2 7

A la mañana siguiente, por raro que pueda parecer, todo el mundo acudió a la reunión. Hultin sólo había contado con dos: Chávez y Söderstedt. Sin embargo, directamente desde el aeropuerto y con los ojos rojos, se presentó la vieja y curtida pareja de cómicos Jalm & Halm. Y al fondo se veía a otra pareja de cómicos más novedosa pero no menos conocida: las cabezas vendadas N & N. A estas alturas, y a pesar de sus problemas de salud, resultaba imposible mantener alejados a Norlander y Nyberg del terreno de juego.

Hultin, por su parte, tampoco daba la impresión de haber disfrutado de excesivas horas de sueño que digamos, pero las gafas estaban en su sitio, y la aguda mirada también.

– Han pasado muchas cosas -empezó-. Le estamos pisando los talones. ¿Habéis podido echar un vistazo al resumen que redacté anoche con la ayuda de alguna que otra conferencia telefónica a través del Atlántico?

– He sacado el teléfono ese que hay en el reposabrazos más de una vez sin querer, pero ésta ha sido la primera que lo he usado -comentó Hjelm soñoliento.

– Bueno, ¿os ha dado tiempo? -repitió Hultin.

Todos asintieron, aunque más de uno lo hizo con gesto algo perezoso.

– Entonces, ya estáis al tanto de nuestra principal tarea: averiguar el nombre sueco de Wayne Jennings. Las preguntas son: uno, ¿por qué ha utilizado un almacén de la empresa LinkCoop para sus actividades? Al parecer era algo habitual; de lo contrario, el hijo no habría copiado la llave. Dos, ¿por qué torturó al vigilante Benny Lundberg? Tres, ¿qué relación hay entre el frustrado robo en LinkCoop y los asesinatos de Eric Lindberger y Lamar Jennings, que se cometieron al mismo tiempo y sólo a una decena de puertas de distancia? Cuatro, ¿por qué mató a Eric Lindberger? Cinco, ¿guarda alguna relación con sus actividades en los países árabes? Seis, ¿peligra también la vida de su esposa, Justine Lindberger? Por si acaso voy a ponerla bajo vigilancia. Siete, ¿podemos encontrar a Wayne Jennings en el registro de inmigración de 1983? Ocho, la difícil y delicada cuestión: ¿es Jennings agente de la CIA?

– Bueno, siempre podemos optar por el camino oficial -intervino Arto Söderstedt- y preguntárselo a la CIA sin rodeos.

– En tal caso, me temo que nos aseguraríamos su inmediata desaparición.

– Por lo que yo puedo deducir de todo esto -dijo Chávez sosteniendo en el aire los papeles con el resumen de Hultin-, igual podría pertenecer al servicio de seguridad militar que haber sido fichado por otra organización: la del enemigo, por ejemplo, o la mafia, o alguna red de narcotráfico, o cualquier otra agrupación de esas que van por libre.

– Estoy de acuerdo -admitió Hultin de forma inesperada-. Es demasiado pronto para centrarnos en la CIA. ¿Más comentarios? ¿No? Entonces vayamos a los detalles: Arto sigue con Lindberger; Jorge con el Volvo; Viggo y Gunnar, tenéis que quedaros en casa hoy y poneros con las listas de inmigración; Paul, tú bajas al puerto franco a husmear por allí; y tú, Kerstin, te encargas de Benny Lundberg. ¿Cómo va el tema de Eric Lindberger, Arto?

– Dejó bastantes notas, que he repasado sin encontrar nada raro. Sin embargo, en su agenda hay una anotación interesante: la noche de su muerte tenía acordada una reunión. Sabemos que su cadáver fue arrastrado hasta un Volvo por Wayne Jennings, en el puerto franco, a las dos y media de la madrugada del doce de septiembre. La noche del once, a las diez, figura una reunión en su agenda; por desgracia, lo único que pone es «El bar de Riche». Ayer por la tarde me pasé por allí. Hay mucho personal y no era fácil encontrar a alguien que hubiera estado trabajando esa noche a las diez, aunque al final di con un camarero, un tal Luigi Engbrandt. Hizo un auténtico esfuerzo para intentar recordar, pero es un bar muy concurrido. Se acordaba de una persona que estuvo un rato esperando a alguien, podría tratarse de Lindberger. Lamentablemente, Luigi no recordaba que nadie se presentara. También he comprobado sus cuentas bancarias. Deja una respetable aunque no excepcional herencia: en total unas seiscientas mil coronas. Hoy me encargaré de su mujer, Justine.

