14

Ahora que Sofía ya había confesado el amor que sentía por Wadi, se comportaba como si no hubiera marcha atrás. Aunque no se atrevía a enfrentarse a papá directamente por la oposición que mostraba a su matrimonio, lo criticaba incesantemente por sus más mínimos defectos. Una vez llegó incluso a acusarlo de avergonzarla porque un grupo de chicos andrajosos en Ramnath lo habían convencido para que se quitara las sandalias e intentara capturarlos en una partida de kabaddi que jugaron en un campo de garbanzos en barbecho detrás del mercado. Vi que mi padre se sintió herido mientras se limpiaba la arcilla roja de los pies, y tuve ganas de gritarle a mi hermana, pero él me miró de forma severa para decirme sin palabras que me quedara al margen.

Papá encajaba esas humillaciones con su bondad natural, diciéndole más de una vez que no creía que Dios llegara a juzgarlo de forma demasiado severa por obligar a una chica de quince años a esperar un año más antes de casarse. Más adelante, Sofía decidió dejar de desayunar con nosotros. Al cabo de cuatro mañanas de protesta, con la esperanza de conseguir una tregua, papá le llevó chapatti calientes a la habitación.

– ¿Cómo quieres que tenga hambre si soy una prisionera? -dijo ella.

Él no me contó lo que le respondió, pero no volvió a llevarle comida a la habitación.

Dos días más tarde, papá compró un collar de cuentas de coral para ella en Ponda, pero Sofía no quiso ponérselo. Más tarde, esa misma semana, tampoco consiguió convencerla para que aceptara un frasco de perfume de jazmín que procedía directamente de Ceilán.

Ninguno de los regalos de papá sirvió para nada, pero no le culpó de sus errores de juicio, ni por la manera de avanzar a tientas entre una aparente oscuridad; su bienamada Sofía era tan desafiante como infeliz, y la frágil brújula que él siempre había tenido en el corazón ya no era capaz de encontrar el norte que era su hija.

Por la frialdad con la que ella recibía todos esos intentos, al parecer mi hermana había decidido -quizá de forma honorable- que si no podía tener lo que más deseaba, rechazaría cualquier cosa que viniese de él. A mí me parecía que no había cambiado mucho respecto a la niña que se negaba a jugar con otros niños o a conocer a extraños. En ese momento yo ya era mayor y me daba cuenta del carácter tan fuerte que tenía; a su manera testaruda era más poderosa que cualquiera de nosotros. A pesar de todas las amistades que había estado cultivando durante los últimos años, nunca llegó a darse cuenta de que con un gesto de conciliación -tan insignificante como un beso- podía conseguir más que bloqueándose de ese modo.

Una noche, a la hora de acostarse, empezó a reñir de forma brutal con papá porque éste le había dado al ama de cría, Kiran, dos de los saris de nuestra madre en lugar de guardarlos para su dote. La discusión hizo llorar a papá, que le confesó con una voz de arena del desierto que estaba exhausto.

– Hace unas noches soñé que nos ahogábamos juntos -le dijo a mi hermana-. Podía ver los minaretes de Constantinopla a lo lejos, pero no podíamos alcanzarlos. Por lo que si éste es el único modo de salvarnos…

Papá le dijo con voz grave y dubitativa que permitiría que la boda se celebrara al cabo de seis meses si Wadi demostraba su lealtad y afecto por ella durante ese tiempo.

– Y si permite que continúes siendo judía, al menos en secreto -añadió solemnemente-. Aunque en mi opinión creo que deberíais esperar al menos un año.

Desde mi habitación no pude evitar escuchar cómo le ofrecía esa concesión y quise darle mi apoyo corriendo hacia él para abrazarlo, pero la respuesta de Sofía me detuvo antes de tiempo.

– No esperaré -dijo mi hermana.

Ella debió de lanzarle una mirada desafiante, porque papá se marchó de casa sin mediar palabra. Yo salté por la ventana para no tener que hablar con Sofía y corrí tras él, que chapoteaba por nuestro jardín empapado por las tormentas, pero me hizo volver a casa. Sin aliento, desolado, me dijo:

– Ti, sé que quieres ayudarme, pero en mi estado sólo soy capaz de hablar con los muertos.

Jamás olvidaré la sensación de dejarlo allí, con las piernas salpicadas de lodo, abandonado a todo aquello que creía haber hecho mal durante su vida.

Quizás es inevitable que cada uno afronte sus pesares en soledad, pero deseaba tanto ayudarlo que me dolió resultar tan inútil. ¿Qué podemos hacer que realmente sirva de ayuda por nuestros seres queridos cuando pasan por momentos difíciles?

El rechazo de mi hermana ante un acuerdo tan justo me dejó perplejo durante varios días hasta que, una noche, cuando empezaba a dormirme, me di de narices con una nueva posibilidad: ¡estaba embarazada! En el caso de que fuera cierto, no me parecería tan extraño que quisiera casarse enseguida.

Fui de puntillas hasta su habitación y la llamé.

– ¿Ti? -respondió con un susurro-. ¿Eres tú?

– su voz sonó amable y yo lo agradecí con una sonrisa de alivio.

– Sí, ¿te he despertado? Lo siento.

– No, estaba despierta.

Me senté a los pies de su cama y le conté mis sospechas. Añadí también que no le diría nada a papá hasta que me diera permiso.

– Juntos encontraremos la manera de salir de esta trampa -le aseguré con voz fraternal.

Sofía se sentó. Ante la luz de mi vela, parecía un muñeco de sombras de alguna deidad vengativa; sus dedos eran cuchillas y sus ojos parecían empeñados en destruirme. Se había convertido en alguien a quien no conocía en absoluto.

– ¡Wadi tenía razón acerca de ti! -me espetó.

– ¿De qué estás hablando? -pregunté.

– Quieres creer que soy malvada. Siempre has querido ser tú el bueno. Yo era una chiquilla testaruda y ahora soy un monstruo. ¿Cómo has podido siquiera preguntarme algo así?


Durante los primeros días de esa guerra entre papá y Sofía, Nupi se escondía en la cocina y, cuando mi hermana alzaba la voz, se tapaba los oídos con las manos y cantaba oraciones a Lakshmi y a Devi con su voz monótona para mantener alejada la locura. Comíamos juntos a menudo en su pequeña mesa agrietada e intentábamos hablar sobre nimiedades.

– Sofía estiró demasiado sus medias y ahora se sorprende de que estén rasgadas -me decía Nupi.

La vieja cocinera creía que las chicas debían obedecer a sus padres hasta que se casaban, momento en el que el dominio pasaba a manos del marido.

