17

Llegué hasta el barrio hindú, donde recorrí las calles llenas de gente y de desvencijados tenderetes de madera. El aire era denso debido al olor agridulce de las especias y el aceite de coco. El cielo estaba cargado de nubes oscuras, cada vez más grandes a medida que avanzaban desde el oeste, como si fueran el humo procedente de una ciudad en llamas. Unos minutos más tarde, cayeron cortinas de agua arremolinadas por el viento, y el suelo desprendió el calor acumulado en forma de vapor, como volutas fantasmagóricas. Me quedé tiritando, resguardado bajo el alero de madera del puesto de un escultor, observando cómo se ahogaban las flores y la hierba de toda la India. A mi lado, encima del suelo, había una fila de dioses de piedra, estatuillas no más grandes que una mano, que parecían piezas de ajedrez a punto para empezar la partida. Me llamó la atención un retrato de Sarasvati esculpido en esteatita, la diosa de la música, el arte y la literatura. Aparecía cabalgando sobre un pavo real con la cola al descubierto y en sus cuatro manos llevaba un libro, dos flores de loto y un vati, un laúd indio de mástil largo.

«¿Qué debería darle a cambio de su conocimiento sobre cómo rehacer el pasado?», me pregunté.

Con la esperanza de encontrar el consuelo de la voz de otra persona, miré por debajo de la puerta que tenía detrás y pude ver al escultor de cuclillas. Estaba asando dos peces plateados del tamaño de un dedo sobre un puñado de brasas al rojo vivo que tenía amontonadas en el suelo. Tenía a su lado un elegante gato blanco, con el pelo apelmazado, que me miró con ojos hostiles y desconfiados. Esa criatura tenía algo que me pareció humano: como si fuera la reencarnación de un niño que hubiera muerto asustado y ahora no pudiese ser otra cosa, en su paso por los interminables ciclos de la reencarnación.

Ese gato aparece a menudo en mis sueños desde aquel día y siempre se asusta cuando me ve, como si mi cara se hubiera convertido en algo monstruoso, o más bien como si sospechara lo que estaba a punto de hacerle a mi propio padre…

– ¿Quieres comprar algo? -me preguntó el escultor.

– No. Sólo estoy esperando a que escampe.

Al oír eso, su interés por mí desapareció. Volvió a centrarse en la comida que estaba preparando mientras masticaba un trozo de pan de arroz.

Me puse justo al lado de la puerta, donde el escultor no pudiera verme, y acerqué el retrato de Sarasvati hacia mí con el pie. Tenía los nervios de punta. Era como si una criatura con garras y espinas viviera en mi interior, alimentándose de mis dudas.

Cogí el Sarasvati y salí corriendo, lanzado como una piedra a la orilla del océano por mi demente arrebato, pero el aire húmedo -tan cargado de mi pasado- enseguida me dejó agotado. Tratando de recobrar el aliento, completamente superado, sentí como si un cuchillo oxidado me hubiese desollado la garganta.

Con Sarasvati a modo de botín de guerra, envidiando su solidez por lo mucho que contrastaba con la ingravidez de mi espíritu, me dirigí hacia la curtiduría. Cuando entré en el edificio, el hedor a estiércol de las cubas me devolvió a mi cuerpo. El viejo propietario tamil me recibió con una sonrisa desdentada.

Me preguntó dónde había conseguido la estatuilla y le dije que la había esculpido un amigo mío.

– La música le ha dado una cara muy dulce -comentó.

Insistí en que se la quedara como obsequio y la aceptó entre risas.

– Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó.

Cuando le hablé del pandito, levantó las cejas y se puso la mano alrededor de la oreja como si no me hubiera oído bien. En voz baja, me preguntó si el Santo Oficio había apresado a mi padre.

– Sí, y lo están torturando -respondí sin rodeos.

– Entonces, entra -dijo el curtidor con la mirada grave, deseando que viera en ellos lo que no se atrevía a decir acerca de los gobernantes portugueses. Tras intercambiar unas palabras con su encargado me condujo a través de una puertecita negra con unas hermosas letras muy adornadas que, en portugués, rezaban: «Muchos son los caminos que llevan a Dios, pero qué afortunados somos de que sólo uno nos lleve más allá».

– ¿Qué significa eso? -le pregunté.

Negó con la cabeza.

– No lo escribí yo. Lo hizo tu padre.

– ¿Mi padre? ¿Cuándo?

– Hace años. Vino aquí un día y me pidió permiso para escribir sobre la puerta. Es una especie de oración, creo. Mi portugués no es muy bueno. La Inquisición arrestó a un amigo suyo y necesitó la ayuda del pandito. Tu padre quería que su amigo pudiera ver esas palabras antes de comprar el veneno que acabaría con su vida.

Pronto llegamos a un pequeño valle de viviendas diseminadas en las afueras de la ciudad. El camino estaba bordeado por plantas cuyas hojas parecían orejas de elefante, y el agua de la lluvia atrapada en sus pliegues brillaba con la húmeda luz del sol que se abría paso entre las nubes. Después de contemplar el vuelo de un halcón como si se tratara de un presagio imposible de descifrar, mi guía señaló una casa de un solo piso con un balcón de madera que la rodeaba por los cuatro costados.

