7

Un largo día se acercaba a su fin. Hjelm resbaló al pisar la cáscara de un plátano y entró en el vagón del metro dando un grácil paso de ballet. Se sentó mientras soltaba unos tacos del registro más crudo, tras lo cual pasó todo el viaje taladrado por la candente mirada que le lanzaba una señora mayor.

Consiguió ignorarla pasada la estación de Mariatorget. Las hipnóticas nieblas saxofónicas de John Coltrane lo transportaban a otro mundo, o más bien, tal como Hjelm prefería pensar, le ayudaban a profundizar más en éste. Una distorsión verbal atravesó su universo sonoro: tal vez la personalidad de Lars-Erik Hassel no fuera, a pesar de todo, un factor tan insignificante. Aunque no se debía aceptar como definitiva la versión de Bertilsson, sin duda había más de un cadáver guardado en el armario de Hassel que podría haber resucitado en forma de espíritu vengativo. Las Erinias, pensó recordando una investigación anterior. De entrada, la idea de que el carácter de Hassel tuviera algún vínculo con lo ocurrido le parecía absurda, pero aun así no la descartó del todo; sabía por experiencia que a menudo la resolución de un caso se colaba por cualquier resquicio.

A eso de las seis habían puesto punto final al día con una última reunión. Excepto Norlander -quizá se había cansado de limpiar los retretes- estaban todos. Nadie tenía nada nuevo que aportar. Hultin había conseguido reunir un buen taco de papeles sobre el Asesino de Kentucky, que iba a llevarse a casa; Nyberg había quemado todos sus cartuchos por los bajos fondos de la ciudad, sin resultado, como era de esperar; Chávez anunció que volvería con posibles novedades del mundo de internet a la mañana siguiente; Söderstedt había seguido el rastro de una cantidad ingente de norteamericanos en hoteles y albergues, en los ferries a Finlandia y en los vuelos nacionales, pero el batallón de agentes que activó por todo el país volvió con las manos vacías. No obstante, la tarde más interesante de todas la había tenido Kerstin Holm, tal vez precisamente porque no había conseguido ningún dato nuevo en sus interrogatorios en el aeropuerto. Ningún miembro de la tripulación había sido capaz de poner rostro al nombre de Edwin Reynolds y tampoco a nadie le asaltó la más mínima sospecha retrospectiva. De lo que quizá se podía extraer la trivial conclusión de que la persona que buscaban, simplemente, no destacaba entre el montón, es decir, se trataba de un everyman, una persona normal y corriente, como tantos otros asesinos en serie. Uno podía sospechar que un individuo que a apenas una hora antes acababa de cometer un asesinato tras torturar brutalmente a su víctima debía distinguirse de los demás; tal vez no por unos ojos desorbitados, la ropa manchada de sangre y un hacha aún goteando en la mano, pero sí diferenciarse del resto de alguna forma. Sin embargo, nadie recordaba nada; lo que ya significaba algo de por sí.

Hjelm, por su parte, había reducido el abundante resultado de sus pesquisas a un resumen del que no estaba del todo descontento.

– Hay cierta división de opiniones respecto a las cualidades de Lars-Erik Hassel.

Al llegar a la estación de Skärholmen salió de las nieblas musicales, abrió los ojos y dirigió la mirada a la fila de asientos de al lado. La gélida mirada de la señora seguía fulminándolo como si fuese el mismo anticristo. Desvió la vista pasando olímpicamente de la mujer y estaba a punto de cerrar los ojos de nuevo cuando, de súbito, en el asiento de enfrente, apareció Cilla.

– ¿Y quién está con los niños? -se le escapó antes de morderse la lengua y pegar un grito de dolor.

Cilla lo contempló con frialdad.

– Hola, ¿no?

– Perdón -dijo Hjelm. Se inclinó hacia adelante y le dio un beso -. Estaba en otro mundo.

Ella le señaló las orejas frunciendo el ceño. Él se quitó los auriculares.

– Estás gritando -explicó ella.

– Perdón -repitió sintiéndose un inepto social.

– No sé si te acuerdas, pero los niños tienen dieciséis y catorce años. Saben cuidarse solos.

Meneó la cabeza y consiguió emitir una risa breve.

– Me he mordido la lengua -comentó.

– Sí, aunque un poco tarde -replicó ella.

Se rompió el hielo. Se trataba de uno de esos momentos en los que se leían el pensamiento y se mostraban indulgentes con los defectos del otro, cuando los buenos aspectos de la fuerza de la costumbre vencían, por un instante, a los malos.