– Pero puesto que hoy en día todo esto es un lío -añadió mientras negaba con la cabeza con aire taciturno-, tu padre no tiene más remedio que aceptar la boda sin más.

Le pedí que se lo contara a él.

– ¿Yo? No, ni hablar. -Me echó de su lado como si fuera un estorbo.

– Pero él respeta tu opinión.

– Puede que le diga algo cuando sea necesario, pero ese momento aún no ha llegado.

– ¿Y cuándo llegará?

– Cuando no me quede otra opción.

Fue así como Nupi mantuvo la boca cerrada y aprendió a hacer su trabajo sin que se notara su presencia. Incluso empezó a desatender su jardín de albahaca sagrado. Se quedaba de pie, con las manos en la cintura, e inspeccionaba las descuidadas plantas con gesto severo, como si lo único justo para ellas fuera sufrir junto al resto de nosotros.


Yo reconocía, por supuesto, que desde el punto de vista de Sofía su amor estaba lleno de trabas, mientras que todo iba a mi favor injustamente; por eso, después de sufrir durante unos diez días que su silencio mortal invadiese nuestro hogar, volví a hablar con ella. Mi hermana estaba quitando telarañas de las esquinas de su habitación, blandiendo la escoba como si fuera una espada. Desde la puerta, le dije que estaba pensando en preguntarle a papá si Wadi podría venir para una visita más larga de lo normal. De ese modo podría demostrarle a nuestro padre lo mucho que la amaba. Yo estaría fuera la mayor parte del tiempo durante su estancia para que ella y nuestro primo pudieran tener toda la atención de papá.

– Es imposible -me dijo Sofía fríamente.

– Pero ¿por qué?

Pasaba la escoba por el techo.

– Wadi lo ha prohibido.

– ¿Prohibido qué?

– Que ayudes.

– No lo entiendo.

Me miró con el ceño fruncido como si estuviera haciendo el tonto.

– Ya me has oído, Ti. Wadi no quiere tu ayuda.

– A juzgar por el tono de tu voz, tú tampoco -observé.

– No.

– Sofía, por favor, deja la escoba durante un minuto. Y date cuenta de cómo te estás comportando con papá antes de que sea demasiado tarde. ¿No ves lo injusta que eres con él?

Ella insistió con la escoba sobre una telaraña que había en la esquina de la repisa de la ventana sin responderme.

– ¿Vas a dejar que Wadi decida sobre todo lo que hagas? -le dije con tono de sorna.

– Ahora que ya no sois amigos, Wadi dice que tiene derecho a mantenerte al margen de su vida.

– Yo era tu hermano antes de ser amigo suyo.

Se dio la vuelta y bajó la escoba, la agarró de la manera habitual y puso la barbilla encima del mango. No pude evitar mirar si la barriga le había crecido durante la última semana. Me pareció que no.

– Lo quiero, Ti -dijo suavemente-. Lo quiero tanto que no tengo elección en lo que digo o hago. ¿Me entiendes? Lo siento, pero así son las cosas.

– ¿Y eso cómo nos afecta a nosotros dos?

Sus ojos apuntaron hacia mí como si lo que había dicho no pudiera ser peor.

– Significa que haré lo que me pida.

Yo no dije nada. Más allá de mis pensamientos más sombríos esperaba que las cosas no fueran como estaban yendo, pero sobre todo se apoderó de mí una extraña sensación de novedad que no supe entender en ese momento. Más adelante, me daría cuenta de que mi hermana estaba marcando las reglas de nuestra nueva relación y de que yo agradecí saber cuál era mi posición respecto a ella. «Ti, así es como serán las cosas a partir de ahora…»


Cuando le conté a papá que quizá Wadi debiera venir a pasar una temporada larga con nosotros y que yo me quedaría en Goa entre tanto, mi padre puso los ojos en blanco.

– Ti, ¿no crees que debería ser él quien sugiriera una visita? Ha estado cortejando a tu hermana desde hace meses.

– Quizá te tiene miedo.

– Si ese miedo es más fuerte que el amor que siente por Sofía, eso nos dice algo acerca del futuro que les depara juntos. ¿Debería dejar que se casara con un cobarde?

Dudé por un momento, pero al final decidí no callarme nada.

– Sí, papá, creo que deberías dejar que se casen. No tenemos ningún medio de saber cómo es realmente, Wadi se esconde demasiado. En cualquier caso, no puedes seguir evitando que Sofía cometa sus propios errores.

– Si eso es cierto, tú tampoco puedes -me dijo con intención de sorprenderme o incluso de herirme como lo había herido yo a él. Me limité a asentir.


A la mañana siguiente, muy temprano, me acerqué a papá, que estaba tomando el té sentado en los escalones de la veranda, y me liberé de una duda que me había estado torturando toda la noche.

– Sofía podría escaparse con Wadi cualquier día de éstos y no volveríamos a verla. Si quieres tener alguna influencia sobre lo que hace, tendrás que aceptar su boda enseguida.

Papá me dijo que también había pensado en esa posibilidad, pero que le había dado miedo siquiera mencionarla.

– No podría seguir viviendo si no volviera a verla -me confesó.

Pensé en lo que Nupi me había dicho y le dije:

– Entonces no tienes otra opción.

Esa noche, papá nos dijo a Sofía y a mí que tenía que contarnos algo especial durante la cena. Cuando estuvimos sentados sacó el anillo de oro que sus padres le habían dado cuando abandonó Constantinopla para venir a la India y se lo dio a Sofía.

– Para ti -dijo.

Papá cerró el puño de Sofía alrededor del anillo y la besó en la frente. Yo no sabía cómo reaccionar, ya que una vez, mucho tiempo atrás, me había dicho que sería mi regalo de cumpleaños cuando cumpliera veintiún años.

Sofía contempló el regalo con los ojos humedecidos por la gratitud.

– Papá, ¿por qué…? -empezó a decir Sofía.

Mi padre la interrumpió:

– Ssshhh, ahora es tuyo. Quiero que lo tengas tú. -Entonces me miró y se dirigió a mí con un gesto de disculpa.

– ¿Te importa, Ti? -preguntó-. Si te molestara, lo entendería.

Busqué entre mis sentimientos, no quería mentirle.

– Es toda una sorpresa, siempre lo he querido, pero… -miré a mi hermana, que examinaba el anillo con los ojos llenos de entusiasmo- si eso puede cambiar las cosas, será mejor que lo tenga Sofía.

– Gracias, hijo.

El anillo de oro era el objeto más preciado que papá conservaba de sus padres. Había llegado a la familia a través de mi bisabuelo Berequías, a quien se lo había dado su mejor amigo, Farid. Quedaba claro que nuestro padre quería demostrarle a Sofía lo mucho que la quería. Mientras ella se lo probaba en los diferentes dedos, papá dijo que hablaría con el tío Isaac y la tía María cuando volviera a Goa e intentaría acordar la boda para septiembre, cuatro meses más adelante.

