9

Transcurrió un día.

Y el día siguiente.

Y otros cuantos más.

No ocurrió nada. Ni siquiera hubo titulares en la prensa. El Grupo A pudo actuar con tranquilidad, algo que, en cierta forma, hizo que vivieran aquel período de ocio con mayor frustración, si cabe. Simplemente, no tenían nada que hacer. Ni siquiera quitarse de encima a los reporteros, lo que, a pesar de todo, siempre producía una especie de satisfacción agridulce.

Desde los distintos puntos del país les iba llegando información de todas las muertes denunciadas a la policía, así como de los casos que implicaban a ciudadanos norteamericanos. Nada de eso parecía muy prometedor. El Asesino de Kentucky no se movía. O eso o se había adaptado a la vida sueca hasta el punto de haber empezado a asesinar discretamente a los viejos con demencia senil de una residencia en Sandviken. O tenía doce años y la había emprendido a patadas con una mujer embarazada, rompiéndole varias costillas y provocándole así el parto en plena calle; o había violado y asesinado a una prostituta de sesenta y dos años en un ropero portátil; o había metido a un bebé de un año en el congelador; o se había quitado la vida con espray nasal; o había confundido el aguardiente casero y el ácido sulfúrico o se había abalanzado sobre el vecino con un arma tan original como un rastrillo recién afilado. Oficialmente era Nyberg quien se encargaba de comprobar las muertes en extrañas circunstancias, pero en realidad todos pasaban del tema. Nyberg prefería moverse por los bajos fondos, donde se dedicaba con absoluta tranquilidad a incordiar a pequeños delincuentes de la vieja guardia.

Con la posible delincuencia de los estadounidenses que visitaban el país pasaba lo mismo. El encargado de manejar los inexistentes hilos de ese asunto era Norlander, a quien le parecía excesivo el tiempo que le estaba llevando librarse del estigma de tonto. Un individuo que cometió la imprudencia de llamarse Reynold Edwins despertó la atención de Norlander, más por su nombre que por su actividad, que consistía en rondar por los institutos de Malmö buscando chicas para rodar películas porno. Tres hombres de negocios estadounidenses, que habían pagado por ciertos servicios sexuales en un club de Gotemburgo, manifestaron enérgicamente al ser arrestados estar en contra de que eso fuese ilegal. Un norteamericano sin identificar había encargado un duplicado no autorizado de una llave en el taller de un cerrajero en Gärdet; el propietario no llamó a la policía para denunciarlo hasta después de realizar la copia, de modo que al final la denuncia recayó en él mismo. Otro estadounidense sin identificar intentaba pasar hachís en Narvavägen, en la zona más chic de la ciudad; obviamente, su sentido de la orientación dejaba bastante que desear. Otro, ingenuamente, mostró sus partes en el parque Tantolunden y recibió una brutal paliza por parte de un equipo de fútbol femenino. Otro compró un velero con billetes de mil coronas hechos en una pésima fotocopiadora, pero el propietario del barco estaba tan borracho que no lo descubrió hasta el día siguiente, y para entonces el americano ya había conseguido la increíble hazaña de empotrarlo en un escaparate en el puerto de Vaxholm.

Y la lista seguía y seguía, carente de todo interés para la investigación.

Chávez se volvió cada vez más virtual, mientras que Söderstedt, al volante de su Audi, empezó a indagar en la identidad de los estadounidenses residentes en la ciudad. Hultin pasaba largas horas en caóticas reuniones de crisis con Mörner y el director de la Dirección General de la Policía; también se entretenía imaginando a Mörner como joven comunista poniéndole trabas a la KGB.

Kerstin Holm estudiaba en profundidad la documentación proporcionada por el FBI, pero las descripciones de las víctimas de los años setenta habían palidecido de forma considerable, y su hipótesis sobre la implicación de la KGB se enfriaba notablemente. Constató, no sin cierto interés, que Hjelm pasaba a verla con más frecuencia de la habitual. Seguían dándole vueltas a la teoría, aunque sin llegar más allá de lo que habían hecho en ese minuto de esfuerzo asociativo cuando engendraron su común hipótesis, por la que nadie parecía dar un duro. Ante la ausencia de su compañero de despacho, perdido en el mundo virtual, Hjelm buscaba la compañía de Kerstin. Le sorprendió un poco que fuera precisamente la mejoría de la relación con Cilla, su mujer, lo que hubiera hecho que se acercara más a Kerstin. Quería preguntarle tantas cosas… Pero todo se quedó en indirectas y vagos intentos, como cuando le hizo escuchar la grabación de las conversaciones que había tenido con las dos ex mujeres de Lars-Erik Hassel. En la primera se decía lo siguiente:

– Ustedes estuvieron casados durante una época muy marcada por la política, ¿verdad?

– Política… bueno…

– Su ex marido estaba muy comprometido con los más débiles de la sociedad…

– Sí…, bueno, no sé…

– Se podría hablar de un compromiso firme, auténtico.

– Sí…, supongo…, bueno… ¿Adónde quiere ir a parar?

– Y luego el profundo compromiso en su obra literaria.

– ¿Lo dice con ironía?

Un desastre de entrevista que, como era de esperar, tuvo como merecido premio una ceñuda mirada de Kerstin.

Hizo avanzar la cinta hasta la segunda esposa, la mujer joven que abandonó a Hassel antes de que éste hubiera visto a su segundo hijo.

– ¿Vio mucho a su hijo después de la ruptura?

– Sí…, bueno…

– Porque lo llegó a conocer, ¿no?

– No, no creo que pueda decirse eso. No estoy del todo segura de que fuera consciente de su existencia.

Rebobinó y volvió a la primera mujer.

– ¿Tenía enemigos?

– Bueno, tanto como enemigos… Pero es verdad que resulta difícil ser crítico literario durante mucho tiempo sin despertar algún odio, eso está claro.

– ¿Alguien en particular?

– A lo largo de los años habrán sido dos o tres. Y últimamente, tengo entendido que algún loco le estaba amenazando por correo electrónico.

– ¿Amenazando?

– Sí, por e-mail.

– ¿Y cómo lo sabe? ¿Lo seguía viendo?

– Me lo dijo Laban. Se veían todos los meses.

– ¿Laban es su hijo?

– Sí. Me dijo que algún chiflado no paraba de mandarle e-mails. Eso es todo lo que sé.

Hjelm volvió a hacer avanzar la cinta hasta la segunda mujer, que todavía era muy joven.

– ¿Cuántos años tiene su hijo?

– Seis. Se llama Conny.

– ¿Por qué dejó a su marido? Todo fue muy rápido, ni siquiera pudo ver a su hijo.

– No tenía las más mínimas ganas de verlo. Rompí aguas mientras él hacía las maletas para ir a la feria del libro de Gotemburgo. Llamó a dos taxis: uno para que lo llevara al aeropuerto y el otro para que me condujera al hospital Karolinska. Muy galante, ¿no le parece? Luego, en la feria, mientras nacía su hijo, se tiró a toda la que se le puso delante. Igual hasta engendró otro antes de que saliera el primero. Siempre con un pastel esperando en el horno.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe que él… se mostró tan activo sexualmente en Gotemburgo?

