20

Arto Söderstedt no solía echar de menos el sol. Le encantaban los matices y había alcanzado la conclusión de que la manera en que un recién llegado a Estocolmo disfrutaba de la ciudad se situaba en una zona gris entre la fascinación superficial de los turistas y la perezosa mirada de los habitantes de toda la vida. El sol favorecía tanto una actitud como la otra; sin embargo, el disfrute más intenso de los recién llegados exigía cierto grado de nubosidad, lo justo para que los colores pudieran apreciarse bien sin que la monótona luz del sol los apagara. No se le había pasado por la cabeza que su teoría pudiera tener algo que ver con su propia hipersensibilidad al sol.

Pero ya estaba bien de nubosidad. Se encontraba en medio de una de sus plazas favoritas de la ciudad y apenas conseguía ver su propia mano, y mucho menos la Ópera a un lado y el palacio del Ministerio de Asuntos Exteriores al otro. Dirigió sus pasos hacia el ministerio bajo un ridículo paraguas de Bamse -el osito más fuerte del mundo- que había confundido con el suyo al salir de casa; podía imaginarse la cara que pondría su hija, la penúltima, cuando abriera su paraguas y alzara los ojos a un firmamento de logos policiales. Al subir las reverendísimas escaleras del ministerio tuvo que admitir que realmente echaba de menos el sol.

No era envidioso, aunque en su fuero interno se sentía un poco molesto porque no le hubieran tenido en cuenta para el viaje a Estados Unidos. En realidad, el experto en asesinos en serie era él. Y en vez de eso, estaba pisando las monótonas aceras del trabajo de campo, en concreto la que conducía hasta la recepción del Ministerio de Asuntos Exteriores.

La recepcionista le hizo saber, altiva, que Justine Lindberger estaba de baja por enfermedad, que Eric Lindberger había fallecido y que habían declarado un día de luto en todo el ministerio. Söderstedt no vio necesario hacerle saber a la recepcionista que esa información resultaba superflua, no sólo porque trabajaba en el caso sino también porque no iba por la vida con los ojos cerrados, pues el suceso había dominado por completo tanto los periódicos como los informativos de esa mañana. Ni siquiera a un sonámbulo le habría pasado desapercibido que el terrible Asesino de Kentucky estaba en Suecia y que la policía, al tanto de esa circunstancia desde hacía más de dos semanas, no había dicho ni una palabra a los ciudadanos, negándoles así la oportunidad de protegerse. Söderstedt había contado hasta ocho tertulianos matutinos que exigían que rodaran las cabezas de los responsables policiales.

– ¿Trabajaban los Lindberger en el mismo departamento?

La recepcionista, una señora desconfiada que rondaba los cincuenta años, estaba sentada detrás de un cristal enmarcado. Parecía la obra de un Velázquez moderno, la representación de una clase social en extinción, perfectamente realista a la vez que enormemente malvada. Söderstedt concluyó que, a pesar de todo, prefería ese agonizante modelo de recepcionista, áspera y poco complaciente, a la versión actual, en la que todas parecían cortadas por el mismo patrón de amabilidad artificial. La señora echó un vistazo, con manifiesta desgana, a una carpeta. Tras no poco esfuerzo, y a punto de resoplar, contestó:

– Sí.

Una respuesta exquisita, pensó Söderstedt antes de seguir.

– ¿Quién es su jefe inmediato?

Más resoplidos, molestias y fatigas. Después:

– Anders Wahlberg

– ¿Está aquí?

– ¿Ahora?

«No, el primer martes después del penúltimo día de la Ascensión», pensó Söderstedt, pero contestó con una zalamera sonrisa.

– Sí.

Se inició de nuevo el habitual procedimiento de extremo fastidio, que en este caso consistía en pulsar dos teclas de un ordenador. Tras esta labor casi sobrehumana, la señora no fue capaz de pronunciar más que un jadeante:

– Sí.

– ¿Podría hablar con él, por favor?

La mirada que recibió Söderstedt le hizo sentirse como el cruel terrateniente de una plantación de algodón látigo en ristre. La esclava negra, una vez más, tuvo que humillarse. Pulsó por lo menos tres botones en un interfono y, reuniendo los últimos restos de su torturada voz, logró pronunciar:

– La policía.

