11

Nupi y Sofía estaban sentadas a mi lado. La vieja cocinera me cogía la mano y le rezaba a Devi por mi salud. Les dije a ella y a mi hermana que volvieran a la celebración, pero insistieron en quedarse conmigo.

Nupi nos contó que su suegro, Madesh, era el anciano de la piel curtida que se pasaba el día escupiendo jugo de nueces de betel. No la había perdonado jamás por haber «matado» a su hijo y a su nieto.

– Me correspondía a mí la tarea de transportar el agua del pozo para mi familia, por lo que puede que tenga razón -dijo con mucho pesar.

– Eso es imposible -exclamó mi hermana-. Debiste beber de ese agua tú también. ¡No podías saber que estaba en mal estado!

– Fue el agua la que hizo que la gente muriera, no tú -añadí yo.

Nupi me puso una mano en el pecho.

– Hace mucho tiempo de eso, y me han pasado muchas cosas en la vida desde entonces y, aun así, parece que fue ayer.

– ¿Por qué Madesh intentó matar a Ti? -preguntó Sofía.

– Creyó que no era justo que yo tuviera un nieto. Estaba tan enfadado, tanto… Intentó quitar a Ti de mi lado porque está convencido de que yo le quité a su hijo y a su nieto. Eso es lo que la vida le ha enseñado.

– ¿Dónde está ahora?

– En su cabaña. Los ancianos decidirán esta noche lo que debe hacerse con él.

– ¿Qué quieres que hagan? -pregunté.

– Debe vivir con su propia vergüenza. Quizás eso sea suficiente. A menos que… a menos que tú le desees un castigo peor. Eres la víctima, Ti. Los ancianos harán lo que les pidas.

Yo sabía lo que quería, pero aún no lo decía por miedo a que Nupi se limitara a hacerme callar.


Al día siguiente supimos que los ancianos habían decidido que Madesh pasaría un año exiliado de Benali. Era la última mañana que pasábamos allí y tardamos mucho rato en recoger nuestras cosas porque se habían perdido dos de las pulseras de plata de Ajira. Revolvimos hasta el último rincón de la cabaña para encontrarlas, pero no fuimos capaces. Nupi me llevó aparte y me susurró que Ajira probablemente las había escondido porque estábamos a punto de dejarla sola.

– Le gustaría que nos quedásemos para siempre -dijo con tristeza.

Ajira me dio un abrazo muy fuerte cuando nos despedimos y me hizo prometer que volvería para el festival del año siguiente. Antes de partir, pregunté si era posible hablar con Madesh. Darpak y Harmut fueron a buscarlo para traerlo ante mí.

– No me arrepiento de lo que hice -gruñó el anciano en cuanto nos encontramos fuera de la cabaña de Ajira.

Estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho para demostrar su ira, como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida. Toda la aldea se reunió a nuestro alrededor.

– ¡Ojalá te hubiera cortado en dos! -añadió el anciano.

Yo no estaba enfadado; simplemente estaba contento de estar vivo. Y confundido por el hecho de que alguien que no me conociera pudiera odiarme tanto.

– No me importa lo que sientas -le dije con tono valeroso, pese a estar mintiendo. Pensaba en lo que Nupi querría que hiciera, no quería fallarle esta vez, por lo que añadí-: He sabido lo que le pasó a tu hijo y a tu nieto, por lo que no quiero verte castigado más tiempo del que ya has sufrido.

– No tienes derecho a venir de este modo -declaró con el ceño fruncido-. ¡Ni a hablar de mi familia! Éste es nuestro pueblo, no el tuyo. -Se dirigió a la multitud-: ¡Ni siquiera es hindú!

Algunos aldeanos gritaron que Madesh era un cobarde. Pude oír la voz de Ajira entre ellas.

Me volví hacia Darpak y Harmut para preguntarles algo:

– ¿Puedo pedirle que haga algo por mí como signo de arrepentimiento?

– Sí -respondieron los gemelos.

– Madesh, quiero que le pidas perdón a Nupi, delante de todos. Si lo haces, pediré que te permitan quedarte en Benali.

Me escupió jugo de betel sobre la sandalia, que no pude retirar a tiempo. Cuando oí su risa demente, el dolor que sentía en el estómago se convirtió en rabia, pero Nupi empezó a maldecirlo antes de que yo reaccionara. Contenida por su hermana, no paró de gritar hasta que Sofía se arrodilló para limpiarme el pie con la mano, lo que me heló la sangre de inmediato. A continuación, mi hermana hizo algo aún más valiente: se acercó al suegro de Nupi y se limpió la inmundicia de la mano en su brazo.

¡Menuda muestra de valor! Jamás había sentido tanto respeto por ella como ese día.

Madesh soltó un grito ahogado de asombro. Aún puedo oír la súbita interrupción de su respiración, como si se la hubieran cortado con un cuchillo. El anciano quiso pegar a Sofía, pero no se atrevió a intentarlo.

Sofía estaba tan tensa que no paraba de temblar. Fue espeluznante, jamás la había visto de ese modo. Luego se puso a llorar y se quedó agachada, al borde del desmayo.

La envolví en mis brazos y me la llevé de allí.


Tenía la esperanza de que Tejal me diría algo antes de que me marchara, pero ni siquiera pude verla. El viaje de vuelta a casa fue sombrío al principio y durante dos horas Nupi no nos dijo nada ni a Sofía ni a mí. Yo estaba seguro de que era porque le dolía abandonar a su hermana y a todos sus parientes allí, pero cuando finalmente se decidió a hablar me di cuenta de que era otra cosa lo que la preocupaba.

– No sé cómo voy a explicarle lo del corte que llevas en la cabeza a tu padre -me dijo-. Nunca me perdonará que haya permitido que esto haya sucedido. Sabía que no debíamos venir. Fue una equivocación…, una equivocación desde el principio. Uno de esos errores que se repiten una vez tras otra…, errores que se repiten interminablemente…

Nupi se tapó la cara con las manos. Sofía y yo nos miramos sin saber qué hacer.

– Le diré a papá que una ola me embistió mientras nadaba -dije con simulada animación-. Se lo creerá.

Cuando Nupi me miró, el kohl con el que su hermana le había perfilado los ojos estaba emborronado y las lágrimas que le caían eran de color negro.

– Oh, no -suspiró-. Jamás le mentiría a tu padre. No podría vivir con tu familia si lo hiciera. Tendría que marcharme igual que cuando me fui de mi pueblo.

– No lo entiendo…, no ha sucedido nada terrible -insistió Sofía.

– Pero podría haber sucedido -respondió Nupi-, Ti podría estar muerto ahora. Podríamos estar viviendo en un mundo sin él. -Desvió la mirada, pensativa-. Es un mal presagio. Muy malo. Y vuestro padre no volverá a confiar en mí jamás.

– Le contaré la verdad -dije-. Y le haré entender que no ha sido culpa tuya.

– No lo conseguirás -respondió con desesperación.

– ¿Es que no confías en mí? -le dije furioso.

– ¿Cómo puedes decir eso? Es sólo que… no merezco tu ayuda en esto…

– ¡Escúchame! -la interrumpí-. Me han herido a mí. Tanto mi padre como tú tendréis que respetar lo que yo disponga. No es ningún mal presagio, simplemente ha sido algo que ha hecho un anciano furioso porque ha sufrido demasiado.