– ¿Por qué? -objetó Norlander -. Déjala en paz.

– Porque hay muchas cosas que no cuadran -comentó Söderstedt-. Tenemos el enorme piso, la colaboración profesional de los esposos, algunos comentarios raros que hizo la última vez que hablamos. Además de unos cuantos puntos interesantes en su agenda que me gustaría que me explicara.

– De acuerdo -asintió Hultin-. ¿Has avanzado algo con los coches, Jorge?

– Los coches -repitió Chávez mientras su cara se torcía en una mueca-. Pues he puesto en marcha un auténtico ejército de agentes que dentro de poco los habrá comprobado todos. Por suerte, parece ser que el Volvo es un automóvil cuyos propietarios, por regla general, son gente de ley. Ninguno de los vehículos que hemos verificado hasta el momento fue robado ni prestado durante la noche en cuestión. Stefan Helge Larsson, ese delincuente de poca monta que había desaparecido junto con su coche, ha vuelto tras pasar un mes en Ámsterdam. La policía de tráfico de Dalshammar, donde quiera que esté ese sitio, lo detuvo en la E 4 «bajo influencia extrema de sustancias estupefacientes», tal y como recoge el informe. Al parecer, iba conduciendo en dirección contraria en plena autopista. Por tanto, mi atención se centra cada vez más en el vehículo que está registrado bajo una empresa fantasma. Hoy voy a dedicarme a eso.

– Imagino que lo demás ya está claro -concluyó Hultin-. Venga, vamos. Tenemos que cogerlo, pero ya. Es para ayer, como dirían en algunas empresas.

– ¿Qué está pasando en los medios de comunicación? -preguntó la sueco-americana Kerstin Holm.

– La caza de brujas sigue -respondió Hultin-. Las ventas de cerraduras, armas y pastores alemanes han subido de forma drástica. Se pide la cabeza de los responsables en una bandeja. En especial la mía. Pero también la de Mörner, quien sufre de un pánico constante. ¿Queréis que lo llame para que venga a darnos una pequeña charla de las suyas y nos anime un poco?

«Mejor que ponerles un soplete en el culo», constató Hultin al quedarse solo en cuestión de segundos.


Arto Söderstedt llamó enseguida a Justine Lindberger. La viuda estaba en casa y sonaba asombrosamente espabilada.

– Justine.

– Soy Söderstedt, de la policía.

– Ah, ya.

– ¿Crees que podría echarle un vistazo a tu agenda?

– ¿A mi qué?

– A tu agenda.

– ¿A mi filofax, quieres decir? Me temo que lo he dejado en el despacho del ministerio. Y no entiendo qué relación puede tener con el caso.

– Si supone una molestia, puedo pasarme por tu oficina a buscarlo.

– ¡No! No, gracias, no quiero tener a la policía husmeando en mi mesa. Pediré que me lo manden por mensajero y puedes venir aquí a fisgonear en él.

– ¿Ahora mismo?

– Me acabo de despertar. Son las nueve y diez. ¿Qué te parece a las once?

– Muy bien. Hasta ahora.

«Así le dará tiempo a hacer algunas modificaciones», pensó malévolo.

El próximo paso: el banco. El mismo que el de su marido. El mismo empleado. Llamó.

– Hola, soy Söderstedt -dijo con su melódico acento de finés suecoparlante.

– ¿Quién?

– El policía. Ayer tuvo usted la amabilidad de permitirme el acceso a las cuentas del difunto Eric Lindberger. Hoy necesito echar un vistazo a las de su mujer, Justine.

– Bueno, eso es diferente. Lo siento, pero no puede ser.

– Yo creo que sí -siguió Söderstedt con su acento cantarín-. Puedo ir por la vía oficial, pero no dispongo de tiempo; le advierto que si sale a la luz que usted ha puesto trabas a la investigación homicida más importante de Suecia de los últimos tiempos no creo que a su jefe le haga mucha gracia.

Hubo unos instantes de silencio.

– Se lo mando por fax -anunció el empleado del banco.

