8

Papá y yo estábamos en su biblioteca cuando sugerí por primera vez que Sofía pasara más tiempo con Wadi y con sus padres. Él estaba sentado ante su escritorio, jugueteando con una peonza de cuatro lados -un dreidel- que él mismo me había fabricado cuando yo era pequeño. Mi padre expresó sus dudas acerca de mi plan, y yo le di mis razones hasta que levantó una mano como si fuera un escudo.

– Ti, si me permites una pequeña crítica, tiendes a pensar en tu hermana de forma demasiado obsesiva. -Abrió el volumen de filosofía de Abraham Abulafia que estaba leyendo antes de que yo entrara.

– ¿Qué quieres decir con eso? -dije yo, incapaz de que mi voz no delatara que me había herido.

– Lo que quiero decir, Ti -dijo con severidad, sin ni siquiera mirarme-, es que probablemente será mejor que dejemos las cosas como están, de momento.

Pasó el dedo por el borde de una página, buscando la cita que quería, como si yo no existiera.

En lugar de empezar una discusión que sabía que no podía ganar, me marché a toda prisa, maldiciendo su frialdad. Durante la cena nos miramos como si fuéramos enemigos, y yo le espeté a Sofía que se ocupara de sus asuntos cuando me preguntó si nos habíamos enfadado, lo que sólo tuvo como resultado que mi padre dijera lo inevitable:

– ¡Te agradecería que no le hablaras a tu hermana de ese modo!

A la hora de la cama, no obstante, oí que las viejas zapatillas de mi padre se acercaban lentamente a la puerta de mi cuarto. Sabía que venía para disculparse. Desnudo de cintura para arriba debido al bochorno, esperó frente a la puerta abierta con la lengua fuera, como un perrito, para hacerme sonreír. Pero entonces me tocaba a mí fingir que no lo veía, por lo que no levanté la vista del libro.

– Ti, retiro lo que te he dicho antes. Lo siento.

Se llevó un dedo a los labios: era su manera de preguntarme si lo perdonaba, un gesto que se remontaba a cuando yo era muy pequeño.

Yo quería que me suplicara, pero la tenue luz de la vela dejaba sus ojos hundidos en la penumbra. Me asustó darme cuenta de que había envejecido sin que me hubiese dado cuenta. ¿Habíamos completado ya casi todo el camino que recorreríamos juntos?

– Yo también lo siento -dije.

Papá entró, encendió la mecha de otra vela que tenía en mi mesilla de noche y me dijo que mi habitación no era una cueva y que, hasta que se demostrase lo contrario, él no era un murciélago. Se dejó caer a los pies de mi cama como si hubiera cruzado el desierto de Arabia para alcanzarme. Yo me senté y cerré mi libro.

– Tu padre es un viejo elefante, ¿verdad? -dijo apenado.

– Un poco difícil de entender a veces, pero no me importa -respondí.

Su expresión se volvió seria.

– Lo que propones tiene sentido, Ti. Por favor, debes comprender que lo único que me preocupa es que tu tía quiera convertir a tu hermana al cristianismo si pasa demasiado tiempo allí, a nuestras espaldas. Por eso he sido tan duro contigo, antes.

– ¿Crees que un sermón de la tía María de vez en cuando es un precio demasiado alto si Wadi puede ayudar a Sofía a encontrar su lugar en el mundo?

– Sin el judaísmo, no creo que Sofía encuentre jamás su lugar.

– Papá, no se convertirá. Ya ha visto de qué forma tan cruel tratan los cristianos a los hindúes en Goa, cómo consiguen los esclavos de África. Y le encanta la micrografía hebrea. No podría seguir trabajando en ella si la bautizaran. Lo considerarían un pecado.

– No había pensado en eso. -Sonrió y me guiñó tímidamente un ojo-. Sabes, Ti, ¡a veces pienso que eres aún más listo que tu madre!

