10

Benali quedaba en la costa, a unos veinte kilómetros de nuestra granja. Tardaríamos casi un día entero en llegar hasta allí. Estaba en la provincia portuguesa de Goa, a catorce kilómetros al suroeste de la ciudad, por lo que antes de marcharnos a Bijapur papá nos hizo prometer que recitaríamos las oraciones judías, aunque fuera para nuestros adentros. Nos dio unas cruces de madera a Sofía y a mí y nos dijo que nos las pusiéramos si algún cura o misionario católico aparecía por la aldea buscando problemas.

Papá lo había preparado todo para que hiciéramos el viaje en unos burros que le habían prestado unos vecinos, pero unas cuantas horas más tarde nuestros doloridos traseros nos pedían clemencia a gritos, por lo que acabamos recorriendo más de la mitad del camino a pie. Nupi juró haberse lastimado para siempre y dijo que no le sorprendería si quedaba estreñida durante un año entero.

– Esa apestosa criatura me ha roto el culo -le decía a cualquiera que encontrábamos por el camino mientras señalaba al pobre animal inculpado como si fuera un demonio.

Nupi nos dijo a Sofía y a mí que Benali estaba donde Shri Parasurana, una encarnación de Vishnu, había creado toda la provincia de Goa cuando lanzó una flecha al mar y ordenó a las aguas que retrocedieran. Antes de la ocupación portuguesa muchos aldeanos tenían un altar dedicado a Parasurana en sus casas.

A unos cuantos kilómetros de Benali, los temporales de lluvias de los días anteriores habían creado un enorme socavón fangoso en el camino. Un búfalo había caído en él la tarde anterior y tuvieron que rescatarlo con cuerdas entre varios hombres. Un bullicioso mercadillo había surgido alrededor de la escena del accidente, ya que los centenares de viajeros que pasaban cada día por allí estaban prácticamente obligados a charlar sobre la pobre criatura y lo inoportuno que había sido todo aquello, lo que convertía ese sitio en el lugar perfecto para vender todo tipo de cosas, desde plátanos y limas dulces a monos y pájaros, para secar chiles y pescado, y para descascarar cocos. Enseguida surgieron tenderetes de hojas de palmera tejidas sobre postes de bambú y músicos, bailarines y artistas del tatuaje se reunieron allí, seguidos por algún que otro gato cubierto de polvo y hordas de perros mugrientos que olían tan mal como redes de pescar. Una familia harapienta de campesinos madrasis de piel oscura también estaba allí. Huían de la sequía del sur y mendigaban comida en su indescifrable idioma. Mis brazos eran más gruesos que las piernas de los hombres y los niños eran criaturas parecidas a mantis, con las barrigas hinchadas y enormes ojos del color del lodo. Algunos lugareños los espantaban como a chacales, lo cual nos pareció muy cruel. Después de una pequeña conversación familiar, Nupi compró mantequilla, un saco enorme de harina de garbanzo y un fruto de yaca para ellos con unas monedas que papá nos había dado por si surgía alguna emergencia. Los madrasis la bendijeron con lágrimas en los ojos y las mujeres se lanzaron a sus pies. Nupi también compró una jarra de feni, el licor de palma local, para su hermana y su cuñado. Para merendar comimos fríjoles verdes y arroz servidos en hojas de plátano. Después comimos unos hermosos mangos amarillos a la sombra de un tamarindo, con el tamborileo de fondo de la tabla de un bengalí cuya mujer llevaba en el pelo un tocado de caléndulas. Le cogió simpatía a Sofía, quien dejó que le trenzara unas flores en el pelo. Tan sólo un año antes, mi hermana no lo habría consentido.

Justo antes de llegar a la costa, pasamos por un camino accidentado que atravesaba un bosque espeso de teca y bambú. Los vientos frescos procedentes del océano sacudían las copas de los árboles y nos mandaron una lluvia de orugas peludas y amarillas. Cubrí a Nupi con una capa que llevaba en mi equipaje y tiré de ella mientras Sofía nos seguía con los tres burros. Los muntíacos nos dedicaron sus aullidos cuando nos acercamos a la playa.

– No os preocupéis, siempre están ahí -dijo Nupi-. Custodian esta ruta hacia el mar. No falta mucho.

El sol, que ya se acercaba al horizonte, convertía el interminable océano en una lámina de oro. El aire tenía un olor fresco y limpio. Nupi le susurró una oración a Devi, su protectora.

«Bendito sea el Señor por traerme hasta aquí», pensé. Me sentí como si siempre hubiera deseado ir a un lugar como ése, donde el mar fuera simplemente luz.

Cuando finalmente llegamos a Benali una hora después, sudando como soldados de infantería, mi hermana y yo causamos sensación. Un montón de niños con el pelo ensortijado y los ojos llenos de curiosidad nos recibieron con gritos de júbilo. Los aldeanos de más edad -la mayoría parientes de Nupi- se acercaron para conocernos, nos dieron palmaditas en la espalda y nos dedicaron sonrisas de satisfacción.