No sabría decir qué me dio tanta seguridad en mí mismo, especialmente porque sabía que a mi padre no le gustaría nada saber que Sofía y yo habíamos representado el papel de ídolos. Nupi se secó las lágrimas como si se hubiese encontrado de frente con un espejismo.

– No sé cómo no me había dado cuenta antes de que te has convertido en un hombre -me dijo.


La segunda mitad de nuestro viaje fue mucho más agradable y Nupi incluso accedió a subir a su burro durante unos kilómetros. Cuando llegamos a casa, papá estaba allí para recibirnos, aunque nos había dicho que llegaría el día siguiente por la tarde. Enseguida se dio cuenta de mi herida y le echó una ojeada a la luz de una vela mientras yo le contaba que Madesh me había golpeado por la espalda por no ser su nieto. No le conté que habíamos representado a Ganesha, ya que Sofía y yo estuvimos de acuerdo en que el viaje nos había dejado demasiado cansados para escuchar un sermón sobre los males de la idolatría. No le diríamos nada hasta que la herida se hubiese curado; luego le contaría toda la verdad a papá.

Le había encargado a una vecina que preparase un festín a base de pollo y comimos bajo las acogedoras estrellas de nuestro hogar. Antes de irnos a la cama, Nupi puso una carta en mi mano -escrita sobre tres hojas de higuera sagrada- que, según le habían pedido, debía darme cuando hubiésemos llegado.


Querido Ti:

gracias por la estatuilla de Hanuman. ¿Cómo sabías que es mi dios favorito? Fue una sorpresa encantadora y te agradezco que te preocupes por mis sentimientos (¡y por la vigilancia de mi padre!) y que me la hayas enviado a través de tu hermana. No me la llevaré a la escuela (las monjas la confiscarían enseguida por demoníaca; no sólo la estatua, también lo pensarían de mí) pero me la quedaré para siempre.

Madesh fue malvado al intentar herirte, pero estoy segura de una cosa: cuando te estuve vigilando y pensaba que no volverías a abrir los ojos, la perspectiva de no llegar a conocerte se me hizo insoportable (¡imagina que te dan un libro con una preciosa encuadernación de piel y no te permiten leer ni una sola página!). Por eso me gustaría seguir escribiéndote, si no te importa. No puedo prometerte que vaya a contarte nada interesante, pero si te apetece también puedes escribirme tú a mía la escuela del convento, aunque no debes mencionar jamás nada acerca de que eres judío, ya que las monjas leen todas nuestras cartas. Cuando vuelvas a Goa para visitar a tus tíos, quizá podríamos volver a vernos.

Afectuosamente,

Tejal


P.D. Por favor, perdóname por cómo me comporté el día en que nos conocimos, pero noté que me ibas a cambiar la vida. Eso me asustó, pero el miedo ha desaparecido. (Quizás el carácter travieso de Hanuman está detrás de todo lo que siento y simplemente no puede describirse. Sería igual que Él.)


Sofía ya se había acostado, bañada por la suave luz de la luna, cuando acudí a verla con las hojas de Tejal en la mano.

– Soy yo -susurré. Notaba como un hormigueo por todo el cuerpo. Sentí que su nota me había cambiado la vida…, como si estuviera caminando por una cuerda floja con mis sueños a cuestas.

– ¿Quién? -susurró mi hermana con voz adormilada.

Me acosté junto a ella y moví la mano por encima de su pelo como la trompa de un elefante buscando una golosina.

– Adivínalo -dije de forma casi inaudible.

Esperaba que dijese «Ganesha», pero se limitó a acurrucarse junto a mí y puso mi brazo alrededor de sus hombros, lo cual fue aún mejor. Me quedé ahí acostado, despierto durante varias horas, creando una nueva vida con mis deseos mientras ella y el resto de la India dormían.


Una semana más tarde, la herida casi había desaparecido y tenía poco sentido darle más detalles a mi padre sobre las circunstancias en las que me hirieron. Nupi se mostró algo irascible conmigo por no haber cumplido mi promesa de contarle a mi padre la historia completa, pero al final se metió unas cuantas semillas más en la boca, me dejó clavado con una mirada de decepción y recitó una de sus frases favoritas: «Llamando al sol para que vuelva al anochecer nunca se consigue nada bueno».

Tejal y yo empezamos a escribirnos largas cartas una vez a la semana, y ver su letra tras unos días de espera solía hacerme sentir como si estuviera a punto de cruzar un puente hacia mi verdadero hogar. Ella las enviaba a través de la amable campesina que llevaba el pan al convento, y me advirtió que hiciera lo mismo después de descubrir que habían confiscado varias páginas que yo había escrito.

A menudo yo salía corriendo hacia mi habitación cuando recibía una carta, y una vez golpeé sin querer la estatua de Shiva de mamá y la hice caer al suelo. Se rompió un dedo de las ocho manos y Nupi hizo un gesto con la cabeza como si estuviera condenado por un amor demasiado fervoroso. Papá solía decir que la historia de nuestra familia estaba escrita en los rasguños y cicatrices de Shiva.

Era una mala idea encargarme incluso el recado más insignificante durante esa etapa de enamoramiento ciego. Recuerdo que Nupi una vez me pidió que fuera a la ciudad a buscar huevos ¡y volví con un repollo!

Después de eso, papá desarrolló un nuevo número cómico, y cuando íbamos todos juntos al mercado de Ramnath solía imitarme leyendo una carta y metiendo piedras en mi cesta.

Entonces me gustaba ver Portugal y la India mezclados en mi rostro cuando me miraba en el espejo. Sentía que me había encontrado a mí mismo.


Tejal me escribía sobre todo para contarme cosas acerca de sus lecturas y del cariño que le tenía a la hermana Ana, una monja de Lisboa, diminuta, con la nariz muy grande, que le daba libros que sacaba de un armario secreto de la biblioteca y que le cepillaba el pelo con un peine de marfil antes de ir a la cama. Los hindúes de Goa interpretaban los deseos de los dioses a partir de la manera en la que caían los pétalos de sus altares, y Tejal estaba segura de que Hanuman había puesto en su vida a esa monja de buen corazón porque un pétalo de hibisco le había caído justo encima de las manos mientras rezaba en casa de sus padres por la salud de la hermana Ana.

Así pues, a través de sus cartas supe que adoraba a su maestra favorita y que le fascinaban las aterradoras historias que ésta le contaba, especialmente si describían posesiones demoníacas, ya que todas las monjas creían en ellas y las temían más que a cualquier otra aflicción. Tejal nunca se cansaba de leer acerca de los martirios de los santos, ya que esa fe bañada en sangre conseguía que hundiese la cabeza en la almohada con el terror más delicioso por las noches, cuando reflexionaba acerca de la lealtad, el bien y el mal, la vida después de la muerte y todas esas cuestiones importantes que tienden a invadir nuestros sueños cuando nos convertimos en adultos. A menudo me escribía sobre las vidas de esos santos y santas, sobre su nacimiento, su epifanía y su martirio, y así aprendí lo poco que tenía que saber sobre la tradición cristiana. Supuse que Tejal se había convertido en una creyente católica, pero cuando se lo pregunté en una de mis cartas respondió: «No, aún soy hindú, pero cuando la hermana Ana habla de Jesucristo como si realmente estuviera casada con Él, me parece la cosa más maravillosa del mundo, como si ella se hubiera sacrificado más de lo que nadie pudiera llegar a comprender jamás».