Entre tantas preocupaciones, me había olvidado de mi tía, pero no me costó suponer que no le gustaría nada que su hijo se casara con una judía y tuviera que sufrir el mismo estigma que ella, que se había casado con el tío Isaac. Quizá Sofía, por miedo a ese nuevo obstáculo, respondió algo que no había querido. O quizá tenía que contarle a papá lo que quería por última vez; a veces tenemos que dejar que caiga una última gota de ácido sobre el corazón de nuestros seres queridos para estar preparados para empezar de nuevo.

Cualquiera que fuera la razón, Sofía bajó la mirada un momento, midiendo las palabras para adaptarlas a la solemnidad del momento. Aún no se había puesto el anillo. Volvía a tenerlo en el puño.

– No creo que tenga que esperar tanto, papá.

No lo dijo con aspereza. Las palabras tenían un matiz de disculpa; recuerdo que pensé que finalmente estaba preparada para comprometerse. Por desgracia, nuestro padre no esperaba más que su agradecimiento. El rostro de papá palideció antes de que se levantara y se encerrara en su habitación. No contestó cuando Sofía y yo le suplicamos que nos dejara entrar. Rodeamos la casa buscando la ventana pero ya había cerrado los postigos y aunque los golpeé con los nudillos durante un rato, no quiso abrirlos. Recuerdo que Sofía tenía en la mano una flor de hibisco grande y roja mientras esperábamos. Nupi le dijo que se la diese a papá. Entonces ya llevaba puesto el anillo.

Mi hermana supo que había cometido un error fatal esa noche; la pasó llorando en brazos de Nupi.

Papá le dijo a la mañana siguiente que no volvería a permitirle ir a Goa.


Sofía se quedó en su habitación casi toda la semana siguiente, y su tristeza envolvió cualquier palabra que mediamos entre papá, Nupi y yo. El aire a nuestro alrededor parecía más denso debido a la preocupación, y las sombras perseguían mi mente en todo momento. Incluso el inflexible sol de la India parecía dudar a su paso por encima de nuestro hogar, parecía inseguro de sí mismo por primera vez.

Las cartas que le escribí a Tejal durante esos días eran tan tristes que parecía que se deshacían en mis manos. Odié a Sofía por hacernos pasar por todo eso y se lo dije con la mirada más fría de la que fui capaz cada vez que venía a ver cómo trabajaba en mis ilustraciones. Entonces no me importaba que me odiara. Ni ella ni Wadi podían ya herirme y yo no deseaba ningún tipo de relación con ellos.

Papá tuvo que posponer las lecciones de la Torá con Tejal y me pidió que le pidiera disculpas en mis cartas. Me molestó que eso me apartara de ella y durante unas semanas me acosaron las preocupaciones acerca de que nuestros planes no transcurrieran como deseábamos, pero después de contárselo a Tejal, ella reunió el valor para preguntarle a su padre qué le parecería si yo le pedía la mano de su hija, y respondió favorablemente.

«Mi madre me dijo que será una buena boda para la familia», me escribió, y pude entrever su alegría en las filigranas de su caligrafía.

Le conté a papá esa buena noticia y él hizo lo posible por mostrarme una sonrisa verdadera, pero en realidad tenía el corazón destrozado.

En esa época a menudo me parecía que si Sofía no podía obtener la aprobación para casarse, haría lo posible por mantenernos en un estado de desesperación constante, aunque quizás ella estaba tan confusa como nosotros respecto a la rapidez con la que habíamos caído en su abismo. ¿De veras sabía lo que estaba haciendo?


Una mañana, mientras papá y yo estudiábamos la Torá, Sofía llamó a la puerta de la biblioteca con suavidad y pidió permiso para ir al mercado de Ponda con Nupi. Mi hermana mantenía la mirada fija en el suelo como si sintiera tener que esperar su aprobación. Ésas fueron las primeras palabras que le oímos decir después de varios días.

– Vuelve antes de que anochezca -le dijo papá sin levantar su puntero de la página de la Torá. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ella, le pregunté si sabía lo que Sofía quería hacer en la ciudad.

Papá interrumpió la lectura un solo momento para decir que no le importaba. Cualquiera que no lo conociera habría podido pensar que lo decía de veras, pero apretaba los dientes y tenía los hombros tensos: todo indicaba que mi padre ya no conseguiría pensar en otra cosa en todo el día.

Sofía y Nupi volvieron a última hora de la tarde. Enseguida acorralé a nuestra vieja cocinera en el patio, y respondió a mi pregunta sin que tuviera que llegar a formularla siquiera.

– Ha llorado un poco de camino a la ciudad, pero ya estaba bien cuando hemos llegado allí. Se ha sentado sola en un puesto de comida. Ni siquiera la he visto dirigirle la palabra a nadie.

– ¿Te dijo por qué quería ir a Ponda?

– No, sólo me dijo que quería estar sola. La dejé allí sentada, a la pobre. Creo que necesitaba estar en algún sitio para pensar sin que la interrumpieran todo el tiempo. -Se llevó las manos a los oídos-. Siempre hay tanto ruido aquí…

– ¿Ruido? Mi padre y yo apenas hemos hablado con ella desde hace semanas.

– Ti, pocas cosas hacen tanto ruido como esta familia cuando guarda silencio.


Entonces Sofía empezó a acompañar a Nupi en todos sus recados. Un domingo volvió de Ponda con fiebre alta y temblores. Nupi dijo que había vomitado dos veces camino de casa y que había comido vainas de ocra que seguramente estaban en mal estado, pero papá estaba seguro de que era la guerra de silencio que estábamos librando lo que la había hecho enfermar. Trasladamos su cama junto al fuego y la cubrimos con mantas. Nupi se metió rápidamente en la cocina para hacerle una infusión de hojas de guayabo.

Papá se sentó con mi hermana mientras ésta bebía pequeños sorbos de un bol de terracota, le ponía una mano tras la cabeza y la miraba con ojos preocupados; casi no habían hablado en el último mes y allí estaba ella, enferma como lo había estado su madre antes de morir.

– No quiero más té -dijo finalmente Sofía con un gemido-, simplemente dejadme dormir.

Hizo una mueca de dolor antes de volver a acostarse.

– Sofía, ¿dónde te duele? -pregunté, pero no me respondió.

– Olvida tus problemas -susurró papá mientras le acariciaba el pelo-, y cuando te despiertes todo estará igual que antes de que empezáramos a discutir.