– ¡Hace tanto tiempo que oímos hablar de ti! -decían, uno tras otro, y nos contaban historias de nuestra infancia, incluida aquella vez que una rana se coló en una de las zapatillas de mi padre. Eso me dejó anonadado, ya que hasta entonces no había sido consciente de lo orgullosa que estaba Nupi de nosotros.

Un hombre mayor con el rostro tan arrugado como el cuero viejo se mantenía apartado del resto con el ceño fruncido, escupiendo el jugo de las nueces de betel como si fuera sangre. No le presté mucha atención, ya que detrás de él había cuatro chicas que no paraban de reírse y no llevaban más que faldas de algodón atadas a la cintura. Otra chica pronto me llamó la atención debido a que estaba haciendo algo inesperado en una aldea tan remota como ésa. Estaba sentada encima de un tocón de palmera encorvada sobre un libro, aprovechando la última hora de lectura antes de la caída del sol. Era alta y esbelta, y llevaba un vestido sencillo y una blusa blanca de colegiala portuguesa, aunque iba descalza. Tenía la piel del color del sándalo y esa manera tan grácil de apoyar la barbilla sobre la mano que sólo poseen las chicas indias. Llevaba el pelo largo y oscuro recogido en una trenza apretada y rematada con una cinta violeta de reflejos dorados que me hubiese gustado soltar. Cuando se dio cuenta de que la miraba, me sacó la lengua y volvió a su libro.


Benali estaba formada por apenas treinta cabañas de hoja de palma en una arboleda de tamarindos con las copas en forma de borla e higueras sagradas. Delante de cada casa había un patio de terracota y estiércol con un borde bajo de ladrillos bastos que evitaba que entrara la fina arena blanca de la playa. Pusimos nuestras bolsas en una de las casas que tenía una pequeña cruz plateada colgando de una hoja frente a la puerta y un montón de platos de barro cocido secándose al sol. Esa vivienda pertenecía a la hermana menor de Nupi, Ajira, y al marido de ésta, Bharat. No los encontramos allí, ni a ellos ni a su hijo, Kintan, porque estaban en el templo hindú que se encontraba más allá del territorio portugués durante el festival. Allí ayunaban y rezaban por la salud del padre de Bharat, que estaba gravemente enfermo. De hecho, como pronto descubriríamos, Nupi tuvo que volver a casa justo ese año porque Ajira estaba muy sola.

La hermana de Nupi no tardó en caernos bien: nos sonrió enseguida y nos cogió de la mano como si hubiese estado esperando toda su vida para darnos la bienvenida. Ajira tenía una manera de hablar más suave que la de su hermana mayor y se reía con mucha dulzura, como si estuviera hecha de campanillas. Podría haber sido más guapa, pero las marcas de viruela habían hecho mella en sus mejillas. Nos preguntó un montón de cosas. Si mis ojos habían sido más oscuros cuando era pequeño, si nuestro padre era del lejano norte de la India… Simplemente no era capaz de entender que había una tierra llamada Europa cuatro mil kilómetros al oeste de Goa, donde la gente no creía ni en Vishnu ni en Shiva, y donde nadie se planteaba que podrían haber tenido vidas pasadas. Me dijo que lo que yo le decía eran cuentos. Cuando añadí que los europeos jamás cocinaban con leche de coco, alzó los brazos de golpe.

– ¡No, no, no, es imposible! -dijo ella mientras nosotros nos reíamos de su incredulidad.

Ajira había decorado la entrada a su hogar con arabescos de harina de arroz, como era tradición en el lugar. Nosotros elogiamos sus dibujos y los estuvimos rodeando como garzas para verlos mejor. Mientras tomábamos té de jengibre y chapatti caliente sentados en círculo con los otros, reuní todo mi coraje para preguntarle la única cosa que me importaba.

– ¿Quién era esa chica que he visto leyendo un libro?

– Debía de ser Tejal -respondió mientras examinaba el carbón que iba a añadir al fuego.

– ¿Vive aquí?

– Sí y no.

– Ya es suficiente -me espetó Nupi. Me lanzó una de sus miradas de hierro.

Yo le saqué la lengua, algo que no le había hecho en toda mi vida, y ella echó la cabeza hacia atrás como una gallina asustada.

– Tienes suerte de estar creciendo demasiado rápido -me dijo con aspereza. Luego nos pidió a Sofía y a mí que nos acabáramos el té enseguida y que recogiéramos flores para ella antes de que anocheciera. Nos dio una cesta de mimbre, pero yo me negué a ir hasta que respondiera a mi pregunta.

– Tejal es del pueblo -dijo Nupi de mala gana-. Es la hija de nuestra prima Shanti. Pero ya no vive aquí.

– ¿Dónde vive?