Entonces le conté que Sofía me había confesado una vez que se sentía tan incómoda consigo misma que quería escapar de su propia piel. Mi padre miró por la ventana, como si buscara una estrategia. Al ver su sombrío perfil, tuve la sensación de que deseaba que fuera mi madre quien tomara esa decisión. Seguramente papá había tenido la sensación más de una vez de que había sido un error que fuera él quien siguiera con vida.

Creo que la gran lección que aprendí de mi padre en momentos como ése es que las personas son más frágiles de lo que creemos. Y que algunas muertes no se superan jamás.

– Gracias por dejar que nos quedáramos aquí tras la muerte de mamá -le dije-. Fue muy generoso por tu parte.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– Después de que muriera, no nos trasladamos. Quisiste que Sofía y yo pudiéramos quedarnos donde siempre habíamos vivido.

– Te lo ha contado Nupi, ¿no? -Yo hice un gesto afirmativo-. Oye, Ti, no fue ningún sacrificio. Yo quise quedarme. Siempre amaré esta casa. -Sonrió-. ¿En qué otro lugar podría encontrar ranas dentro de mi ropa interior? ¿Y una cocinera que se entromete en todo lo que hacemos?

Nos reímos los dos.

– Papá -dije-, hay cosas que me gustaría contarte… sobre mí.

Visto con la perspectiva del tiempo, me doy cuenta de que la posibilidad de que muriera joven -como mi madre- me producía una angustia constante que superó todo lo que llegué a hacer y a pensar a lo largo de mi infancia y adolescencia.

– Adelante -contestó papá con una mirada de preocupación.

– No es nada malo -le aseguré-. Sólo es que, a veces… a veces pienso que nunca te he dicho las cosas más importantes. No quiero que… que te vayas sin que te las haya dicho.

– ¿Que me vaya?

No fui capaz de encontrar la palabra que buscaba.

Me dio unas palmaditas en los pies y luego me los apretó.

– Cuando eras un bebé, tenías los pies tan pequeños y suaves…, cada dedo era como un zarcillo de helecho. Ti, ya sé que estás creciendo. Y eso significa que piensas en cosas nuevas, las cosas en las que debe pensar un joven. Por lo que a mí respecta, me estoy haciendo viejo. Pero así es como debe ser, así funciona la vida. No te arrepientas de nada. Te conozco, tú me conoces a mí, y las cosas que no has dicho te las veo en los ojos cada vez que te miro.

Cuando nuestras miradas se encontraron, la intimidad entre nosotros pasó a ser tan profunda como si pudiésemos caer el uno dentro del otro y no tuviésemos la manera de encontrar la salida. Es extraño que la vida deba vivirse superficialmente. Pero si no fuera así, seríamos demasiado conscientes de las pequeñas despedidas y muertes que vivimos cada día.

Papá rompió nuestro silencio para seguir hablando de Sofía. Quizá sólo era la sensación de trascendencia que me envolvía, pero me pareció que mi padre me escuchaba con más cuidado y detalle de lo que lo había hecho jamás. «Qué afortunado soy de tener a papá aún conmigo -pensaba yo durante nuestra conversación-. Y qué suerte hemos tenido Sofía y yo en la vida.» Eso era -como papá había dicho- una idea nueva para mí. Antes de eso creía que habíamos tenido una infancia solitaria.

Al final, mi padre aceptó que era una buena idea que Sofía pasase más tiempo en una gran ciudad en la que había gente mestiza, entre europeos e indios, por todas partes.

– Pero escucha -añadió-, no debemos dejar jamás a tu hermana sola con tu tía.

Luego me explicó que los niños musulmanes, hindúes y judíos a veces eran bautizados por la fuerza cuando no estaban con sus padres.

– Y no debemos dejar que entre jamás en una iglesia sin que uno de nosotros esté presente.

– Haces que la tía María parezca una bruja -dije.