– Hola, ¿qué tal? -volvió a empezar Hjelm poniendo su mano encima de la de ella.

– Hola -repitió ella.

– ¿Dónde has estado?

– He ido a IKEA a comprar una cortina para la ducha. La vieja estaba llena de moho. ¿No te has fijado en las manchas negras?

– Sí, claro, pensaba que le habías escupido snus [4]

Ella sonrió. Antes solía reírse con sus bromas tontas. Últimamente sólo sonreía. Hjelm no sabía muy bien qué significaba eso. ¿Que él ya no tenía tanta gracia o que ella no quería enseñar los dientes porque se imaginaba que los llevaba manchados de tabaco?

¿O era lo que se conocía como madurez?

Le seguía pareciendo guapa. Su cabello rubio, un poco despeinado y cortado a lo paje; los años que se habían acumulado en torno a los ojos en vez de en la cintura; la facilidad que tenía para vestirse de forma sexy. Y luego la penetrante mirada que, por desgracia, era cada vez menos frecuente.

A Hjelm le encantaba ser objeto de esa mirada que adivinaba sus intenciones, aunque había tardado mucho en darse cuenta de eso. Era como si te vieran por segunda vez, cosa que no ocurría muy a menudo. «La primera impresión es la que cuenta», resonaba -muy a su pesar- el eslogan publicitario en su interior.

– Ha ocurrido algo en el trabajo, ¿no? -constató ella.

– Bueno, luego lo hablamos si quieres -dijo él, contento de que ella se diera cuenta.

– ¿Qué te ha pasado en el labio?

– Ya lo verás en la tele.

Siguieron charlando hasta la estación de Norsborg. Hjelm consiguió encaminar la conversación hacia el trabajo de su mujer. Cilla era enfermera en la planta de rehabilitación del hospital de Huddinge, y siempre volvía a casa cargada de historias tragicómicas. La de hoy iba de un paciente con una lesión cerebral que había orinado en el bolso de una compañera, que no advirtió nada hasta que fue a sacar el billete para pasar el torniquete del metro.

Iban paseando cogidos de la cintura por los alrededores del barrio donde una vez, en lo que ahora le parecía un pasado remoto, había estado su lugar de trabajo. El sol compartía generosamente sus matices, bien ocultos durante el día, y el aire todavía albergaba un resto de calor veraniego; las avispas zumbaban con un tono sordo, mortecino. En esos instantes, Paul Hjelm decidió que ése era el aspecto que tenía el amor cuando uno entraba en la mediana edad. Podría ser peor.

Llegaron a casa. Danne estaba repanchingado en el sofá viendo la MTV. A su lado, sobre la mesa, había un libro de texto de sociales con las páginas arrugadas. Estaba bebiendo a morro una lata de un refresco verdoso.

– Son más de las siete -les reprochó.

– Sí, pero ya te he dicho que la cena está en la nevera -contestó Cilla antes de ponerse a desplegar una cortina de ducha decorada con jeroglíficos dorados sobre un fondo verde oscuro.

– Ya hemos papeado -replicó Danne sin desviar la vista de la pantalla-. Y esa comida tan rara, ¿qué narices era?

– Bueno, pues un plato mexicano de narices -respondió Cilla con tranquilidad mientras sostenía la cortina en el aire, esperando que su marido se pronunciara.

– ¿Qué pone? -preguntó éste.

Ella respondió con una mueca y salió con la cortina en dirección al baño. Hjelm abrió una cerveza y gritó:

– A lo mejor son relatos porno egipcios.

Danne se lo quedó mirando fijamente.

Al cabo de un rato Cilla volvió con la vieja cortina, que evidenciaba las atroces acumulaciones de moho: dos pequeñas manchas negras en una esquina.

– ¿Qué dice esto de nuestro hogar? -preguntó Cilla retóricamente mientras toqueteaba las manchas con un gesto de asco.

– Que nos duchamos -replicó Paul Hjelm.

Ella suspiró y empujó la cortina hasta que consiguió meterla en un cubo de basura ya atiborrado. Acto seguido sacó el recipiente con los restos del guiso mexicano, lo puso en el microondas, se sentó delante de la tele y cambió de canal. Sin pronunciar una sola palabra, Danne recuperó el mando a distancia y volvió al canal anterior.