– Toda la vida es sufrimiento, reza pues por tener una buena muerte -recitó mientras me decía adiós con la mano. Supongo que se lo decía a todos los que pasaban por sus manos para adentrarse en ese submundo.


La puerta principal de la casa del médico estaba pintada de color azul, con una pequeña flor de hibisco de color rosa y azul en el centro, como el principio de un mandala. Hice sonar una campana dorada que colgaba de una cuerda raída.

El sirviente barbudo y con turbante que me abrió la puerta me miró con escepticismo y se negó a dejarme entrar en la casa hasta que me hubiera secado. Me dio una toalla áspera, perfumada con agua de rosas.

El experto en venenos me saludó justo después de cruzar el umbral. El pelo blanco apenas le coronaba la cabeza, tenía los ojos negros como la obsidiana y la piel de un suave color canela. Su porte era seguro y exquisitamente estilizado, como si hubiera sido bailarín. Eso me hizo ver que era un brahmán: observaba el mundo -incluso a ese joven empapado que tenía delante- desde la corona de su prestigioso árbol genealógico, que sin duda debía remontarse cuatro mil años atrás o incluso más.

Me calmó estar en presencia de tanta historia y ahora me doy cuenta de que le ofrecí una parte de mí para que la cuidara cuando nuestros ojos se encontraron.

Después de identificarme, sonrió.

– Llámame Vaasuki -me dijo en konkaní-, aunque ése, igual que el nombre que te dio tu padre, no es mi nombre real. Por mi seguridad y también por la tuya, no te lo revelaré jamás.

Había algo entre paternal y amistoso en la manera con la que me invitó a sentarme: me indicó con la mano una silla de mimbre junto a una mesa baja de bambú. Se sentó delante de mí, muy erguido. No me pareció que ese hombre fuera capaz de mentirme con sus palabras o con sus gestos, pero probablemente sólo se trataba de mi deseo. ¿Quién querría poner todo su futuro en manos de un hombre que ocultara sus intenciones?

Mientras su sirviente nos traía té, Vaasuki dejó claro con su comportamiento que debíamos participar en ese ritual antes de hablar de las cuestiones que nos urgían.

Estábamos sentados en una gran habitación entre un bosque de delicadas palmeras y densos arbustos de brillantes colores sobre tiestos de cerámica. En la esquina opuesta de la habitación había un altar dedicado a Shiva, pintado de azul hasta el cuello. Un banano con forma de corazón estaba colgado frente al Dios, como si sus flores de color rojo sangre tuvieran que convertirse en ofrendas cuando cayeran a sus pies. Detrás había una puerta abierta por la que dos pinzones diminutos de color amarillo habían entrado volando. Los pájaros saltaban por las ramas de un pequeño pero esbelto árbol que tenía a mi lado, buscando semillas que pudieran picar.

– Los pakló levantan muros de piedra vayan donde vayan -dijo Vaasuki, utilizando la expresión local para referirse a los portugueses. Pakló significa «los que llevan plumas», ya que los primeros colonizadores que llegaron a Goa se caracterizaban por llevar plumas en los sombreros. Bebió su té y me animó a hacer lo mismo-. No les importa matar pájaros para poder utilizar sus colores, pero les asusta tenerlos en casa. Necesitan separar claramente lo que está fuera de lo que está dentro.

Los pinzones bajaron al suelo y siguieron buscando comida. Oleadas de aire cálido entraban por la puerta y me daba la sensación de que la piel me ardía.

– Sé que debe de ser difícil para ti -dijo-. Quizá debería empezar por contarte algo sobre mí mismo. -Me dedicó un gesto de bendición-. No te preocupes. Aunque empiezas a entender que este lugar no forma parte de tu mundo, prometo devolverte sano y salvo a casa.

El sirviente volvió a llenar mi taza de té. Vaasuki me contó que había nacido cerca de Panaji, unos kilómetros al oeste de la ciudad de Goa, donde el río Mandavi se ensanchaba y formaba una amplia bahía al llegar a la costa. Como él mismo admitió, en otro tiempo había sido un joven egoísta. Había estudiado medicina ayurvédica con un maestro de Delhi sólo porque su padre se lo había ordenado y porque los brahmanes habían perdido el derecho a convertirse en sacerdotes hinduistas en territorio portugués. Él se había quejado constantemente de su destino hasta el final de su aprendizaje, cuando descubrió que los portugueses y otros europeos de Goa lo trataban con un respeto que no mostraban por el resto de los indios. Incluso se le permitía trasladarse de un lado a otro en palanquín.

– ¿Siempre ha… siempre ha ayudado a la gente como yo a obtener venenos? -pregunté con un susurro.