– Tu tía lleva dentro a una buena mujer, Ti, pero los dos sabemos que se esconde detrás de esa criatura vil con la que tratamos normalmente. Para alguien tan vulnerable como tu hermana, esa mujer es mucho más peligrosa que una bruja.


Decidí hablarle a Wadi con franqueza acerca de lo que me preocupaba sobre Sofía para conseguir su ayuda. Los dos teníamos ya quince años, y él medía un metro setenta, casi como su padre. Se le habían ensanchado los hombros y su rostro había adquirido unos ángulos más adultos. Llevaba el pelo negro muy corto, me parecía muy elegante, y empezaba a aflorar el vello en su barbilla. Se estaba convirtiendo en un hombre rápidamente. Por lo que a mí respecta, a su lado parecía un querubín de mejillas rosadas, aunque si debo creer lo que él me decía, nadie se reía de mí ni intentó intimidarme por ello. El hecho de que se preocupara tanto por mis sentimientos contribuyó en gran parte a que yo recuperara la confianza en él, la confianza que había perdido cuando mintió en lo de que yo lo había animado a visitar la mezquita de Ponda. Aun así, yo era consciente de que seguía ocultando sus sentimientos e ideas cuando no encajaban con las expectativas de su madre, así como cuando temía que se le ridiculizara por su aflicción. Cuanto mayor se hacía, menos espontáneo se volvía, y a veces hablaba y actuaba como si estuviera jugando una cauta partida de ajedrez. Creo que siempre había el riesgo de que, como la tía María, enterrara lo mejor de sí mismo, de forma tan profunda que fuera inalcanzable, incluso para mí. No me di cuenta de que me había propuesto el objetivo de mantener esas cualidades intactas para nosotros. De algún modo, me comporté de forma egoísta: saber que para mí era mucho más de lo que demostraba me convertía en alguien especial, como un hechicero capaz de ver lo que para los otros es invisible.

Fiel a sí mismo, Wadi achacó la timidez y autocompasión de Sofía a su juventud, y vaticinó que, por consiguiente, no tardarían en desaparecer.

– Espero que tengas razón -le dije-, pero cuando vengamos a Goa, me gustaría que la presentaras a tus amigos y que te la llevaras a dar una vuelta por la ciudad. Yo ya inventaré excusas para no acompañaros. Necesita ir a sitios sin mi padre y sin mí.

– Quizá -dijo él mientras ladeaba la cabeza con un gesto de duda. Quizá temía contarme lo que pensaba en realidad. Insistí bastante para que me lo dijera.

– Creo que se aburrirá… o que se enfadará conmigo.

– Pero ¿por qué? ¡Está convencida de que eres fantástico!

– Sofía tiene sólo once años, Tigre, y todos mis amigos tienen nuestra edad. Y además está Sara.

– ¿Quién es Sara?

– Una chica a la que conocí.

Me alegraba por él, pero en ese momento me di cuenta por primera vez de que la amistad que había empezado el día que le puse en los brazos a mi hermana, aún bebé, para cambiarla, podría convertirse sólo en una sombra de lo que había sido. Wadi, que se daba cuenta de mis sentimientos encontrados, se enfadó. Al ver que yo fruncía el ceño, miró a su alrededor para asegurarse de que no lo veía nadie y se tocó de un modo insinuante.

– Podrías encontrar a una chica tú también. Te iría bien.

– Puede.

– No te pongas celoso -dijo él.

– ¿Por qué debería estarlo?

– No lo sé, pero si no es eso… ¿entonces qué te pasa?

– Nada -mentí-. Es sólo que aún pienso en Sofía, quiero que la ayudes a conocer a otras chicas. Puedes ser su puente hacia el mundo. Como hicimos nosotros contigo cuando eras pequeño.

– Me asusta pensar que no seré capaz de ayudarla como esperas que haga -dijo con aquella voz que tendía a utilizar sólo para hablarnos a Sofía y a mí-. A veces me pregunto si estaré a la altura de lo que quieres que sea.