– Me llamó una periodista, una compañera suya. No me acuerdo del nombre.

– ¿La llamó? ¿Al hospital? ¿Para comunicarle que su marido se follaba a toda la que se pusiera a tiro? Eso sí que es tacto.

– Sí. O, mejor dicho, no; tacto no.

– ¿No le pareció raro?

– Sí, supongo que sí. Pero ella sonaba muy convincente y yo, claro, cuando él se fue, comprendí que nuestra relación se había acabado. Él tenía bastante con un hijo. No habíamos planeado tener a Conny, pero yo no quería abortar.

– ¿Y no recuerda cómo se llama esa periodista?

– Estoy bastante segura de que su nombre era Elisabeth. Luego no sé. ¿Bengtsson? ¿Berntsson? ¿Baklava? ¿Biskopsnäsa?

Hjelm volvió a rebobinar enérgicamente mientras Kerstin le observaba con una ceja alzada.

– ¿Sabe si esos correos amenazantes todavía están en su ordenador?

– No. Lo único que sé es lo que dijo Laban: que a Lars-Erik le habían sentado muy mal. No me lo acabo de creer, pero eso fue lo que dijo.

– ¿Cuántos años tiene Laban?

– Veintitrés.

– ¿Vive en casa?

– Tiene un apartamento en Kungsklippan, si quiere verificar el testimonio o como se llame… Laban Jeremias Hassel.

– ¿A qué se dedica?

– Se va a reír -hubo una pausa -: estudia literatura comparada.

Hjelm volvió a parar la grabadora y estaba a punto de hacer avanzar la cinta de nuevo cuando Kerstin lo detuvo.

– Ya vale, ¿no? -dijo.

Él la miró extrañado, como si estuviera en otro planeta. Con desgana, paró y regresó a este mundo. Se dejó caer en la silla enfrente de ella y recorrió la estancia con la mirada. Estaban en el despacho que Kerstin Holm compartía con Gunnar Nyberg, la habitación de los cantantes corales, una estancia bañada por la sosegada pero fría luz otoñal que se filtraba por las ventanas entreabiertas. Aquí se entretenían practicando escalas y cantando a capela; él con la firme voz de bajo, ella con el velado alto. Hjelm lo comparó con su propio despacho, donde Chávez siempre navegaba por internet y donde la conversación últimamente versaba más que nada sobre fútbol. Acusaba la falta de vida espiritual. Necesitaba un poco de John Coltrane. Y tal vez debería volver a Kafka, por mucho que se hubiera devaluado la literatura en los últimos días.

Pero lo que necesitaba más que nada era decirle algo a Kerstin.

El problema era que no sabía muy bien qué.

– ¿Por qué no me lo resumes? -sugirió ella.

Él la contempló. Ella no desvió la mirada. Ninguno de los dos entendía la mirada del otro.

– Debemos hacer tres cosas -contestó Hjelm de forma profesional-: una, visitar al hijo, Laban Hassel, de veintitrés años, que estudia literatura comparada. Dos, averiguar algo más sobre Elisabeth no sé qué, la colega chivata que llamó al hospital. Tres, investigar si los correos con amenazas siguen en el ordenador de Hassel, en el de su casa o en el de la redacción.

– ¿Has estado en su casa?

– Sí, pero sólo fue una visita rápida. Y no me di de narices con ninguna pista sobre la KGB precisamente. Un piso grande, en Kungsholmen, decorado con buen gusto, con un ligero aire de apartamento de soltero. Y equipado con máquinas para hacer ejercicio. ¿Quieres echar un vistazo?

– No, tengo que comprobar una cosa. Saca a Jorge para que le dé un poco el aire.

Hjelm asintió con la cabeza. Ya desde la puerta echó una ojeada a la grabadora y vaciló un momento, pero decidió dejarla con Kerstin.

Ella observó el aparato unos instantes, miró la puerta cerrada y volvió a dirigir la vista a la grabadora.

Rebobinó la cinta hasta un punto intermedio entre los dos que Hjelm había alternado de forma tan frenética. Al cabo de un rato, la voz de Hjelm preguntó a la ex esposa:

– ¿Quién es su nuevo marido?

– ¿A qué viene esa pregunta? No veo la relación con este asunto.

– Sólo quiero saber con quién vive, ahora que no está con Hassel. Qué era lo que buscaba. Las diferencias. Nos puede proporcionar bastante información sobre él.

– Vivo con un hombre que trabaja en el sector de las agencias de viajes. Somos felices juntos. Trabaja mucho, pero no se lleva el trabajo a casa y cuando estamos juntos se dedica a mí. Llevamos una vida normal. ¿Era ésa la respuesta que buscaba?

– Creo que sí -dijo Paul Hjelm.

Kerstin Holm se quedó contemplando la puerta cerrada.

Durante mucho tiempo.


Hjelm consiguió llevarse a Chávez a la calle. Cogió la ocasión al vuelo cuando éste se quejó de lo mucho que le sudaba el trasero, de modo que poco después los dos ex héroes del caso del Asesino del Poder dejaban el edificio de la policía en manos de campeones más constantes, como Waldemar Mörner. No se había podido averiguar lo que pasó con la denuncia puesta por el reportero de la ABC, que sufrió, textualmente, «graves lesiones labiales» cuando Mörner le metió el micrófono por la boca. Sin duda, tragarse la denuncia habría sido bastante más digestivo.

En la calle, otra cristalina tarde veraniega desplegaba con generosidad sus encantos. El desapacible tiempo otoñal había llegado a Arlanda pero, al parecer, tardaba en bajar a Estocolmo; la analogía con el desarrollo del caso difícilmente se le escapaba a nadie.

Chávez todavía se daba el gusto de llevar su vieja americana de lino, cuyas necesidades de lavado eran más urgentes de lo que daban a entender sus tonos grises. Mientras iban caminando por Kungsholmsgatan, Chávez estiraba su pequeño pero compacto cuerpo latino.

– Internet -comentó con tono soñador al cruzar Scheelegatan-. Infinitas posibilidades. Y mierda infinita.

– Como la vida misma -apostilló Hjelm con filosofía.

Torcieron en Pipersgatan, subieron la cuesta con lentitud y enfilaron las empinadas escaleras que conducían a Kungsklippan, donde las hileras de edificios se disputaban las mejores vistas de la ciudad. Algunos daban a Rådhuset, la imponente sede de los juzgados, y al edificio de la policía -no precisamente los más atractivos-, otros lanzaban ávidas miradas por encima de la iglesia de Kungsholmen hacia la ribera del lago Mälaren y la bahía de Riddarfjärden; otros más miraban, con un ligero desprecio, en dirección al enjambre de la City para luego levantar la vista hacia la parte alta del barrio de Östermalm. En uno de estos últimos edificios estaba el apartamento del hijo de Lars-Erik Hassel, fruto de su primer matrimonio.

Llamaron al timbre. Al cabo de un rato apareció un joven que lucía una pequeña perilla, una camiseta sin mangas y pantalones holgados.

– La poli -constató inexpresivo.

– Eso es -replicaron los dos polis al unísono mientras mostraban sus placas-. ¿Podemos pasar?