Ella se apoyó sobre un lado y le tomó la mano. Unos minutos más tarde, cuando empezó a respirar mejor, se acurrucó con las manos bajo la barbilla y las piernas flexionadas, como una niña, para volverse lo más pequeña posible. Papá fue a su habitación a buscar el anillo que le había dado y se lo puso en un dedo.

– La historia de nuestra familia la protegerá con esto -me dijo.

Después papá cogió su tallith, el pañuelo de oración, y se lo puso por encima de los hombros antes de empezar a rezar por ella. Pronto cerró los ojos, pero continuó rezando por ella durante el resto del día, ni siquiera paró para comer.

El estado de Sofía empeoró a pesar de los esfuerzos de papá. A la mañana siguiente, su pecho se movía tan poco al respirar que estábamos seguros de que estaba desapareciendo del mundo. Cuando se despertaba, hablaba como si ya estuviera lejos de nosotros. Sus ojos se habían agrisado -como si nos mirara a través de la niebla- y su rostro se volvió tan pálido que llegamos a pensar que estaba perdiendo sangre a causa de algún corte profundo, pero no tenía ninguna herida. Le dolía todo. Nupi le aplicó cataplasmas calientes en el pecho.

– He utilizado pimienta y albahaca -suspiró la cocinera dramáticamente cuando los olí; el tono de su voz dejaba claro que se trataba de una batalla a vida o muerte, que necesitaba el poder de las plantas más sagradas para salvar a su querida ahijada.

Papá y yo rezamos durante todo ese segundo día junto a la cama de Sofía. Nupi nos daba sopa de arroz y té bien cargado, y ofrecía flores y frutas a Sitala Devi -la diosa local del último esfuerzo- en su habitación. Pronto corrió la voz sobre nuestro infortunio. Los aldeanos de Ramnath venían a todas horas en visita de condolencia, descalzos y apesadumbrados, sin saber bien dónde poner los pies ni qué tocar por temor a la muerte. Yo asumí la responsabilidad de hacerlos entrar y salir rápidamente de la habitación en la que estaba la enferma, ya que mi padre no quería desviar la atención que le prestaba a su hija ni por un solo instante.

– Un abrir y cerrar de ojos es tiempo suficiente para que el Ángel de la Muerte vierta una gota de veneno en su boca y la envenene -me dijo.

Las amigas de Nupi vinieron desde Ramnath y Ponda, traían limas dulces, queso, mangos y cualquier otra cosa que creyeron que podíamos necesitar, hablaban con ella en el patio, en voz baja, sobre todas las inevitables tristezas que conllevaba la maternidad. Recuerdo haberlos visto con las manos juntas, pegadas al pecho, sentadas en círculo escuchándose las unas a las otras, como si formaran parte de una sociedad sin nombre cuya tarea consistiera en velar el lecho de muerte de sus niños. Sus ojos me obsesionaban hasta el punto de que aún lo hacen hoy en día; los sentía como pensamientos secretos que no pueden ser revelados, era como si me miraran a través de una ventana del corazón que sé que jamás seré capaz de cerrar completamente, no importa los años y los kilómetros que puedan separarnos a mi hermana y a mí.

Cuando se marchaban, las ancianas me ponían una mano en el pecho, como si quisieran asegurarse de que yo era de verdad, y me decían lo mucho que lo sentían, algo que sólo conseguía molestarme, ya que parecía como si ya hubieran tirado la toalla con Sofía.

«Tu pobre madre, y ahora ella», me parecía oírlas pensar.

Una mañana apareció dando voces por el jardín un grupo de mendigos harapientos, con los ojos vidriosos y la piel amarillenta, que apestaban a carne podrida. Habían oído que se les daría comida a cambio de que rezaran por la salud de mi hermana, pero Nupi no estaba de humor para aguantarlos. Arrojó dos sacos pequeños de arroz desde la puerta y los ahuyentó blandiendo un gran cuchillo de cocina a la vez que hablaba entre dientes mientras se iban.

– A veces pienso que nunca seré tan feliz como cuando ya no tenga que volver a hablar con un alma viviente -refunfuñaba Nupi.

Ese mismo día, al anochecer, oímos una risa socarrona en el jardín. Creyendo que los mendigos habían vuelto, me dirigí furioso hacia la puerta, pero sólo encontré a Jaidev -el santón del mercado del pueblo- a los pies de las escaleras de la veranda, cubierto de polvo de arcilla, con una guirnalda de alhelíes y caléndulas alrededor del cuello y un cálao enorme en el hombro que gritaba como si se hubiera propuesto despertar a toda la India. Ese impresionante pájaro medía más de un metro de altura, era negro y tenía las puntas de las alas de un blanco puro. Me miró con aire acusatorio, como si yo fuera la reencarnación de un antiguo enemigo.

Salí afuera, pero me mantuve a cierta distancia.

El sadhu se rió.

– No tengas miedo, Ti, Sujay no te hará nada, prefiere la fruta fresca.

– Da lo mismo, creo que ya le daré la mano otro día.

Jaidev entrecerró los ojos con preocupación. Su pelo blanco, brillante por el aceite de coco, le llegaba, enmarañado, hasta la cintura.

– He oído que Sofía tiene problemas -dijo.

– Sí, está gravemente enferma.

Se arrodilló para que Sujay pudiera saltar sobre la veranda. El animal dejaba caer el ala derecha penosamente mientras caminaba.

– ¿La tiene rota? -pregunté.

Jaidev asintió.

– Lo estoy alimentando, tengo esperanzas de que se recupere.

El santón se acercó a mí y me acarició la mejilla, con lo que me acecharon de golpe todas mis inquietudes acerca de Sofía. En sus brazos lloré por muchas cosas pero, sobre todo, porque no había conseguido proteger a mi hermana.

Jaidev y yo nos sentamos juntos, con su brazo enjuto alrededor de mi cintura. Olía a arcilla seca caliente, como si a su edad se estuviera convirtiendo en parte de la propia tierra. Le conté lo mal que habían ido las cosas. Mientras yo hablaba, él le daba al cálao nísperos que sacaba de una bolsa de tela que llevaba atada alrededor de la cintura. Una luz parpadeó en mi interior mientras observaba la generosa complicidad entre ellos dos. Era como si esa simple e improbable relación fuera un signo de esperanza; no sólo para mí, sino para el mundo entero.

Cuando acabé de contarle los problemas de Sofía a Jaidev, éste señaló a Sujay.

– Creo que le rompieron el ala unos cazadores. No podía soportar ver cómo la arrastraba mientras mendigaba comida. Por eso ahora estamos juntos.