– No, pero hace unos doce años un hombre vino a verme y me pidió que viera a un amigo suyo que se estaba muriendo. Cuando llegué a la dirección que me había indicado, me encontré a mi padre, pálido y marchito, sentado en una alfombra. Hacía muchos años que no lo veía. Tenía muchas cosas que reprocharle, también -aunque no únicamente- la elección de mi profesión. Mi padre me había engañado para que fuera a verlo porque sabía que no habría ido voluntariamente a su casa. Nos sentamos y me contó que intentaba ocultar lo enfermo que estaba, porque, si la Iglesia llegaba a enterarse, se aseguraría de que lo visitase un cura para darle la extremaunción. Me di cuenta de que podía dejarlo morir como un falso cristiano o bien ofrecerle morir como hindú, que es lo que él deseaba. Así que, como ves, puedo entender un poco cómo te sientes. Después de ayudar a mi padre a morir como quería -añadió con una sonrisa- ir de un lado a otro unos palmos por encima del suelo en un palanquín ya no me parecía tan importante.

– Pero el hinduismo prohíbe ayudar a alguien a suicidarse -dije-. Al menos eso es lo que me han contado -añadí para suavizar lo que había sonado como una crítica.

– Imagina que estás en el desierto y te encuentras a una mujer a punto de morir de sed. Podría ser tu madre o tu hermana. ¿Sería un pecado darle agua? ¿Acaso no sería tu deber ofrecerle incluso tu propia sangre si fuera necesario?

– Pero, en ese caso, le estarías permitiendo seguir con vida.

– Y eso, Tiago, es justo lo que mi padre me dijo después de haber tomado el veneno que le di. «Hijo mío, ahora puedo continuar en paz hasta el final que me aguarda. Me has salvado la vida.»


Mientras Vaasuki seguía contándome cosas sobre su pasado, me sentí cada vez más soñoliento. Supongo -dada la profesión de mi anfitrión- que su sirviente habría añadido polvo de valeriana o de beleño negro, o cualquier otra sustancia calmante entre las docenas existentes, al contenido de mi taza. Seguramente había decidido que mi agitación era un riesgo para ambos.

Cuando me desperté descubrí que Vaasuki me cogía por las manos; me estaba ayudando a levantarme. Me sobresalté un poco, pero me sentía mucho más ligero de lo que me había sentido jamás.

– Bienvenido a casa otra vez -dijo con una leve reverencia.

– ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?

– El suficiente -rió mientras me daba unas palmaditas en la mejilla.

Me dio agua y luego me pidió que me arrodillara ante Shiva. Dijo una oración por los dos y puso un botellín minúsculo de cristal parecido al rubí en la palma de mi mano.

– De momento, puedes esconderlo en un zapato -me dijo-. Pero tu padre ya te debe haber explicado dónde tienes que esconderlo cuando vayas a verlo ¿no?

– Sí.

– Bien. Ti, llevarás la propia muerte en tu interior, debes ir con cuidado.

Antes de salir por la puerta, el pandito se disculpó por tener que ayudarme de ese modo.

– Echaremos de menos a tu padre -me dijo-. Pero estoy seguro de que tendrá una buena reencarnación.

Le ofrecí todas las monedas de plata que había traído y le prometí conseguir más, pero él me cerró el puño y puso su mano sobre la mía.

– No es necesario -me dijo.

– Gracias… Vaasuki, en la puerta del curtidor mi padre escribió algo sobre un camino que lleva más allá del Señor.

– Sí, lo he visto, por supuesto.

– ¿Sabe qué puerta es ésa? ¿La muerte?

– Eso es lo que todo el mundo cree -respondió con una leve sonrisa.

– Pero ¿no es así?

– ¿Dónde estamos antes de nacer?

– En la matriz de nuestra madre.

– Sí, eso es cierto -asintió, mi respuesta le pareció divertida, como si la hubiera dicho un niño-. Pero ¿antes de eso?

Me encogí de hombros.

– No sé si estamos en alguna parte.

Se dio unos golpecitos en la cabeza y luego me los dio a mí.

– ¿De dónde viene ese yo que hay dentro de nuestra mente? ¿Y por qué está dentro de tu cabeza y no dentro de la de otro?

– No lo sé.

Me dio unas palmaditas en la espalda.

– Cuando sepas la respuesta, sabrás también adónde lleva el camino que no pasa por el Señor. Pero, por ahora, eso no importa. Ese mensaje no está pensado para un joven como tú. Tiago, recuerda lo que me dijo mi padre. Aférrate a sus palabras. Y deséale un buen viaje a tu padre de mi parte, dale las gracias y mi bendición.

– Soy yo quien le está agradecido -dije.

Su mirada se tornó seria.

– No me gustaría volver a verte por aquí, ni a ti ni a nadie de tu familia. Hazme caso: márchate de Goa cuando esto termine, y no vuelvas.


Cuando llegué a casa, Sofía y mi familia vinieron corriendo hacia mí.

– Papá se encuentra bien y está animado, os manda recuerdos a todos -les dije, intentando parecer alegre.

– ¡Gracias a Dios! -dijo mi hermana.