Tejal apenas mencionaba a sus compañeras de clase, y cuando le pregunté el porqué me respondió que casi todas se empeñaban en ridiculizarla, no tanto porque fuera india, sino porque procedía de una aldea lejana de pescadores pobres. Las otras chicas se burlaban de ella llamándola carapau -caballa- y moviendo las manos junto al cuello imitando las agallas cuando las maestras no miraban. Una vez, un grupo de cuatro de sus enemigas se encarnizó con ella. A consecuencia de eso empecé a preocuparme por su seguridad y a comprender también que su timidez ocultaba una sensibilidad considerable. Cuando le escribí para contarle que me preocupaba, no obstante, respondió que las burlas no le importaban. No me creí esa pose de coraje: sonaba precisamente como lo que Sofía y yo habríamos dicho si nos hubiéramos encontrado en circunstancias parecidas.


En una de mis primeras cartas, le pregunté a Tejal si hubiera preferido seguir viviendo en la aldea.

«A veces sí -escribió-, pero es un sacrificio que debo asumir, por lo que no debes contarle a Nupi ni a nadie más los problemas que tengo con las otras chicas. Todo el mundo en Benali debe creer que soy feliz. No debo parecerles una desagradecida.»

Su confesión me dejó triste y asustado, porque había encontrado a alguien que podía cambiar el curso de toda mi vida y, aun así, incluso el viento podía influir más que yo sobre lo que ella tenía que soportar. Cuando le escribí para contarle que estaba más preocupado que nunca por ella, respondió: «La hermana Ana me cuida, y tras ella están todos los santos, y sentado encima de ellos, en lo alto de una higuera sagrada, con una papaya en la cola, está Hanuman».

Pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que eso no era una simple muestra de optimismo, sino que ella realmente creía en la protección mágica de los dioses hindúes. Sin embargo, puesto que yo no creía en ellos, eso me ayudaba muy poco cuando me despertaba en mitad de la noche y la imaginaba llorando en su lecho.


Demasiado afectado para revelar la profundidad de lo que sentía, empecé a contarle en mis cartas acerca de mis estudios, que habían empezado a subir la larga escalera de la Torá hasta el oscuro mundo de la cábala, de la que mi familia había transmitido muchas enseñanzas a lo largo de los siglos. Supongo que intentaba impresionar a Tejal también, ya que eso significaba que mi padre me confiaba prácticas herméticas que podrían ser peligrosas si caían en malas manos. Estaba seguro de que cualquier chica que tuviera fe en sus dioses sentiría respeto por eso y, aunque me hizo muchas preguntas, sólo se me permitía contestarle algunas de ellas.

Papá y yo pasábamos entonces las mañanas practicando nuestros ejercicios de respiración y hablando sobre la vida oculta de Dios, que según me explicó estaba presente en todos y cada uno de los rincones del universo, pero sobre todo en el cuerpo humano. Dimos largos paseos juntos para estudiar de qué manera el sephirot -los tres atributos primarios del Señor- daban a cada animal o planta una forma y determinaban su progreso a lo largo de la vida.

Un fresco amanecer me llevó al lago Salim, donde practicamos la permuta de letras de oraciones acostados sobre lechos de yute en un claro, a la sombra de unos bambúes enormes, gruesos como la muñeca de un hombre y altos como las torres de la catedral de Goa. Papá me dijo que al Señor le gustaba especialmente la India porque no había ningún lugar más fértil en toda la tierra.

– La India sabe por su suelo, su cielo y sus aguas que Dios está en todas partes y en todas las personas, por eso nunca me iré de aquí.

Papá habló con el alivio de un viajero que ha llegado a casa tras años de arduo viaje, pero ahora, cuando cierro los ojos, me parece oírlo como si en realidad se tratara de su propia sentencia de muerte.


En el primer viaje a Goa tras nuestra estancia en la aldea de Nupi, a Tejal le dieron permiso para verme una tarde en casa de mi tío. Ella temblaba como una hoja cuando entró con su vestido blanco de colegiala, un ramo de adelfas rosas en una mano y un libro encuadernado en piel en la otra, como si esas dos cosas contuvieran toda su fuerza y su certeza. Llevaba el pelo suelto y limpio, muy brillante.

La manera en que me miró -suplicando mi ayuda con esos ojos oscuros- hizo que deseara abrazarla y llevármela de ahí. Nos besamos en las mejillas a la manera portuguesa y la presenté a mi tía y mi tío con cuidada formalidad. Isaac estaba detrás de mí y, al notar mi nerviosismo, me cogió por los hombros.

– Estamos muy contentos de tener esta oportunidad de conocerte -le dijo a Tejal.

– Si me permiten, les he traído un regalo, estas flores -dijo mientras le ofrecía el ramo a mi tía-, espero que les gusten.

– ¡Son preciosas! -exclamó la tía María con una voz tan auténtica que consiguió que por un momento confiara en ella.

– Son muy bonitas -afirmó mi tío mientras su mujer nos las mostraba.

– Veo que también llevas un libro -dijo mi tía alegremente-, debe tener unas ilustraciones muy bonitas…, quiero decir, para que una chica como tú pueda apreciarlo.

«Una chica como tú» significaba una india, por supuesto.

– Lo siento, pero no tiene ninguna ilustración -respondió Tejal, sin darse ni la menor cuenta de la cruel insinuación de mi tía María.

– ¿Me estás diciendo que sabes leer? -vociferó mi tía con un teatral gesto de asombro y llevándose una mano a la mejilla para acentuar su sorpresa.

Tejal se mordía un labio, sin saber muy bien cómo debía responder.

– Ya veo por dónde vas -le dije a mi tía-, y quiero que pares ya.

– ¿Qué hay de malo en que le haga preguntas a Tejal? -me dijo con fingido asombro.

Al ver que yo fruncía el ceño, me miró con altivez, como si yo fuera una afrenta para su dignidad, y me di cuenta de que jamás habíamos dejado de ser enemigos. Se dirigió a su marido para decir con tono inocente:

– ¿Acaso he dicho algo malo?

Y entrecerró los ojos para mirarlo, como diciendo: «Si no me apoyas ahora, tendrás problemas…».

– Es sólo que dar por sentadas ciertas cosas en voz alta puede traernos problemas, María -replicó Isaac-. Mira, ¿por qué no dejamos que los chicos hablen a solas un rato?

– Tejal y yo saldremos al jardín un rato -dije yo-. Vamos -le dije con entusiasmo-, ahí fuera se está muy bien.

Pero cuando la cogí por el brazo, noté que temblaba. Tenía la piel muy fría.

– Por favor, no nos dejes tan pronto -dijo la tía María, sin duda, sintiendo que era una oportunidad de hacer daño realmente-. ¿O sea, que es cierto que sabes leer?

Mi tía sonrió con falsa benevolencia.

– Por supuesto que sabe leer -la corté-. Ya te he dicho que está en la escuela del convento.

– Es… es cierto, señora Zarco -dijo Tejal con un susurro vergonzoso. Temía alzar la mirada, como si el alfabetismo fuera un crimen para una chica india.

– Deberías estar muy orgullosa de ti misma -le dijo el tío Isaac.

– Soy la primera chica de mi pueblo que puede ir a la escuela -dijo con tono de disculpa.