– Ya. ¿Y? -preguntó la voz masculina del interfono sin entender muy bien de qué iba aquello.

– ¿Puede recibirlo?

– ¿Ahora?

– Sí.

– Sí.

El resultado de este inspirador diálogo fue que Söderstedt, mientras recorría los incontables pasillos del palacio, todos iluminados con elegantes arañas de cristal, acabó perdiéndose en nada menos que doce ocasiones. Al final dio con esa venerable puerta que daba paso a la morada del consejero Anders Wahlberg. Dio unos golpes con los nudillos.

– Adelante -atronó una voz estentórea desde las profundidades de la misma.

Arto Söderstedt entró, primero en una elegante antesala en la que había una secretaria muda y luego en un despacho aún más elegante con vistas a las aguas de Strömmen. Anders Wahlberg tenía unos cincuenta y tantos años y llevaba su corpulencia con el mismo orgullo que su corbata verde menta, que a Söderstedt le recordó el babero de su hija pequeña una vez finalizada la batalla con la comida.

– Arto Söderstedt. Policía criminal nacional.

– Wahlberg. Entiendo que se trata de Lindberger. Menuda historia. Es imposible que Eric haya tenido un solo enemigo en todo el mundo.

Söderstedt, sin más preámbulos, se sentó en una silla enfrente del escritorio de caoba, sobre el que descansaba un candelabro.

– ¿En qué consistía el trabajo de Lindberger?

– Los dos cónyuges están especializados en el mundo árabe. Se han dedicado ante todo al comercio con Arabia Saudí y han estado destinados en nuestra embajada allí. Jóvenes y prometedores. Futuros diplomáticos estrella, los dos. Bueno, eso pensábamos. ¿Es cierto que se trata de un asesino en serie americano?

– Eso parece -repuso Söderstedt-. ¿Cuántos años tienen? ¿O tenían?

– Justine tiene veintiocho, Eric tenía treinta y tres. Morir a la edad de treinta y tres años…

– Era la esperanza de vida en la Edad Media.

– Es cierto -admitió Wahlberg asombrado.

– ¿Trabajaban siempre juntos?

– En general, sí. A pesar de que se ocupaban de áreas algo distintas, las tareas eran las mismas: fomentar el comercio entre Suecia y, en especial, Arabia Saudí, mediante una estrecha colaboración con representantes de la industria de los dos países.

– ¿Áreas algo distintas?

– En líneas generales, podríamos decir que Eric, sobre todo, se encargaba de las grandes compañías suecas de exportación y Justine de las empresas un poco más pequeñas.

– ¿Viajaban siempre juntos?

– No, no siempre. Viajaban mucho, pero no siempre coincidían las fechas.

– ¿Y no tenían enemigos?

– No. Imposible. Expedientes inmaculados. Hacían un trabajo sólido e impecable, en general. Tenían un brillante futuro por delante. Justine había programado un viaje a la zona un día de éstos, pero doy por descontado que no va a poder ir. Y Eric iba a permanecer en su puesto aquí durante unos cuantos meses más. Ahora se quedará para siempre, amén.

– ¿Sabe cuál era la razón concreta del viaje de Justine?

– No en detalle. La verdad es que teníamos pendiente vernos hoy para hablar sobre el tema. Algún tipo de dificultad con una nueva legislación sobre el comercio de las pequeñas empresas. Iba a reunirse con representantes del gobierno saudí.

– ¿Y ni con la mejor voluntad del mundo puede ver otro motivo que el azar o el destino que sirva para explicar la muerte de Eric?

Anders Wahlberg negó con la cabeza mientras bajaba la mirada hacia la mesa. Parecía estar a punto de echarse a llorar.

– Éramos amigos -dijo-. Eric era como un hijo para mí. Habíamos reservado hora para jugar al golf este fin de semana. Es incomprensible, terrible. ¿Fue… torturado?

– Me temo que sí -reconoció Söderstedt, y como su compasivo tono de voz le sonó falso cambió a uno más hosco-. Supongo que no hace falta que insista en la importancia que tiene que detengamos al asesino. ¿Hay alguna otra cosa que usted sepa, profesional o privada, que sea de importancia para la investigación? Por pequeña que le parezca puede resultar vital.