– Supongo que decir que no sería como pegarse un tiro en el pie -comentó Hassel júnior dejando entrar a los dos ex héroes.

Era un pequeño estudio con cocina americana. Un estor deshilachado, azul marino, mantenía alejado el sol de finales de verano. Un ordenador irradiaba un resplandor azulado sobre las paredes más cercanas a la mesa. Por lo demás, la vivienda estaba sumida en la oscuridad.

Chávez tiró de la cuerda, y el estor subió con un quejido que recordaba al gemido que salió de la boca de Mörner cuando Robert E. Norton le pegó una patada en el culo.

– Veo que este estor no se sube con mucha frecuencia -constató Chávez-. Con estas vistas, igual deberías disfrutarlas de vez en cuando.

Por la ventana vio la colina de Kungsklippan precipitarse hacia la unión del islote de Kungsholmen con tierra firme.

– ¿Estabas empollando? -preguntó Hjelm-. Tu madre nos dijo que estudias literatura comparada.

Laban Jeremias Hassel entornó los ojos protegiéndose del ataque de sol que, al parecer, le resultaba demasiado violento, mientras en sus labios se dibujaba una pálida sonrisa.

– La ironía del destino…

– ¿En qué sentido? -preguntó Hjelm a la vez que levantaba una taza de café que estaba boca abajo en el minúsculo fregadero. Se arrepintió nada más hacerlo: los vapores mohosos por poco le tiran al suelo.

– Mi padre era uno de los críticos literarios más destacados de Suecia -respondió Laban Hassel contemplando impasible los aspavientos de Hjelm-. La ironía es que todo el mundo parece pensar que he nacido con un pan bajo el brazo, literariamente hablando. Pero mi interés por la literatura es más bien una forma de rebelión contra mi padre. No sé si se entiende -musitó antes de sentarse en un sesentero y deshilachado sofá morado.

El mobiliario no sólo era escaso sino también bastante cutre. Resultaba obvio que en esa diminuta casa vivía una persona sin demasiado interés por el mundo exterior.

– Creo que lo entiendo -dijo Hjelm, aunque no conseguía hacer que le cuadrara el moderno aspecto exterior del chico con ese caos que parecía dominarlo por dentro-. Tu forma de ver la literatura es diametralmente opuesta a la de tu padre.

– Él nunca le dio importancia a los estudios -murmuró Laban Hassel con los ojos fijos en una mesa de abedul que daba la impresión de estar podrida-. Para mi padre, la literatura era una manifestación de la decadencia burguesa. Por tanto, no hacía falta estudiarla. Sólo descalificarla. Y siguió pensando así mucho tiempo después de haberse aburguesado más que nadie.

– No le gustaba la literatura -constató Hjelm.

Por un instante, Laban alzó la vista para contemplar a Hjelm con cierto asombro. Luego la bajó de nuevo a la mesa.

– En cambio, a mí sí me gusta -susurró-. Sin ella estaría muerto.

– No has tenido una infancia feliz -continuó Hjelm con el mismo tono de voz, tranquilo y seguro, perfectamente modulado.

«La voz de un padre», pensó.

«O la de un psicólogo de pacotilla.»

– Desapareció muy pronto -dijo Laban demostrando con cierta claridad que esta situación no le resultaba novedosa; al parecer, ya llevaba bastantes horas de terapia en su haber. Volvió a empezar-: Desapareció muy pronto. Nos abandonó. Por eso se convirtió en un héroe para mí, en un mito personal. El gran pensador, famoso e inalcanzable. Cuantos más libros leía, más me fascinaba, pero con su obra decidí esperar hasta que me sintiera preparado. Entonces, la leería y todo me sería revelado.

– ¿Y fue así?

– Sí. Pero, al contrario de lo que me había imaginado, lo que se me reveló fue que lo suyo no era más que un barniz cultural.

– Aun así, mantuviste el contacto con él hasta el final.

Laban se encogió de hombros y pareció caer en una especie de trance.

– Quería que me desvelara algo importante, algo que hubiera sido decisivo en su vida. Pero no lo hizo nunca. Entre nosotros siempre conseguía mantener una especie de cordialidad de hombretones. Era como entrar en el vestuario de un equipo de fútbol. Una masculinidad repulsiva. Sin fisuras. Las esperé en vano. Quizá llegaron en el momento de la muerte…

– Si te he entendido bien, vuestro contacto era bastante superficial.

– Por no decir otra cosa.

– Y aun así te confió que había recibido correos con amenazas…

Laban Hassel permaneció callado unos instantes, sin levantar la vista de la putrefacta mesa, con un aire cada vez más abatido.

– Sí -contestó al final.

– Cuéntanos todo lo que sabes.

– Sólo sé lo que me dijo: que alguien lo estaba hostigando.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Eso fue todo. Me lo soltó de pasada…

– Y pese a ello, consideraste oportuno contárselo a tu madre.

Por primera vez, Laban respondió con una mirada intensa, seria. En sus ojos se ocultaba un abismo sin fondo, de una fuerza que pocos chicos de veintitrés años conocían. El investigador criminal que había en Hjelm, hasta entonces en reposo pero preparado para la batalla, se despertó.

– Mi madre y yo nos llevamos muy bien -fue todo lo que Laban Hassel dijo.

Hjelm desistió; necesitaba otro ángulo de ataque antes de volver a intentarlo.

Le dieron las gracias y se despidieron. En el rellano de la escalera, Chávez soltó:

– ¿Para qué coño querías que te acompañara?

– Kerstin pensó que te vendría bien salir a que te diera un poco el aire -respondió Hjelm jovialmente.

– Pues menudo aire me ha dado ahí dentro…

– Para ser sincero, necesitaba comentarlo con alguien sin ideas preconcebidas sobre Lars-Erik Hassel. Bueno, ¿qué te parece?

Bajaron por la escalera hacia Pipersgatan. El sol se había enredado en unas obstinadas franjas de nubes que dejaban la mitad norte de Rådhuset en sombra, produciendo un curioso fenómeno óptico, como si fuese una fotografía de doble exposición.

– ¿A la derecha o a la izquierda? -preguntó Chávez.

– A la izquierda -contestó Hjelm-. Vamos a Marieberg.

Bajaron por Pipersgatan en silencio. Cuando llegaron a Hantverkargatan giraron a la derecha, y nada más pasar la plaza de Kungsholmen se detuvieron en la parada de autobús.

– Bueno -comentó Chávez-, me pregunto cómo le va en la facultad al joven Hassel…

– Compruébalo -dijo Hjelm escuetamente.

El autobús casi había llegado a Marieberg cuando Chávez consiguió que la centralita de la universidad le pusiera con alguien del departamento de literatura comparada, cuyo horario de atención telefónica al público resultaba bastante irregular. Hjelm seguía el espectáculo con algo de distancia, como un director de cine que sonríe para sus adentros al ver los esfuerzos de su actor. Estaban apretujados entre la gente del abarrotado autobús: Hjelm en el pasillo al fondo y Chávez en el centro, acorralado por un cochecito de bebé que poco a poco se le iba clavando en la cintura. Cada vez que medio chillaba por el móvil, el bebé le devolvía el grito con el volumen triplicado, acompañado de los comentarios cada vez más cáusticos de la madre, que estaba igual de acorralada. Cuando Chávez bajó del autobús ya se había hecho una ligera idea de lo que era el infierno.