– ¡La primera!… Qué bien ¿no? -exclamó mi tía; me miró como si hubiese ganado una apuesta entre nosotros dos.

– ¿Qué libro llevas ahí, Tejal? -preguntó mi tío, intentando cambiar de tema.

– El Nuevo Testamento -respondió nerviosa. Probablemente pensó que mi tía la acusaría de haberlo robado, porque añadió-: Una de mis maestras fue tan amable de regalármelo.

– ¿Naciste cristiana? -preguntó mi tía-. ¿O te obligaron a creer en todos esos animales cuando eras pequeña?

– ¿Qué animales, señora Zarco? -Tejal se estaba mordiendo el labio otra vez.

– Ese animal horrible con cabeza de elefante, por ejemplo.

– Ghanesa -gruñí yo-. ¿Ni siquiera sabes eso? ¿Cuánto tiempo llevas en la India?

– ¿Quién quiere probar el ponche de anacardos? -preguntó tío Isaac antes de que mi tía pudiera replicarme-. Lo he hecho yo mismo, Tejal. Creo que está bien, pero me gustaría saber tu opinión. Podéis llevároslo al jardín, si queréis. Voy a buscarlo a la cocina. ¿Vienes conmigo, María?

– No, creo que me quedaré aquí.

– Como quieras -dijo, y le lanzó una advertencia con la mirada antes de marcharse.

– Tiago, el nombre de un elefante en la India apenas tiene importancia para el verdadero Dios -proclamó mi tía con voz condescendiente.

Mi tío se paró en la puerta y le lanzó una mirada de desaprobación, pero ella hizo un gesto altivo, primero dirigido a él, luego a Tejal y a mí, como si nos hubiera obsequiado a todos con su sabiduría.

– Estoy segura de que tiene razón, Senhora Zarco -dijo Tejal con una pequeña reverencia-. Aún me quedan muchas cosas por aprender.

– Tan sólo pienso que debe ser muy confuso tener todos esos centenares de dioses y diosas. Dime, ¿cómo podéis rezar ante la estatua de un mono sin reíros?

– ¡María! -Tío Isaac reaccionó inmediatamente. Se acercó a ella e intentó abrazarla por la cintura, pero ella le apartó las manos.

– Un momento -dijo.

Tejal tenía los ojos húmedos y los labios tan apretados como si no tuviera que volver a abrirlos jamás.

Desesperado, le dije a mi tía que los hindúes adoraban a Hanuman porque simbolizaba todo lo lúdico de este mundo, todo lo impredecible.

Ella negó con la cabeza.

– Todo eso es basura filosófica que debes haber aprendido de tu padre. ¡Ni siquiera los hindúes escolarizados creen en ello!

– Sea lo que sea lo que crean, por lo menos no van obligando a la gente a convertirse, como hacen vuestros curas católicos.

– Eso es… ¡eso es blasfemia, Tiago Zarco!

– ¡Callaos los dos de una vez, por al amor de Dios! -gritó tío Isaac-. María, tú y yo nos vamos ahora mismo al salón y dejamos que Tiago y Tejal puedan estar solos un rato-. Puso una mano en la espalda de su mujer y la empujó hacia delante.

– Me gustaría hablar contigo sobre el cristianismo, cariño -amenazó mi tía volviéndose hacia nosotros.

– No habrá tiempo -dije controlando mi ira.

– Siempre hay tiempo para Dios -me dijo como si me hubiera vencido.

Cuando vi esa sonrisa de autosatisfacción, fue como si se hubiera quitado una máscara, y me sorprendió que todo eso no tuviera nada que ver con la religión. Daba rienda suelta a su furia porque Tejal era joven y guapa, y porque yo estaba enamorado de ella. ¿Era posible que mi tía hubiese sentido jamás afecto verdadero por alguien? ¿Incluso por el tío Isaac? ¿Me había equivocado incluso respecto a su devoción por Wadi?

Me di cuenta de que se debía a su vida estéril.

Mientras mis tíos se alejaban, comprendí que saber eso me daba un cierto poder.

– Tía María, deberías tener más cuidado con lo que dices -le dije mientras se marchaba-. Podría ser que supiese más sobre tus motivos de lo que tú crees.

Se volvió de repente:

– Tiago, ¿me estás amenazando?

– Creo que sí.

– Tiago -intervino mi tío severamente-, te agradecería que te ocuparas de que Tejal se sienta cómoda. No estás siendo un buen anfitrión.

Mientras él sacaba a su esposa de la habitación, yo acompañé a Tejal a través de la casa hasta llegar a los peldaños que nos permitieron salir a la parte trasera del jardín.

– Te sentirás mejor fuera -le dije. Estaba pálida, me di cuenta de que estaba a punto de llorar, pero también vi que su orgullo no se lo permitía.

«Necesita toda su fuerza para vencerlos», pensé, y cuando me refería a ellos quería decir a todos los que querían pisotearla.

Nos sentamos juntos en un banco de madera bajo un tamarindo que había en el centro del jardín. Le cogí las manos para calentárselas y le expliqué que mi tía simplemente estaba celosa. Me disculpé por la riña, pero sentí que había sido un triunfo poner en evidencia a mi tía. Sabía que nunca más intentaría ganarse mi aprobación o mi afecto.

– Nunca debería haber venido -dijo Tejal con tristeza.

Mientras me preguntaba cómo podría revertir esa derrota, oí unos golpecitos por encima de nosotros. Papá estaba asomado a la ventana y, mediante gestos, nos animaba a subir. En mi cabeza, me parecía oírle diciéndome: «Confía en tu viejo padre», pero si algo me faltaba entonces precisamente era confianza, ya que él siempre había querido que me casara con una chica judía.

– Papá quiere conocerte -dije, intentando parecer animado.

Tejal sonrió y apretó las manos para reunir la determinación necesaria.

– Por favor, que no sea antes de que tenga la oportunidad de sentirme yo misma otra vez -me dijo.

Le ofrecí una taza del ponche que tío Isaac había preparado, pero dijo que lo único que necesitaba era sentarse tranquila unos minutos.

– A veces me ocurre- añadió.

– ¿Qué te ocurre?

– Te sonará muy raro.

– No, te lo prometo.

– La vida me parece irreal en momentos como éste…, como si estuviera a punto de despertarme y no fuera una chica, ni estuviera en la India…, que no fuera nada de lo que soy.

Antes de que pudiera responder, cerró los ojos. Sentí como si todo girara lentamente a mi alrededor. «Todo se está deteniendo -pensé-. Pronto yo también me daré cuenta de que ya no soy quien pensaba que era.»

Me atreví a acariciarle una mejilla. «Al menos demuéstrale a esta chica que no quieres hacerle daño», pensé.

Seguía con los ojos cerrados.

– No le encontrarás sentido -susurré-, pero cuando estamos juntos recuerdo lo suave que era la piel de mi madre. Los años que hemos pasado separados, desaparecen de repente. Tú consigues que sienta eso, que nadie más ha conseguido.

Ella apretó mi mano, pero sin llegar a abrir los ojos.

Qué fácil era para mí creer en ese momento que seríamos capaces de superar cualquier obstáculo que se nos presentara, pero quizás así es como debe ser para un joven que apenas está descubriendo lo que es el amor. Cuando pudo volver a hablar, estuvimos conversando acerca de mi madre, y de cómo en ocasiones descubría a mi padre dibujándola de memoria a primera hora de la mañana. Le conté a Tejal lo mucho que me gustaba que siempre me permitiera ver cómo dibujaba. Era mi modo de saber que confiaba en mí.

