltando lastre. ¿Sabes lo que quiero decir?

Intenté responder, pero el silencio me pareció la única manera de encajar su revelación. Sabía que lo que había dicho tenía sentido, especialmente porque Wadi me había contado que Sofía había querido darle la estatua de Shiva de nuestra madre a Nupi, pero continuaba siendo un asesinato por lo que a mí respectaba: su marido la había matado al abandonarla.

– ¿Hablaste alguna vez con Wadi acerca de tus sospechas de que se trataba de un suicidio? -le pregunté.

– No, nunca. -Fue hacia la ventana y corrió las cortinas con un tirón brusco, parecía enfadada consigo misma. Se volvió hacia mí antes de volver a hablar-. Tras el funeral de tu hermana, creí que no volvería a hablar con él jamás. De hecho, yo no quería. Supongo que no podía evitar culparlo. Pero unos seis meses más tarde vino aquí a verme. -Volvió a sentarse, con las manos juntas sobre el regazo-. No le hablé de la conversación que había tenido con Sofía. Vino porque se sentía solo. Estaba muy apenado y había perdido mucho peso. No pude evitar compadecerme de él. Pero Wadi… siempre se ha regido por ciertas urgencias físicas, por decirlo de alguna manera, y estaba desesperado por… por tener compañía. -Sonrió fugazmente-. Incluso lo intentó conmigo, pero yo ya no era tan estúpida como antes. Le presenté a varias amigas jóvenes durante las dos semanas siguientes. Organicé cenas. Y luego no volví a verlo. Ya no me necesitaba.

– O sea, ¿que ésta es la primera vez que le cuentas a alguien tus sospechas de que lo de Sofía fue un suicidio?

– Sí, no me pareció prudente contárselo a nadie más.

– Bien. Pues que quede entre nosotros. Dime, ¿sabes con quién se ha estado viendo Wadi?

– Ti, ¿sabes algo que yo no sepa?

– Vi que se reunía en secreto con una chica. Era muy joven, creo, pero tampoco pude verla muy bien. -Le describí la mansión en la que la había visto entrar.

– ¡Conozco esa casa! -exclamó Sara, sonriendo como si hubiese sucedido algo glorioso-. ¡Qué escándalo!

– ¿Porqué? ¿Quién es ella?

– Ana… Ana Pontes Dias. Le presenté a Wadi a una prima de Ana en una de esas fiestas de las que te hablaba. Debió de conocerla ahí. Parece ser que Ana es la única hija…, la única y queridísima hija de Rafael Dias, el próspero mercader de especias.

– ¿El del ojo de cristal? -pregunté tras recordar haberlo visto en un palanquín muchos años atrás mientras los niños lo perseguían y lo señalaban.

– El mismo, y sé de buena tinta que nuestra Ana es la prometida de Gonzalo Bruges desde hace más de un año. Y ese joven -dijo con aire triunfal, dejando entrever que ésa era la parte que más le gustaba del escándalo- es el hijo mayor de Francisco Bruges, el viejo avaro miserable que recauda los impuestos de las mercancías que entran y salen de Goa. Conozco bien al chico. Es agradable y está loco por Ana. Ti, ¿lo entiendes? Wadi está amenazando con romper uno de esos matrimonios que pretenden unir dos imperios. Si los padres lo supieran… -Agitó las manos como hacían los portugueses para indicar un desastre.

– ¿Realmente les importaría tanto? A tío Isaac le va muy bien el negocio. ¿Y si Ana está realmente enamorada de Wadi?…

– ¡Pero no puede rivalizar con Gonzalo Bruges! -me interrumpió-. El padre de Ana no consentiría jamás un matrimonio con tu primo, y romper el compromiso destruiría todo lo que el viejo mercader ha estado planeando. También está el pequeño detalle de que Wadi sea un hijo adoptivo, lo de que lo llamaran Morito y todo eso. Y sus convulsiones. Ésta es una ciudad pequeña y la gente no olvida ese tipo de cosas.

– Debo estar seguro de que la chica que vi es realmente Ana.

– ¿Por qué?

– Sara, no soy el que soy, y ahora es donde tengo que empezar a mentirte. -Me rasqué la nariz como me había pedido que hiciera.

Ella sonrió.

– Simplemente dime si comprobar la identidad de la chica ayudaría a Ana de algún modo. O al menos a Gonzalo.

– Depende de lo que entiendas por «ayudar».

Se inclinó hacia mí con rostro impaciente.

– ¿Protegería a esa joven pareja de Wadi? Te lo aseguro, lo único que conseguirá será meter a Ana en un callejón sin salida. Y el pobre Gonzalo…, preferiría no verle sufrir.