Mientras mi tía mandaba que me trajeran ropa limpia, me inventé una historia para ellos, la que también yo habría querido oír: que papá se encontraba bien, que era fuerte y que no lo habían torturado. Que estaba de acuerdo con el tío Isaac en que lo que la Inquisición quería era un soborno y que estaba seguro de que en cuanto lo obtuviesen lo liberarían.

– ¿Se enfadó conmigo por no ir a verlo? -preguntó mi tío con temor.

– No, por supuesto que no. Te agradece mucho la ayuda.

– ¿Pudiste darle el pollo? -preguntó Wadi.

– Me lo confiscaron. Pero no come tan mal.

Le pedí disculpas a mi tía por no haberle devuelto el recipiente. Le prometí que lo recogería en la próxima visita.

Mi tía me acarició el brazo con dulzura. Al parecer, incluso ella se hacía cargo de lo que estaba pasando.

– No importa -me dijo.

Después de responder a todas sus preguntas, confesé mi cansancio y pedí que me excusaran. Sofía me acompañó a mi habitación a empujones para bromear y me ayudó a ponerme la camisa de dormir. No quería irse, por lo que tuve que dejar el veneno oculto en mi zapato.

Levantó la ropa de cama y me ordenó que me metiera dentro. Me di cuenta de lo mucho que se parecían sus labios a los de mi padre; tan reflexivos. También me lo recordó esa manera de frotarse las sienes con el pulgar y el índice.

– Ti -dijo con voz tímida mientras se sentaba junto a mí-, puede que los otros no se hayan dado cuenta, pero yo he visto claramente que estabas mintiendo.

– No es cierto.

Ella frunció el ceño, esperaba encontrar más lealtad en mí.

– Dime la verdad, debes hacerlo.

Yo ya había previsto esa posibilidad y había admitido una pequeña mentira para que creyera la grande.

– No debes decírselo a nadie más. Ni siquiera a Wadi.

– Te lo prometo.

– Es sólo que papá no está comiendo nada bien. Se alimenta sobre todo de caldo de arroz. Le debe doler el estómago y ha adelgazado mucho. Le supo mal que no pudiera darle el pollo. Soltó un gemido cuando le dije que me lo habían confiscado.

– Oh, Ti -dijo ella-, estoy segura de que podemos hacerle llegar comida de verdad si seguimos intentándolo. Le pediré a la tía María que hable con el padre Antonio mañana a primera hora. Seguro que nos ayudará. Le prepararé chapatti con dal. Eso le sentará bien.

– Y yo le llevaré mangos -sonreí, con la esperanza de enterrarme en esa mentira para no sentir la tentación de revelarle verdades de más peso.

La alegría de volver a sentirse útil la puso en marcha otra vez.

– Sí, a papá le encantará. Tú descansa -dijo con entusiasmo, inmersa ya en sus planes-, yo me encargaré de todo.


Al día siguiente, el padre Antonio les aseguró a mis tíos que ya le había dado uno de sus anillos de oro a un hombre cercano a la cúpula de la jerarquía inquisitorial. El cura les explicó que no podía garantizarles ninguna concesión, pero que su regalo había sido bien recibido, pese a que evidentemente no lo reconocerían jamás ante nadie. También les aseguró que había solicitado que le dieran pescado y fruta a papá, y nunca cerdo ni calamares, aunque no se atrevió a mencionar que era por cuestiones religiosas que tenían que ver con las leyes kosher.

Wadi, Sofía y yo fuimos al Santo Oficio a mediodía. Caminábamos uno al lado del otro y Sofía iba en medio, como cuando éramos pequeños. Dado que ninguno de ellos dos sabía la verdad acerca de papá, intenté sortear rápidamente cualquier comentario que me hicieron esa mañana. Era como si hubiéramos reconstruido lo que se había roto entre nosotros. Wadi llevaba una bandeja de madera en la que Sofía había puesto el puchero de dal, un tazón de arroz con leche y dos mangos.

Un cura de ojos grises y apagados, y la piel amarillenta como la cera vieja, nos atendió cuando llamamos a la puerta del Santo Oficio. Lo encontré repulsivo, lo que facilitó mis súplicas, ya que sentía que los últimos vestigios de mi orgullo sólo merecían ser pisoteados. Un débil tono crispado se apoderó de mi voz cuando solicité que se le hiciera llegar la comida a mi padre. Después del rechazo inicial, que fue grosero y rotundo, intenté llegar a ese núcleo de solidaridad que aún creía presente en el interior de todos los hombres, independientemente de su condición. Al fin y al cabo, todos somos capaces de ver con los ojos de los demás cuando nos interesa. Le conté que nos preocupaba la salud de nuestro padre, pero al ver su expresión distante empecé a hablar como un chico obligado a jugar a cartas con un tahúr experimentado, tratando de encontrar las palabras adecuadas, sabiendo que estaba a punto de perderlo todo.

Mi humillación no tardó en alcanzar a Sofía, que se arrodilló ante él.