Volví a preguntarle si le apetecía subir para conocer a mi padre.

– Sí, creo que será lo mejor -dijo Tejal.

Nos levantamos y le dije en konkaní:

– Quiero que sepas que no sería capaz de traicionarte por nada ni por nadie.

Le había explicado mis dificultades con Wadi y esperaba que comprendiera que para mí eso era aún más importante que las numerosas declaraciones de amor que yo mismo le había escrito.


Papá dormía en la biblioteca de su hermano cuando estábamos en Goa, y Tejal se quedó sin aliento cuando vio los cientos de volúmenes que contenían esos estantes.

– Es bonito vivir dentro de una jungla de libros, ¿verdad? -dijo mi padre con una sonrisa de bienvenida.

– Creo que podría pasarme muchos años aquí, Senhor Zarco.

Esa respuesta le gustó a mi padre. La besó en las dos mejillas y, por el modo en el que se mantuvo muy erguido a continuación, noté que Tejal era de su agrado.

Tomó dos sillas del escritorio del tío Isaac, nos pidió que nos sentáramos y se echó el pelo hacia atrás con las manos. Se lo veía nervioso. Había olvidado que mi padre no era muy distinto del resto de los hombres y que, por tanto, querría dar una buena impresión ante una chica guapa.

Tejal y yo nos sentamos frente a él, los dos temiendo, sin duda, su veredicto. Éramos tres viajeros que partíamos hacia una nueva tierra. A veces desearía que hubiésemos cerrado los ojos en ese momento y hubiésemos dado gracias por todo lo que estábamos dejando atrás.

Papá le hizo varias preguntas sobre la escuela, pero Tejal se limitó a responder de forma sucinta. Más tarde ella me contaría que el corazón le latía tan fuerte que incluso había sido capaz de oír sus latidos.

Al ver que de ese modo no conseguía nada, y deseoso de ganarse su confianza, papá le regaló un manuscrito de vitela con dos cuentos tradicionales judíos que había traducido del hebreo al portugués para ella. Contaban las malvadas conspiraciones de Lilit y Asmodeo, la reina y el rey de los demonios judíos, ya que yo le había dicho a mi padre que ése era el tipo de historias que le encantaban a Tejal.

Yo no tenía ni idea de lo mucho que se había preparado para ese encuentro hasta que ella abrió los manuscritos y pudimos contemplar las magníficas ilustraciones que había hecho para ella con brillantes colores azules, rosas y naranjas. Recuerdo especialmente una imagen de Lilit volando por encima de Jerusalén, con el pelo en llamas y escupiendo sangre por la boca, y un Asmodeo con alas de halcón y los ojos amarillos en lo alto de una montaña de calaveras en la Gehena, el infierno judío, a punto de lanzar la cabeza de Goliat dentro de un océano en ebullición.

Tejal se quedó mirando fijamente las imágenes con ojos embelesados y una mano sobre el corazón, la manera con la que las chicas indias suelen demostrar una profunda emoción.

– ¿Las… las ha hecho para mí, Senhor Zarco? -tartamudeó.

– Sí. Estas dos historias eran mis preferidas cuando era pequeño. Lilit conseguía que me mantuviese despierto durante toda la noche. Mi madre tuvo que colgarme un talismán alrededor del cuello para protegerme de ella…

Cuando le dije lo mucho que me había emocionado su gesto, levantó la mano hacia mí y me dijo que no era nada. Tomó un libro delgado y me lo dio a mí.

– Éste es para los dos -dijo.

Era una historia de aventuras española, el Lazarillo de Tormes. Le mostré el título a Tejal.

– Es más interesante de lo que pueda parecer al principio -dijo papá. Se encorvó y miró a su alrededor con aire conspirativo para darle cierto efecto cómico-. No le digáis a la tía María ni a tío Isaac que os lo he dado. -Se rodeó el cuello con las manos como si se estrangulara a sí mismo-. Eso sólo me traería problemas.

– Debo admitir que está bien compartir secretos con gente joven -continuó, como si hubiera sembrado el mal en el mundo. Luego se dio la vuelta hacia la ventana y nos llamó mientras señalaba el tamarindo. No lo había visto tan vital en muchos años.

– Fue Ti quien plantó ese mastodonte cuando era pequeño -le dijo a Tejal-. Medía menos de un palmo y no tenía más que cuatro hojas destartaladas.

– Papá, por favor -pensaba que iba a avergonzarme contando historias de mi infancia.

– Cállate -dijo mientras me daba unos golpecitos en la cabeza con el puño-. Yo no quería que lo plantaras. Eso no lo sabías, ¿verdad?

– No.

– ¿Lo ves?, cree saberlo todo, pero no es así -le dijo a Tejal triunfalmente, y sus ojos radiantes dejaban tan claro que se sentía orgulloso de mí que ella se rió con él.

– Pero ¿por qué no querías que lo plantara? -pregunté.

– Yo estaba disgustado por la muerte de tu madre y furioso con la tía María porque me dijo que Dios tenía sus razones para llevársela. No quería que nada creciera aquí, quería mi venganza.

No entendí el sentido de esa historia hasta que añadió:

– Pero tenías razón al plantarlo, tantos años después ese tamarindo es precioso. Ti, lo que quiero decir a mi manera, tan extraña, es que a veces sabes mejor que yo lo que hay que hacer.

Con la mano derecha sobre la cabeza de Tejal, susurró una bendición judía.

Yo estaba muy contento, por supuesto, pero aún no podía imaginar cómo iba a permitir que me casara con una chica no judía. Quizá fue capaz de ver esa pregunta no formulada en mi rostro, porque cuando me fui me dijo:

– Hay algunos trucos que aún no has aprendido, hijo. Pero ten fe en tu anciano padre, de momento.


Tejal y yo volvimos al jardín y empezamos a leer el Lazarillo de Tormes tan pronto como papá se marchó. Ella no sabía suficiente español para leerlo ella misma, por lo que yo se lo traducía en voz alta al konkaní. Cuando vi sus ojos llenos de entusiasmo, volví a sentirme como los viajeros que se embarcaban juntos en un viaje, pero esta vez se añadía la sensación de que ella dependía de mí. ¡Cuánto deseaba que me necesitara!

Esa cálida tarde bajo el tamarindo, mientras Lázaro -el protagonista de la historia- contaba sus aventuras como sirviente de moral dudosa de un ciego y de un hidalgo arruinado, pareció como si hubiera estado escrito que siempre nos acompañaría en nuestras exploraciones amorosas. Cuando llegó el momento de acompañarla de vuelta al convento, Tejal me pidió que le guardara el libro, junto con el de cuentos tradicionales, ya que las monjas se los confiscarían si se los encontraban. Antes de marcharme de la casa de mis tíos ese día, nos besamos como nunca lo habíamos hecho, como si intentásemos entrar el uno en el otro, y en la oscuridad que había detrás de mis ojos me encontré en algún lugar que sólo había visto fugazmente en mis sueños más increíbles.


La intimidad creciente de nuestra correspondencia sirvió para que Tejal y yo nos sintiéramos aún más seguros la próxima vez que nos vimos en casa de mis tíos, por lo que entonces nos cogíamos de la mano incluso delante de mi padre, aunque la primera vez que esto sucedió por poco me desmayo.