– Como ayer -constató alegremente Söderstedt-. Qué bien. Muchas gracias.

Colgó y dio unos golpecitos en la máquina, que al poco tiempo empezó a escupir unas hojas ornamentadas con números. Mientras tanto, contactó con la asociación de vecinos para averiguar las condiciones de la propiedad del piso. Llamó asimismo a Hacienda, al registro de tráfico, al de barcos, al de la propiedad y al Ministerio de Exteriores. Y finalmente habló con los agentes que tenía en mente para vigilar a Justine Lindberger.

– A las once quiero que me acompañéis a la casa de Lindberger. Y desde ese momento no la podéis perder de vista.

Luego, medio bailando, abandonó el despacho y salió al pasillo.

A las once en punto se hallaba delante del telefonillo del portal en Riddargatan. Un minuto más tarde ya estaba sentado en el sofá de la casa de Justine Lindberger.

– Una casa muy bonita -comentó.

– Mi filofax -replicó ella antes de tendérselo.

Söderstedt lo hojeó con gesto impasible, aunque su cerebro trabajaba a pleno rendimiento. En la agenda no censurada, que copió cuando estuvo en el Ministerio, había siete entidades desconocidas: G, cada dos lunes a las diez; PR, los domingos a las cuatro; S, que aparecía de vez en cuando por las tardes; Bro, que constaba todos los martes, a diferentes horas; PPP, el seis de septiembre a las 13.30; PI, el catorce de agosto todo el día; y RI, el veintiocho de septiembre a las 19.30. Con todos esos datos en la cabeza se esforzaba en poner cara de tonto mientras avanzaba por el filofax en su versión oficial.

– ¿Qué significa G? -preguntó-. ¿Y PR?

Ella parecía molesta.

– G significa manicura; mi manicurista se llama Gunilla. PR significa padres, tenemos una comida familiar todos los domingos a las cuatro. Mi familia es grande -añadió.

– ¿PPP y PI? ¿Cómo puedes acordarte de todas esas abreviaturas?

– PPP fue una comida con unas amigas, el seis, con Paula, Petronella y Priscilla, para ser exactos. PI se refiere a unas jornadas de formación en el ministerio, periodismo internacional. Bueno, ya está bien, ¿no?

– ¿Y RI? -insistió Söderstedt.

– Reunión del instituto -explicó-. Voy a ver a mis antiguos compañeros de clase.

– ¿S y Bro? -siguió Söderstedt con el mismo tono de voz.

Ella se quedó como si la hubiese alcanzado un rayo.

– No hay ninguna anotación así -replicó intentando mantener la calma.

Söderstedt le devolvió el filofax con elegancia.

– S aparece esporádicamente por las tardes y Bro todos los martes a horas diferentes -comentó con una sonrisa caballerosa.

– Estás desvariando.

– Lo habías escrito con bolígrafo, así que has tenido que salir a comprarte otro filofax para poder sustituir las hojas donde habías apuntado S y Bro. ¿Qué significan S y Bro?

– No tenéis derecho a fisgar en mis cosas -soltó ella a punto de llorar-. Acabo de perder a mi marido.

– Lo siento pero la verdad es que tenemos todo el derecho del mundo. Se trata de la investigación de un homicidio con enormes implicaciones. Es mejor que hables.

Ella cerró los ojos y calló.

– Este piso es tuyo -continuó él tranquilo-. Se adquirió hace dos años y pagaste nueve millones doscientas mil coronas al contado. También eres la propietaria de un apartamento en París valorado en dos millones, así como de una casa de campo en Dalarö tasada en dos millones seiscientas mil, de dos coches de setecientas mil y de cuentas bancarias por valor de unos dieciocho millones trescientas mil coronas. Tienes veintiocho años y la nómina del Ministerio de Exteriores es de treinta y una mil coronas, a las que hay que añadir, claro está, unas buenas dietas cuando trabajas en el extranjero. Eres de una familia relativamente acomodada, pero nadie llega ni de lejos a tu fortuna. ¿Me lo puedes explicar? ¿Cómo se lo explicaste a Eric?

Ella levantó la mirada. Tenía los ojos rojos, pero no lloraba. Aún no.