Mientras Hjelm apuraba lo que le quedaba de la cerveza se le pasó por la cabeza que había visto esa escena antes: tres mil cuatrocientas ochenta y seis veces.

– ¿Qué hora es? -preguntó.

– Las diecinueve, cero seis minutos y trece segundos -respondió Cilla, quien acababa de contraatacar pulsando el botón del teletexto.

Una oscura cortina de palabras tapó el vídeo musical de la MTV.

– Dentro de menos de cuatro minutos sonará el gong -anunció la voz del amo -. Voy a ver las noticias de ABC.

La batalla del sofá continuaba en silencio. Todavía era un juego; Hjelm esperaba que siguiera siéndolo.

El microondas hizo plin. Tova bajó por la escalera y gimió al ver la escena del sofá.

– Hola -saludó Hjelm a su hija catorceañera.

– Hola -contestó ella para gran asombro de sus padres-. Llegáis supertarde.

– Venga, ya vale.

Hjelm echó la comida mexicana en dos platos, buscó dos cucharas, sirvió dos cervezas y consiguió llevarlo todo, en un acto de delicado equilibrio, hasta el sofá del salón.

– ¿No tienes deberes? -le dijo a su hijo, que estaba atacando el bolsillo en el que Cilla había metido el mando.

– Venga, ya vale -repitió Danne como un eco. Consiguió recuperar el mando y cambió de nuevo a la MTV.

Pero había anuncios, de modo que se rindió. La mano paterna le arrancó el mando, cambió a la segunda cadena y subió el volumen. Aún faltaba algún minuto antes de las noticias locales. Le dio tiempo a preguntarle a su hijo:

– ¿Qué tal en el cole?

Danne acababa de empezar el instituto, y Paul se había pasado horas y horas intentando comprender el nuevo sistema educativo. Sin mucho éxito. De todas formas, Danne hacía algo que obedecía al nombre de «modalidad de ciencias sociales» y los deberes parecían bastante más sencillos que el plan de estudios.

– Bien -contestó Danne.

Sonó la sintonía de las noticias locales, igual de parca que el hijo.

– Ahora vamos a ver arte televisivo del más alto nivel -anunció Paul Hjelm.

El resto de la familia lo miró con escepticismo.

Llegó enseguida. La presentadora hablaba acaloradamente de la confiscación de un importante alijo de droga en Arlanda esa misma mañana, así como de una dramática agresión a un alto oficial de policía que tuvo lugar ante las mismas cámaras de la ABC. Se advirtió a los espectadores sensibles sobre la violencia de las imágenes. La expectación de Hjelm crecía por momentos.

A continuación apareció en pantalla Waldemar Mörner, director de departamento de la Dirección General de Policía y jefe formal del Grupo A.

Su cuidado cabello estaba inmaculadamente peinado, pero jadeaba como si llevara un buen rato persiguiendo a peligrosos delincuentes por todo el aeropuerto, cuando sin duda acababa de bajarse del helicóptero -tal vez hubiera estado haciendo footing durante el vuelo- y no tenía ni idea de lo que había ocurrido. Sin embargo, ni el jadeo ni la ignorancia sobre el curso de los acontecimientos le impedían ofrecer una imagen de gran confianza y determinación; tampoco mentir como un bellaco.

– Waldemar Mörner, jefe de departamento de la Dirección General de Policía -empezó el reportero-. Señor Mörner, ¿qué es lo que ha ocurrido hoy aquí, en el aeropuerto de Arlanda?

– La policía criminal nacional ha actuado por indicación de la policía de Estados Unidos, que nos ha alertado sobre la llegada de un gran alijo de droga procedente de Estados Unidos. Por lo demás, no puedo entrar en detalles sobre la operación en sí.

– ¿Se ha detenido a alguien?

– Puedo confirmar que al menos un ciudadano estadounidense ha sido retenido en relación con el tráfico de estupefacientes. No descartamos que se vayan a realizar más detenciones en breve.

Al fondo de la imagen se vio a un individuo esposado. Hjelm reconoció al notorio traficante Robert E. Norton. A pesar de que iba rodeado por cuatro agentes de la policía de Arlanda armados con metralletas, consiguió propinarle una buena patada en el culo a Mörner, que se desplomó en el suelo con un estridente gemido. Al caer agarró el micrófono, arrastrando consigo al reportero. A su vez, el cable debía de estar enrollado en las piernas del cámara, porque éste también se fue al suelo. La pantalla se llenó de una imagen fija del techo del aeropuerto mientras se oían las quejas del cámara, los gemidos del reportero y la descarga verbal de Mörner.