– Nunca debes avergonzarte delante de mí -me diría más tarde-. Sé que no lo he hecho tan mal como padre cuando veo que puedes dar tanto amor.

Papá no tardó en empezar a hacer payasadas para ella en la mesa mientras cenábamos en casa de mis tíos, empezando por imitarme en el mercado y finalizando con su historia favorita, la de la rana en su zapatilla. Cuando pienso en esos días en que estábamos todos juntos, en mis sueños entusiastas y nuestras miradas secretas, parece como si todo ello estuviera enmarcado por ese humor espontáneo, aunque la manera de ser de mi padre fuera una especie de metáfora de todo lo que era posible para mí. Sin embargo, también me doy cuenta de lo que entonces no pude ni siquiera sospechar: que no comprendía realmente quién era Tejal y qué necesitaba. Sólo creía comprenderlo a causa de mi impaciencia. Confundí impaciencia con certeza y probablemente ella también. Quizá tuvo que ser así, al fin y al cabo ella tenía sólo quince años y yo dieciocho. Nos estábamos aventurando a partir de nuestro propio misterio, tan bien como podíamos, pero a tientas.


La idea de que algún día sería capaz de dormir junto a ella en la misma cama a menudo me abrumaba por las noches. Empecé a consultar una copia bengalí del Kama Sutra -que papá creía haber mantenido oculta de todos- siempre que mi padre se iba de casa. Me sentaba en la cama con una silla apoyada en el pomo de la puerta para evitar que la abriera Nupi, que solía entrar sin llamar ni decir nada, y volteaba los dibujos para aquí y para allá para hacerme una idea exacta de lo que se requería de mí.

Acabé el Lazarillo de Tormes yo solo y, aunque la historia me hacía reír en voz alta, me preocupó la total ausencia de Dios en la narración. La vida pasaba, y la mayor parte eran cosas malas, aunque también había partes humorísticas y maravillosas. Y eso era todo, no había ningún patrón, ningún significado, ninguna revelación. Cuando hablé con mi padre acerca de mis conclusiones, él me respondió:

– Vuelve a leerlo dentro de diez años y puede que veas algo completamente distinto.

– Papá -respondí, irritado por su tono desdeñoso-, no es muy probable que las frases del libro puedan reorganizarse de otro modo durante la próxima década.

Mi padre sonrió.

– No, pero tú sí. Y la próxima vez que lo leas verás que el Señor no está tan ausente como crees. De hecho, puede que lo encuentres en el lugar en el que menos lo esperas.


Todo podría haber ido bien en mi vida en ese momento, pero el resentimiento de Sofía y Wadi creció más y más debido al secretismo con el que debían llevar su relación. Pronto empezaron a descargar su frustración sobre mí.

– Los chicos lo conseguís todo -me espetó mi hermana mientras trabajábamos sentados en un Corán para el jefe de los médicos del sultán-. Ojalá hubiera nacido chico.

– Si hubieses sido un chico, no estarías enamorada de Wadi -respondí con un susurro, ya que no estaba seguro de dónde estaba papá y no quería revelar su secreto.

– Quién sabe, quizás aún lo estaría -contestó, sonriendo con cautela.

No estaba seguro de lo que quiso decir con aquello. Cuando se lo pregunté, me sacó la lengua, cogió su cálamo, su lupa y me ignoró por completo. Algún tipo de fuerza dentro de ella parecía empeñada en hacerme daño.

– Sofía, iré a ver a papá contigo, si quieres -le dije más tarde, ese mismo día-. Le contaremos lo que sientes.

Se encogió de hombros como si fuera en vano.

– Creo que puedo convencerlo para que acepte a Wadi -añadí-. Es tan feliz ahora mismo. Podría ser el momento perfecto.

– Ti, lo último que necesito es que me ayudes -me dijo.

A decir verdad, eso no era cierto, ya que a menudo me pedía que le mintiera a papá cuando quería estar a solas con Wadi: que le dijera que había estado con ellos en una feria, o en el mercado. Me sentía corrompido por ese tipo de subterfugios, pero no podía rechazarlos.

Dada la naturaleza de los dos, ahora me doy cuenta de que Wadi y Sofía habrían preferido llevar una doble vida e implicarme a mí en ella en contra de mi voluntad. Probablemente esa pretensión les parecía menos arriesgada y más emocionante. Y aprendí a no subestimar lo gratificante que resultaba para mi primo el engaño.


Una tarde de febrero de 1591, papá me llamó a la biblioteca. Por la manera con la que apretaba los dientes me di cuenta de que estaba furioso. Vi una carta encima del escritorio con el sello rojo hecho trizas, como si lo hubiera aplastado con el puño.

– ¿Ha ocurrido algo malo? -pregunté.

– Eso deberías decírmelo tú. He descubierto cómo te hiciste la cicatriz de la frente.

– Pero si ya te lo dije: el suegro de Nupi me golpeó.

Sacudió el sobre delante de mí.

– Pero te vino bien olvidarte de contarme cómo lo provocaste. -Papá me desafió a llevarle la contraria con la mirada.

– ¿Provocarlo? Yo… yo no hice nada.

Sofía y tú representasteis a Ganesha durante el festival de Benali.

– Ah, eso -dije con toda naturalidad-. Tampoco fue para tanto, nos limitamos a pasearnos por allí y darles flores con unas cabezas de elefante puestas. Era como jugar con marionetas de papel.

– ¿No se te ocurrió que acabaría enterándome? ¿Crees que soy tonto?

Papá golpeó la mesa con el puño.

– No me pareció tan importante -mentí, aunque con una convicción desesperada en la voz.

– O sea, que me ocultaste la verdad porque no era importante.

– No, no exactamente. Lo hice porque no quería que te enfadases conmigo.

– ¿No se te ocurrió que a Madesh podría no gustarle que fueras el centro de atención de la aldea? ¿Que eso sólo le haría pensar más desesperadamente en su hijo y su nieto fallecidos?

– No, es que…

– ¿Te das cuenta de que para él estabas alardeando de tu buena salud y de tu felicidad?

– Lamento que sintiera eso, pero los ancianos de la aldea nos pidieron que representáramos a Ganesha. Habría estado mal no aceptar su hospitalidad. La Torá nos enseña que debemos…

– ¡La Torá! -gritó furioso-. ¿También te enseña a recibir ofrendas mientras finges ser un ídolo? ¿A aceptar la hospitalidad cuando ésta significa renunciar a tu religión?

– ¡No renunciamos al judaísmo! Y no éramos ídolos. Representamos a un dios hindú para los aldeanos. Ellos sabían quién estaba dentro de las cabezas de elefante. Papá, era simbólico. ¿No lo entiendes?

– Ti, te aseguro que no necesito que me des lecciones sobre el significado simbólico de los rituales.

– ¿Fue Nupi quien te contó lo sucedido?

– No, aunque debería haberlo hecho. Isaac me escribió para contármelo.

Luego me di cuenta de lo que había ocurrido: Sofía había confiado en Wadi y le había contado todos los detalles que yo le había ocultado a nuestro padre, y él le debió de haber dicho algo al tío Isaac o a la tía María. Me había vuelto a ganar la batalla.

– Así pues, ¿qué quieres que haga ahora? -pregunté, con la esperanza de superar mi castigo rápidamente.

