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Paul Hjelm recorría las calles de su barrio bajo la única protección de un paraguas decorado con un sinfín de logos policiales que había cogido prestado en comisaría. La lluvia no daba señales de ceder ni un ápice. Lo único que los negros cielos nocturnos le podían ofrecer eran presagios de ese diluvio que, cada vez con mayor frecuencia, aparecía en sus pensamientos.

¿Qué estaba pasando con Suecia? Ese pequeño país rural junto al Círculo Polar Ártico cuyos movimientos populares, en su momento, engendraron la primera democracia que lograba alcanzar al ciudadano de a pie, aunque sin llegar a regenerarla, que intrigó para escaquearse de los horrores de la segunda guerra mundial, que llenó sus armarios de cadáveres, que se benefició de fabulosas ventajas competitivas en comparación con el resto de sus vecinos europeos. Gracias a ello pudo permitirse el lujo de actuar como una especie de autocomplaciente conciencia mundial, al menos hasta que aquellos países que no se vieron entorpecidos por una inercia innata le dieron alcance, lo cual no sólo acabó con el nivel de vida más alto del mundo, sino también con la imposición de los dictados moralistas de esa autoproclamada conciencia universal. Una curiosa e ingenua convicción determinista de que al final todo siempre sucede para bien hizo que, en los años ochenta, más que cualquier otro país, Suecia se entregase al capital internacional dejando que éste campara a sus anchas por el territorio. El inevitable desplome a finales de la década no fue sino una continuación lógica de la gradual destrucción de cualquier herramienta política que pretendiera controlar los caprichosos vaivenes del capital. Todos tuvieron que pagar la caída. A excepción de las empresas. A la vez que el país se acercaba al borde de la quiebra, las grandes compañías suecas maximizaban sus beneficios. La pesada deuda se cargó sobre las familias, la sanidad, la educación, la cultura, sobre todo aquello que tuviera trascendencia a largo plazo. La más mínima alusión a que tal vez las empresas deberían participar en el pago de por lo menos una pequeña parte de aquello que habían causado provocó que la comunidad empresarial al unísono amenazara con trasladar inmediatamente la totalidad de sus actividades al extranjero. De pronto, toda la población se vio obligada a pensar en el dinero. Las preocupaciones financieras atiborraban el espíritu popular desde todos los frentes, hasta que sólo quedaron unos minúsculos agujeros sin llenar, en los que no cabía nada de mucha relevancia, sólo loterías, apuestas y telebasura. El amor fue sustituido, en parte, por culebrones idealizados y, en parte, por películas porno en la televisión por cable; el deseo de espiritualidad se satisfizo con rápidas y prefabricadas soluciones new age; toda la música que aspiraba a tener algún tipo de repercusión se producía con propósitos comerciales; los medios de comunicación robaron el lenguaje y se convirtieron a sí mismos en norma; la publicidad robó los sentimientos y los desplazó de sus objetivos naturales; el consumo de drogas aumentó de forma drástica.

La de los años noventa fue la década en la que el capital ensayaba un futuro en el que habría que controlar a las hordas de parados vitalicios para que no se sublevaran: entretenimiento anestésico, drogas que no ocasionaran un coste sanitario demasiado alto, conflictos étnicos para canalizar la ira en otra dirección, manipulación genética para minimizar las futuras necesidades de atención médica, y una constante concentración en la economía personal y en los malabarismos que había que hacer para llegar a fin de mes. ¿Se necesitaba algo más para de una vez por todas acabar con el espíritu humano, cultivado a lo largo de miles y miles de años? ¿Existía todavía en algún lugar un territorio peligroso donde un pensamiento libre, creativo y crítico pudiera florecer antes de ser atajado y redirigido?

Los Asesinatos del Poder habían sido una reacción, pero una reacción dirigida. La violencia ciega, sin escrúpulos, esa respuesta frustrada, perfectamente desprovista de compasión, que se dirigía contra todo y contra todos, aún no se había dejado ver en el país. Sin embargo, ahora se intuía su presencia. Todo cambiaría, y era lógico. No se puede seleccionar lo que se importa de la autoridad soberana universal; resulta evidente que si se opta por traer una cultura entera, tarde o temprano también se presentarán los lados oscuros.

A través de la impenetrable cortina de agua, Paul Hjelm divisaba los perímetros iluminados de una planificación urbana que aspiraba a eliminar los últimos restos de dignidad humana. Se detuvo, cerró el paraguas con el símbolo ilusorio de la fuerza del orden y dejó que el diluvio lo inundase. ¿Quién era él para tirar la primera piedra?