Dejamos a Sujay en el patio, donde el pájaro no pudiera dar problemas, y fuimos a ver a papá, que se había quedado dormido en su habitación. Quedó tan conmovido por la aparición de Jaidev que le besó las manos, algo que no le había visto hacer con ningún otro hombre. El sadhu se sentó junto a mi hermana, pasó sus dedos oscuros por encima de la cabeza de Sofía y, a continuación, entró en trance. Estuvo alejado del mundo durante casi una hora, quieto como una estatua y, entre tanto, papá y yo rezábamos. Cuando Jaidev se despertó de repente, dijo que Vishnu lo había llamado desde las aguas del Ganges.

– Me ha dicho que a Sofía aún no le ha llegado la hora -sonrió aliviado, pero también tuvo que secarse unas lágrimas.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó papá.

– Veo mucho sufrimiento en mis viajes.

Para el camino de vuelta, le dimos al santón unas papayas maduras de uno de nuestros árboles.

– Imagina lo que es traer a ese pájaro inmundo hasta aquí -me dijo Nupi con la nariz levantada cuando ya se había ido, parando por un momento de limpiar lo que el pájaro había ensuciado a su paso-. A veces creo que el sadhu tiene tanto cerebro como un saltamontes.

Con las fuerzas renovadas por la seguridad con la que había hablado Jaidev, papá y yo volvimos a rezar por mi hermana. Sabía que con cada palabra luchaba no sólo por su vida, sino también por la mía, incluso por mi amor por Tejal. Y no obstante, Sofía no mejoró esa tarde. Por la noche me senté en la veranda para escuchar los sonidos de los pájaros del bosque, como si toda la India estuviera esperando noticias sobre su muerte.


Cuando me desperté a la mañana siguiente, vi que Sofía no estaba en su cama, y también que faltaba la manta de lana roja que había sido de mi madre. La almohada aún conservaba el hueco que había dejado el peso de su cabeza, pero estaba fría al tacto. Papá dormía en su cama con los extremos del pañuelo de oración agarrados con ambas manos, como si estuviera tocando las campanas en sueños en señal de advertencia.

Salí corriendo de la casa y me encontré a mi hermana sentada bajo una palmera que estaba en el límite de nuestro jardín, con la manta echada sobre los hombros. Tras un leve gesto de saludo, levantó una mano para agarrar la media luna -de un blanco escayolado a la luz neblinosa de la mañana- y fingió que se la metía en la boca para comérsela.


Esa mañana, papá miró a Sofía como si hubiese acabado de nacer; no quiso quitarle los ojos de encima mientras Sofía comía algo sólido por primera vez en varios días. Ella se reía con ganas cuando papá le quitaba trozos de chapatti. Incluso Nupi se sentó con nosotros cuando la hice venir a la mesa.

Yo era lo suficientemente joven para creer que el mundo había girado hasta quedar en la posición exacta en la que había estado antes de que empezaran nuestros problemas, pero papá pronto me hizo salir para confesarme que durante la enfermedad de Sofía había recibido una carta de su hermano que lo había llenado de temor. El tío Isaac le había escrito para contarle que había visto a Wadi paseando con Sara junto al río, y que probablemente no era la primera vez. Mi primo negó rotundamente ante su padre haber vuelto con Sara, pero Isaac era de la opinión que debíamos ser cautos. Puede que tuviéramos que preparar a mi hermana para afrontar lo peor.

– Wadi quiere que sepamos que hace lo que le da la gana -le dije a papá-. Sabe que Sofía se desvive por él. Está disfrutando del poder que tiene sobre nosotros, y también sobre ella.

Papá dio el que parecía ser el único paso sensato que podía dar: le escribió a su hermano para contarle que iría a Goa tan pronto como pudiera estar seguro de que Sofía se encontraba bien a fin de hablar del tema con calma. O bien intentaría llegar a un acuerdo sobre la fecha de su boda o -si Wadi, en efecto, se había enamorado- insistiría en romper definitivamente el noviazgo entre los dos.

Ni mi padre ni yo nos atrevimos a mencionar delante de nuestra hermana la duplicidad de Wadi. Tampoco se lo dijimos a Nupi; era tan mala actriz que sin duda habría acabado por revelarle alguna cosa.

En la siguiente carta que le envié a Tejal le conté nuestros planes y añadí que papá había prometido empezar las lecciones de la Torá con ella tan pronto como estuviéramos en Goa. Le envié la carta junto con una flor de té de java previamente secada y aplanada.

No creí que Sofía se daría cuenta de que algo iba mal, pero unos días más tarde vino de puntillas hasta mi cama y me dijo:

– Sé sincero conmigo, Ti. Papá aún no quiere que me case con Wadi, ¿verdad?

– Simplemente le gustaría que esperaras un poco, eso es todo.

– ¿Estás seguro?

– Por supuesto.

Me di cuenta de que no me creía.

– Sofía -le dije de modo tranquilizador-, vas a casarte con Wadi de un modo u otro, tarde o temprano, o sea que deja de preocuparte.

Le di unas palmadas en la mano y barrité como un elefante para animarla, pero no sonrió.

– Tendrás lo que quieres -le dije de forma convincente-. Y si podemos mantener esta calma durante unas cuantas semanas más, papá también tendrá lo que quiere.

No estaba seguro de creer en mis propias palabras, pero a los dos nos sonaron bien y a veces eso es todo lo que uno necesita para seguir adelante.


Sofía y yo nos asustamos mucho por su enfermedad, y su recuperación nos dejó a los dos algo aturdidos y ansiosos. Había tardes en las que no podíamos parar de reír, sin importarnos que Nupi nos mirara mal o saliera gritando de la cocina para perseguirnos. Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que tuvimos una segunda oportunidad, otra edad dorada, y me siento agradecido por ello. Volvimos a ser niños, pero no pensábamos que hubiera nada malo en eso.

Una noche, papá se manchó los dedos preparando pato salvaje con salsa de granada para nosotros, el único plato que sabía cocinar. Sofía llevaba puesto el collar de coral que él le había dado, y le dijo que la comida estaba deliciosa, aunque la verdad es que el pobre pato parecía que hubiera muerto de sed en el desierto de Arabia.

Nupi decidió al día siguiente que debíamos airear la casa y limpiarlo todo para borrar cualquier vestigio de la presencia malvada que había hecho enfermar a Sofía. Papá se mofó de la idea, y aunque esa vieja mangosta testaruda accedió a no tocar nada, empezó a arrastrar sillas y felpudos a la mañana siguiente; montó tal barullo que todos nos despertamos y empezamos a ayudarla mientras farfullábamos nuestras quejas.