– Bueno, ¿qué? -preguntó Hjelm.

– Qué mala hostia tienes -le espetó Chávez.

– Es duro ser policía -replicó Hjelm.

– Laban Hassel se matriculó en el primer curso de literatura hace ya tres años. En su expediente no figura ni una sola nota; ni de literatura ni de ningún otro curso.

Hjelm asintió, contento con la sincronía: habían llegado a la misma conclusión por vías distintas.

En esta ocasión el ascensor funcionaba. Entraron en la redacción de Cultura con paso decidido. Si lodo salía bien, habrían resuelto el caso antes de la reunión de la tarde.

Erik Bertilsson se agachaba sobre un fax que no funcionaba bien. Hjelm carraspeó a dos centímetros de la calva rojiza. El periodista dio un respingo y por la expresión de su cara pareció que había visto un fantasma, cosa que, reconoció Hjelm para sí mismo, tampoco distaba tanto de la realidad.

– Necesitamos que nos eches una mano -dijo con un tono neutro que no tenía nada que envidiarle al de Hultin-. ¿Nos puedes meter en el buzón del correo electrónico de Hassel? Si es que todavía funciona…

Bertilsson se quedó mirando con ojos como platos al hombre con el que había desahogado sus decepciones vitales y profesionales, y al que pensaba no volver a ver en su vida. Estaba paralizado. Al final consiguió pronunciar:

– No sé su contraseña.

– ¿Hay alguien aquí que la sepa?

Bertilsson permaneció inmóvil, pero al fondo de su difusa mente pareció pasar la sombra de una idea que le hizo arrastrar los pies hasta una mesa situada a unos diez metros de distancia. Allí intercambió unas palabras con una mujer algo entrada en carnes de unos cincuenta y pico años. Su larga y suelta melena era de color negro azabache, las gafas, con rayas de tigre, tenían forma de óvalo y llevaba un vestido de verano, ceñido y estampado con grandes flores. La periodista lanzó una larga y gélida mirada a través de la redacción hacia el heroico dúo para, enseguida, volver a dirigir su atención al ordenador.

Bertilsson regresó. Escribió una contraseña mientras Chávez contemplaba el concierto del tecleado con suma atención.

No logró entrar. «Acceso denegado.» Preso de un inesperado ataque de ira, golpeó la pantalla y se encaminó de nuevo a la mesa de la mujer, esta vez con zancadas bastante más largas. Se escenificó un breve altercado en forma de pantomima. La mujer hizo un gesto de impotencia con las manos a la vez que bajaba las comisuras de los labios, irradiando una total incomprensión con todo su cuerpo rechoncho. Acto seguido, se le iluminó el relámpago del recuerdo, levantó el dedo índice en el aire y dijo algo. Bertilsson regresó al teclado y, sin pronunciar una sola palabra, accedió a la herencia electrónica del difunto.

– Ahora nos puedes dejar -ordenó Hjelm impasible -. Pero no te vayas de la redacción, dentro de un rato queremos hablar contigo un poco más.

Chávez se acomodó delante de la pantalla. Buscó un poco en las carpetas de correos recibidos y enviados, consultó la papelera, pero no encontró más que páginas en blanco.

– Aquí no queda nada -informó.

– De acuerdo -dijo Hjelm, y le hizo un gesto a Bertilsson, que acudió al momento, como un perro bien adiestrado.

– ¿Por qué han desaparecido todos los correos de Hassel? -preguntó.

Bertilsson, eludiendo la mirada de Hjelm, estudió la pantalla y se encogió de hombros.

– Los borraría él.

– ¿Y no lo habrá hecho otra persona?

– Que yo sepa no. Deberían haber dado de baja la cuenta y si no lo han hecho, pues supongo que lo que se ve es todo lo que había. Tendría la costumbre de borrarlo todo, yo qué sé…

– ¿No hay forma de recuperarlos? -preguntó Hjelm a Chávez -. ¿O de encontrar a la persona que los ha borrado?

– Desde aquí no -respondió Chávez-. Las papeleras de cuentas en una intranet son un asunto complicado.

Como a Hjelm todo eso le sonaba a chino, no le quedó más remedio que confiar en Chávez como lo haría un creyente devoto, sin entenderle. Volvió a dirigirse a Bertilsson.

– ¿Quién es Elisabeth B algo? ¿Sigue trabajando en la redacción?

– Siguen todos -contestó Bertilsson, y continuó, enfatizando cada una de las palabras-, siempre siguen todos. Todo el mundo está siempre aquí.

Luego se recompuso y añadió:

– Supongo que te refieres a Elisabeth Berntsson.

– Probablemente -confirmó Hjelm-. ¿Está aquí ahora?

– Es la persona con la que acabo de hablar.

Hjelm echó un vistazo hacia la mujer de la melena azabache, que estaba tecleando como si le fuera la vida en ello.

– ¿Cómo era la relación entre ella y Hassel?

Bertilsson recorrió la sala con una mirada inquieta, de una manera que debería haber activado la curiosidad de cualquiera que no estuviera dormido. Nadie reaccionó. Möller estaba sentado tras sus puertas de cristal mirando por la ventana. No parecía haberse movido desde la última visita de Hjelm.

– Eso se lo tendréis que preguntar a ella -zanjó Bertilsson con firmeza-. Yo ya he dicho bastante.

Al acercarse los dos policías, la mujer levantó la vista de la pantalla del ordenador.

– ¿Elisabeth Berntsson? -preguntó Hjelm-. Somos de la policía.

La periodista los contempló por encima de las gafas.

– ¿Sus nombres? -quiso saber con voz ligeramente ronca, de fumadora.

– Yo soy el inspector Paul Hjelm y éste es el inspector Jorge Chávez. Somos de la policía criminal nacional.

– Ajá -constató ella reconociendo los dos nombres de la prensa-. O sea que tras la muerte de Lars-Erik hay algo más que lo que nos han dicho…

– ¿Podemos hablar en un lugar más discreto?

Ella arqueó una ceja, se levantó y se dirigió hacia una puerta de cristal. La siguieron hasta un despacho vacío. Igual que el de Möller.

– Siéntense -invitó ella, y se instaló tras la mesa.

Encontraron un par de sillas que se asomaban entre el caos de papeles y tomaron asiento. Hjelm atacó sin tregua.

– ¿Por qué llamó usted a la clínica de maternidad del hospital de Danderyd durante la feria del libro de 1992 para comunicar a la mujer de Lars-Erik Hassel que, mientras nacía su hijo, él se entregaba a una profusa actividad sexual en Gotemburgo?

Debería haberse quedado boquiabierta, pero la boca permaneció en su sitio, igual de firme que la mirada.

– In medias res, ¡sí, señor! -replicó ella al instante-. Muy eficaz.

– Eso pretendía -dijo Hjelm-. Pero no se la ve muy sorprendida.

– Siendo quienes son, comprendí que lo habían averiguado.

Si el tono hubiese sido otro, el comentario se podría haber interpretado como un halago.

– ¿Por qué lo hizo? ¿Por venganza? -preguntó Hjelm.