– ¿Lo que yo quiero que seas? -pregunté sorprendido.

– Desde que éramos pequeños, sentí que me arrastrabas. Aún lo siento ahora. Es como… como si siempre me contaras algo, incluso cuando no dices nada. Como si tuviera tu voz metida en la cabeza. -Se encogió de hombros-. En realidad no me importa. Es sólo que lo encuentro raro. Puede que incluso me guste. -Rió-. Debes pensar que estoy loco.

– No, a veces yo también te oigo hablar, cuando todo está en silencio. Es porque crecimos juntos. Eso lo hace todo diferente. Es como cuando tu padre te llevaba en brazos y tú me cogiste la mano. Ese tipo de cosas cambia a la gente.

Justo después de decir eso, deseé inmediatamente no haberlo dicho: Wadi tenía una regla no escrita según la cual las intimidades entre Sofía, él y yo quedaban entre nosotros. Seguramente yo estaba deseoso de mantener nuestras vidas tal como eran.

– Así pues, ¿me ayudarás? -me apresuré a preguntar.

– ¿Tengo otra opción? -me dijo mientras me golpeaba un brazo.

– No -respondí. No le devolví el puñetazo porque, si lo hacía, él habría pensado que me estaba defendiendo por haber roto la regla.

Wadi torció los labios en una mueca.

– ¿Por qué tengo la sensación de que esta vez serás tú quien me traerá problemas a mí esta vez? -dijo-. ¡Y además a propósito!


Durante los dos años siguientes, visitamos a mis tíos con tanta frecuencia como nos fue posible. Aunque al principio Sofía se mostró reticente a salir sin papá o sin mí, Wadi estuvo a la altura de las circunstancias. Consiguió embelesarla con su galantería y su enérgico entusiasmo a la hora de mostrarle la ciudad. A medida que se acercaba a la edad adulta, se volvió más atrevido con sus payasadas para alargar el momento de volver cuando la tozudez de ella parecía estar a punto de vencerlo. A veces parecía como si esa recién descubierta madurez le permitiera más libertad para actuar como un chiquillo con ella.

Muchos años más tarde, supe que, a algunos de los estudiantes de la escuela jesuita a la que iba Wadi, sus padres incluso les prohibieron hablar con él. Como muchas otras cosas, mi primo lo llevó en secreto, y ahora me doy cuenta de la valentía que mostró cuando iba por toda la ciudad con Sofía.

Desde la habitación que yo tenía en el piso de arriba, a menudo veía cómo Wadi y mi hermana salían de casa. Y aunque la soledad a menudo me acompañaba en el alféizar, me sentía extrañamente bien por el hecho de quedarme solo, como si me hubieran liberado de una obligación. En esos momentos de mi juventud, poco a poco fui aceptando mi naturaleza solitaria.

En las pocas ocasiones en las que acompañé a Wadi y a sus amigos al río o a un salón de té por uno de los barrios hindúes cercanos, me di cuenta de que Sofía había aprendido a reír sin taparse la cara con el pelo. Y aunque tendía a pegarse a Wadi o a mí como una hoja durante una tormenta, las chicas de vez en cuando se la llevaban para contarle un secreto entre risas ahogadas. Al cabo de un tiempo la adoptaron como su protegida, y le enseñaron cómo debía andar cuando llevase un largo y suelto vestido portugués y unos bonitos zapatos de piel y cómo se sostenía un parasol, algo que nunca se cansaba de enseñarnos a mí, a Nupi y a papá. Siempre recordaré la tarde que volvió a la casa de nuestro tío con el pelo recogido con una cinta de color azul y plateado. Papá y yo la felicitamos, pero me dio miedo pensar en lo guapa que estaba y lo adulta que parecía. Y a juzgar por cómo me miró de reojo, sé que mi padre pensó lo mismo.