Wahlberg consiguió ocultar su duelo tras la máscara del auténtico diplomático. Daba la impresión de estar haciendo memoria.

– No se me ocurre nada. Creo que eran la única pareja verdaderamente feliz que conozco. Había una afinidad natural entre ellos. No tengo hijos, pero echaré de menos a Eric como si lo fuera. Echaré de menos su risa, su integridad natural, su calma humilde. Es terrible…

– ¿Se le ocurre alguna razón en particular por la que pudiera encontrarse en el puerto franco a las dos y media de la madrugada?

– No. Me parece rarísimo. Apenas salía a tomar una cerveza los viernes después del trabajo. Siempre quería marcharse directo a casa, para estar con Justine.

– Me gustaría echar un vistazo a su despacho. Y si pudiera encargarse de que se copien todos los archivos de su ordenador y me los manden, le estaría muy agradecido.

Anders Wahlberg asintió con la cabeza y se levantó. Salió al pasillo y lo recorrió con paso grave en dirección a la escalera. Se detuvo, señaló una puerta y regresó. Söderstedt siguió con la mirada a la apesadumbrada figura hasta que entró en su morada de luto. Dio unos pasos hacia un lado. A la derecha de la oficina de Eric Lindberger estaba la de Justine. El matrimonio trabajaba literalmente uno al lado del otro. Pasó al despacho de Eric.

Era más pequeño que el de Wahlberg, no tenía antesala para secretaria y las vistas no daban a Strömmen sino a Fredsgatan. Había una puerta que conducía al despacho contiguo; Söderstedt bajó el picaporte y advirtió que no estaba cerrada con llave.

Recorrió la mesa de trabajo con la mirada. Un comedido desorden profesional, nada fuera de lo normal. Una foto de boda con una Justine muy joven y muy morena, y un Eric algo mayor, pero igual de moreno. Mostraban la misma amplia sonrisa, y no resultaba, para nada, tan forzada como es habitual en las fotos de ese género, más bien se trataba de una sonrisa profesional, ensayada pero aún así natural. El feliz matrimonio daba la impresión de pertenecer desde siempre a una alta burguesía que dominaba a la perfección las cuestiones de etiqueta. Ninguno de los dos parecía haber sufrido mucho en sus carreras. En fin, diplomáticos natos.

Aunque igual estaba dando demasiada importancia a una simple fotografía.

Por lo demás, había algunas notas dispersas tomadas en papel oficial con membrete del ministerio, en pósits amarillos y en una agenda de un tamaño considerable; Söderstedt buscaba la palabra correcta: fax algo, filofax, ¿se llamaba así? En cualquier caso, lo metió todo en su maletín y acto seguido entró en el despacho de Justine por la puerta interior. Era casi idéntico al de su marido.

También inspeccionó la mesa de ella. Encima estaba la misma fotografía de boda o, mejor dicho, otra fotografía de la misma serie. En ésta las sonrisas resultaban algo más débiles, un poco menos autocomplacientes; desprendían una leve inquietud, un desasosiego. Haber descubierto una sutil diferencia entre las dos fotos complació a Söderstedt, que se preciaba de tener un desarrollado sentido de los matices.

Al igual que en el otro despacho, había bastantes anotaciones garabateadas en diversos tipos de papeles, tanto sobre la mesa como dentro de los cajones, en los que Söderstedt estuvo fisgoneando a pesar de que difícilmente podría considerarse un acto legítimo. Copió a mano las notas, a ratos bastante crípticas, y en uno de los cajones halló un filofax idéntico al anterior. Miró a su alrededor, hasta que, en un rincón, encontró lo que buscaba: una pequeña fotocopiadora. Con cierto nerviosismo, copió las páginas correspondientes al mes anterior y al posterior de la fecha en curso; con eso debería bastar. Metió todos los papeles en el maletín junto a lo que ya había confiscado y devolvió el filofax de Justine a su cajón. Luego regresó al despacho de Eric, salió al pasillo y bajó por las escaleras. Se despidió con un entusiasta movimiento de cabeza de la recepcionista, que por la expresión de su cara parecía que acababa de comer excrementos de perro, abrió el glorioso paraguas con dibujos del osito Bamse y se lanzó a la lluvia torrencial.