– Mecagoenlaputamadrequeteparió.

No fue hasta después de esas palabras que el productor interrumpió la emisión; no resultaba muy difícil imaginar su sádica sonrisa.

Aun así el corte pilló por sorpresa a la presentadora en el estudio.

– ¿Tengo que leer esto? -gritó desesperada cuando la cámara la enfocó.

Tras darse cuenta de que estaba en el aire consiguió centrarse. La lucha por mantener la compostura mientras leía el comunicado fue heroica:

– Afortunadamente, no hubo lesiones graves a consecuencia de la agresión del narcotraficante. Sin embargo, nuestro reportero sufrió ciertos daños bucales cuando se le extrajo el micrófono, que le había sido introducido en la boca.

En el sofá de Norsborg nadie tenía por qué hacer esfuerzos por mantenerse serio. En cuanto las risas cesaron y Danne recuperó el mando, Paul Hjelm cruzó la mirada con Cilla. Mientras ella se secaba las lágrimas y recomponía sus facciones, Paul advirtió la seriedad en sus ojos: su mujer intuía que pasaba algo gordo.

Para los dos había sido un largo día de trabajo, de modo que se acostaron bastante pronto. Dejaron a Danne delante de la MTV; esa noche no les quedaban fuerzas para ser padres responsables, pese a que la experiencia les decía que probablemente acabaría haciendo sus deberes mientras veía la tele. A ninguno de los dos les entraba en la cabeza cómo su hijo había podido perfeccionar su capacidad simultánea de esa manera.

– ¿Qué está pasando? -quiso saber Cilla avivando una última chispa de atención antes de que el sueño la venciera.

– De momento no ha pasado nada -respondió Paul colocando unos libros en la mesilla de noche-. Pero la probabilidad de que ocurra algo ha aumentado.

– Y la herida en el labio, ¿qué? -dijo ella con una voz cada vez más débil.

– El tipo ése que salió en la tele -resopló medio riéndose-; el que le dio una patada en el culo a Mörner.

– ¿Y se trata de drogas…?

– No -suspiró-. Esto es algo bastante más letal.

Ella ya había entrado a medias en el reino del sueño.

– ¿Armas? -preguntó.

– No. Es mejor que no diga nada más. Pero puede que a partir de ahora tenga que hacer bastantes horas extra. Menos mal que se ha terminado el verano.

Ella ya se había quedado dormida.

Paul Hjelm le acarició la mejilla y luego se volvió hacia la pila de libros que había encima de la mesita. Al regresar de Marieberg había pasado por la biblioteca de Fridhemsplan para buscar libros de Lars-Erik Hassel. Dio con el manifiesto maoísta de 1971 y dos de las entregas que formaban parte de la serie de novelas documentales.

El escrito maoísta le resultaba ilegible. No por razones ideológicas, sino porque presuponía que el lector dominaba a la perfección la terminología del materialismo dialéctico. No se enteraba de nada. Y ése era un libro escrito por el mismo hombre que luego se había dedicado a lanzar abundantes diatribas acusando a los escritores suecos de elitistas.

Las novelas documentales, en cambio, desprendían una profunda ambición pedagógica. El argumento se desarrollaba en torno a una finca de la provincia de Västmanland a finales del siglo XIX. Paso a paso conducía al lector por los diferentes estamentos sociales: desde el terrateniente que tras la fachada de unas remilgadas maneras propias de la clase alta escondía una heredada brutalidad, hasta los campesinos sin tierra y su heroica lucha por el sustento diario. A Hjelm le invadió una fuerte sensación de déjà vu. El problema era que todo estaba extremadamente ideologizado. La narración y la forma se subordinaban por completo al mensaje ideológico: había que darles a las ignorantes masas una sólida formación política, ¡sí, señor! Era como una colección de relatos ejemplares de la época medieval, un dogmático libro de texto para enseñar el verdadero credo. La censura del sueño fue implacable.

El día en el que una de las últimas barreras que protegían el país se había derrumbado, terminó con otro acto violento más dirigido contra la policía: justo al dar las doce en el reloj de la pared, Lars-Erik Hassel lanzó un póstumo ataque contra Paul Hjelm, que despertó cuando la esquina derecha de la novela El parásito de la sociedad le dio en la ceja izquierda.

La visita a Suecia del Asesino de Kentucky entró en su segundo día.

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