Elisabeth Berntsson se quitó las gafas, las cerró y las dejó sobre la mesa.

– No -dijo-. Por borracha.

– Eso quizá fuera el factor desencadenante, pero dudo que se tratara de la causa real.

– Puede que sí o puede que no.

Hjelm lo intentó por otra vía.

– ¿Por qué ha borrado todos los correos de Hassel?

Chávez le echó una mano.

– No resultó demasiado difícil rastrearlo.

Hjelm le dirigió una discreta mirada de gratitud.

Elisabeth Berntsson daba la impresión de tener la cabeza en otra parte. Detrás de la rígida concentración de su curtido rostro se libraba una lucha interior. Al final respondió:

– La profusa actividad sexual a la que usted ha hecho referencia la realizaba sobre todo conmigo. Lars necesitaba a alguien con más solidez que esa veinteañera. En la práctica ya habían acabado; todo lo que hice fue acelerar un poco el proceso. Fui el catalizador -añadió ella al final con un toque sarcástico.

– ¿Y después de eso qué? ¿Ustedes dos por los siglos de los siglos, amén?

Berntsson bufó.

– A ninguno de los dos nos interesaban demasiado ni la eternidad ni el amén. Supongo que estábamos demasiado marcados por el lado más sórdido de la vida en pareja y le habíamos cogido el gustillo a las alternativas. Tampoco hay que hacerle ascos a las aventuras de una noche. Personalmente llevo una vida social activa y me gusta tener libertad de movimientos. El gusto de Lars supongo que se inclinaba más por… las franjas de edad más bajas. Para mí, él era un amante que no estaba mal y un punto más o menos fijo de mi existencia. Como en la programación televisiva: a la misma hora en el mismo canal. Y digo canal en toda la extensión de la palabra.

Hjelm la contempló y tomó una decisión rápida.

– ¿Le dejó leer los correos amenazantes?

– Me cansé. Eran muy repetitivos; eternas variaciones sobre el mismo tema. De una insistencia increíble. Una obsesión. Algún tipo que había encontrado un chivo expiatorio en el que verter todas las frustraciones de su vida.

– ¿Un tipo?

– Todo apuntaba a que sí; un lenguaje muy masculino, por decirlo de alguna manera.

– ¿De cuántos correos estamos hablando?

– Los primeros seis meses llegaron con cuentagotas, pero durante el último mes aquello se convirtió en un verdadero diluvio.

– ¿Así que los recibió durante unos seis meses?

– Más o menos.

– ¿Cuál fue la reacción de Hassel?

– Al principio se alteró bastante. Luego, cuando se dio cuenta de que más bien se trataba de una actividad terapéutica, se quedó como pensativo, como si reflexionara sobre lo que podría ser aquello por lo que le castigaban. Pero al final, cuando todo empezó a acelerarse, volvió a tener miedo y decidió desaparecer una temporada. Fue así como surgió la idea del viaje a Nueva York.

Hjelm renunció a comentar los costes de aquella huida.

– ¿Puede describirnos el contenido de esos correos con mayor detalle?

– Descripciones muy explícitas de lo malvado que era y, sobre todo, de lo que iban a hacer con su cuerpo. Pero sin referencias concretas a lo que había hecho mal, y eso era lo que le preocupaba, creo; el hecho de que quien le acusaba no dijera de qué.

– ¿Y usted quién cree que era la persona que le acusaba?

Ella se quedó callada un momento, toqueteó las gafas y las fue poniendo en diferentes ángulos sobre la mesa.

– Tuvo que ser un escritor -dijo al final.

– ¿Por qué?

– Bueno, usted mismo ha leído los artículos de Lars.

– ¿Cómo lo sabe?

– Me lo dijo Möller. O sea, ha visto que Lars no se cortaba un pelo si había algo que no le gustaba. Ésa era su marca característica como crítico; así construyó su reputación nacional. Pero actuando así resulta inevitable herir a ciertas personas. Y algunos de los heridos nunca levantan cabeza. Quien siembra sangre…

Hjelm reflexionó sobre la curiosa frase final; ¿estaba citando a alguien?

– ¿El autor de los correos escribía como un escritor?

– Un escritor fracasado, sí.

Hjelm, distraído, se rascó el grano de la mejilla, y eso que no solía tocarlo cuando estaba con otras personas. Un pequeño trocito de piel cayó, revoloteando en el aire, hasta la pernera del pantalón Elisabeth Berntsson lo contempló sin inmutarse.

Hjelm le echó una mirada rápida y cargada de intención a Chávez, y dijo:

– Estamos otra vez donde empezamos: ¿por qué ha borrado todos los correos de Hassel?

– No lo he hecho.

Hjelm suspiró y se volvió hacia su compañero, que a esas alturas debía haber tenido tiempo suficiente para inventarse una historia. La cuestión era si conseguiría seguirle el juego, pues andaban los dos un poco oxidados.

Chávez estuvo a la altura.

– Llegamos a la redacción a las 15.37. A las 15.40 Bertilsson le preguntó por la contraseña de Hassel. A las 15.41 la introdujo, pero era errónea. Regresó a su mesa, y a usted se le ocurrió la contraseña correcta a las 15.43. Pudimos acceder al buzón de Hassel a las 15.44. Para entonces todo había desaparecido. Conseguí averiguar la hora exacta a la que se eliminaron todos los correos: 15.42, dos minutos después de que, informada de nuestra petición, usted nos facilitara una contraseña errónea.

Chávez había hecho sus deberes y superaba al maestro con creces: si vas a mentir, hazlo con todo lujo de detalles.

Elisabeth Berntsson permaneció callada, con la mirada perdida en la mesa. Hjelm se inclinó sobre ella.

– Si no los redactó usted, entonces ¿por qué eliminarlos? ¿Para salvar la reputación de Lars-Erik? No creo. ¿Dónde se encontraba usted la noche del dos al tres de septiembre?

– Pues en Nueva York no, en todo caso -musitó ella.

– ¿Tanto le odiaba? ¿Cómo tuvo tiempo de redactar todos esos correos? ¿Lo hizo en horario de trabajo?

Elisabeth Berntsson levantó despacio sus gafas, desplegó con delicadeza las patillas y se las puso encima de la distinguida nariz. Cerró los ojos durante un momento para, finalmente, dirigirlos a Hjelm. Su mirada ya no era la misma.

– Lo correcto sería decir que lo quería. Los correos amenazantes casi acaban con él.

– ¿Así que contrató los servicios de un sicario para poner fin al sufrimiento?

– Claro que no.

– Pero él le contó de quién sospechaba, ¿verdad? Y usted lo borró todo para proteger a su asesino. Un comportamiento un poco raro teniendo en cuenta que usted quería a su víctima, ¿no le parece?

La mirada de Elisabeth Berntsson se llenó de determinación, pero no de una forma confiada, sino desesperada. No les contaría nada más.

Y así dijo más de lo que podría haber comunicado con palabras.

– Es personal -fue lo único que añadió.

Luego se derrumbó. Para gran asombro de todos los presentes, incluida ella misma, la tristeza reprimida le brotó a raudales en largas oleadas.