Había aparcado el Audi al otro lado de la plaza de Gustav Adolf, cerca de la Ópera. La cruzó corriendo con el maletín pegado al cuerpo para que no se le llenara de agua, pues el paraguas de Bamse apenas le cubría la cabeza.

Se arrojó sobre el asiento del Audi sin haberse mojado en exceso y abrió el maletín. Hojeó las pálidas fotocopias de la agenda en busca de un as en la manga para su encuentro con la viuda, aunque esperaba no tener que utilizarlo.

Luego arrancó y condujo el coche a lo largo de Strömmen; pasando por delante del restaurante Operakällaren, cruzó Blasieholmen y Nybrokajen, subió por Sibyllegatan para luego girar a la derecha en Riddargatan, cerca del Museo del Ejército. El ridículo globo que llevaba todo el santo verano subiendo y bajando lleno de turistas seguía en su sitio, pero parecía abandonado a la lluvia.

Tras subir un poco la cuesta aparcó de cualquier manera delante de la zona de carga y descarga de una tienda de ropa. Salió del coche y se lanzó a la carrera hasta un portal donde, protegido de la lluvia, pulsó el botón del telefonillo que había junto al letrero «Eric y Justine Lindberger». Tras cuatro timbrazos escuchó un débil:

– ¿Sí?

– ¿Justine Lindberger?

– No será la prensa otra vez, ¿verdad?

– Policía. Inspector Arto Söderstedt.

– Adelante.

La puerta se abrió con un zumbido, Arto Söderstedt entró y, al no haber ascensor, se vio obligado a subir andando hasta la sexta planta. Justine Lindberger lo esperaba en la puerta del piso. Viggo Norlander no había exagerado cuando describió, con palabras más bien poco poéticas, su frágil belleza. Söderstedt prefirió imaginársela como una princesa árabe de piernas largas montada en un corcel blanco atravesando el desierto, aunque le avergonzó un poco esa primera asociación tan llena de clichés.

– Söderstedt -jadeó mientras mostraba su placa-. Espero que mi visita no sea demasiada inoportuna.

– Adelante -repitió ella con una voz teñida de llanto.

El piso era como se había imaginado: elegante, con mucha clase pero sin llegar a ser ostentoso, más bien sobrio, exquisito. Se le atropellaban los adjetivos.

Ella le indicó que se sentara en un sofá de piel que parecía sin estrenar. Como era de esperar resultaba cómodo, tanto que invitaba al sueño. Al otro lado de una mesa de cristal, baja y con forma de limón, había una estilosa silla plegable en cuyo borde se sentó Justine Lindberg. Una puerta de cristal conducía a un balcón que tenía vistas a la bahía de Nybroviken y al islote de Skeppsholmen.

– Mi más sentido pésame -dijo Söderstedt con tranquilidad-. ¿La prensa ha sido muy molesta?

– Son terribles -respondió ella.

Söderstedt desistió de hacer un comentario al respecto. Ahora debía decidir sin más dilación si tutearla o no. Optó por el tuteo y fue al grano.

– ¿Puedes pensar en algún motivo por el que asesinaran a tu marido?

Ella negó con la cabeza lentamente. Seguía evitando mirarle a los ojos.

– No -dijo-. Si se trata de un asesino en serie, supongo que será una casualidad. La más cruel imaginable.

– ¿Y no existe otra posibilidad? ¿Algo que tuviera relación con vuestros contactos en el mundo árabe?

– Nuestros contactos siempre han sido de lo más pacíficos.

– Tenías previsto viajar a Arabia Saudí el viernes. ¿Cuál era la razón de ese viaje?

Por fin, sus miradas se cruzaron. Sus ojos marrón oscuro estaban inundados de tristeza, pero a Söderstedt le pareció, por un instante, que ahí dentro existía una pena aún más honda, una culpa incluso más profunda que la que los supervivientes solían experimentar tras la muerte de la pareja; todo lo no resuelto, lo que no se resolvería jamás; todo aquello que debería haberse dicho pero que nunca se llegó a decir. En definitiva, le dio la impresión de que había algo más que eso, aunque antes de que pudiera descubrir lo que era ella desvió la mirada.