– Mis planes podrían ayudarlos, aunque debo confesar que no es mi principal intención. Y… y eso es todo lo que puedo contarte.

– Entonces muéstrame la casa a la que volvió la chica después de verse con Wadi. Muéstramela ahora -se levantó frotándose las manos, impaciente por embarcarse en una aventura.

– Sara, si es ella, necesitaré que me hagas aún otro favor. No creo que te ponga en peligro, pero tampoco puedo estar absolutamente seguro de ello.

Y luego le expliqué las partes de mi plan que necesitaba saber.


Seguro de que jamás sería capaz de controlar completamente los acontecimientos que estaba a punto de provocar, a la tarde siguiente me dirigí a la curtiduría en la que papá y yo solíamos comprar la vitela. Me aseguré de que no me seguían. El propietario, un tamil, me abrió la puerta. Había envejecido mal y se apoyaba en un bastón de caña, incapaz de levantar la cabeza lo suficiente como para que nuestras miradas se encontraran.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo a la vez que suspiraba del modo que suelen hacerlo algunos hindúes, como diciendo: «No hace falta que me cuentes por qué, ya que todos sabemos que la vida nos separa irremediablemente…».

– Necesito volver a visitar al experto en venenos -le dije-. Quiero que Garuda se me lleve si me atrapan.

– Entonces entra -dijo el tamil, haciendo un gesto para que lo siguiera.

Renqueó delante de mí hasta la puerta trasera. La inscripción que había hecho mi padre en la puerta, aunque estaba descolorida, aún era visible: «Muchos son los caminos que llevan a Dios, pero qué afortunados somos de que sólo uno nos lleve más allá».

Cuando volví a leer esas palabras, pensé que significaban que no tendríamos que volver a nacer en este mundo, aunque quizá no fue eso lo que mi padre quiso expresar.


La puerta de Vaasuki aún estaba pintada de un azul intenso, con una flor de hibisco de color rosa y blanca en el centro. Cuando llamé, abrió la puerta él mismo y levantó una ceja para expresar su sorpresa. Se había dejado crecer el pelo y las canas blancas le llegaban hasta los hombros desnudos.

– ¿Te acuerdas de mí? -pregunté.

– Sí, y te advertí que no volvieras a Goa -respondió enfadado.

– Lo siento. No pude evitarlo. Y ahora necesito algo para proteger mi vida por si sucede lo peor.

– ¿Crees que es eso lo que sucederá?

– Sí.

Era la primera vez que admitía que no viviría mucho más. Entonces me di cuenta de algo que debería haber visto antes: que era bueno que Tejal me hubiera rechazado, ya que me había liberado para que hiciera lo que debía. Quizás ella incluso lo entendía de algún modo.

– Entra, pues -dijo Vaasuki, esta vez con voz más amable.

Me cogió por el brazo y me llevó a su jardín de invierno. Las palmeras, cuyas hojas parecían plumas, formaban arcos por encima de su cabeza cuando se arrodilló delante de la estatua de Shiva y se puso a rezar. Probablemente pensaba en la necesidad de ayudar a otro hombre a quitarse la vida. Quizá les pedía a los dioses que le perdonaran. O a mí.

Al finalizar sus súplicas me pidió que me sentara con él y le contara lo que me había ocurrido. Hablamos durante dos horas, y me hizo preguntas ansiosas, como si yo pudiera ofrecerle el armamento necesario para ganar una guerra. Hablamos detenidamente sobre mis captores, incluso sobre sus nombres, y un poco después me di cuenta de que estaba catalogando cuidadosamente todo lo que pudiera contarle sobre el funcionamiento de la Inquisición en Goa y la prisión Galé de Lisboa. Cuando acabé, me bendijo y yo le pregunté por qué necesitaba saber tanto.

– Siempre viene bien conocer al enemigo tan bien como sea posible -dijo con un gesto de complicidad.

Era la primera vez que me daba cuenta de que salvar a víctimas individuales no era suficiente para él.

– Le gustaría perseguir hasta el último portugués de Goa, ¿no es así? -pregunté.

– ¿A ti no? -me espetó como respuesta, sorprendido de que pudiera pensar de otro modo.

También yo me sorprendí de que me hubiera llevado tanto tiempo comprender que el Imperio -esa gran máquina de matar- debía ser destruido completamente. Sara había sido la primera en insinuármelo, pero yo no la había entendido. Estaba tan cegado por el dolor y la ira que me había olvidado de mi batalla por la causa.

Vaasuki me dejó solo unos minutos. Cuando volvió, me pidió que bajara la cabeza y me puso una cruz plateada alrededor del cuello.