Cuando se levantaron, Hjelm se dio cuenta de que la mujer le caía bien. Habría querido consolada rodeándola con el brazo, pero sabía que el consuelo que él podría ofrecer no le habría servido de gran cosa. La pena tenía raíces muy profundas.

La dejaron en paz con su dolor.

En el ascensor, Chávez dijo:

– Una victoria pírrica. Se dice así, ¿no? Otra más de éstas y yo me rindo.

Hjelm permaneció callado. Intentaba convencerse de que estaba planeando el próximo paso. Pero en realidad estaba llorando.

Quien siembra sangre… ¿Qué habría querido decir con eso?

Cogieron un taxi hasta Pilgatan. Hubo un único intercambio de opiniones en el coche.

– Una suerte que no se fijara mucho en las horas -comentó Chávez-. Me equivoqué al menos en cinco minutos.

– De todos modos, no creo que tuviera la intención de dejarnos ir sin confesar -dijo Hjelm, y añadió en seguida-, pero estuviste cojonudo.

No hacía falta informar a Chávez de adónde se dirigían. Mientras subían la escalera del elegante edificio de Pilgatan situado entre Fridhemsplan y la plaza de Kungsholmen sólo le dijo:

– Te acuerdas de la contraseña, ¿no?

Chávez asintió con la cabeza. Al llegar al piso superior, Hjelm sacó un juego de llaves y abrió las tres cerraduras de la puerta que tenía el letrero con el nombre de Hassel. Entraron en lo que parecía un gimnasio; todo el enorme recibidor se había convertido en un espacio para hacer ejercicio.

En una vida anterior, Lars-Erik Hassel seguramente había sido un alquimista en busca de la fuente de la eterna juventud.

Pasaron la variante moderna de los matraces de cristal y las vasijas de cerámica, y llegaron al corazón de la modernidad: el ordenador, que estaba colocado sobre un antiguo escritorio en medio del salón. Chávez lo encendió y se acomodó en un grandioso sillón que hacía las veces de silla de trabajo.

– ¿Crees que usa una contraseña personal? -preguntó Hjelm mientras se inclinaba sobre su compañero hacker.

– En su casa, no creo -contestó Chávez-. Y si la usa, tenemos un problema.

Había contraseña. En la pantalla centelleaba un burlón «introduzca contraseña».

– Vamos a intentarlo con la misma que antes -dijo Chávez, y tecleó L-A-B-A-N.

El centelleo de la pantalla cesó y pudieron entrar.

– Es raro que padre e hijo vivan tan cerca el uno del otro -reflexionó Chávez mientras el ordenador arrancaba chirriando.

Hjelm miró por la ventana hacia el viejo y hermoso edificio de la Diputación Provincial, que parecía estremecerse bajo la sombra de una nube. Si la ventana hubiese tenido una orientación algo distinta podrían haber visto Kungsklippan, donde vivía el hijo.

Era como si el otoño hubiese llegado en una sola hora. Pesadas nubes avanzaban por un cielo cada vez más bajo. El viento barría el elegante jardín de la antigua casa de la Diputación, arrancando de los árboles tanto las hojas amarillas como las verdes. Unas gotas de lluvia se estrellaron contra el cristal de la ventana.

Mientras Chávez se ocupaba del ordenador, Hjelm inspeccionó el piso a fondo por primera vez. No sólo era una casa de la alta burguesía de finales del siglo XIX, sino que también daba la impresión de que Hassel hubiese pretendido recrear la decoración de esa época. En el salón, todos los detalles se habían calcado de una especie de estética Biedermeier. Le resultaba difícil vincular ese gusto decorativo tan burgués, exagerado hasta un punto casi caricaturesco, con el radical crítico devoraescritores.

– Mira por dónde -exclamó Chávez tras un rato hurgando en el disco duro-. Nos ha ahorrado todo el trabajo; tiene una carpeta que se llama «odio».

– Me lo imaginaba -dijo Hjelm mientras se acercaba al ordenador-. ¿Están los correos allí?

Una lista gigantesca se desplegó sobre la pantalla. En la barra inferior, en la esquina izquierda, ponía «126 objetos», y cada archivo contaba con una denominación numérica.

– Año, fecha, hora -indicó Chávez-. Todo perfectamente clasificado.

– Mira el primero.

Era un mensaje breve y conciso: «Malvado hijo de puta. Los restos de tu cuerpo se descubrirán en ocho lugares por toda Suecia, y nadie sabrá nunca que esa cabeza pertenece a esa pierna, que ese brazo va con esa polla. Porque ya no será así. Nos veremos. No te des la vuelta».

– Desde finales de enero -constató Chávez -. El último es del veinticinco de agosto.

– El mismo día que Hassel viajó a Estados Unidos -recordó Hjelm.

– Claro, después de marcharse a Nueva York no los guardó. Si siguieron llegando cuando Hassel estaba fuera, un dato, sin duda, bastante importante, es algo que no sabremos por culpa de Elisabeth Berntsson. Si el que los mandaba es el asesino, o contrató al asesino, debía saber que este correo sería el último que Hassel viera.

– Venga, vamos a echarle un vistazo.

El hostigador, sin duda, había perfeccionado su prosa durante los últimos meses. El último correo guardado rezaba: «Ahora has vuelto a intentar cambiar de dirección. Es inútil. Te veo, te veo siempre, y siempre lo haré. Sé que vas a ir a Nueva York, maldito hijo de puta. ¿Crees que allí estarás seguro? ¿Crees que allí no puedo llegar hasta ti? La muerte te pisa los talones. Van a encontrar los restos de tu cuerpo en todos los estados; la polla congelada en Alaska y el ano podrido de mierda enterrado en las cenagosas tierras de Florida. Voy a arrancarte la lengua y a destrozar tus cuerdas vocales. Nadie va a poder oír tus gritos. Lo que tú has hecho nunca se podrá deshacer. Te vigilo. Que disfrutes en el Metropolitan. Estaré allí, en la fila de atrás. No te des la vuelta».

Hjelm y Chávez cruzaron la mirada y vieron sus propias reflexiones reflejadas en los ojos del otro. Nueva York, Metropolitan: un conocimiento de detalles realmente llamativo pero, por otra parte, la información no debía ser demasiado inaccesible. «Destrozar las cuerdas vocales», y «nadie va a poder oír tus gritos»: la cosa se ponía interesante.

¿Cómo sabía el acosador, con una semana de antelación, que las cuerdas vocales de Lars-Erik Hassel serían neutralizadas para que nadie pudiera oír sus gritos?

– ¿Quién decía que esto no tenía nada que ver con el Asesino de Kentucky? -comentó Chávez con autosuficiencia.

– Retrocede un poco -fue todo lo que dijo Hjelm.

La concentración había reducido su campo de visión.

Una selección al azar de los ciento veintiséis archivos del «catálogo de odio» desfiló ante ellos: «Maldito hijo de puta. El más burgués de todos los burgueses. Tus abominables restos van a pudrirse en pequeñas latas de plata que se distribuirán entre tus amantes desechadas, a las que se obligará a masturbarse con tus órganos muertos».