Una vez que lo tuvimos todo fuera de la casa -con la estatua de Shiva de mamá montando guardia en lo alto de los escalones de la veranda- Sofía le preguntó a papá si podríamos pintar su habitación. Él se la llevó bailando por todo el jardín al oír eso, ya que -como me diría más tarde- lo interpretó como un signo de que no nos abandonaría al cabo de poco tiempo y sin avisar para irse a vivir con Wadi a Goa.

Yo no estaba tan seguro.

Mientras Nupi sacaba el polvo de las cosas con el plumero y Sofía y yo hacíamos saltar nubes de polvo de los felpudos, Papá se marchó a Ponda con el carro y el asno. Dos horas más tarde volvió con dos sacos enormes de cal para blanquear la pared y varios sacos de pigmentos para nuestros colores. Pintamos la habitación de Sofía de amarillo azafrán, como si la bañara la luz del sol; la mía la pintamos de color verde oliva, con el techo rosa, los colores de un loro que me encantaba cuando era pequeño. Cuando llegamos a la habitación de Nupi, nos pidió a Sofía y a mí que le pintáramos los retratos de Sujay y Jaidev sobre un fondo azul intenso.

– Se lo debemos -me dijo la cocinera.

– Pero tú dijiste que Jaidev estaba loco por haber traído a ese pájaro repugnante, ésas fueron tus palabras textuales.

– El pájaro y él son un desastre, pero fuera lo que fuese lo que hicieron, funcionó. Lo que conserva la vida es bueno y merece nuestro agradecimiento. El resto no son más que hojas que han caído del árbol.


Tejal nos sorprendió a todos con su llegada a finales de esa semana en un carro conducido por Igbal Aziz, un quesero de Ponda que la había llevado desde Goa. Iba vestida con el uniforme de la escuela, pero llevaba un saco de harina con ropa de recambio.

– No podía estar lejos de ti más tiempo -me dijo con una sonrisa nerviosa cuando salí corriendo de casa para recibirla-. Les dije a mis profesoras que debía volver a Benali para una boda.

– Qué pícara eres -respondí con admiración.

Tejal se sonrojó, pero vi en sus ojos llenos de confianza que era consciente del poder que había adquirido sobre su propio destino ahora que íbamos a casarnos. Me dijo que disponíamos de tres días para estar juntos antes de que tuviera que regresar.

Jamás había hablado con Sofía sobre lo mucho que me preocupaba que no quisiera ser amiga de Tejal, pero mi hermana debió de notarlo; salió corriendo hacia nosotros, se rió con complicidad por la audacia de Tejal y la llevó de la mano hasta su cuarto para ayudarla a quitarse el polvo y la suciedad, y para que pudiera ponerse un sari. Papá les llevó té a la habitación y Nupi le cepilló el pelo, que se le había despeinado durante el viaje.

Cuando por fin estuvimos todos juntos en la veranda, Sofía hizo callar a papá cuando se disponía a contar los fantásticos planes que tenía para Tejal. Con esa voz de niña que conseguía vencer su resistencia, dijo:

– Por favor, papá, deja que Ti y Tejal den un paseo juntos primero. Hace semanas que no se veían.

Mi padre se dio cuenta al instante del error que había cometido y nos hizo salir.

Paseando hasta Ramnath, pasamos junto a amapolas rojas silvestres que crecían a lo largo del sendero y docenas de garzas de patas amarillas que caminaban dubitativas por los arrozales. Una mujer con un cabrito en brazos nos sonrió con calidez. Su hijo, un niño curioso de ojos negros, se aferraba al borde de su sari. Nos preguntó adónde íbamos y si teníamos hijos. Sabíamos que siempre los recordaríamos porque habían visto nuestro amor.

Tejal recibió su primera lección de la Torá con mi padre esa misma tarde, y por la noche ella y Nupi prepararon un banquete a base de gambas y pescado en salsa de coco y tamarindos, tal como solían hacerlo en su aldea. Yo me quedé en la cocina con ellas, sin apenas decir nada, feliz de estar allí sentado, simplemente disfrutando de su presencia. Es una carga tener que hablar con la gente continuamente.

Me encantaban sus movimientos ágiles y seguros, el hormigueante olor de las especias y el silbido de las brasas. Pero por encima de todo, admiraba la seriedad de sus ojos. Era como si creyeran que preparar una comida fuera la cosa más importante del mundo.

Tejal me dejó probar las etapas sucesivas de la salsa con su cuchara de madera. Aunque cuando la opinión de Nupi era distinta de la mía se limitaban a ignorar lo que yo decía. Lo encontré divertido. Yo era muy consciente de que procedía del mundo de los hombres, y de que ellas eran mujeres, y valoré la diferencia cada vez más.


Esa noche, las súplicas de Sofía tuvieron éxito, y papá dejó que Tejal durmiera en su habitación en lugar de hacerlo en la de Nupi. Algo después de medianoche, me desperté y vi que mi hermana había venido hasta mi cama con una vela en la mano mientras se llevaba el dedo índice de la otra a los labios para hacerme callar.

– Ssshhh. Ve a mi habitación tan silencioso como un ratón.

Entonces comprendí inmediatamente por qué había insistido tanto en dormir con Tejal.

– ¿Harías eso por mí? -le pregunté.

Ella me respondió con una colleja cariñosa.

– No lo hago por ti, ¡lo hago por Tejal!

¿O por ella misma? Yo aún no había olvidado del todo las traiciones de Sofía, y me pregunté -durante un instante de pánico- si el hecho de ayudarme encajaba de algún modo en sus planes, pero si así era no me importaba; de ese modo descubriría hasta qué punto era capaz de engañarme.

Tejal estaba casi dormida cuando me metí debajo de la manta y me acurruqué junto a ella. Con una mano le acaricié el trasero y la cadera, que me parecieron muy frescos al tacto, y luego subí hasta abrazar la cálida firmeza de sus pechos. La besé en el cuello, que, como ya había comprobado otras veces, concentraba más que cualquier otra parte del cuerpo su aroma característico y, aunque estaba muy nervioso, pensé que me limitaba a hacer lo que Dios había querido que hicieran los hombres y las mujeres. Ella gimió ligeramente, de algún modo protestó desde la profundidad de su sueño. Yo no me moví, permití que mi calor la envolviera, y cuando reuní el coraje suficiente, empujé con una necesidad cada vez más urgente hasta penetrar en la hendidura que asomaba entre sus nalgas. Ella tiró de mí, adentrándome en la húmeda calidez que se escondía ahí como si no pudiera esperar más a encontrar nuestro futuro.

Después me aferré a Tejal como si temiésemos caer desde una altura mortal. Nos quedamos dormidos juntos por primera vez, con mi pierna sobre su barriga y su brazo alrededor de mi cintura, intentando formar un nudo con nuestros cuerpos que nada ni nadie pudiera deshacer jamás.