– Ti, ¿tienes que ser tan pesado? Tejal vive en la ciudad. Ahora ve a buscarme flores y luego hablamos de lo que quieras.

Cuando nos íbamos, Nupi y Ajira estallaron en carcajadas. Más tarde Nupi me contaría que las dos estuvieron comentando que parecía un pato bajo la lluvia del monzón con el pico abierto. Al parecer era una expresión típica del pueblo para describir a los chicos con mal de amores.

Una docena de niños nos siguieron hasta un valle de flores silvestres más allá de los campos de yute y garbanzos. Tenían la piel oscura por el sol e iban completamente desnudos, algunos de ellos muy sucios, pero tenían la misma insistencia dulce que el vuelo de las libélulas. Nos rogaban con voz entusiasmada que los cogiéramos en brazos y los hiciéramos girar fingiendo ser ruedas de molino hasta que nos mareábamos. Siempre pedían más, pero les dijimos que teníamos trabajo que hacer, por lo que nos ayudaron a recoger flores. Corrían de aquí para allá, gritaban y aullaban, dejaban flores en el cesto y salían corriendo de nuevo en cuanto les decíamos que necesitábamos aún más.

Cuando Sofía y yo volvimos con la cesta llena tan pronto, Nupi nos miró como si hubiéramos practicado magia negra.

– Nos han ayudado gandharvas y apsaras -dijo Sofía con una sonrisa. Eran espíritus hindúes sobre los que Nupi nos contaba historias cuando éramos pequeños.

Nupi dejó las flores silvestres de color rosa, blanco y amarillo que habíamos recogido sobre el suelo arenoso, junto al tronco de un gran cocotero que estaba detrás de la casa de su hermana. Sus manos viejas y enjutas las extendieron hasta formar una media luna. Cuando las tuvo tal como las quería, cerró los ojos y se echó a temblar.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Me hizo callar y luego nos pidió que nos arrodilláramos con ella. Nuestras sombras alargadas se extendían por la colina arenosa que teníamos delante. Después de recitar sus oraciones, dijo:

– Planté esta palmera por mi hijo, cuando murió.

– ¿Tuviste un hijo? -exclamé-. ¿Por qué no nos contaste nada sobre él?

– Ti, pasaron muchos años antes de que me alegrara de que no fueras él. -Me agarró la mano-. Cuando seas algo mayor, te darás cuenta de que muchas cosas se convierten en secretos sin que te lo propongas.

– Debió de ser hace mucho tiempo -dijo Sofía.

– Muchos años antes de que nacierais, tanto tú como Ti.

Para mí fue como un despertar. Hasta entonces nunca había pensado en Nupi como en una persona con una vida -y un pasado- independiente de la de nuestra familia.


Esa noche, la aldea celebró un banquete en honor de Ganesha, y Nupi nos dijo que no miráramos al cielo: se consideraba que daba mala suerte hasta la más mínima mirada hacia la luna durante esos días festivos porque una vez ésta tuvo el descaro de burlarse del dios de la sabiduría.

Había al menos doce personas sentadas que me separaban de Tejal, que llevaba un sari violeta sensacional y un pañuelo del color del azul del cielo. Nupi me había dicho que estaba estudiando en la escuela del convento de la ciudad de Goa, y que tenía quince años. Tejal no se volvió para mirarme ni siquiera una vez, para mi gran frustración. Sentí como si mi futuro estuviera oculto dentro de sus ojos negros.

Cuando terminamos de cenar yo había comido tantas gambas y pastelitos de coco que Nupi dijo que parecía embarazado de cuatro meses, comentario que le pareció de lo más divertido. Tomé un sorbo de feni en lugar de agua como revancha, ya que se había pasado la cena intentando que no llegase a probarlo. El baile y los tambores de después hicieron que todo me diera vueltas. Me fui a descansar sobre la arena cerca de la orilla y, medio en sueños, me vi sentado en una silla para ver entre los postigos quién subía por las escaleras de la veranda. Cuando alcé la mirada, vi que tenía a Tejal frente a mí. Llevaba una taza de barro cocido con las dos manos, como si estuviese haciendo una ofrenda ceremonial.

– Perdona, pero Ajira me pidió que te trajera un poco de té de jengibre.

Sobresaltado, me incorporé y le di las gracias. Con la taza caliente apoyada en la sien y los ojos cerrados, noté la presencia de mi madre. Me di cuenta de que era ella la persona que estaba a punto de subir las escaleras. La había visto llevando a mi hermana, aún bebé, en brazos.

– ¿Estás bien? -preguntó Tejal.

– No volveré a beber feni mientras viva -respondí, y añadí un gemido para darle un efecto más cómico-. Estoy a punto de reventar.

Me mostró una breve sonrisa que me aceleró el pulso, y luego se dio la vuelta para marcharse.

– ¿Qué estabas leyendo cuando mi hermana y yo llegamos? -le pregunté mientras se marchaba.

– Un libro -dijo ella con toda naturalidad.