– Padre, sé que Cristo es compasión y por todo lo que Él sufrió creo que Dios le permitirá ayudarnos -le dijo al hombre. Su voz fue tan clara y segura que supe con toda seguridad que había estado practicando ese discurso.

– Me han enseñado que su compasión llega hasta aquellos que ni siquiera la merecen. Y creo que debemos imitarlo en todo lo que hacemos, para que… para que Su sacrificio no haya sido en vano. ¿Qué significa, si no, lo que Él hizo y dijo?

Si en este mundo hubiera justicia y magia, la elocuencia de Sofía habría abierto la cerradura de cualquier celda y habría dado alas a todos los pobres prisioneros para que pudieran volver a sus casas. Pero el mundo es lo que es, y el metal oxidado se quedó como estaba: escuchando imperturbable nuestras súplicas.

«La fe es un adorno inservible y no hay lugar para ella, en este lugar.» Esto es lo que me pareció que nos decían los muros de piedra que nos rodeaban.

El cura debía haber oído discursos parecidos más de una vez, porque miró a mi hermana con altivez, como si se tratara de una pilluela, y luego le hizo una seña a un soldado para que nos echara de allí.

Ya se alejaba de nosotros cuando Wadi dejó la bandeja en el suelo.

– Su Excelencia, vuelva, por favor -le dijo-. Por favor, debe ayudarnos…

Pero el cura ni siquiera se dio la vuelta.


Durante el camino de vuelta a casa, Sofía y yo hablamos en voz baja sobre la necesidad de esperar a que el soborno del tío Isaac surtiera efecto. Intentábamos animarnos el uno al otro. Wadi no decía nada, parecía enfadado. De repente, la bandeja que llevaba se estrelló contra el suelo y alargó las manos hacia mí.

– ¡Tigre, el aire está ardiendo! -gritó.

– Espera -le dije-. Sofía, agárrale los brazos mientras me pongo detrás de él.

Antes de que ella pudiera cogerlo, a Wadi se le pusieron los ojos en blanco y las rodillas cedieron a su peso. Me las arreglé para detener la caída, pero se dio un buen golpe en la cadera derecha y se aplastó la muñeca con la espalda.

Se retorcía como si lo despellejaran. Le sostuve la cabeza mientras Sofía intentaba agarrarle los pies, pero la golpeó en un hombro con tanta fuerza que la hizo caer al suelo.

– ¡Vuelve a intentarlo! -le ordené, y esa vez Sofía lo hizo más rápido y con más fuerza.

A esas alturas ya se había reunido un grupo de gente a nuestro alrededor, pude oír a varias mujeres portuguesas que comentaban que debía de tratarse de un maleficio. Si la tía María se enteraba de que había tenido un ataque en público, nos lo haría pagar a todos.

– ¿Qué le ocurre? -me preguntó un mercader con cara de asno y una larga capa roja, horrorizado. No le respondí.

Wadi se sacudió en su violento mundo durante unos minutos. Cuando se hubo calmado, Sofía le acarició el pelo empapado en sudor y salió corriendo a buscar agua. Wadi hizo un gesto de dolor cuando le toqué la muñeca derecha. Se le estaba hinchando.

– Lo siento -murmuró apenado-. Esto es lo último que necesitábamos.

– No lo hiciste a propósito. Descansa.

– Lo siento…, lo siento tanto…

– Es lo que menos debe preocuparnos.

Sentado con la cabeza de Wadi en el regazo, mientras esperaba a que volviera mi hermana, me dejé caer de buen grado llevado por la gravedad de recuerdos lejanos. Cuanto más me acercaba al presente, no obstante, más irreal me parecía mi vida, como si el río que nos llevaba a todos con su corriente no fuera a dar al mar, como debería ser, sino a una alta montaña que nadie sería capaz de escalar: hacia la muerte de mi padre y todo aquello que jamás llegaría a ser a causa de ésta. Tenía que mantenerme alejado de Wadi, ése era el mensaje de mis recuerdos. Quizás era él el responsable de que hubieran encarcelado a papá.

– Llévame a algún sitio donde nadie pueda verme, Tigre -me suplicó mi primo-. No quiero que me vean así. No creo que pudiera soportar un sermón de mi madre en un día como hoy.

– Tan pronto como vuelva Sofía, nos vamos.

– Ojalá pudiéramos volver atrás en el tiempo hasta la última vez que vinisteis a Goa. Le diría a tu padre que se marchara a casa y no volviera jamás. Haría lo que fuera por deshacer lo que ha sucedido.

– Sé que lo harías -mentí.

¿Acaso se arrepentía tanto de haber denunciado a mi padre que necesitaba compensarlo de alguna manera?

Sofía volvió y puso una jarra de agua en los labios de Wadi, que bebió de ella ávidamente. Luego lo ayudamos a ponerse de pie.

– Lo siento, Sofía -dijo.

– Ssshhh. Tenemos que llevarte a casa -le dijo mi hermana.

Avanzamos pesadamente entre la multitud. Ni una sola persona preguntó por el estado de Wadi. «Entiendo perfectamente por qué papá quiere dejar atrás este mundo monstruoso», pensé, y aún tuve otra revelación más profunda en ese mismo instante.