– Se trataba de unos detalles relativos a la nueva legislación saudí de importación y las consecuencias que podría conllevar para las pequeñas empresas suecas. ¿Qué relación podría tener eso con el asesinato de Eric?

– Seguro que ninguna. Sólo necesito hacerme una idea de la situación. Por ejemplo, ¿hay alguien que saliese beneficiado si no fueras a esa reunión? Que seguramente es lo que va a pasar, ¿no?

Ella asintió con un pesado y largo movimiento de cabeza.

Luego volvió a cruzar su mirada, tal vez con una nueva, aunque pequeña, chispa en sus ojos.

– ¿Quieres decir que no se trata de ese, como se llame…, Asesino de Kentucky?

Escupió la palabra.

– Sólo intento averiguar si puede haber otros motivos que no sean el puro azar -replicó Söderstedt con suavidad.

– Mi misión es facilitar que las empresas suecas hagan negocios en Arabia Saudí, en detrimento de empresas locales y de otros países. De momento soy la única persona que conoce a fondo este tema, por lo que mi ausencia podría significar ciertas ventajas competitivas para empresas de otros países.

– ¿Qué sectores se ven afectados por las nuevas leyes?

– Sobre todo la industria de componentes para maquinaria. Pero se trata de modificaciones demasiado pequeñas como para motivar ningún tipo de actividad delictiva, y menos aún un asesinato.

Söderstedt asintió con la cabeza y cambió de rumbo:

– ¿Cómo describirías vuestra relación? ¿La tuya con Eric?

– Era muy buena -repuso Justine en seguida-. Muy, muy buena. En todos los sentidos.

– ¿No resulta difícil trabajar con el marido?

– Al contrario. Nos interesan las mismas cosas. Nos interesaban. ¡Pasado! -gritó de repente, se levantó y se fue corriendo al baño.

Söderstedt oyó el impetuoso torrente de los grifos abiertos, como en un lujoso cuarto de baño japonés. Se levantó y se puso a deambular por el piso. Poco a poco le fue quedando claro que era mucho más grande de lo que había pensado al principio. Caminaba y caminaba -la casa parecía no tener fin- hasta que, de pronto, se encontró en el punto de partida. En el rellano se había fijado en que había tres puertas; por tanto, el hogar de los Lindberger comprendía toda la planta, que en su origen había estado dividida en tres pisos. Contó por lo menos diez habitaciones. Tres cuartos de baño. Dos cocinas. ¿Por qué dos cocinas?

Es cierto que los diplomáticos tienen un buen sueldo y que puede que con las dietas se duplique, pero un piso de éstos debía de haberles costado decenas de millones. Sin duda había bastante capital familiar invertido por ambas partes.

Se sentó de nuevo en el sofá intentando aparentar no haberse movido de allí. Cuando Justine Lindberger regresó tenía la cara un poco roja y con aspecto de habérsela secado hacía un momento; por lo demás todo seguía igual.

– Perdona -dijo antes de volver a sentarse en el borde de la silla blanca.

– No te preocupes, no pasa nada -replicó él magnánimo-. ¿No tenéis niños?

Ella negó con la cabeza.

– Sólo tengo veintiocho años. No teníamos prisa.

– Es un piso bastante grande para dos personas…

Ella cruzó su mirada, de pronto a la defensiva.

– ¿Y qué te parece si nos ceñimos al tema que nos ocupa? -preguntó ella con mordaz retórica.

– Lo siento, pero como comprenderás también debemos aclarar el asunto de la herencia. ¿Cómo es? ¿Lo heredas todo?

– Sí, sí, lo heredo todo. ¿Crees que he torturado a mi propio marido? ¿Crees que lo he atado a una silla para hacerle pasar por un infierno durante horas mientras introducía unas horribles tenazas en su garganta?

Vale, pensó, ahora toca calmar los ánimos.

– Perdóname. Lo siento.