– Ya, pero ¿cuál?

– Se llama La leyenda dorada -respondió en portugués por primera vez. Pronunciaba cada palabra como si cada una de ellas tuviera su lugar preciso. Eso me gustó.

– ¿Es bueno?

– Es un libro sagrado -lo dijo como si la calidad del texto fuera irrelevante-. Trata sobre Jesucristo y los santos.

Sus preciosas manos trazaban círculos en el aire mientras hablaba. Creí que me harían entrar en trance.

– No he leído nunca nada sobre él -dije.

– ¿Nunca? -Abrió mucho a los ojos, muy sorprendida. Su piel oscura era tan radiante bajo la luz de la luna como si hubiera bajado desde la noche para estar conmigo.

– Los judíos no solemos leer el Nuevo Testamento -le expliqué.

– Si me permites que te lo diga, las monjas dicen que los judíos son muy tercos porque no creen en la divinidad de nuestro Señor.

– Te lo permito con mucho gusto -le dije con una pequeña reverencia, a juego con la formalidad de su lenguaje-. Pero ¿qué dices tú sobre los judíos?

Se quedó atónita. Puede que fuera la primera vez que alguien le preguntaba por su opinión personal acerca del tema.

– No… no lo sé -titubeó-. No he conocido nunca a ninguno.

– Siento decirte que acabas de hacerlo.

Ella supo enseguida por mi sonrisa burlona que lo que le preguntaba era su opinión personal sobre mí. Me miró muy seria.

– Bébete el té, por favor. Hará que te sientas mejor -lo dijo con un tono de voz maduro, controlado, como si yo hubiera sido un problema para ella muchas otras veces. No sabría decir cómo, pero en ese preciso instante me di cuenta de que era muy inteligente.

– Me sentiré mejor si te sientas conmigo -le dije.

Ella volvió la mirada hacia la aldea, estaba ligada a ella por tradiciones que debían prohibirle sentarse a solas con un forastero. Habían encendido una gran pira y la música era aún más frenética.

– Supongo que a las monjas no les gustaría -le dije, desafiándola a ser ella misma.

– Las monjas están lejos. Es mi padre el que me preocupa -respondió misteriosamente.

– Bueno, sólo te pido que te sientes. Puedes decirle que simplemente intentabas ser hospitalaria con el ahijado de Nupi.

– ¿Es eso lo que eres?

– No lo sé. A veces creo que ella se convirtió en una especie de madrina para mí el día que me salvó la vida -intentaba sonar misterioso, pero después de haberlo dicho me di cuenta de que era verdad.

– ¿Nupi te salvó la vida?

– Ya te lo contaré, pero primero… -Di unas palmaditas sobre la arena, junto a mí.

Tejal entrecerró los ojos, valorando el peligro al que se enfrentaba. Al sentarse, se cubrió las piernas con el borde del sari. Tomé un sorbo de té y, tras ofrecérselo, se atrevió a aceptar, algo que yo interpreté como una buena señal. Mientras ella bebía noté una liberación en mi pecho, como si algo se hubiera desatascado de golpe.

Entonces fui capaz de hablar de sentimientos íntimos, del período posterior a la muerte de mi madre, de cuando Nupi me había invitado a comer con ella cada vez que me sintiera solo.

– Y lo hice -le dije a Tejal, como si fuera la moraleja de la historia-, hasta que la casa volvió a ser mía otra vez.

Hablamos durante un rato acerca de cómo la muerte de mamá nos cambió a papá y a mí, y me conmovió ver que me escuchaba. Y aun así, los dos éramos plenamente conscientes de que estábamos evitando temas más peliagudos que nos eran más próximos. Tras un silencio incómodo, le pregunté cómo había ido a parar a la escuela de Goa.

– Ajira y Nupi fueron muy amables y lo hicieron por mí -respondió-. No debería contártelo, pero mi madre dice que aprendí a leer sola cuando era pequeña, mirando un viejo pergamino que mi padre guardaba junto a nuestro altar.

– ¿Por qué no deberías decirlo?

– Porque nadie sabe exactamente cómo lo hice. Mi madre dice que Ganesha debió de haber venido a mí en sueños para darme lecciones. Todo el mundo se enteró, por supuesto, y Ajira les dijo a mis padres que encontraría la manera de pagarme la escuela en Goa si ellos estaban dispuestos a dejar que fuera. Mi padre pensaba que era una mala idea que una chica estudiara y le dijo de mala manera que se ocupara de sus asuntos. ¡Vaya jaleo se montó! Pero Nupi volvió a Benali por unos días cuando yo tenía siete años y pudo con él. Nupi consigue intimidar bastante a mi padre.

– No sólo a él -dije riendo.

– Ahora toda la aldea contribuye a mi educación. Los ancianos lo decretaron. Piensan que es un honor que una aldeana estudie con monjas cristianas. Y si me permites que te diga una cosa, también creen que podría hacerles ganar méritos a ojos de los gobernantes portugueses. Y conseguir un trato más indulgente, de paso.