Incluso un prisionero torturado sabe que el mundo es bello y desea elegir el momento de su muerte precisamente para darle a esa belleza el final que merece. Para él, como para todos nosotros, no importa si el sol, el mar y las estrellas -o incluso hombres y mujeres- pueden mitigar el dolor. Somos seres frágiles, la vida es bella y sufrimos incesantemente, como dijo Buda. Eso me pareció la cosa más obvia y triste del mundo durante el camino de vuelta a casa.


Pasé la mayor parte de la noche sentado en la cama pensando en mi padre, guardándomelo todo en el pecho, donde sólo el latido de mi corazón supiera de su existencia. Poco a poco, el cansancio se apoderó de mí hasta que sentí la calma del abandono. «Ahora sólo puedo confiar en mí», pensé, y me alegré de ello porque me di cuenta de que me había liberado de cualquier ilusión.

Me desperté antes del amanecer. Mi tío se sentía culpable porque tenía que marcharse a supervisar el trabajo de sus almacenes, pero lo convencí de que no tenía elección, de que debía verificar los cargamentos que partían esa misma tarde hacia Lisboa; de que eso es lo que su hermano querría que hiciese. En su mirada pude ver que deseaba escapar de la tía María, con la que no hacía sino discutir.

– No podemos ceder ante la desesperación mientras esperamos a papá -le dije.

Me miró muy serio.

– Te has convertido en un hombre estas semanas -dijo, pero su voz sonó sombría.

Sofía preparó dos grandes platos de patatas bhaji, uno para papá y otro para el malvado cura que nos había echado el día anterior.

– No me rendiré -nos dijo a todos.

Wadi llevó los platos aún calientes al Santo Oficio. Yo no lo acompañé, en lugar de eso me senté en mi habitación junto a la ventana abierta para sentir cómo la brisa húmeda jugaba con mi pelo como si me acariciara por el crimen que estaba a punto de cometer. Sabía que me llamarían para visitarle ese día y empecé a barajar estrategias para convencerlo de que no debía utilizar el veneno. Cuando Sofía volvió, casi a mediodía, ella y Wadi me contaron muy entusiasmados que otro cura -de benevolente sonrisa- les había permitido dejar la comida, que prometió hacérsela llegar a mi padre.

Más tarde ese mismo día un chico descalzo trajo una carta de Tejal. Sofía, Wadi y la tía María estaban en el mercado, y mi tío aún estaba trabajando. El pequeño mensajero -el primo de Tejal, Jai- había venido andando desde Benali pese a tener sólo once años.

«Dios quiera que tu padre ya esté en casa -me escribió Tejal-. Yo estoy con mis padres, y nuestro bebé crece sano en mi interior. Te ruego que vengas en cuanto puedas. Trae libros que me puedas leer y, si es posible, que los elija tu padre. Dale una carta de respuesta a Jai. Te quiero, Tejal.»

Le di a Jai una pequeña nota para Tejal y un libro de poesía de Samuel Ha-Levi. También le di para el viaje una bolsita con galletas de coco, con la que salió corriendo por la calle a toda prisa, como si quisiera esconderlas en algún lugar secreto antes de que alguien le pidiera que las compartiera.

Al final de la tarde, Sofía subió corriendo las escaleras y abrió de golpe la puerta.

– ¡Te han convocado en el Santo Oficio! -anunció-. Puede que sea para liberar a papá.

Fingí sorprenderme por la noticia, incluso hice lo que pude por sonreír, pero Sofía enseguida notó algo en mi expresión.

– Crees que son malas noticias, ¿verdad? -preguntó dubitativa, con la voz entrecortada, como si temiera que le contara que nuestro padre ya estaba muerto.

– Es sólo que no me fío de ellos -respondí-. Aunque estoy seguro que el soborno habrá funcionado. Ahora sólo es cuestión de tiempo.

Su rostro se iluminó. Me sorprendió lo fácil que resultó levantarle el ánimo. Quizás había invertido demasiado en un final feliz para creer que pudiera pasar algo distinto.


Encontré a mi padre muy desmejorado, con el ojo derecho tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo y las marcas de la cuerda que tenía en el cuello infectadas, como si los gusanos hubieran excavado bajo su piel. Le temblaban las manos, y olía a animal podrido.

Cuando entré en su celda, me abrazó. Enseguida noté que tenía fiebre.

La puerta de hierro se cerró detrás de nosotros.

– ¿Lo has traído? -me susurró al oído.

Asentí. Noté que no me llegaba la sangre a la cabeza, como si estuviera a punto de desmayarme.

– Que Dios te bendiga, Ti.

Se arrodilló para mirar a través del cerrojo de la puerta, quería asegurarse de que no nos vigilaban. Después de levantarse otra vez, alargó la mano con los dedos abiertos, los ojos enfurecidos, como si fuera el momento más importante que había vivido jamás.

Me quitó el frasco como un ladrón y empezó a llorar en silencio.