No fue suficiente. Ella se había levantado. Medio gritaba. Un creciente pánico se iba apoderando de su voz:

– La gente miserable como tú no podéis haceros una idea de cuánto lo quería. Y ahora está muerto, y no lo volveré a ver nunca. Nunca más. Algún psicópata hijo de puta ha torturado a mi amor y lo ha tirado al mar. ¿Eres capaz de imaginar lo que le pudo pasar por la cabeza durante esas horribles horas? Sé que lo último que vio dentro de sí antes de morir fue a mí y que eso le supuso un poco de alivio. Tiene que haber sido así; es mi único consuelo. ¡Pero murió por mi culpa! ¡Soy yo la que debería estar muerta, no él! ¡Murió en mi lugar!

En mitad de la avalancha de palabras, Söderstedt ya se había situado al lado del teléfono. Estaba a punto de llamar a una ambulancia cuando Justine Lindberger, de pronto, se calló y se dejó caer en la silla. Las manos no paraban de moverse, haciendo círculos y más círculos sobre las rodillas, aunque de repente se encontró lo suficientemente tranquila como para informarle.

– Tomé un par de tranquilizantes en el cuarto de baño. Ya están empezando a surtir efecto. Puedes continuar.

– ¿Seguro?

– Sí, sí. Continúa.

Söderstedt, algo vacilante, volvió al sofá y se sentó, esta vez como lo hacía ella, en el borde. Intentó retomar el hilo.

– ¿Qué querías decir con que tú deberías haber muerto en su lugar?

– El era una persona más feliz que yo.

– ¿Sólo eso?

– ¿Te parece poco? El mundo habría ganado muchísimo en felicidad acumulada si yo hubiera muerto en su lugar.

Söderstedt pensó en la sutil diferencia que había apreciado en las fotos de boda que decoraban las respectivas mesas de trabajo de los cónyuges y se alegró para sus adentros de haber acertado.

– ¿Puedes explicarlo un poco mejor?

– A Eric todo le resultaba muy fácil, pasó por el mundo como flotando, feliz. Yo no. En absoluto. Y no quiero seguir con este tema.

Söderstedt no tenía intención de insistir; le preocupaba demasiado el estado psíquico de la mujer. En su lugar le preguntó:

– ¿Se te ocurre algún motivo que explique por qué se hallaba en el puerto franco a las dos y media de la noche?

– Ninguno en absoluto. No me lo creo. Deben de haberle llevado hasta allí.

Söderstedt volvió a cambiar de rumbo, medio improvisando, medio siguiendo su plan.

– ¿Cómo es la situación en Arabia Saudí ahora?

Ella lo miró asombrada.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Con el fundamentalismo, por ejemplo?

Ella pareció ligeramente desconfiada, pero respondió de modo profesional.

– Existe. Aunque de momento no constituye ningún tipo de impedimento para el comercio. El régimen lo controla, a menudo con mano bastante dura.

– ¿Y las mujeres? ¿No se ven cada vez más mujeres que llevan el velo por obligación?

– No hay que olvidar que el fundamentalismo es un movimiento popular, y lo que parece una obligación desde el punto de vista occidental puede que no siempre lo sea. Nos resulta demasiado fácil pensar que nuestras normas son la panacea universal. La verdad es que siguen siendo muchos más los que se limpian el culo con la mano izquierda que los que saludan con la derecha.

– Sí, claro -dijo Arto Söderstedt, y tomó impulso-, pero ¿no te parece que la guerra del Golfo tuvo un efecto muy distinto del que se pretendía? Los americanos se centraron en Saddam Hussein, que más bien es un dictador secularizado, asesinaron sin pudor a civiles, mujeres y niños, pero lo único que consiguieron fue consolidar la permanencia de Saddam en el poder, unir a los musulmanes e inyectar tanto capital en Arabia Saudí por el petróleo que una gran parte del dinero fue a parar a manos fundamentalistas. De modo que el fundamentalismo saudí es el más rico y el mejor organizado en todo el mundo árabe -la araña en el centro de la telaraña que engloba a todo el mundo-, y en gran medida se ha alimentado con medios norteamericanos. Menuda ironía del destino, ¿no?

Justine Lindberger miró perpleja a ese policía finlandés suecoparlante, tan raro, blanco y flaco que al parecer no tenía reparo alguno en airear sus teorías políticas.

– A lo mejor deberías dedicarte a la política.

– No, gracias -replicó Arto Söderstedt.

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