«Has intentado cambiar de dirección de correo. No lo hagas. Es inútil. Un día, se desvelará la fuente de todos los excrementos que produces. El defectuoso sistema digestivo de tu podrida alma será visible para todos. Tus tripas se enrollarán en la polla de cristal que se alza en medio de la plaza de Sergel. Todo será revelado. Esos intestinos han albergado la única alma que jamás has tenido. No te des la vuelta.»

«Voy a cortarle el cuello a tu hijo. Se llama Conny y pronto cumplirá seis años. Sé dónde vive. Tengo el código de acceso al portal. Sé a qué colegio va. Voy a follarme su garganta seccionada, y te llamarán para que lo identifiques, pero como no lo has visto nunca, no lo reconocerás. Vas a renegar tanto de la cabeza como del cuerpo. Ya lo has hecho antes. Y todo el mundo verá que tu cultura no es más que barniz.»

«Hay fisuras en tu podrida muralla. En el momento de la muerte las descubrirás y, cuando te torture hasta la muerte, te abrumarán.»

Habían tenido suficiente. Volvieron a mirarse.

– ¿Hay disquetes aquí? -preguntó Hjelm.

Chávez asintió con la cabeza. Guardó entero el «catálogo de odio».

– ¿Qué te parece? -le preguntó Hjelm.

– La elección de las palabras me recuerda a algo -respondió Chávez, que metió el disquete en el bolsillo y continuó-. ¿De qué escenario estaríamos hablando? ¿Quien sea que hizo esto estaba tan al corriente de las costumbres del Asesino de Kentucky que fue capaz de copiarlas a la perfección? En tal caso, ¿de dónde salió la información?

– ¿Quizá de tus amigos de Fans of American Serial Killers? Parece que se maneja bien con los ordenadores.

– ¿Quieres decir que averiguó la hora exacta de la reserva para el viaje de vuelta y se quedó esperando en el aeropuerto? ¿Y que el resto fue casualidad?

– O al revés: lo planificó con todo detalle. Mirándolo bien, Edwin Reynolds podría ser Laban Hassel perfectamente.

Chávez permaneció callado un rato, asimilando las impresiones. Hjelm creyó ver cómo también el campo de visión de su colega se reducía. Chávez resumió:

– Llega a Nueva York en el avión anterior, espera una o dos horas en el aeropuerto, actúa y regresa a Suecia con un pasaporte falso. Podría ser. Aunque también podría haber contratado a un profesional…

Cayeron en un común mutismo mientras consideraban el escenario.

– ¿Nos vamos? -preguntó Hjelm al final.

Chávez asintió con la cabeza.

Caminaron por el funesto barrio. Bajaron Hantverkargatan, atravesaron la plaza de Kungsholmen y subieron por Pipersgatan, como para cerrar un círculo. La lluvia los azotaba desde todos los lados. Subieron por las escaleras hasta Kungsklippan y entraron en el edificio. Delante de la puerta del apartamento, Chávez sacó su arma reglamentaria y dijo:

– Puede que ella le haya avisado.

Hjelm reflexionó un instante. Luego él también sacó su arma y llamó al timbre.

Laban Hassel abrió enseguida. Miró impertérrito las pistolas y murmuró:

– No hagáis el ridículo.

El escenario imaginado se derrumbó como un castillo de naipes. O Laban Hassel era astuto hasta límites insospechados o inofensivo del todo.

Se adentraron en la oscuridad. La pantalla del ordenador seguía arrojando su mortecina luz y el estor tapaba de nuevo la ventana. Chávez lo subió por segunda vez ese día. Ya no había ningún sol que pudiera molestar y Laban apenas parpadeó cuando la pálida luz se filtró en sus ojos. Era como si ya no le afectaran las sensaciones terrenales.

Se sentó y fijó la vista en la podrida mesa. Todo les resultaba de lo más familiar. Pero todo había cambiado. Hjelm y Chávez permanecieron de pie sin enfundar sus armas; Laban Hassel se dejó cachear sin oponer resistencia.

– Me llamó Elisabeth Berntsson desde el periódico -dijo tranquilo-. Pensó que sería mejor que huyera.

– «No te des la vuelta» -comentó Hjelm, se sentó y enfundó el arma en la funda sobaquera.

Laban Hassel mostró una torcida sonrisa.

– Tiene gancho, ¿no?

– ¿Lo mataste? -preguntó Hjelm sin rodeos.

Laban alzó la vista un segundo y miró con fijeza a Hjelm.

– Ésa es una pregunta muy pero que muy buena.

– ¿Y no tiene una respuesta igual de buena?

Pero Laban ya no dijo nada más. Clavó los ojos en la mesa y mantuvo la boca cerrada.

Hjelm volvió a intentarlo.

– ¿Qué pasó en enero?

Silencio absoluto. Otro intento.

– Sabemos que te matriculaste en la facultad hace tres años y que desde entonces no has aprobado ni una sola asignatura. Quizá conseguiste prolongar el préstamo estudiantil algún que otro semestre a base de mentiras. Pero estos dos últimos años, ¿de qué has vivido?

– Del paro. He cobrado el paro. Pero ya no.

– Desde enero de este año -dijo Hjelm.

Laban Hassel lo miró.

– ¿Te puedes imaginar hasta qué punto resulta humillante solicitar una prestación social? ¿Que te traten de vago, sin disimulos? ¿Que miren con lupa hasta el más mínimo detalle de tu vida? ¿Puedes entender lo que se siente cuando concluyen que el estatus social y económico de tu padre es demasiado elevado como para que el subsidio sea siquiera una opción? Como si no fuera suficiente haberme asfixiado bajo su sombra toda la vida, ahora encima conseguía que no pudiera cobrar una ayuda para sobrevivir.

– Lo que intensificó el odio aún más…

– La primera amenaza fue espontánea, me puse delante del ordenador sin más intención que la de desahogarme. Luego se me ocurrió enviársela por correo. A partir de ese momento se convirtió en una obsesión.

– ¿Por qué amenazaste a Conny, tu hermanastro?

El gesto de Laban Hassel resultaba inequívoco: puro asco hacia sí mismo.

– Eso es lo único de lo que me arrepiento.

– ¿Degollar a un niño de seis años para luego follarse su garganta seccionada?

– Ya vale. No amenacé al chico, sólo a su padre.

– ¿Has conocido a Conny?

– Lo veo de vez en cuando. Somos amigos. Incluso a su madre, Ingela, parece ser que le caigo bien. Tenemos casi la misma edad. ¿Sabes cuándo la conocí?

– No.

– Tendría unos catorce o quince años y estaba dando una vuelta con mi madre por Hamngatan. Y, como si no fuera ya el colmo de males tener que pasear con mi madre a esa edad, descubrimos a mi padre en compañía de Ingela al otro lado de la calle. Resultaba obvio que él también nos había visto, pero en lugar de intentar hacer como si la niña de diecisiete años que estaba a su lado no tuviera que ver con él, se morreó con ella allí mismo, en plena calle. Todo un espectáculo en exclusiva para mi madre y para mí.

– ¿Eso fue antes del divorcio?

– Sí. Es cierto que vivíamos un auténtico infierno en casa, pero seguíamos siendo una familia. Por lo menos en apariencia. Aunque ese día el espejismo se desvaneció.