Una vez durante su estancia, nos unimos con tanta urgencia mientras nos bañábamos con el agua hasta la cintura en el canal de Indra que cuando nos separamos fue como si algo se hubiera roto. Daba miedo. Y aun así, por lo que a mí respectaba, ya estábamos casados desde ese mismo momento. ¿Qué mejores testigos podríamos tener que el agua y el cielo, y una bandada de periquitos parlanchines sobre una rama de teca?


Yo no pude quedar más apesadumbrado después de que Tejal se marchara, ya que me pareció que se había llevado lo mejor de mí, pero Sofía se esforzó para animarme hasta que papá nos dijo que iríamos a Goa al cabo de diez días. Después de eso, mi hermana estuvo tan nerviosa que incluso se tapaba la cara con el pelo cada vez que venía alguna amiga de Nupi para ver con sus propios ojos que, efectivamente, se había recuperado. Papá y yo esperamos unos días antes de preguntarle qué le pasaba, pero cuando vimos que seguía de buen humor, me acerqué a ella mientras estaba sentada en su cama afilando su cálamo.

– Es evidente que hay algo que te preocupa -le dije-. No he querido preguntártelo hasta ahora, pero creo que quizá deberíamos hablar.

– Creo que por mi culpa quizá nos encaminamos a un lugar al que no deberíamos ir -respondió sin levantar la mirada.

Me senté junto a ella. Tenía la lupa sobre la almohada; la tomé y la levanté a la altura de su cara para que sus ojos parecieran los de un camello. Ella me sacó la lengua con una mueca divertida.

– Papá tiene que hablar con el tío Isaac y la tía María -le dije-. Así es como tiene que ser.

– Lo sé, pero… pero…

Pensé que sabía lo que le daba miedo decir.

– Qué pasa si la tía María no quiere que te cases con él…, ¿es eso, no?

Ahora, me doy cuenta de que debería haberle dado más tiempo para que me contara lo que la preocupaba. Sofía podría haber salvado varias vidas si hubiese tenido el valor de decir las palabras correctas en ese momento.

– A veces pienso que no le gusto nada -dijo Sofía, dándome la razón con voz avergonzada-. A veces no sé qué quiere. O si debería confiar en ella.

– ¡A la tía María no le gusta nadie! -exclamé-. Pero el tío Isaac y papá superarán sus objeciones. Tengo fe en papá. Te quiere más que a cualquier otra cosa.

Se pasó las manos por el pelo.

– ¿Recuerdas cuando te dije que quería escapar de mi propia piel? -preguntó-. Así es como me siento ahora. Sólo que ya soy adulta y ya no voy a cambiar.

Quise decirle: «Si quieres a Wadi y él te quiere a ti, nada malo puede ocurrir», pero estaba tan poco seguro de las intenciones de mi primo que no me atreví.

– Prometo ayudarte en lo que pueda -fue lo único que pude decir-. Todos hemos aprendido alguna lección de tu enfermedad.

Pensé que conseguiría que se sintiera más segura, pero en lugar de eso se puso a llorar, temblaba entre mis brazos como si le aterrorizara la esperanza de un final feliz.


Nupi nos mandó a la ciudad con un almuerzo de samosas y fruta, y una bolsa de pasteles de cardamomo con azafrán para el tío Isaac. Llegamos a Goa cuando se ponía el sol. Durante la cena, nuestra tía estuvo adorable con todos, parloteando sin parar, enfundada en un vestido de seda roja. Parecía un pinzón en su fuente favorita. Wadi, seguramente para seguirle la corriente, estuvo encantador y galante con Sofía. Yo apenas podía creerlo.

Una vez, me fijé en el reflejo de mi tía en el espejo dorado que había sobre la chimenea y, por un instante, me pareció oír que me decía: «No puedo ser otra cosa que la mujer que ves. A mí me parece bien así, o sea, que no esperes otra cosa».

Vi el reflejo de papá cuando fui hasta su lado de la mesa para coger el tarro de miel y aprecié que sus ojos me decían: «Los que siempre llevan una máscara creen que todo el mundo hace lo mismo que ellos, por eso temen lo que puede haber detrás de la tuya más de lo que puedas imaginar».

Mientras comimos no mencionamos ninguno de los temas de los que deberíamos haber hablado. No me importó, no obstante. La utilidad del subterfugio en cuestiones del corazón me resultaba cada vez más obvia.

Después del postre, Sofía fue a su habitación y se puso un elegante vestido azul con un cuello negro de volantes, un regalo reciente de nuestra tía. Entonces Sofía y Wadi dijeron que salían a dar un paseo. Papá tenía recelos acerca de que pasaran tiempo juntos antes de tener la ocasión de hablar con su hermano, pero mantuvo un diplomático silencio. En mi habitación del piso de arriba, me aposté tras las cortinas para observar los suspiros de la pareja ante la puerta principal, lo normal en el caso de una pareja de amantes que no se habían visto durante meses, pero Wadi parecía especialmente nervioso. Se me ocurrió que podría estar acosando a Sofía respecto a su boda.

Él llevaba una bolsa de piel colgada del hombro; papá me explicó justo antes de ir a dormir que contenía un libro de texto en latín -los comentarios sobre las Paradojas de los estoicos de Cicerón-, que se lo había prestado un amigo y que debía devolvérselo esa misma noche; pero supuse que no era más que una excusa para salir con Sofía más rato del que era apropiado.

Mientras me dormía, mi padre continuó hablando con mi tío, y por la mañana me contaría que hablarían con Wadi y con Sofía por separado esa misma noche. Cada uno de ellos tendría la ocasión de decir si era el matrimonio lo que deseaban realmente.

Era domingo, por lo que la tía María, Wadi y el tío Isaac fueron a misa temprano por la mañana. Mi tía salió con un palanquín lleno de brocados llevado por cuatro indios. Una vez solos en la casa, las sombras parecían acecharnos. Papá y Sofía apenas podían cruzar palabra de lo nerviosos que estaban. Una lluvia torrencial sólo consiguió que sintiéramos la soledad más intensamente, por lo que cuando el sol volvió a aparecer propuse ir a echar un vistazo a las carabelas que acababan de llegar de Lisboa. Isaac nos había dicho que habían apresado a un rey africano tan grande como Goliat en Angola, y que estaba a bordo de uno de los barcos. Sofía respondió que prefería quedarse en casa, y añadió que creía que debía permitirse a los africanos que se quedaran en su propio continente, lo cual podría haber sido una crítica velada a nuestro padre, que vino a la India, pero -por suerte- él no se lo tomó de ese modo. Papá no quería dejarla sola, pero temió que se sintiera vigilada. Al final, papá accedió a acompañarme.