– Oh, papá -gemí.

– Todo va bien -no dejaba de repetirme mientras me acariciaba el pelo y me besaba las mejillas. Recuperó las fuerzas de golpe, cuando me abrazó lo hizo con firmeza-. Tú y yo arruinaremos sus planes -susurró antes de toser a causa del entusiasmo. Se bajó los pantalones y se contoneó como un pato sacudiéndose el agua de la cola en un intento de hacerme reír. Luego se metió el frasco donde nadie pudiera encontrarlo y dio una vuelta con los brazos en cruz, en una especie de danza triunfal.

– No te preocupes -me dijo-. No me he vuelto loco. Sólo estoy contento. Contento de tenerte aquí en este momento. Ti, has salvado tantas vidas… Que Dios te bendiga para siempre.

– ¿Entonces no les has dado los nombres…?

– No, y ya no pienso hacerlo jamás.

Nos sentamos juntos en su camastro.

– ¿Sabes lo que me apetece ahora? -me preguntó mientras me daba unos golpecitos juguetones en la coronilla.

– No, ¿qué?

– La crema de tamarindo de Nupi -se relamió y simuló derretirse.

– ¿Te han dado la comida que te hemos traído?

Negó con la cabeza.

– Sofía te preparó patatas bhaji.

– Dale las gracias de mi parte. Dime una cosa, ¿Wadi la ha tratado bien?

– Sí. Creo que ahora se arrepiente de haberme traicionado. Creo que serán felices juntos.

No sabía si eso sería cierto, pero no podía permitir que papá se preocupara por ella.

– Fantástico. Dales mi bendición a los dos. Es importante. ¿Lo harás por mí?

Tomó mi mano y se la puso en la mejilla mientras yo le decía que sí con la cabeza.

– Papá, tienes mucha fiebre -le dije.

– Ya no importa nada. Ti, me tomaré el veneno dentro de dos días. Nadie sospechará que has sido tú. -Hizo un gesto, como si lanzara algo por la ventana-. Me desharé del frasco, y tú no debes admitir jamás habérmelo dado mientras haya alguien de la familia que pueda ser apresado por la Inquisición. ¿Comprendes?

– No se lo diré a nadie.

– Buen chico…

– Papá… ¿estás seguro de que debes hacerlo?

– Casi acaban conmigo esta última vez. Con un embudo en la boca y la cuerda alrededor del cuello, sería capaz de revelar cualquier cosa. No perdamos más tiempo. Dime, ¿cómo están Tejal y mi nieto?

– Pero papá, debemos seguir hablando de…

Se llevó un dedo a los labios.

– ¿Cómo está Tejal?

– He recibido una carta en la que me contaba que había vuelto a su aldea. Quiere que vaya a visitarla allí.

– Cuando salgas de aquí, hijo, debes ir a verla enseguida. Y quédate allí. No vuelvas a Goa incluso si te enteras… si te enteras de lo que habrá pasado. Quédate con ella. Y cuando vuelvas a nuestra granja…

– Pero… pero después, después de que… -no conseguía decir la palabra.

– No habrá funeral. Seré enterrado aquí sin ceremonia alguna.

– Pero esto no es tierra santa. No puedo dejarte aquí.

– Aquí entierran a todos los prisioneros muertos, pero mi cuerpo no tiene importancia. -Me secó las lágrimas con los pulgares-. Ya lo sabes.

– Pero tu alma vagará por los Reinos Inferiores si no…

– Eso es una superstición sin sentido. Mi alma ya habrá vuelto con Dios cuando la Inquisición haya encontrado mi cuerpo. -Imitó unas alas con las manos-. No podrán cogerme. Ti, a veces pienso que deberíamos hacer como los zoroastristas: abandonar el cuerpo en una torre y dejar que los buitres den buena cuenta de él. Es mucho más razonable.

– ¡Papá, no digas esas cosas! No soporto…

– Lo siento, siento hablar de forma tan estúpida. Ssshhh.

Me meció entre sus brazos y empezó a hablarme de cuando yo era un bebé. Poco después, la puerta se abrió y entró un carcelero seguido de un cura.

– No hemos tenido suficiente tiempo -dijo papá, muy enfadado.

– Tu hijo debe marcharse -le dijo el carcelero.

– ¡No me iré! -grité yo.

– No te arrepientas de nada de lo que pueda haber sucedido entre nosotros, Ti -dijo papá en konkaní, antes de besarme en los labios-. Siempre estaré contigo. Te quiero más que a ninguna otra cosa.

Fue como si mi corazón explotara. Me propuse no levantarme de allí. Me quedaría con papá y moriría con él.

El carcelero me agarró por el brazo.

– ¡Levántate! -gritó mientras me obligaba a ponerme de pie.

– Ti, escúchame bien -exclamó papá-. Ve a ver al sultán con Sofía -me dijo-. El sultán cuidará de vosotros. Hace años prometió que lo haría y no es un hombre que suela faltar a su palabra.

– Papá -respondí-, no voy a dejarte.