– ¿Qué harás cuando acabes los estudios?

– Quiero trabajar en el Royal Hospital. Y cuando haya aprendido lo suficiente, volveré a Benali.

– Creo que sería una lástima que te hicieras monja.

Ella miró hacia otro lado, sin saber qué contestar, y luego se sacudió la arena de las piernas con un gesto enérgico y se levantó.

– Permíteme que te diga que debo volver ya -dijo.

Intenté cogerle la mano, pero negó con la cabeza y salió corriendo.


Esa noche, Nupi, Sofía y yo llevamos nuestros lechos de yute al patio para dormir bajo las estrellas como el resto del pueblo. Durante un rato estuvimos escuchando el ir y venir del océano sin decir nada. Luego nuestra vieja cocinera nos contó que, cuando tenía diecinueve años, su marido y su hijo murieron de disentería a causa del agua envenenada del pozo. Enterraron a nueve adultos y doce niños ese verano. Ekath, su hijo, sólo tenía tres años y cuatro meses. Dos semanas después del funeral, salió del pueblo de madrugada. Cuando atravesó el límite marcado por las últimas higueras sagradas, sintió como si el mismísimo mundo -el viento marino y las últimas estrellas de la noche, incluso las hojas bajo sus pies- hubieran escogido su camino.

– Yo estaba viva y aquellos a los que amaba habían muerto. Fue algo terrible. No podía entender cómo, ni por qué. Pero sabía que era culpa mía. Me aparté del mundo durante veinte años, hasta que vuestra madre y vuestro padre me encontraron.

– ¿Te encontraron?

– Yo vivía en un templo de Ponda. Sólo tenía un cuenco de arroz, nada más. Vuestros padres me acogieron pese a que yo insistí en que no valía la pena. ¿Sabéis?, vuestra madre no aceptaba un no como respuesta.

Nupi estaba sentada con las manos sobre el pecho.

– No sé cómo, pero comprendió la oscuridad que llevaba aquí dentro.


Los padres de Tejal debieron interrogarla acerca de la conversación que tuvimos, porque a la mañana siguiente todo el mundo se refería a nosotros como los ahijados de Nupi. Todos nos trataban con mucho afecto, excepto el anciano que había visto nada más llegar a Benali. Justo después del desayuno, me vio salir de la cabaña de Ajira y frunció el ceño como si le hubiera robado un tesoro. Cuando pregunté por él, Nupi simplemente me dijo que el tipo se sentía engañado por el mundo por razones que estaban guardadas bajo llave en el pasado. Estúpidamente me burlé de su piel agrietada como el cuero para dejarlo de lado, pero Nupi me replicó severamente:

– ¡No sabes dónde ha estado su corazón, o sea, que déjalo tranquilo!


Quería pedirle perdón a Tejal por haber insistido tanto la noche anterior, pero ya estaba trabajando en los campos de arroz, casi un kilómetro más al este, con su hermana menor. No pude ir a verla porque Nupi nos hizo prometer a Sofía y a mí que la ayudaríamos a pintar las cabezas de yeso de Ganesha que se utilizarían durante la noche final de los festejos.

Los aldeanos escondían esos enormes retratos huecos en varias casas distintas por si aparecía algún cura católico o un oficial portugués para efectuar una inspección. Las orejas, el tronco y la cara encajaban perfectamente gracias a unas clavijas, y dos ancianos -unos gemelos que se llamaban Darpak y Harmut- eran capaces de montarlos en el ahumadero en cuestión de minutos. Los dos ancianos apestaban tanto a feni que Sofía y yo nos tapábamos la nariz a sus espaldas, lo que -cuando nos descubrieron- sólo consiguió que estallaran en carcajadas. Tenían el pelo blanco, largo y reluciente como cristales de sal, como bañado en aceite de coco, y sus huesudas mejillas les daban un aspecto tan parecido entre sí que parecían salidos de un mito antiguo. A pesar de su lamentable estado, utilizaban sus pinceles de pelo de cabra con una rapidez asombrosa. Siguiendo sus instrucciones, dimos una capa azul a la cara más grande de Ganesha y un tono marrón más realista a los otros dos. A los tres les habían pintado seductores labios del color del vino y ojos dorados perfilados en negro. Finalmente acabamos casi al anochecer, momento en el que los dos viejos artistas me pusieron la cabeza más grande a mí y la mediana a Sofía, apoyadas sobre los hombros y atadas alrededor del pecho para que no se movieran de un lado a otro. Cuando les dijimos que los agujeros de los ojos estaban bien colocados y que podíamos ver a través de ellos sin dificultad, Harmut nos echó por encima unas capas para ocultar las cuerdas que llevábamos atadas al pecho, y luego nos ataron las capas a la cintura con unas fajas negras. Darpak nos trajo un viejo espejo oxidado. Descubrí que me encantaba ser un elefante.