– ¿Qué quieres decir con que vivíais un infierno?

– Existe la idea generalizada de que es mejor para los niños que los padres se callen y disimulen a que discutan. Ésa es la peor forma de hipocresía, porque los niños siempre lo notan. En nuestra casa reinaba un silencio infernal, gélido. El infierno no es caliente, es frío. El punto cero absoluto. Yo atravesé el paisaje polar de la infancia con lesiones de congelación, y soportando además las innumerables e inexplicadas ausencias de mi padre, que se podían producir en cualquier momento, como partidos de fútbol a los que había prometido ir pero en los que no aparecía… Y luego volvía a casa sólo para congelarla entera.

– Tienes talento literario -dijo Hjelm-, eso es obvio. ¿Por qué desperdiciarlo en correos de odio hacia tu padre?

– Creo que ha sido un exorcismo -repuso Laban pensativo-. Tenía que expulsar al diablo de mi sangre. El Satanás del frío. Ahora que lo pienso, creo que daba igual que se los mandara o no, total…

– Podía haber sido una novela…

Laban alzó la mirada hacia Hjelm, parpadeando intensamente. Tal vez se estaba estableciendo alguna especie de contacto entre los dos.

– A lo mejor -reconoció-. Por otra parte, quería ver su reacción. Quería averiguar si se le notaba algo cuando nos viéramos. Quizá alimentaba alguna vana esperanza de que confiara en su hijo. Si por una sola vez hubiese insinuado que lo estaban amenazando, lo habría dejado enseguida, eso está claro. Pero nada. Ni rastro. Cada vez que quedábamos la misma jerga cansina. No creo que se le llegara siquiera a ocurrir que el mal del que le acusaban los mensajes tuviese que ver ni remotamente con su condición de padre.

– Pues yo no estoy tan seguro -intervino Chávez desde la ventana-. ¿Sabes cuál es la contraseña de su ordenador?

Laban Hassel se volvió hacia él sin pronunciar palabra.

– Laban -anunció Chávez-. L-A-B-A-N.

– ¿Por qué crees que Elisabeth Berntsson te llamó? -preguntó Hjelm-. Estaba incluso dispuesta a asumir la culpa para mantenerte al margen de todo. ¿Por qué crees que ella sospechaba de ti?

– ¿Por qué crees que tu padre guardó todos tus correos en una carpeta a la que llamó «odio»? -añadió Chávez-. Cada uno de los archivos que miramos los había abierto al menos una decena de veces.

– Tú estabas esperando que él diese el primer paso -dijo Hjelm-. Y él esperaba el tuyo.

Laban parecía a punto de recaer en su mutismo de antes. No podían dejar que se les fuera del todo.

– ¿Qué pasó hace un mes? -inquirió Hjelm-. ¿Por qué empezaste de repente a escupir un correo tras otro?

Laban levantó la vista muy despacio, como si le supusiese un esfuerzo físico enorme. La mirada, asombrosamente estable, se fijó en la de Hjelm.

– Fue entonces cuando me acerqué más a Ingela. Me habló de Conny, de cuando nació y de que mi padre nunca había querido verlo.

– ¿Te acercaste? ¿Qué quieres decir?

– Y cuando decidí matarlo de verdad.

Hjelm y Chávez no se movieron. Hjelm procuró, con gran esfuerzo, formular la pregunta adecuada.

– ¿Empezaste a bombardearle con correos amenazantes con el objetivo de matarlo?

– Sí.

– ¿Y en el último le haces saber que estás al tanto de sus planes en Nueva York y que le vas a matar de tal forma que será incapaz de gritar su dolor? ¿Sabes cómo murió?

– Fue asesinado…

– Sí, pero ¿cómo?

– No sé.

– Fue torturado hasta morir; le seccionaron las cuerdas vocales para que nadie pudiera oírle gritar. ¿Cuándo fuiste a Nueva York?

– No he…

– ¿Cuándo? ¿Estuviste allí esperándolo o llegaste justo antes de que despegara su avión de vuelta?

– Yo…

– ¿Cómo te enteraste del modus operandi del Asesino de Kentucky?

– ¿Dónde conseguiste el pasaporte falso a nombre de Edwin Reynolds?

– ¿Cómo despistaste a la policía en Arlanda?

Laban Hassel, con la mirada perdida en el vacío, no reaccionaba ante el fuego cruzado de preguntas.

Hjelm se inclinó hacia él y preguntó con énfasis:

– ¿Dónde estuviste la noche del dos al tres de septiembre?

– En el infierno -respondió Laban Hassel de forma apenas audible.

– Entonces, deberías haber coincidido con tu padre allí -replicó Chávez-. No creo que nadie haya estado más cerca del infierno en vida de lo que estuvo tu padre en ese momento.

La dramaturgia del interrogatorio dictaba que a esas alturas Laban debía derrumbarse o quedarse mudo del todo. Lo que pasó fue algo intermedio. Con la cabeza caída y sin apenas mover los labios, habló con una voz extrañamente monótona.

– Es incomprensible. Estaba casi decidido a dar el paso, y entonces va y se muere. Otra persona lo mata. Es de lo más absurdo. O más bien perfectamente lógico. Justicia divina. Una voluntad tan fuerte que se ha materializado. No pudo ser una casualidad, tuvo que tratarse del destino. Un destino tan grotesco como la vida misma. Un mensaje desde el más allá. Y sólo ahora, ahora que todo es irreversible, me doy cuenta de que nunca habría podido matarlo. Ni siquiera quería hacerlo. Al contrario. Sólo quería castigarlo. Hablar con él. Que me diera alguna muestra, por pequeña que fuese, de arrepentimiento.

Se hizo el silencio durante unos instantes. Luego Hjelm repitió:

– ¿Dónde estuviste la noche del dos al tres de septiembre?

– Estuve en Skärmarbrink -susurró Laban-. En casa de Ingela y Conny.

Y Chávez, a su vez, repitió:

– ¿Qué pasó hace un mes? Te acercaste a Ingela, pero ¿hasta qué punto?

– Mucho -dijo Laban, sereno-. Demasiado. No sólo me acosté con la madre de mi hermano, no sólo se acostó ella con el hijo del odiado padre de su hijo, y fue un mazazo para ambos cuando fuimos conscientes de lo que habíamos hecho, sino que también descubrimos que los dos habíamos cometido otro acto terrible, y por las mismas razones. Fue eso lo que hizo que me decidiera. Lo que me llevó a mandar más y más correos. Se convirtió en algo que hacíamos juntos.

– ¿Y qué acto fue ése?

Laban Hassel echó la cabeza hacia atrás y miró al techo. La pequeña perilla se le balanceaba al hablar.

– Que los dos nos habíamos esterilizado.

Hjelm observó a Chávez.

Y Chávez a Hjelm.

– ¿Por qué? -dijeron al unísono.

Laban se levantó, se acercó a la ventana y la abrió.

La noche había caído sobre Estocolmo. Unos nubarrones barrían la ciudad de un lado para otro, robando aquí y allí la poca luz callejera que quedaba. Un soplo de otoño le pasó por el pelo y se abrió camino en el aire viciado de la habitación.

– Quien siembra mala sangre… -dijo Laban Hassel.

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