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Jubilado. Probó a decir la palabra un par de veces de camino al cobertizo donde estaba el barco. Aún no se había acostumbrado del todo.

Una vida de intensa actividad. Siempre con la agenda llena. Las reuniones. Los viajes. La euforia contenida a la hora de firmar un contrato.

Lo echaba de menos. Ésa era una realidad de la que no se podía huir.

Ahora sólo le quedaba el barco. Su mujer había muerto hacía ya muchos años. Apenas la recordaba, un débil aleteo en los confines del paisaje del pasado.

Toda su concentración recaía ahora en el barco. Su orgullo. Un antiguo y bien conservado velero de madera, de dos mástiles, de la marca clásica Hummelbo, hoy tristemente olvidada. Del año 1947 y todavía en plena forma.

Pero sólo gracias a que él lo cuidaba con tanto esmero.

Dos veces al día bajaba al puerto deportivo. Se había convertido en una especie de vigilante no remunerado del club náutico.

Ni siquiera la peor tormenta otoñal le impedía ir. ¿No era muy raro que tuvieran un tiempo tan desapacible ya a mediados de septiembre? ¿Sería el famoso efecto invernadero, que dejaba asomar su fea cara? Rechazó la idea. No creía en esas infantiles ocurrencias de los ecologistas. Siempre culpando a otros. ¿No entendían lo que la industria y el automovilismo habían hecho por el mundo occidental? ¿Qué sería de ellos mismos sin ese progreso? Además, ¿cuánta mierda soltaban los viejos barcos de Greenpeace?

En cualquier caso, la tormenta otoñal era irrebatible. Bajó luchando contra el viento hacia la orilla de la isla de Lidingö y entró en la zona del club con la ayuda de un robusto juego de llaves. Luego se valió de otras para salir al embarcadero.

Apenas era capaz de ver su propia mano. Se encontró prácticamente al lado de su velero Hummelbo antes de poder divisarlo siquiera. Le invadió una sensación de alegría y orgullo, como cada vez que lo veía. El barco era su vida.

Comprobó las cerraduras. La cadena estaba como debía; la trampa, parecida a un cepo de zorros, también se mantenía en su sitio. Se arrodilló, se inclinó hacia adelante y pasó la mano a lo largo del tajamar, pulido a la perfección. Qué placer.

Se inclinó un poco más, dejando que la mano se deslizara hasta llegar a la superficie del agua. La mano tropezó con algo, aunque la insistente lluvia hizo que no pudiera distinguir muy bien lo que era. Pringoso. Como unas algas.

¿Algas? Pero si había limpiado el estrave esa misma mañana.

Agarró bien esa especie de manojo de algas y lo levantó.

Se quedó mirando a unos ojos abiertos.

Y dejó caer el cuerpo al mismo tiempo que pegaba un grito.

Mientras el cadáver volvía al agua con un chapoteo se preguntó por qué tendría dos pequeños agujeros rojos en medio de la lívida garganta.

¿Vampiros en Lidingö?

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