Sofía estaba deslumbrada por sus nuevos amigos y hablaba de ellos como si se tratara de visitantes de un país lejano con grandes conocimientos. Su manera de vestir y de actuar se volvió más portuguesa, aunque cuando volvíamos a nuestra granja siempre se ponía un sari.

– De lo contrario, mamá no me reconocería -me explicó una tarde mientras plantábamos patatas en el huerto. Era una hortaliza que acababa de llegar a nuestro distrito por primera vez, y Nupi, que había quedado encantada con su sabor, nos había reclutado para que la ayudásemos en su plan para incorporarla a sus guisos.

A veces somos capaces de distinguir un momento decisivo en la vida de alguien.

– Eso es absurdo -le dije-. Mamá te reconocería incluso en la oscuridad más absoluta. Y no le importaría que parecieras más portuguesa que india.

Sofía se echó a llorar al oírme decir aquello. Mientras la abrazaba para consolarla, no fui capaz de recordar si en toda mi vida me había sentido tan cercano a ella como entonces.


– Mis amigos creen que es guapísima -me confirmó Wadi a la mañana siguiente de haberse acostado tarde tras salir con ella a recorrer la feria de San Juan de Goa.

Al oír eso fue como si se hubiese abierto una puerta en mí: pude avanzar hacia mi futuro sin tener que mirar atrás, hacia mi hermana. Hasta ese momento, ni siquiera me había dado cuenta de que mi libertad había sido prisionera de su infelicidad. De repente me di cuenta de que no había sentido envidia de la activa vida social de Sofía porque -en algún lugar dentro de mí- siempre había sabido que debía renunciar a esas nuevas amistades para recuperar mi destino. A veces me cegaba ante mis propias motivaciones.


Sofía y Sara -la joven que Wadi estaba cortejando- se llevaron especialmente bien. Recuerdo que Sara en aquel entonces era una chica delgada, de pelo oscuro, siempre vestida de un modo demasiado recargado. Tendía a sonreír como si luchara contra la tristeza, lo que hizo que Sofía y yo intentáramos todo tipo de payasadas para hacerla reír. Le gustaba especialmente que mi hermana imitara a una tortuga comiendo una hoja de col, un número cómico que había aprendido de papá, por supuesto.

La madre de Sara había muerto de viruela cuando era muy pequeña, y su padre había cuidado de ella, lo que establecía una similitud especial entre ellas. Saber eso también confirió un significado más profundo al modo tan rápido y posesivo con el que le cogía la mano a mi hermana cada vez que se encontraban. Sofía me contó muchos secretos sobre Sara, no sin antes hacerme jurar que no los revelaría. Sara se convirtió en la primera chica a la que conocía con cierto grado de intimidad.

Con la cabeza sobre mi regazo, Sofía me contó que uno de los chicos se había caído al río mientras intentaba demostrar que sabía mantener el equilibrio, o que Sara había encontrado la moneda que siempre se escondía dentro de una hogaza de bolo rei y se la había regalado a ella. Una vez vino a mi habitación después de un viaje en barco con Wadi y sus padres, y se acostó a mi lado en la oscuridad.

– Gracias por ser mi hermano -susurró.


Por el modo furtivo con el que Wadi siempre se aseguraba de saber dónde estaba Sara -y los modales de caballero que utilizaba para tratarla-, era obvio que estaba perdidamente enamorado de ella. Lo que Sara sentía por él era más difícil de definir. Sospecho que estaba asustada del alcance de los sentimientos encontrados que Wadi despertaba en ella, porque parecía en guardia permanente cuando estaba en su presencia y tensa, como a punto de salir huyendo. Su confianza no mejoró cuando la tía María le dijo que su familia no era lo suficientemente buena para que mis tíos aceptaran una invitación a cenar. Yo no estaba allí cuando lo dijo, pero Sofía sí, y me dijo que la pobre chica se puso a llorar por la humillación, como si la hubieran obligado a comer basura. Ojalá hubiera podido estar ahí para asegurarle que mi tía habría rechazado a cualquiera que hubiera escogido su amado hijo.