Las gaviotas volaban en círculo por encima de nuestras cabezas mientras se dirigían al río. Nos habíamos detenido a ver cómo un andrajoso arriero indio intentaba reparar el eje de su carro cuando aparecieron tres soldados.

– ¿Es usted Berequías Zarco? -preguntó el hombre de menor estatura a mi padre.

– Sí.

– Entonces queda arrestado.

– ¿Por qué?

– Prendedlo -ordenó el soldado a sus compañeros.

– No ofreceré resistencia -les dijo papá cuando lo cogieron por los brazos para llevárselo-. Sois tres contra dos, y además lleváis espadas…

Parecía que la situación lo divertía.

– Ti, ve a buscar a tu tío y cuéntale lo que ha ocurrido.

– Pero si no has hecho nada malo.

– Tú haz lo que te digo -me ordenó con calma-. Al ver que me ponía triste, me guiñó un ojo-. No te preocupes, Isaac conoce al gobernador. Me sacará de prisión en menos de una hora. Debe de ser un error. Deben de haberme confundido con otro Berequías Zarco.

En ese momento pensé que estaba de broma. Ahora no estoy tan seguro de que ignorara lo que estaba a punto de ocurrir y fingiera divertirse para evitar que yo discutiera con los soldados. Probablemente temió que se me llevaran, o que me pegaran, a menos que me mantuviera al margen.


Hasta entonces no había estado nunca en una iglesia y me puso aún más frenético que estuviera atestada de gente y todo oliera a ropa mojada por la lluvia. El sonido del latín cantado resonaba en los muros de piedra. Mientras me abría paso hacia delante, pude sentir cómo pasaba el tiempo a mi alrededor: cada segundo de demora, pensaba, podría costarle a papá un mes de libertad. Cuando finalmente vi a mi tío, lo llamé y le hice señales con desesperación. Él se levantó enseguida y vino hacia mí sin mediar palabra con la tía María o con Wadi.

– Es papá -le dije cuando lo tuve delante-. Lo han arrestado.

Isaac dio un grito ahogado de asombro y palideció. Wadi y María nos siguieron hasta el exterior de la iglesia.

– Marchaos a casa -nos dijo a los tres tío Isaac-, yo iré a la prisión.

– Voy contigo -dije yo.

– No. Sofía te necesitará. Y será mejor que vaya solo. -Miró a su alrededor para comprobar que nadie nos estaba escuchando y susurró-: Tú también eres judío, Ti, y eso sólo empeoraría las cosas.

Dicho esto, se marchó a toda prisa. Mi tía me habló con voz tranquilizadora de camino a casa, pero no tengo ni idea de lo que me dijo; de repente sólo pude pensar en la muerte, y esos pensamientos se pegaron a mí como si estuvieran buscando mi punto más débil. Cuando llegamos a la calle de la casa, Wadi no esperó a que yo pudiera contarle lo que había sucedido, sino que se apresuró a informarla él mismo, algo que encontré difícil de perdonar. Aunque si estaba enamorado de ella, ¿qué habría sido más natural -incluso loable- que querer estar a solas con ella en ese momento tan terrible?


Sofía estaba sumida en un estado de trance debido a la desesperación cuando la tía María y yo llegamos a verla. Estaba sentada en su cama, lívida, temblando como si estuviera empapada. Wadi la había envuelto con su capa negra y estaba arrodillado junto a ella, temeroso de tocarla.

– Ti, ¿qué le pasará a papá? -me preguntó con un hilo de voz cuando la llamé por su nombre.

– Tío Isaac dice que volverá pronto a casa. No te preocupes. Sólo es un error. Debes quedarte aquí acostada y descansar.

– No creo que pueda…

– Por favor, cariño, inténtalo -dijo nuestra tía con amabilidad.

Le pedí a Wadi que saliera para poder desvestir a Sofía y meterla en la cama. No creo que lo dijera de forma severa. Sé que intentaba mantenerme sereno aunque fuera por mi hermana.

– ¡No me hables de ese modo! -me espetó como si quisiera empezar una pelea-. ¡Ésta es mi casa, no la tuya!

– Te agradecería que bajaras la voz -le dijo su madre-. No quiero peleas en esta casa mientras el tío Berequías esté en prisión. ¿Me habéis oído?

– Francisco Javier -tuve cuidado de utilizar su nombre cristiano delante de su madre-, creía que amabas a mi hermana y que querías lo mejor para ella.

– Es obvio que no crees que sea así.

– Lo único que creo ahora mismo es que debes dejarnos solos. ¿O acaso quieres ver cómo la ayudo a desnudarse? Puede que quieras hacerlo por mí. ¿Es eso?

Me miró fijamente durante unos momentos, con un desprecio que yo encontré gratificante, y luego hizo lo que le había pedido, aunque dejó la puerta abierta, por lo que tuvo que cerrarla la tía María. Cuando Sofía finalmente dejó de temblar y cerró los ojos, mi tía nos dejó solos, pero no pude hacer nada para conseguir que mi hermana me hablara.


Isaac volvió esa tarde para contarnos que no había conseguido liberar a mi padre. Tendría que pasar la noche en la prisión municipal.

– ¿Qué crimen se le imputa? -pregunté.

– No me lo han dicho.

Le pregunté entonces por qué mi condición de judío podía empeorar las cosas.

– Ti, la Inquisición os considera unos herejes.

– ¡Pero si no he hecho nada!

– Tiago -dijo la tía María con una mirada punitiva-, parece que no eres consciente del peligro que suponéis tú y tu padre para la Iglesia, y de que ésta debe defenderse de vosotros.

– ¡Eso suena como si estuvieses a favor de lo que ha ocurrido!

– No, simplemente puedo comprenderlo.

– Pero el Santo Oficio no tiene poder sobre nosotros -le dije a Isaac-. Papá me dijo que sólo podía castigar a los judíos que ya se habían convertido al cristianismo.

– Eso pensaba yo también, pero hay tantas complicaciones que no entendemos…

Su voz sonó tan seria que por primera vez me di cuenta de que mi tío temía por su propia vida. Quizás ésa fuera la verdadera razón por la que no quería ir acompañado de un judío a la prisión. Peor aún, me di cuenta de que podría ser que no intercediese con la confianza suficiente a favor de papá, o que no pidiese una audiencia con el gobernador, ya que cuanto más hiciese por su hermano judío, más probabilidades tendría de ser acusado de traicionar su fe cristiana.

Estaba casi seguro de que mi padre no había tenido tiempo de pensar en ninguna de esas complicaciones, de lo contrario jamás habría hablado con tanto desenfado de su arresto. «Con qué rapidez puede ponerse a prueba una familia», pensé.

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