– Debes hacerlo. Espero que cuides de ti mismo a partir de ahora. ¡Debes darle una buena vida a ese nieto mío!

Maldije al carcelero y al cura mientras me sacaban a rastras de la celda. No paré de gritar ni siquiera cuando ya me habían dejado en la calle y no podía sino mirar las puertas cerradas por las que no podía volver a pasar ningún prisionero sin aceptar antes a Jesucristo como salvador.


Durante dos días intenté convencerme de que papá no tomaría el veneno. Pero a última hora de la tercera mañana, el padre Antonio vino a nuestra casa a informarnos muy apenado de que papá había muerto. Fue el 4 de noviembre de 1591. En la paz de mi corazón, tan escondido que incluso el lamento de mi hermana parecía distante, pensé: «No seremos capaces de continuar con nuestras vidas…».

Si existiera algún tipo de justicia, mis gritos habrían levantado todos los adoquines de las calles de Goa y habrían caído todas las casas hechas pedazos. ¿Qué derecho tenía el mundo a mostrarse tan indiferente ante nuestro destino?

Wadi fue muy amable tanto con Sofía como conmigo, pero la tía María, arrodillándose delante de mi hermana, no tardó en decir algo que me haría creer que, aunque no fuera ella la responsable de la muerte de papá, tampoco le dolía tanto.

– Olvidaréis este momento terrible algún día. Yo os ayudaré a olvidarlo. Todos nos ayudaremos.

– ¡Cállate! -grité furioso-. Yo no voy a olvidar. ¿Por qué querría olvidar el momento en el que supimos que nuestro padre había muerto? ¡Si hablas de ese modo es porque nunca te gustó que viviera abiertamente como judío!


Wadi y el tío Isaac fueron al Santo Oficio para intentar recuperar el cuerpo de mi padre. Papá me había dicho que eso no sería posible y demostró tener razón, por lo que llegó el momento de cumplir su último deseo. Subí al piso de arriba para hablar con Sofía y le pedí a mi tía si podía dejarnos a solas. Mi hermana no había hablado ni comido nada desde que nos habíamos enterado de la muerte de papá. Tenía los ojos abiertos, con la mirada perdida. Se ocultaba dentro de sí misma.

Cuando mi tía se hubo marchado, me senté junto a Sofía y le cogí la mano.

– Me voy, Sofía. Pasaré unos días en la aldea de Tejal. ¿Me oyes? -Sofía parpadeó una vez-. Debo ver a Tejal o no seré capaz de sobrevivir a esto. Volveré dentro de una semana. ¿Estarás bien sin mí?

Ella cerró los ojos y yo me lo tomé como una condena silenciosa.

– Sofía, ojalá no me dejaras solo de esta manera. Te necesito. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? ¿Quieres venir conmigo? Nos iremos juntos. No tenemos por qué volver.

Ni siquiera me miró. Me sentí abandonado y miserable.

– Me voy -le dije-. Cuando vuelva hablaremos con calma, pero no volveré a pasar ni una sola noche en Goa. Te llevaré a casa y luego iremos a visitar al sultán. A menos… a menos que decidas quedarte con Wadi y casarte con él enseguida. Ya sabes que papá te dio su bendición antes de morir, aunque creo que deberías volver a casa unos días, al menos para que Nupi vea que estás… -Iba a decir «bien», pero sentí que tendrían que pasar muchos años para que pudiera decirlo-. Al menos para que Nupi vea que te estás recuperando -concluí.

Estuve a punto de sentarme para insistir lo que hiciera falta, hasta que me mirara, pero sabía que si lo hacía sentiría la tentación de quedarme con ella. Recordé lo mucho que papá me había repetido que cuidase de mí mismo y de mi futuro; cerré la puerta con cuidado al salir.


El perro era grande y muy peludo; sus ojos eran como cuentas negras en una masa lanuda de pelo castaño. Acababa de torcer la esquina para dirigirme a las puertas del sur de la ciudad cuando estuve a punto de tropezar con él. Un chico con un sombrero de paja de ala ancha lo estaba llamando.

¡Vem, Carlito! -gritaba.

Mientras me volvía a poner bien la bolsa que llevaba colgada del hombro, un hombre que se identificó como alguacil de la ciudad se me acercó y me preguntó cómo me llamaba. Cuando se lo dije, me informó de que estaba arrestado. Me había estado esperando varias horas, me dijo. Había decidido no arrestarme en casa para no causarle molestias a mi tío.

Quizá lo que me impidió correr fue la sensación de estar atrapado también por el mundo entero. O porque necesitaba ver a Sofía otra vez.

¿O acaso mi deseo de enfrentarme a los que habían perseguido a mi padre me cegó ante los peligros que me acechaban?

Puede que se tratara de una mezcla de todas esas razones, pero a veces pienso que una parte vengativa de mí -un ladrón de almas sobre el que aún no sabía nada- ya esperaba tras una de las puertas de mi mente, calculando la posibilidad de acabar con lo que el que había traicionado a mi familia había empezado.

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