– Ve a buscar a Nupi y a tu hermana, y hazlas venir.

– No fue culpa suya. No tuvieron nada que ver con eso.

Papá se sentó y cruzó las manos sobre el escritorio en un intento de recuperar la compostura.

– O sea, ¿me estás diciendo que Nupi no tiene nada que ver con lo que su suegro hizo? -preguntó.

– Eso es.

– Ti, ¿has oído lo que te he dicho? ¡Trae a Nupi y a Sofía ahora mismo!

Las encontré tendiendo la colada en la parte trasera de la casa. Cuando les expliqué a toda prisa lo que acababa de ocurrir, la anciana miró con nostalgia hacia el oeste, hacia Benali, como si estuviera a punto de escapar de su vida por segunda vez. Sofía lo notó y se agarró a su brazo. Entramos juntos en el estudio de papá, nos sentíamos como náufragos.

Nupi observó un momento el rostro estricto de mi padre y se echó a llorar. Sus manos nudosas se agarraban a Sofía como si se aferrara al borde de un mundo que se hundía. La ayudamos a sentarse en el sillón que estaba frente al escritorio de papá. Al ver la cara de sufrimiento de Nupi me puse furioso por la manera con la que mi padre la miraba ahí sentado, con el ceño fruncido.

– Sofía -dijo primero-, ya sé que eres más joven que tu hermano, pero creía que tu sentido común no te permitiría participar en una idolatría.

– Lo siento -respondió humildemente.

– Nupi, te confié a los niños. Y ya sabes lo que pienso de las ofrendas a los dioses. ¿Por qué he tenido que enterarme de esto por mi hermano?

La vieja cocinera cayó de rodillas delante de mi padre con las manos juntas en señal de oración.

– Por favor, no hagas eso -le rogó él mientras la ayudaba a levantarse.

Las palabras de Nupi no eran más que sollozos. Mi padre le dio la espalda y fingió buscar un libro en los estantes mientras ella se arrastraba y se postraba ante él. Fue una escena de una crueldad terrible. Sofía se agachó para intentar levantar de nuevo a Nupi, pero la anciana la apartó de mala manera antes de esconder la cara entre las manos. Lloraba como si se le escapara el alma.

– Papá, por favor, haz algo -supliqué-. Te estás comportando como un tirano.

Estuvo mareando la perdiz un rato con una mueca de desdén en el rostro.

– Estoy cansado de que me mintáis. Vosotros, las tres personas que más quiero en el mundo. ¿Es que no veis la falta de respeto que eso supone? ¿Y cómo puede envenenar eso todo lo bueno que tiene nuestra familia?

– No pretendíamos mentirte -protesté-. Simplemente ocurrió.

– Nada ocurre porque sí. ¿Has escuchado algo de lo que te he explicado sobre cómo actúa Dios en nuestras vidas? Ti, sal de aquí. ¡Sal de aquí, ahora! Quiero hablar con tu hermana y con Nupi.

– No -respondí. Sentí que mi futuro como hombre cambiaba en ese preciso instante.

– ¿Qué has dicho?

– Puede que haya hecho cosas malas, y puede que haya actuado sin pensar, pero no me iré hasta que ayudes a Nupi a levantarse y le pidas perdón.

Papá se inclinó hacia mí con aire amenazador.

– Harás lo que yo te diga. Ésta aún es mi casa.

– No lo haré -respondí desafiante-. Nupi no hizo nada malo. Nos protegió a Sofía y a mí, como siempre ha hecho. Sofía y yo aceptamos las ofrendas como ídolos y puedes castigarnos por ello, si quieres. Pero no tienes derecho a tratar de forma tan cruel a Nupi. Ella es hindú. Cree en Ganesha, igual que los aldeanos. Los hicimos felices. ¿Qué hay de malo en hacer feliz a la gente? -dije eso gritando, llevado por la desesperación, consciente de que estaba luchando por Tejal y por el amor que sentía por ella, ya que ella también era hindú-. Le estás faltando el respeto a los dioses de Nupi y a todo lo que representan. Eso no puede estar en la Torá.

En el rostro de pánico de papá pude leer que había ido demasiado lejos.

– ¡Fuera de mi casa! -su voz parecía rasgar el aire que había entre nosotros-. ¡Y no te atrevas a volver hasta que estés preparado para disculparte!

– Nací aquí, también es mi casa -dije-. Y siempre lo será.

Me volví de golpe y salí de la habitación. Sofía vino corriendo detrás de mí.

– No te vayas -me imploró mi hermana-. No lo dice de veras, Ti, pero no le has dado otra opción. Debes volver y decirle que lo sientes.

– Decir eso significaría decir otra mentira. Y se han acabado las mentiras para siempre.

No hizo falta añadir «incluso para ti y para Wadi»; me di cuenta por su gesto sombrío de que había entendido mi mensaje.

Podíamos oír a Nupi que se lamentaba dentro. Parecía una prueba de lo impotentes y débiles que éramos.

– No puedo más -dijo Sofía tirándose del pelo-, haría lo que fuera para que parase. No sé cómo lo soporta papá.

– ¿Tuviste que contárselo todo a Wadi? -pregunté.

– Ti, no pensaba que pudiera suceder nada malo. Todo ha sido sólo un accidente.

«No, él quería causarme problemas y puede que tú también», pensé.


La única conclusión a la que pude llegar mientras avanzaba a trompicones entre los campos de arroz que estaban alrededor de la casa -maldiciendo el barro, el olor a podrido y todo lo demás-, fue que mi amistad con Wadi había quedado partida en dos. Era nuestro final.

No se me había ocurrido jamás que se pudiese amar y odiar a una misma persona al mismo tiempo y me di cuenta de lo que nunca quise reconocer: que mi fe en mi primo siempre había sido más importante que el afecto que sentía por él, precisamente porque era algo mucho más frágil.


Papá se negó a mirarme cuando pasé por delante de la puerta de su biblioteca dos horas más tarde y cenó solo en su habitación. Nupi estaba sentada en la cocina, encorvada sobre la mesa con los ojos hundidos, arrancándose los pelos de la barbilla con los dedos. Esa noche llenó un saco de harina con sus cosas, metió sus cucharones preferidos como si fueran dagas con las que apuñalaba todos sus pesares. En su mirada ausente pude ver que sus pensamientos estaban con su marido y su hijo muertos. Dijo que se marcharía con la primera luz del día y que volvería a su aldea, pero Sofía y yo vaciamos el saco y le dijimos que no dejaríamos que se marchase jamás. La acompañamos a la cama y nos sentamos con ella mientras lloraba; pasamos casi toda la noche a su lado. A la luz de una sola vela, mi hermana me miró afectuosamente por primera vez en varias semanas y al menos me sentí afortunado por eso.

Ninguno de nosotros durmió mucho esa noche. Papá tenía profundas bolsas de tristeza bajo los ojos por la mañana. Yo aún creía que debería haber sido quien pusiera paz, pero la gravedad de la pena que llevaba dentro me acercaba cada vez más a una disculpa.

Nupi no desayunó con nosotros y se quedó sola en la cocina. Nadie habló hasta que me decidí a hacerlo yo.

– Papá, siento haberte ofendido, pero no volveré a mentirte, por lo que no puedo decir que me arrepienta de lo que te dije. Pero no quería herirte. No creo haberlo querido jamás. Creo que eso debería ser suficiente.