– Eric lo aceptó sin preguntar. Le dije que mi familia era rica y se contentó con eso; fue suficiente para él. Para la policía también debería serlo. Le hacía feliz cualquier cosa que le diera un poco de alegría a la vida. Un capital bien invertido es un capital que crece. Si uno tiene una fortuna, ésta trabaja para uno. Ahora es el dinero lo que hace ganar más dinero en este país, y eso hasta la gente como tú tendréis que aceptarlo.

– Yo no lo acepto -repuso Söderstedt impasible.

– Pues será mejor que lo hagas.

– ¿Qué significan S y Bro?

– ¡Bro significa Bro! -chilló ella-. Todos los martes me veía con un hombre que se llama Herman y que vive en Bro. Follábamos, ¿vale?

– ¿Y eso también le daba un poco de alegría a la vida de Eric?

– ¡Déjame en paz! -gritó ella-. ¿Qué crees, que no he tenido suficientes remordimientos de conciencia? Él sabía lo que yo estaba haciendo y lo aceptaba.

– ¿Y S?

Ella le clavó una mirada salvaje. El cuerpo se le encogió. ¿La estaría presionando demasiado?

– Es cuando hago footing -explicó con tranquilidad mientras respiraba aliviada-. Son mis sesiones de footing. Trabajo tanto que tengo que apuntar en la agenda cuando me toca hacer ejercicio.

– ¿S como en Footing?

– S como en Stretching. Se tarda más en hacer los estiramientos que el footing en sí.

Söderstedt la miró entre incrédulo y divertido.

– ¿Apuntas en la agenda cuándo haces estiramientos? ¿Y se supone que debo creérmelo?

– Sí.

– ¿Y el dinero?

– Especulaciones en bolsa que salieron muy bien. Se vuelve a ganar dinero en Suecia, gracias a Dios.

– ¿Y no tiene nada que ver con turbios negocios en el mundo árabe?

– No.

– Muy bien. Desde hace un cuarto de hora estás bajo protección por la unidad de vigilancia de la policía criminal nacional. Consideramos que tu vida está en peligro.

Ella le lanzó una mirada llena de odio al taimado finés suecoparlante.

– ¿Protección o vigilancia? -preguntó manteniendo la calma.

– Tú eliges -replicó Arto Söderstedt antes de despedirse.

Podría haberle ido un poco mejor, pero aun así estaba contento.


Jorge Chávez había dejado a un lado cerca de un centenar de coches para centrarse en uno solo. Era una apuesta algo arriesgada. La empresa fantasma, a cuyo nombre estaba registrado el coche, era una pastelería con un nombre de lo más inocente, La Galleta de Avena, y justo por eso representaba una tapadera extraordinaria. Supuestamente la sede estaba en Fredsgatan, Sundbyberg, pero allí no había ninguna pastelería, sólo un supermercado Konsum normal y corriente.

Con su habitual constancia, repasó el listado de empresas del registro industrial y comercial, y al final consiguió dar con un fundador de la compañía, un tal Sten-Erik Bylund, que a la hora de crear la sociedad mercantil, en 1955, residía en Råsundavägen, Solna. El registro de la seguridad social reveló que la compañía se había declarado en quiebra, por lo que Chávez se vio obligado a consultar otro registro más, esta vez de forma manual. Hojeó entre los papeles de concursos de acreedores hasta que encontró la que buscaba y pudo ver que se declaró en bancarrota en 1986. El Volvo había sido registrado como coche de empresa en 1989, esto es, tres años después de que ésta hubiera puesto fin a su actividad. Así que en la práctica seguía siendo la empresa fantasma la que figuraba como propietaria del coche. Los impuestos y el seguro estaban pagados, pero el dinero no provenía de la pastelería.

Localizó al tal Sten-Erik Bylund, residente en Rissne. Sin pensárselo dos veces, se dirigió a su actual domicilio para ponerlo entre la espada y la pared, una táctica que, sin embargo, se mostró muy poco adecuada, ya que la casa resultó ser un geriátrico y el señor Bylund un hombre de noventa y tres años de lo más senil. Pese a ello, Chávez no se rindió. En plena hora de la merienda, se sentó enfrente del vejete y observó como éste se metía el plátano en la axila y se echaba la sopita de arándanos azules por la calva. Tal vez, después de todo, no fuera muy probable que se tratase de una tapadera de la CIA.