Harmut salió un momento y volvió con un chico esbelto, con ojos de liebre, llamado Arjuna, que no tardó en ponerse la cabeza más pequeña. En pocos segundos, se había convertido en un bebé elefante con unas orejas grandes como bandejas que le daban un aire cómico. Me di cuenta de lo que debería haber sido obvio: que estábamos representando a Ganesha con diferentes edades.

Los hombres nos hicieron cogernos de la mano -con Arjuna en el centro- y caminar por la sala para comprobar que se mantenían en equilibrio. La sensación era cavernosa dentro de la cabeza del dios, y los sonidos llegaban bastante apagados. El pobre Arjuna se echó a llorar y, después de quitarle la cabeza, Sofía lo animó diciéndole que, si hacía de elefante tan bien como supiese, Ganesha quizá lo dejaría volver como el mayor elefante de toda la India.

Entonces nos dimos cuenta de que los aldeanos nos habían engatusado.

– Mañana -dijo Darpak levantando un dedo-, si no os importa, os pondréis los disfraces cuando acabemos de comer. Sé lo que estáis pensando, pero no debéis tener miedo: os traeremos collares y guirnaldas de flores para que vayáis ataviados como corresponde. Luego, tan pronto como os hagamos la señal, saldréis del ahumadero hacia el banquete, donde la gente bailará para vosotros. Sólo tenéis que seguirnos. ¡Será maravilloso, magnífico!

– ¡Y nos traeréis grandes dones de los dioses! -exclamó Harmut.

– ¿Qué estáis diciendo? -preguntó Sofía.

– Los ahijados de Nupi harán de Ganesha -respondió Darpak, dando saltitos de alegría-. ¡Seréis el mismísimo Dios de la Sabiduría!


En cuanto pudimos escabullimos sin ofender a los dos ancianos, Sofía y yo corrimos a buscar a nuestra cocinera, que estaba peinando a una niña desnuda en nuestro patio.

– No ha sido idea mía -dijo en cuanto nos vio. Levantó las manos y se encogió de hombros-. Los ancianos decidieron concederos el honor de representar a Ganesha.

– Pero podríamos estropearlo todo -protestó airada Sofía.

– Representar al dios no es difícil. Simplemente debéis agradecer lo que los aldeanos digan y hagan. Y contarles que el año será fantástico. Por cierto, ésta es Matri -dijo Nupi con la clara intención de cambiar de tema-. Es la nieta de mi prima Radrani.

– Creo que no es una buena idea -dije yo-. A papá no le gustará que seamos ídolos. Es un pecado para el judaísmo.

– ¡No seréis ídolos! Nadie creerá que seáis realmente Ganesha. Sólo lo seréis en Benali. Y sólo esta vez. -Acarició con las manos el pelo de Matri para que se diera la vuelta-. ¿De verdad mis niños portugueses creen que los hindúes somos tan estúpidos?

Sin saber qué quería la anciana, Matri se limitó a reír y a babear.

– Por supuesto que no -respondí yo-. Pero puede que incluso nos recen.

– ¡Pero no a vosotros, sino a lo que representáis! ¡Y representaréis a Dios! ¿Acaso escuchaste alguna de las historias que te contaba cuando eras pequeño? -Nupi dio una palmada, lo que significaba que se le estaba acabando la paciencia-. Además -dijo, guiñando un ojo-, hay una menina que quedará muy impresionada.

Aún no estaba seguro de que fuera lo correcto, pero después de oír eso acallé las continuas objeciones de mi hermana, con lo que me gané una buena colleja.


Poco rato después, Sofía y yo fuimos a dar un largo paseo por unas colinas achaparradas que estaban hacia el sureste, donde encontramos unas ruinas calcinadas de dos templos hindúes que habían sido reducidos a cenizas por los portugueses unos años atrás. Una talla de madera del dios mono Hanuman sobresalía de la corteza blanca y cristalina de una laguna salada que había cerca de allí; con la cola agarraba una papaya aún pintada de amarillo brillante. Una vez limpia, mi hermana dijo que la quería. Montó tal alboroto cuando me vio dudar que creí que íbamos a pelearnos, pero finalmente acabé dándosela.

Cuando volvimos a la aldea, Tejal y su hermana menor, Idika, se estaban bañando en el océano con el agua hasta las caderas, refrescándose tras una mañana de trabajo. No estaba seguro de poder acercarme a ellas sin que se me notara el entusiasmo, pero Sofía entonces ya había comprendido qué tenía yo en la cabeza y me arrastró hacia allí.

– ¡No vas a perder esta oportunidad! -me dijo.

