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Una avispa entró en la habitación para morir. ¿Cómo había sobrevivido a la tormenta de los últimos días? Un misterio. Quizá se hubiera escondido de la locura dentro de algún agujero inmundo en el que no había conseguido morir. Y ahora salía con el aguijón en ristre, preparada para herir hasta en los últimos instantes de su vida, preparada para matar aun después de su final. Una superviviente marcada por la muerte, desprovista de todos los sentidos menos del sexto, el sentido asesino.

La avispa dio unas vueltas descontroladas alrededor del tubo fluorescente del techo, sin que ni el calor ni la luz le afectaran. Emitió un repentino zumbido, pero no era el característico de una avispa, sino más bien como un chisporroteo. Luego descendió en picado, en un último ataque kamikaze con el aguijón en alto. Se iba acercando.

Con un revés preciso, Chávez le dio el golpe de gracia. El Expressen enrollado mandó el cadáver a un rincón del despacho, debajo de la vieja y ruidosa impresora de matrices; el aguijón apuntaba hacia arriba desde el encorvado cuerpo. Casi con toda seguridad, se quedaría allí tirada hasta el año siguiente, cuando una ligera brisa primaveral la desvelara como una acumulación de polvo que sólo mantenía su forma original por la fuerza de la costumbre.

Con la mirada fija en la avispa, Chávez tuvo una revelación. Durante un instante de lucidez, le pareció haber encontrado la clave del caso.

Luego la realidad vino a enturbiar esa clarividencia. Una mortaja de trabajo rutinario envolvió la genial idea del detective: de la impresora salía una interminable hoja que iba formando bucles en el suelo.

La impresora se detuvo. Chávez arrancó el papel de la máquina y mientras se rascaba pensativo la cabeza se quedó contemplando su futuro como si de una bola de cristal se tratara. Mostraba una lista de Volvos azul oscuro, modelo ranchera, con matrícula que empezaba por B, y era asombrosamente larga. No había empezado a repasarla y ya se estaba aburriendo.

Recogía la totalidad de los Volvos con esas características de todo el país. Chávez empezó eliminando los que tenían más de quince años de antigüedad y los de menos de cinco. Luego se centró en la zona de Estocolmo. Al final le quedó un número manejable: sesenta y ocho coches.

Jorge Chávez tiró la lista a la mesa y sacó otra en la que como punto tres anotó: «Los putos Volvos». El punto uno rezaba: «La puta casa», y hacía referencia a otra de sus tareas pendientes, la de volver a plena luz del día a la casa de campo de Riala para echarles una mano a los diligentes técnicos de la policía científica, que seguían buscando en el lugar del crimen sin, para su elocuente asombro, haber dado aún con un solo pelo. El punto dos era «La puta cárcel», e implicaba acercarse al centro penitenciario de Hall para hablar con los presos compañeros de Andreas Gallano y para echar un vistazo a las pertenencias dejadas por éste tras su fuga hacía más de un mes.

O sea, Chávez había tenido la mala suerte de que le tocara el tema de Gallano y, para colmo, le habían asignado la búsqueda de ese Volvo de mierda. Lo había heredado de Kerstin, contra quien no podía evitar sentir un ataque de envidia y rencor. ¡Joder! ¿Por qué coño no acompañaba él a Hjelm al FBI? Habría sido mejor porque, en realidad, los que estaban en racha eran ellos dos, primero con Laban Hassel y luego con Andreas Gallano.

Se preguntaba qué habría hecho para merecer eso. Lo cierto es que él no había tirado a ningún niño al suelo en el aeropuerto ni le había metido mano a ninguna agente del control de pasaportes. Ni tampoco se había marchado a Tallin en una misión de limpieza en plan Charles Bronson sólo para acabar clavado en el suelo como una versión caída del hijo unigénito. Y a pesar de eso allí estaba, pringando con el peor de todos los putos trabajos mientras el inepto de Norlander se devanaba los pocos sesos que le quedaban para arruinar la segunda tarea más estimulante: la de indagar en la identidad de John Doe. Eso sí que requería lo suyo. Y resultaba evidente que Norlander no lo tenía.

La muy comedida solicitud presentada por Chávez pidiendo un cambio en las tareas asignadas había surtido dos efectos: una gélida mirada de Hultin y esa lista de doscientos Volvos azul oscuro.

Con la punta del pie, enchufó la cafetera del rincón y se quedó mirando la boquilla hasta que la primera gota cayó entre sus recién molidos granos de café colombiano. Entonces dirigió la vista al otro lado de la mesa, donde Hjelm brillaba por su ausencia.

«El hombre con yelmo dorado», [7] pensó Chávez con malicia. El falso Rembrandt. Tal vez el cuadro más admirado del maestro, que resultó ser pintado por un anónimo aprendiz.

Ya lo echaba de menos.

Luego suspiró hondo, acometió la complicada tarea de servirse café mientras el agua caliente aún corría por el filtro y volvió a sumergirse en el infierno de los Volvos.

El futuro no era suyo.

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