Cerró los ojos con fuerza. ¿Era cierto que sólo quedaban ruinas de esa moral sencilla y personal que obraba sin necesidad de lucirse? ¿Esa que quería el bien sin tener que mostrarlo? No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.

Había pensado terminar la jornada sacando un coche del depósito de la policía, pero ahora que lo enviaban a la cuna de la cultura contemporánea ya no le hacía falta. Así que iba andando, como siempre, desde la estación de metro a casa. Volvió a ponerse en marcha. Echó a correr a través de la sábana de agua con el paraguas plegado bajo el brazo. Sentía la necesidad de correr hasta que la extenuación ocupara toda su alma. Al llegar a la puerta del chalet adosado había conseguido su objetivo. Cuando entró en el recibidor tambaleándose, su respiración entrecortada desprendía un tono preocupante que no recordaba haber percibido nunca. Eran más de las once, y la casa estaba a oscuras. Se divisaba una suave luz saliendo del salón, y no era, por una vez, el brillo de la pantalla del televisor, sino la pequeña y vacilante llama de una vela. Permaneció un rato en la entrada hasta que su respiración dejó de emitir ese ruido raro y se la pudo considerar normal otra vez. Se quitó la cazadora de cuero y la colgó en el perchero ya cargado de prendas. Luego entró en la casa y dobló la esquina que conducía al salón.

Allí estaba Danne esperándolo. Nada de MTV, ni cómics, ni juegos. Sólo Danne y la suave luz de una vela.

Paul se restregó con fuerza las empapadas cuencas de los ojos antes de sentirse capaz de afrontar la mirada de su hijo. Aun así, no pudo, pues esa mirada que quería atravesar estaba bien clavada en la mesa, en un punto junto a la pequeña vela que brillaba dentro de su cueva de cristal.

Sin mediar palabra se acercó al sofá y se sentó al lado del chaval.

Transcurrieron unos minutos de absoluta quietud. Ninguno de los dos sabía cómo empezar, de modo que nadie lo hizo.

Al final Danne susurró, como si su voz hubiese desaparecido en llanto:

– Me llevó él. No sabía adónde íbamos.

– ¿Seguro? -fue lo único que dijo Paul Hjelm.

Danne asintió con la cabeza. De nuevo se instaló el silencio durante un rato. Luego el padre puso el brazo alrededor de los hombros del hijo. Danne no rehuyó el contacto.

Hacerse adulto sólo significa que uno aprende a ocultar mejor la inseguridad.

– He visto demasiado -empezó Paul tranquilo-. Basta con un par de veces, nada más, y te arruinas la vida. No puedo permitir que eso pase.

– No va a pasar.

Al principio el hombre vio el cielo, el sol, la luna, el bosque, el mar. Luego llegó el fuego, aterrador al principio, pero al que poco a poco domesticó, convirtiéndolo en el compañero de viaje de la humanidad. La pequeña llama que había delante de ellos se transformó en el fuego de un campamento en torno al cual estaba reunido el clan. Se trataba de la supervivencia de la sangre. Se quedaron sentados ante ese ancestral espectáculo que evocaba los recuerdos del linaje.

Quien siembra sangre…

Se levantaron. Sus miradas se cruzaron.

– Gracias -dijo Paul Hjelm sin saber muy bien qué quería decir.

Apagaron la vela y subieron juntos las escaleras. Cuando Paul abrió la puerta del dormitorio, Danne dijo:

– Hoy has sido muy… muy duro.

– Estaba muerto de miedo.

Por paradójico que pudiera parecer, sintió una pizca de orgullo mientras se abría camino a tientas por el oscuro dormitorio. Se metió entre las sábanas al lado de Cilla sin ni siquiera molestarse en pasar por el baño. Necesitaba su calor.

– ¿Qué pasa con Danne? -musitó ella.

– Nada -respondió Paul Hjelm; y lo decía en serio.

– Estás helado -constató Cilla sin hacer ademán de alejarse del hombre.

– Caliéntame -repuso él.

Ella permaneció quieta, calentándolo. Él pensó en el inminente viaje a Estados Unidos y en las posibles complicaciones que conllevaba. En realidad, lo único que quería era que la vida fuese así de sencilla: hijos de los que alegrarse y una mujer en la que hallar calor.

– Mañana me voy a Estados Unidos -anunció para ver la reacción.

– Sí -respondió ella durmiendo.

Él sonrió. El paraguas estaba plegado y él seco. De momento.

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