– ¿Por qué registró su Volvo a nombre de la empresa, a pesar de que ésta se había declarado en quiebra tres años antes? ¿Quién paga las facturas? ¿Dónde está el coche?

Sten-Erik Bylund se inclinó hacia Chávez como para comunicarle un secreto de Estado.

– La hermana Salo tiene una pata de palo -dijo-. Y mi padre era una tía dura de pelar a la que le gustaba echarse un polvete o dos. A toda leche.

– ¿A toda leche? -repitió Chávez fascinado.

¿Sería un código?

– Ya lo creo. Corría como una perra en celo entre las razas mestizas. La teta del hermano Lina es fina.

Aunque Chávez todavía se sentía algo aturdido empezaron a asaltarle las dudas, sobre todo después de que el señor Bylund se pusiera de pie y exhibiera sus órganos genitales delante de una anciana, quien se limitó a bostezar ruidosamente.

– Mi Alfons, ése sí que era cosa fina -le comentó la vieja a una compañera sentada a su lado en la mesa de la merienda-. Él sí que la tenía bien grande, te lo digo yo. Un auténtico rabo de buey era lo que le colgaba entre las piernas. Por desgracia, eso era lo único que hacía, colgar.

– Bueno, bueno, querida -replicó la amiga-. Una vez, cuando mi Oliver y yo nos estábamos dando el lote en la oscuridad y me la acercó para que se la tocara, se me escapó sin querer: no gracias, querido, no me apetece fumar ahora. Aunque la verdad es que podía estar ahí dale que te pego durante horas y horas hasta que la dejaba a una para el arrastre, ya sabes, querida. Pero lo cierto es que la tenía más grande yo que él. Tú ya me entiendes.

Chávez estaba boquiabierto y tuvo que admitir que se había equivocado de sitio. Cuando se marchaba, oyó a las viejas cuchichear a sus espaldas:

– Oye, querida, ése era el nuevo médico, ¿no? Tengo entendido que es del Líbano. Ya sabes lo que dicen allí en los trópicos, ¿no? Que cuánto más pequeño el cuerpo, más grande el miembro.

– Yo creo que era mi Oliver. Viene a verme de vez en cuando. Para estar muerto, el culo se le conserva de maravilla, ¿no te parece, querida? Duro como una piedra.


Paul Hjelm tiritaba de frío. De todas las fronteras que había traspasado durante las últimas veinticuatro horas, la del clima era la más cruel de todas. Parapetado bajo el paraguas vio perfilarse, a través de la estriada e infinita lluvia, la alargada nave de almacenes de LinkCoop. Comprendía qué había querido decir Nyberg al hablar de los rascacielos caídos de la empresa: uno en el centro de Täby que albergaba las oficinas principales y otro más cutre en el puerto franco. Los dos edificios parecían haberse derrumbado.

Pasó la garita del vigilante con la placa en alto y se encaminó hacia la derecha, a lo largo del edificio provisto de un muelle de carga y descarga. El infierno adoptaba muchas formas: un centro de crack en Harlem, el anodino apartamento de Lamar Jennings, la cámara de tortura que se escondía en el sótano secreto de la granja en Kentucky. Todos tan diferentes, y aún así tan parecidos. Y luego esto: una nave de almacenes, sombría, gris, en el puerto franco de Estocolmo, cuya única renovación en muchos, muchos años había consistido en colocar el logo de la empresa, que resplandecía formando espectaculares espectros. Aquí Eric Lindberger había vivido su infierno, Benny Lundberg el suyo y Lamar Jennings el suyo.

Asomó la cabeza tras el cordón policial que aislaba la zona de la puerta situada al final de la larga hilera de almacenes. Lo único que pudo ver tras la cortina de agua fue a los técnicos forenses moviéndose de un lado para otro con diversos instrumentos en la mano. Se acercó un poco y, de pronto, se encontró ante la escalera de un almacén que guardaba un asombroso parecido con la cámara secreta de tortura de Wayne Jennings en Kentucky. La silla de hierro fundido, soldada al suelo, le pareció casi idéntica, al igual que las paredes de cemento y la bombilla desnuda.

– ¿Cómo os va? -les gritó a los técnicos.

– Bien -contestó uno de ellos-. Hay mucho material orgánico. En su mayoría de la víctima, supongo, pero como no le dio tiempo a limpiar puede que haya suerte.