Cuando bajó la mirada, considerando lo que debía hacer, Sofía se echó a llorar y lo abrazó como si estuviera a punto de partir. Su desesperación hizo añicos el ambiente desquiciado que había entre nosotros. Papá la besó.

– ¿No os dais cuenta? -nos dijo papá con desesperación-, me preocupo por vosotros dos constantemente. No os podéis imaginar las pesadillas que tuve en Bijapur. Escuchadme bien…, debéis ir con mucho cuidado cuando yo no estoy. Tenéis que pensar bien las cosas. Nupi también. Tengo que exigírselo, por cruel que os parezca. Es mi responsabilidad, soy vuestro padre. Se lo debo a vuestra madre, como mínimo.

Más tarde esa misma mañana, papá fue a buscar a Nupi al jardín de albahaca y le preguntó si podía desherbarlo con ella. Mientras estaban los dos en cuclillas, se explicó con calma, y pronto estuvieron hablando de lo que habría para cenar. Cuando empezó a hacer el payaso para ella, Nupi estaba tan exhausta y aliviada que se puso a reír alocadamente con las manos sobre los ojos como una chiquilla.


En la siguiente visita de Wadi a nuestra casa, le eché en cara su traición. Sofía y él estaban en el jardín, él le estaba enseñando a coger el arco, con las manos sobre las de ella. Había puesto un muñeco de sombras de una mangosta sobre un palo de hierro como diana.

– ¿Tenías que contarle a tus padres que hicimos de Ganesha en el festival de la aldea? -le pregunté.

– No lo hice -respondió sin ni siquiera mirarme-. Alinéalo con la mangosta -dijo, dirigiéndose a Sofía-. Más alto…, un poco más alto… ¡Eso es!

– Entonces ¿cómo se enteró?

– No estoy seguro. Puede que mi madre oyera a Sofía mientras me lo contaba.

Era obvio que Wadi pensaba que ése no era un tema importante; tensó la cuerda del arco hasta que quedó preparado para disparar la flecha. Mi hermana se lamía los labios ante la expectativa.

– Provocaste mucho dolor en nuestro hogar. Especialmente a Nupi, y eso es difícilmente perdonable -insistí-. Lo menos que podrías hacer es decirnos que lo sientes. Y pedirle perdón a Nupi.

Ping… La flecha describió un arco demasiado bajo y cayó a tres metros de la diana. Sus risas me sentaron como un bofetón en toda la cara. Sofía salió corriendo a buscar la flecha.

– Contéstame -le advertí a Wadi.

– ¿Qué? -levantó las cejas con un gesto teatral, fingiendo no haberme oído.

– Quiero saber por qué lo hiciste.

– Ya te dije que no lo hice.

– Ti, déjalo en paz -dijo Sofía con tono amenazador. Al pasar por mi lado, me apartó de un empujón.

– No me digas lo que debo hacer -respondí.

Ella me miró con el ceño fruncido, pero con cierta condescendencia.

– Ve a estudiar la Torá y déjanos en paz.

– Sofía, sólo te daré este consejo una vez: no confíes siempre en alguien sólo porque lo amas -le dije mirando fijamente a Wadi.

– ¡Estás celoso! -me gritó cuando me volví de espaldas.

– ¿De Wadi? Ya veo que no harás diana jamás si no te acercas más al objetivo.

– ¡De él no, de mí! ¡No soportas que Wadi me ame a mí y no a ti! Nunca te ha gustado. Siempre lo has querido para ti solo.

De repente todo se detuvo a mi alrededor. Era incapaz de pensar. Wadi levantó el arco lentamente y apuntó con una flecha hacia mis ojos, con la mandíbula tensa como si fuera a matarme, pero en ese momento no me habría inmutado si hubiera lanzado la flecha.

Me volví sobre mí mismo para marcharme, preguntándome si tendría razón. Jamás se me había ocurrido imaginar una vida con él. ¿Nos habríamos condenado para siempre si hubiésemos dado rienda suelta -aunque fuera una sola vez- a nuestro afecto? ¿Era eso lo que yo había deseado?

Algo me golpeó en la espalda. Al bajar la mirada, vi una piedra gris y, por la manera perversa con la que Wadi y Sofía me sonreían, me di cuenta de que les complacía haberme herido, y que su pasión les haría ir más lejos si yo se lo permitía.

– No voy a mentirle más a papá acerca de vuestras andanzas -les dije-. Habéis ido demasiado lejos.

Wadi imitó mi forma de hablar; lo interpreté como una manera ruin de confirmarme que nuestra amistad había muerto, y en la mirada altiva e implacable de Sofía vi que me había convertido en su enemigo.

Al no encontrar más que desprecio en sus ojos, me eché a temblar. ¿Eran mis deseos ignominiosos los que estaban tras cada uno de los momentos de risa y afecto espontáneos que había compartido con mi primo?

Hice cuanto pude por no llorar mientras estuve con ellos, pero no pude evitar desmoronarme cuando llegué a mi habitación. «Tendré que marcharme muy lejos si se lo cuentan a alguien», pensé.

Pasé el resto del día tan sumido en un sombrío sentimiento de terror que pensé en escapar de allí y no volver jamás. La inminencia del desastre me impedía incluso respirar normalmente, parecía como si la tierra fuera a abrirse y a tragarme sin remedio.

Durante esas primeras horas de angustia descubrí que un solo instante del presente puede destrozar nuestro pasado. Nada de lo que había vivido parecía corresponder a lo que había deseado en esos momentos. Mi hermana y Wadi habían malinterpretado las cosas y probablemente no serían los únicos.

¿Era eso lo que quería decir mi tía cuando sostenía un pendiente junto a mi oreja y se reía de mí porque quería cuidar de mi hermana?

Negar que hubiera llegado a sentir eso por mi primo no me serviría de nada, ya que Wadi y Sofía lo creían de verdad, e incluso podrían convencer a mi padre. ¿Y cómo podría negarlo, si ni siquiera yo mismo sabía hasta dónde habría llegado para que nuestro vínculo fuera más profundo? Cuando dos chicos crecen juntos, ¿llegan a saber dónde les llevará su intimidad y cómo acabará? Si dicen que sí, si dicen que el pecado no los podría haber atrapado cuando se sentaban junto a la orilla del río para ver ponerse el sol o cuando corrían por el bosque bajo la lluvia, entonces no creo que hayan vivido nada parecido a lo que he vivido yo.


Me desperté con un respingo después de medianoche. Alguien se había sentado a los pies de mi cama. Los postigos de mi habitación estaban cerrados y todo estaba oscuro.

– ¿Papá? -dije con tono sombrío. Me incorporé presa del pánico.

– Soy yo -dijo Wadi.

– ¿Qué haces aquí?

– Me preguntaba si debería estrangularte mientras duermes.

Su voz sonó fría y decidida, como si caminara por una cuerda floja por encima de cualquier emoción que pudiera haber sentido.

Antes de que pudiera poner los pies en el suelo, me rodeó el cuello con las manos. Intenté zafarme de su ataque, pero no pude. Luché con él, pero no podía respirar.

Luego me soltó con una carcajada seca y burlona. Caí al suelo, sin aliento, intentando desesperadamente volver a llenar los pulmones de aire. Él se puso de pie, salió de mi habitación y cerró la puerta.

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