– No quiero esto -dije con vehemencia, y empecé a quitármela.

– No, espera -dijo deteniendo mi mano. Levantó la cruz, la sostuvo en posición horizontal y accionó un resorte que abrió un compartimento con un frasquito de cristal ámbar dentro.

– Sólo tienes que ponértelo en la boca y morderlo -me dijo-. Sangrarás un poco, pero no importa, porque al cabo de unos segundos sentirás un dolor en el estómago y en el pecho, pero se acabará al cabo de tres o cuatro minutos. Será mejor que lo abras para practicar. Si vienen a por ti, puede que no dispongas de mucho tiempo.

Después de unas cuantas repeticiones, podía soltar el cierre y dejar el frasco en mi mano en sólo un segundo. Estaba satisfecho conmigo mismo.

– Sí, ahora te parece fácil -dijo Vaasuki con severidad-, pero cuando llegue el momento puede que tu mano no se mueva tan segura.

– Si es así, reza para que encuentre otra manera de morir -respondí.


Tres días más tarde llegó el tío Isaac. Quiso llegar antes, pero había estado gravemente enfermo y todavía sufría alguna enfermedad desconocida, aunque él ahuyentó mis preocupaciones con un gesto desdeñoso. Los ojos le sobresalían de forma alarmante y tenía la piel amarillenta como la cera. Llevaba el pelo largo, ya canoso, y enredado a causa del viaje que había hecho por mar. Incluso así, su aroma acogedor era el mismo de siempre, y su sonrisa cómica y contagiosa me desarmaron al instante.

Corrió hacia mí nada más verme con los ojos tan llenos de lágrimas que incluso se enojó porque le impedían verme. Yo había estado dibujando en el jardín, y él se quedó allí con el brazo alrededor de mis hombros mientras hablábamos bajo el tamarindo que yo había plantado varios años atrás.

Durante unos minutos me permití sucumbir a su cariño, fui simplemente un niño al que su tío adoraba.

No quiso entrar para que nos reuniéramos con los demás, aunque Wadi había aparecido un par de veces para preguntarnos si nos apetecía algo para comer o beber.

– Tú eres todo lo que me queda de mi querido hermano y mi querida sobrina -me dijo antes de besarme en la frente-. Es egoísta, ya lo sé, pero no quiero compartirte con nadie más.

Eso fue un duro golpe, especialmente porque implicaba una responsabilidad para con él que yo ya no podía aceptar.

Él y mi tía se comportaron de forma civilizada ese primer día, aunque por las miradas que ella le lanzaba me di cuenta de que lo despreciaba con toda el alma y que a duras penas contenía su furia. Por las noches, él dormía en su estudio pese a que yo le ofrecí mi habitación. Con su hijo el trato era agradable, pero había una distancia entre los dos que me pareció completamente nueva. Tuve la impresión de que Wadi debía ponerse del lado de su madre cuando sus padres discutían, y que mi tío temía que lo acusara por su infidelidad. Estuve a punto de preguntarle por Antonia, pero decidí que la respuesta que pudiera darme me vincularía aún más íntimamente a él. No podía permitirme que nuestros lazos se estrecharan aún más. O, aún más importante, no creí que pudiera permitírselo él.

Por temor a lo que pudiera decirme mi tío, fui incapaz de soltar ni una sola cita del Nuevo Testamento en su presencia, aunque cuando la tía María me pidió que bendijera la mesa antes de cenar, reuní el valor necesario para contarle que había encontrado consuelo en Jesucristo. En su mirada de tristeza vi que había adivinado mi duplicidad, y que había entendido perfectamente que la necesitaba. Durante los días siguientes lo sorprendí un par de veces mirándome fijamente desde la puerta de mi habitación, temprano, por la mañana, antes de levantarme, y estaba seguro de que buscaba al chico que había conocido. En esos momentos, se parecía tanto a mi padre que habría sido capaz de rogarle que me llevara con él.

En una de esas ocasiones me trajo pan recién hecho con mermelada de higos para que desayunara en la cama, y mientras estábamos allí sentados, estuve seguro de que él deseaba que le abriera mi corazón, pero simplemente no podía hacerlo por miedo a perder todo lo que había conseguido.

Una noche en la que estábamos solos le pregunté si había visto el manuscrito de Berequías Zarco últimamente.

– No, pensé que sería mejor dejarlo en vuestra granja -respondió-. En Goa, si alguien lo descubría, volveríamos a tener problemas.

– ¿Llegaste a saber quién podría haber testificado contra mi padre? -le pregunté.

Negó con la cabeza.