Forcejeé con ella, pero cuando me echó arena por encima, la perseguí hasta el agua. Idika se acercó para hablar con nosotros, pero Tejal no. Cuando me atreví a acercarme a ella, se apartó como si tuviera miedo incluso de respirar. Le dije que esperaba no haberle creado problemas. Ella hizo un gesto con la cabeza para aceptar mis disculpas e inmediatamente volvió al pueblo, completamente mojada. Incluso el sol parecía que la seguía hacia las cabañas.


Por la tarde, vi que Tejal volvía a estar leyendo en el tocón de palmera, pero me prometí que esa vez esperaría a que me invitara a acercarme. Ella sabía que yo estaba allí, pero no levantó la mirada. Un rato después, empezó a juguetear con las cuentas de su collar de ámbar. Parecía al borde del llanto. Me escondí tras una higuera sagrada hasta que volvió a toda prisa a su casa.

Esa noche, durante el banquete, Sofía le ofreció su sitio a Tejal, pero a la chica no le estaba permitido separarse de sus padres. Comí con disgusto, enfadado con todo el mundo, y durante los festejos posteriores me negué a cantar una nana que describía una historia en la que Rama liberaba a Sita del rey de los demonios. Nupi me la había enseñado cuando yo era muy pequeño y todo el mundo pidió a gritos que la cantara para poder escucharla. Ajira vendría más tarde a contarme en voz baja que, aunque ésa no había sido mi intención, había insultado a Nupi ante sus familiares y amigos. Avergonzado, salí corriendo hacia la arena, preguntándome de forma tan desesperada como adolescente por qué -pese a mis buenas intenciones- todo me salía mal.


Por la mañana le pedí perdón a Nupi. Me dijo que lo comprendía.

– Ten cuidado, Ti -fue lo único que añadió, y por la mirada que me lanzó me di cuenta de que quería convencerme de que dejara de perseguir a Tejal.

Tres pescadores desaliñados de enormes manazas me llamaron mientras desayunábamos. Me dijeron que haríamos algo especial, y pronto descubriría que se trataba básicamente de sentarnos en cuclillas bajo un palmeral para observar a los peces dentro del agua mientras media docena de sus colegas permanecían sentados en dos barcas a unos quince metros de la orilla, con las redes bien agarradas. Parecía una excusa que hubiesen buscado los hombres para interrogarme sobre mi familia, hasta que uno de ellos se puso de pie de un salto y empezó a chillar. Me dijo que hiciera sonar el gong de latón que habían colgado en el tronco de una palmera.

A mi señal, los hombres que estaban en las barcas empezaron a remar rápidamente hasta el punto que mis colegas les indicaron a gritos y, una vez allí, lanzaron las redes. Un hombre se encargó de juntar las dos barcas. Salimos corriendo hacia la playa para unirnos a ese chapoteo frenético, y también vinieron hombres y chicos de la aldea para ayudarnos a recoger las pesadas redes, repletas de peces plateados y negros, de más o menos un palmo, que no paraban de saltar.

Yo estaba entusiasmado, la captura me cogió por sorpresa, y cuando me di la vuelta para mirar hacia la aldea vi que Sofía y otras chicas y mujeres nos observaban con orgullo. Entre ellas, casi escondida por detrás, estaba Tejal. Era la única que no sonreía ni hablaba. Parecía una sombra de las demás.

«Lo estropeé todo cuando dije que era judío», pensé.


– ¿Estará bien? -le preguntó Sofía a Arjuna.

Estábamos los tres juntos en el ahumadero.

– ¿Qué? -respondió con un grito ahogado.

– Juna, ¿me ves? -preguntó su madre, nerviosa, mientras sostenía la lámpara de aceite.

Él asintió con la cabeza de elefante puesta y se agarró con sus manos diminutas a los lóbulos de las orejas, rematados en oro.

– Me pica la nariz -dijo. Cuando empezó a rascarse la trompa de Ganesha, nos hizo reír a todos.

Apestábamos a aceite de coco. Harmut había untado con él las cabezas y el aire olía a pescado a la parrilla. Entonces yo ya llevaba una corona de papel maché, pintada de color púrpura y oro, y decorada con perlas. En el cuello llevábamos collares de hibisco blanco y de caléndulas del color del fuego. El pequeño Arjuna tenía una espada en una mano y un báculo en la otra.

Sofía y yo llevábamos más de setenta guirnaldas de flores en los brazos. Debíamos entregárselas a cada uno de los habitantes de la aldea, incluso a los bebés.

El ocaso fue dorado y rojizo, y el mar estaba extraordinariamente calmado, como un espejo. Arjuna fue el primero en salir, de la mano de Darpak, luego salió Sofía y finalmente yo. No olvidaré jamás los gritos de asombro de los aldeanos, ni sus ojos, radiantes de felicidad; tres mil años de historia y mitos se habían hecho realidad para ellos. Nos miraban y se llevaban las manos a la boca, como si estuviéramos hechos de rubíes que brillaran con la misma profundidad que sus sueños más secretos.