Cuando le pregunté a Wadi sobre ello, al principio negó que hubiera sucedido, pero luego explotó en maldiciones dirigidas a la actitud de su madre. Eso sólo consiguió acarrearle un ataque de convulsiones que lo dejó débil durante dos días enteros, durante los que me maldije por haber insistido en que siempre fuera sincero conmigo. ¿Por qué no podría haberlo dejado en paz si eso hacía su vida más fácil?

Por primera vez presentí lo injusto que podía llegar a ser con los demás. ¡No en vano Sofía me había llamado espía!

Por lo que respecta a mis sentimientos hacia Sara, jamás le mencioné a nadie que me sintiera confuso al respecto. Una vez, cuando me estaba castigando mentalmente por lo insignificante que me sentía al lado de Wadi, papá se sentó en la veranda, a mi lado.

– Te llegará el momento. Y cuando sientas una pasión como ésa por una chica dejarás de pensar de ese modo.

Agradecí su brazo protector alrededor de mi hombro, pero también me molestó, y mucho, que menospreciara mi desesperación.


Creo que Sofía aprendió de Sara muchas cosas que de otro modo debería haberle enseñado mamá. Entre ellas estaba cómo entender que el hecho de ser mujer empezaba a transformarle el cuerpo. A los trece años ya había adquirido una plenitud de formas que había cambiado su manera de hacerlo todo, incluso la forma de sentarse para dedicarse a la micrografía. Ese pequeño amasijo encorvado de vergüenza y diligencia fue sustituido por una jovencita erguida que a veces abría los postigos simplemente para sentir la brisa en el pelo, suelto y largo hasta los hombros. Una vez, mientras el sol salía por el horizonte, dejó incluso que su sari color carmesí de bordes dorados le resbalara hasta las caderas y cayera al suelo. Yo la vi mientras pasaba por delante de su cuarto y al instante recordé lo que papá me había contado, que mi madre también se abría como una flor ante la luz del sol.

Los botones, plumas de pájaro y dibujos dejaron de extraviarse en la casa ahora que las penas de nuestra chiquilla habían desaparecido. Un día incluso encontré el collar de alhelíes marchitos sobre la mesa que tenía junto a la cama.

– He estado tirando ropa vieja -me dijo Sofía-, y he descubierto esto dentro de uno de mis vestidos. No entiendo cómo pudo haber ido a parar entre mis cosas.


Sofía le estaba tomando cada vez más cariño a su vida en la ciudad y podía charlar sin parar sobre sus nuevos amigos a la hora de cenar. Tanto era así que a principios de diciembre de 1589, pocos días después de su decimocuarto cumpleaños, papá le dio permiso para quedarse en casa del tío Isaac durante tres semanas, a condición de que prometiera no entrar jamás en una iglesia con la tía María. El día de su partida, por la mañana, Sofía sollozó sobre mi pecho y dijo que la estábamos abandonando.

– ¡Eres imposible! ¡Eras tú quien quería ir!

– Pero ahora ya no quiero.

Con Sofía siempre era importante mantener una puerta abierta y una vela encendida junto a la ventana, por lo que le dije:

– Si sientes que no eres feliz, háznoslo saber y yo iré a buscarte.

Recuperó su determinación tras llorar un poco más y se marchó acompañada de unos amables vecinos hindúes que partían hacia Goa. Días más tarde recordé nuestra vieja regla, la de no permanecer más de seis días seguidos en casa de mi tía, pero en sus cartas Sofía sólo escribió sobre las apasionantes aventuras que estaba viviendo.

Fue entonces cuando empezó a escribir mensajes secretos para mí en micrografía. Con la ayuda de su lupa, descifraba sus palabras. Normalmente eran sólo tonterías, pero en la última carta dirigida a mí durante esa estancia, escribió: «Ya he salido completamente de mi piel y he descubierto algo mejor debajo de ella».

Загрузка...