– Lo intenté, pero el padre Antonio dijo que ya habían empezado a investigarme a mí, por lo que tuve que dejarlo.

Mi tío Isaac sólo se quedó cuatro días con la excusa de que tenía que volver a Diu por negocios. Le pidió a Wadi que fuera a verlo tan pronto como fuera posible; tenía contratos pendientes que precisaban una delicada coordinación entre los almacenes de Diu y los de Goa. Me hizo prometer que yo también iría, y le dije que sí, pero cuando mi tío hubo embarcado, me sentí tremendamente aliviado mientras le decía adiós, pues sabía que no iría jamás.


Sara había podido verificar que Ana era la joven que yo había visto después de haberla seguido en varias ocasiones cuando salía de la mansión de su padre. Ana no sólo se encontró con Wadi en la calle dos veces más, sino que además llevaba puesto un sombrero de ala ancha negro exactamente igual que el que yo le había descrito.

El día después de que mi tío se marchara a Diu, Gonzalo Bruges, el prometido de Ana, acudió a ver a Sara a su casa tarde, por la noche. Le pedimos que fuese a la hora exacta en la que Ana solía salir para encontrarse con Wadi.

Gonzalo era un hombre diminuto, de apenas un metro y medio de altura, con la piel lechosa y sólo una sombra de vello en la barbilla y las mejillas. Tenía el pelo rizado, castaño y lo llevaba suelto por encima de la frente y de las orejas, y tenía los ojos verdes y la mirada profunda, como un gatito. Tenía diecisiete años, uno más que Ana. Faltaban siete meses para su boda, sería justo después de su decimoctavo cumpleaños.

Yo estaba en el salón cuando él entró en la casa. Me gustó su manera de reír cuando Sara bromeó acerca de la pequeña fortuna en perlas que llevaba incrustadas en las solapas del chaleco y el cuello de su jubón verde oliva.

– ¿Cuál es esa razón tan misteriosa por la que me has invitado? -preguntó con desenfado. Debió de pensar que se trataba de algún tipo de juego que ella habría organizado para divertirlo.

Tras pedirle que tuviera paciencia, Sara colgó su brazo en el de él y lo acompañó al salón, donde nos presentó. Me gustó el vigor con el que ese joven me dio la mano. Era evidente que le gustaba conocer a los amigos de Sara. Una vez sentados, ella le explicó a Gonzalo que me había invitado a su casa porque lo que debía contarle no era agradable, y sentía la necesidad de tener a un buen amigo en el que poder confiar cuando se lo dijera.

– Te aseguro que Tiago no dirá ni una palabra de esto a nadie -dijo muy seria mientras se volvía hacia mí justo en ese momento, tal como habíamos ensayado.

– Tienes mi palabra -le confirmé, con la mano en el corazón. Me acordé de lo mucho que apreciaban los gestos dramáticos los portugueses de Goa.

En los años que han pasado desde entonces me he preguntado por qué debió de acceder Sara a mentir por mí. Sé que quería evitar que le rompieran el corazón a la joven Ana, y que si eso le causaba problemas a Wadi, tanto mejor. Pero aun así, a veces pienso que ella ya intuía lo profundas que eran las sombras a las que me proponía descender. Me pregunto si le movía la venganza. Y si ella misma tenía claro si lo hacía por Sofía o por ella misma.

– Sara, espero no haber hecho nada malo -dijo Gonzalo con una sonrisa infantil, intentando que su encanto lo salvara de una reprimenda si de algún modo la había ofendido.

Él estaba sentado en el sofá, encorvado, pero intentaba no parecer ansioso. Yo estaba sentado a su lado y Sara se había acomodado en un sillón frente a nosotros.

– No estoy enfadada contigo en absoluto -se apresuró a aclarar ella-. Pero tardaré un minuto en explicártelo. -Se levantó y sirvió tres coñacs en tres vasitos diminutos de cristal rojo que había dispuesto sobre una bandeja de madera-. Gonzalo, una noche, mientras paseaba por el límite oriental de la ciudad, vi algo que no debería haber visto. Simplemente paseaba por ahí, necesitaba pensar en cosas que me preocupaban.

Repartió las bebidas y se sentó otra vez. Yo me serví una tostada y le ofrecí otra a Gonzalo.