Se hizo el silencio en el banquete. Yo estaba nervioso, pero decidido a hacerlo bien para compensar a Nupi. Los aldeanos se tocaban la frente como signo de respeto hacia nosotros cuando pasábamos frente a ellos. Cuando empezaron los tambores, comenzaron a bailar delante de nosotros, liderados por un chico y una chica que brincaban y hacían cabriolas mientras imitaban a animales feroces.

Darpak llevó a Arjuna hasta el centro de la celebración, lo hizo subir sobre sus espaldas y empezó a balancearse al ritmo de la música. Era un dios joven sostenido por un venerable anciano… No sabría decir por qué, pero esa imagen simbolizaba el festival para mí: simbolizaba el paso del tiempo y cómo envejecemos, y la necesidad de que Dios trabaje a través de nosotros. Después de todo, si no lo sostenemos nosotros a Él, ¿quién lo hará?

Habían sacado de su escondite, en la parte trasera del ahumadero, una escultura del tamaño de un hombre de Ganesha dentro de la Rueda de la Vida -los aldeanos la habían rescatado de un templo cercano que los portugueses habían destruido- y la habían puesto en la arena, junto al océano. Nosotros nos pusimos al lado y los aldeanos acudieron de uno en uno -madres con bebés, hermanos y hermanas, viudos y viudas- y cuando les decíamos que tendrían un año glorioso se arrodillaban ante nosotros para que alguno de los tres les pusiera una guirnalda de flores alrededor del cuello. ¡Qué afortunados fuimos Sofía y yo de poder coronarlos con la felicidad!

Una anciana enferma, a la que su hijo tuvo que llevar en brazos, me pidió que la bendijera. Lo hice y me devolvió una sonrisa desdentada y gloriosa, y me besó la trompa.

Cuando fue Nupi la que se nos acercó, le cogí las manos y le di las gracias.

– Ssshhhh -me hizo callar-. No olvides quién eres.

– ¡Cállate, mujer! -grité-. ¿Acaso Ganesha no puede expresar su gratitud a una de sus sirvientas?

Los ojos de Nupi me miraron con rabia por un momento, pero luego me comprendió y sonrió. Pedí a los músicos que dejaran de tocar por un momento, y luego canté la nana que habían estado deseando oír. Desafiné una o dos veces, pero aun así Nupi se mostró más complacida de lo que la había visto en años.

Arjuna, Sofía y yo estábamos sentados encima de una gran estera sobre la que nos dejaron ofrendas de frutas y flores. Acababan de darme un coco enorme cuando oí un estruendo sobre mi cabeza.

Lo siguiente que recuerdo es la cara borrosa de Nupi. Estaba llorando y yo sentía un dolor punzante en la cabeza.

– Ti… Ti…

Sofía iba tras ella, pronunciando mi nombre. Llevaba el pañuelo de mamá en la mano.

Intenté levantarme, pero estaba demasiado débil.

– ¿Dónde está papá? -pregunté. Me preocupaba mucho que aún no hubiera vuelto de Bijapur. Quería que me llevara a mi cama.

Debí perder la conciencia otra vez. Cuando volví a despertar, Tejal sostenía una taza de té de jengibre frente a mis labios. Tomé un sorbo y miré el oscuro horizonte que tenía detrás de ella. El mundo entero temblaba bajo la fresca luz de la luna.

Entonces me di cuenta de que estaba tendido en el patio de Ajira y de que tenía mucho frío. Me senté, asustado. Alguien me echó una manta por encima de los hombros.

– ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté a Tejal.

– Hubo… hubo un accidente -respondió nerviosamente.

– ¿Qué tipo de accidente? Sofía no está herida, ¿verdad?

– No, estoy aquí -dijo mi hermana mientras se sentaba junto a mí, inclinándose sobre mi pecho como un gato y abrazándome-. ¿Estás bien, Ti?

– Creo que sí. Arjuna, ¿el accidente le ha pasado a él?

– No, está bien -me aseguró Sofía.

Nupi apartó con insistencia a los que se habían agrupado a mi alrededor y se agachó a mi lado.

– ¿Me ves? -me preguntó la anciana. Se me acercó aún más. Pude notar el olor acre de las nueces de betel de su aliento.

– Claro que sí.

– ¿Se lo habéis dicho? -le preguntó a Sofía, que negó con la cabeza.

– Ti, escucha. Alguien te golpeó -dijo Nupi-. Con una espada. Has tenido suerte de que Ganesha tuviera la cabeza tan dura. Y de que la hoja de la espada estuviera oxidada. De no haber sido por eso… -Abrió las manos, que hasta entonces había mantenido muy juntas, para mostrarme cómo podría habérseme abierto la cabeza-. Te han puesto una venda en la frente, pero gracias a Ganesha no ha sido un golpe profundo. Ya te hemos puesto una medicina. Te quedará una pequeña cicatriz, pero te pondrás bien.

– ¿Quién me pegó?

La mujer se mordió el labio.

– Mi suegro -respondió.

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