– Fue entonces cuando vi que mi amigo Francisco Javier iba por la calle -continuó Sara con un tono más firme, como si estuviera más segura de lo que quería decir-. Qué extraño, pensé. Quizá no lo sepas, Gonzalo, pero en otro tiempo Francisco Javier y yo estuvimos muy unidos. Tú debías ser sólo un chiquillo. Bueno, pues estuve a punto de llamarlo, pero caminaba tan rápido y parecía tan decidido… No paraba de mirar a su alrededor todo el tiempo, como si tuviera miedo de que lo siguieran. Naturalmente, no quería molestarlo si estaba llevando a cabo algún tipo de misión delicada. No tenía ninguna intención de espiarlo, aunque admito que despertó mi curiosidad, pero desde donde yo estaba no pude evitar ver cómo entraba en una casita de dos plantas. Al parecer, tenía la llave. Eso también me pareció extraño, por lo que me quedé ahí esperando cosa de un minuto después de que hubiese entrado, preguntándome qué debía llevarse entre manos. Quizá tenía algo que ver con alguna mercancía secreta, pensé.

Sara se limpió el sudor con un pañuelo.

– Gonzalo -dijo con suavidad-, me temo que pronto me odiarás.

– Prometo que no será así -respondió él inmediatamente-. ¡Pero cuéntamelo de una vez, por favor!

– Mientras estaba ahí plantada -continuó Sara-, vi a una joven que recorría la calle a toda prisa. Llevaba un extravagante sombrero negro que proyectaba una sombra sobre su rostro, pero la reconocí igualmente. -Bajó la mirada con expresión preocupada-. Ella también tenía la llave de la casa. Y también entró. Gonzalo, la chica era Ana Dias. Ya sé lo que estás pensando -se apresuró a añadir con la mano extendida para evitar que él empezara a hablar-. Estoy segura de que hay una explicación para todo esto. Tiene que haberla. Supongo que tú podrás decirme cuál es, que es por lo que… que, de hecho, es por lo que te he pedido que vinieras.

Ella le sonrió de forma benevolente.

Gonzalo se había quedado lívido, con la boca abierta.

– ¿Estás segura de que era Ana? -preguntó vacilante.

Sara se mordió el labio y se volvió hacia mí con una mirada de súplica.

– Varias noches después de que Sara viera todo eso -dije yo-, me pidió que siguiera a la chica cuando saliera de la casa. Me sabía mal hacerlo, pero Sara estaba tan disgustada… Y yo sabía que me lo pedía porque le preocupabas. -Le cogí la mano y le di un fugaz apretón. Su sonrisa avergonzada me pareció perfecta.

– Vi que la joven volvía a una gran mansión -añadí, y continué con su descripción detallada. Cuando mencioné una buganvilla de colores cálidos que caía en forma de cascada sobre la fachada, se puso en pie de repente.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con Francisco Javier? -preguntó.

– Una hora más o menos, la noche que yo la seguí -respondí sin alterarme.

– Estoy segura de que tiene que haber… -dijo Sara.

Pero antes de que pudiera terminar la frase, Gonzalo salió corriendo de la habitación. Sara me miró asustada, porque no habíamos previsto esa reacción. Lo alcancé antes de que llegara a la puerta.

– ¿Adónde vas? -le pregunté.

– A ver a mi padre. Él llegará hasta el fondo de este asunto.

– Por favor, no lo hagas -le dije-. Las conclusiones a las que has llegado podrían ser erróneas. Podría haber alguna razón inocente por la que acudió allí. Por eso no estaba seguro de si Sara debía contártelo. De hecho, yo le aconsejé que no lo hiciera.

Sara se había reunido con nosotros. Se agarró al brazo de Gonzalo.

– Sé que estás enfadado, pero tienes que pensar en lo que es mejor para Ana. Si vas a ver a tu padre, el escándalo la marcará para siempre. Deberías ir a ver al padre de ella, en lugar de eso. Por favor, Gonzalo, no vayas a comprometerla. El Senhor Dias hará lo que sea para evitar que su hija se vea envuelta en un escándalo. Él hablará con Ana cuando no haya nadie más presente, excepto tú. Llegarás a saber la verdad de todos modos, pero de este modo garantizaremos que no se manche el… el honor de ninguno de los implicados.

– ¿Honor? -dijo el chico-. ¡Lo que ha hecho demuestra que no lo tiene!

– Tienes que hacer lo que dice Sara -me interpuse-, y aunque eso pueda comprometerme como espía, iré contigo. Al fin y al cabo, antes de enfrentarse a su hija, querrá saber exactamente lo que vimos. Sólo yo puedo contárselo. Especialmente porque no quiero que Sara se implique todavía más. Al ser una mujer soltera, como puedes comprender, debe ir con cuidado. Un escándalo podría traerle complicaciones.

– ¿Harías eso por mí? -preguntó Gonzalo con gratitud, y es que no tenía ni la más remota idea de lo que le tenía preparado.

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