Cuando la luz entraba en el local, éste parecía relativamente inofensivo, desarmado. Así que aquí tuvo lugar el enfrentamiento. Hasta aquí se abrió paso Lamar Jennings con una llave hecha a partir de un molde de barro y se escondió tras unas cajas en el rincón para esperar al padre; eso es lo que debió de pasar. Wayne Jennings llegó con Eric Lindberger, ya inconsciente, o quizá conversando con él, lo colocó en la silla, sacó sus tenazas y se puso manos a la obra. La confrontación con el diabólico padre, al que había dado por muerto hacía quince años, y aquella acción que constituía la más terrible de sus atormentadoras imágenes interiores fueron demasiado para Lamar, quien no pudo mantener la cabeza fría y con un movimiento imprudente se delató. Wayne lo oyó, sacó la pistola y lo ejecutó en el acto.

Por lo tanto, no se podría hablar de un enfrentamiento, más bien de una eliminación expeditiva, sin reflexión previa, como cuando uno mata a un mosquito sin dejar de cortar el césped. Un final en perfecta consonancia con la vida de Lamar Jennings.

Hjelm se dirigió a la entrada principal que había bajo el grotesco logotipo de LinkCoop para hablar con la recepcionista, una curtida señora de unos cuarenta y cinco años vestida con un mono azul, ya que también hacía de organizadora de los almacenes.

– ¿Qué clase de almacén es ése del final? -preguntó Hjelm.

– Es un local de reserva -dijo ella sin levantar la vista, pues al parecer ya había comentado ese tema unas cuantas veces a lo largo del día-. Quiere decir que suele estar vacío; así, si recibimos una entrega más grande de lo esperado, contamos con un espacio extra. Tenemos un par de locales de ese tipo.

– ¿Suele haber alguien por allí?

– En los almacenes no hay gente -replicó ella cortante-, hay cosas.

Intercambió unas palabras sueltas con los operarios que andaban cerca. Nadie sabía nada, nadie entendía nada. Robos, eso sí nos ha pasado más de una vez, pero un asesinato, eso es una locura.

Hjelm se cansó y se marchó a casa.

O sea, a la comisaría.


En realidad, Kerstin Holm no se encontraba en condiciones de mantener conversaciones largas y exigentes como la que le esperaba con los padres de Benny Lundberg. Acusaba el cansancio del jet lag, así como los efectos de toda una semana de duro trabajo. Quería dormir. Pero en lugar de descansar se hallaba en un pequeño piso de Bagarmossen, en casa de un matrimonio que no sólo estaba en duelo sino también en estado de shock, y que la culpaba personalmente de todas sus desgracias.

– La policía va de mal en peor -dijo el padre, empeñado en mantener la compostura a pesar de que cada palabra que pronunciaba desvelaba su profunda tristeza-. Si la policía fuera capaz de combatir el crimen en vez de dedicarse a la discriminación positiva y otras chorradas por el estilo, ahora nuestro hijo no estaría tumbado en una cama como un puto vegetal al que sólo le falta que alguien le pegue el tiro de gracia. Uno de cada dos maderos es una puta mujer. ¡Manda huevos! Puede que yo no sea más que un viejo y gordo conserje, pero, joder, me quitaría de encima a una decena de esas tías maderos sin despeinarme y me largaría sin más, créame.

– Le creo -replicó la tía madero intentando avanzar en la conversación.

– ¡Hay que dejar que cada uno se dedique a lo que le corresponde, joder! Los hombres a sus cosas y las mujeres a las suyas.

– Pues es un hombre quien ha atacado a su hijo, no una mujer.

– ¡Hay que joderse! -gritó el padre mientras se levantaba de la silla aturdido-. ¡La casa de un hombre es su castillo! ¡Todo se va a la mierda!

– Ya está bien -tuvo que gritar Kerstin Holm-. ¡Haga el favor de sentarse!

El corpulento hombre enmudeció en mitad de la diatriba, se la quedó mirando un instante y luego se sentó como un niño travieso al que acabaran de reprender.

– Lamento de todo corazón su dolor, de verdad -continuó Kerstin-, pero lo que su hijo va a necesitar para recuperarse es su ayuda, no un tiro de gracia.

– Lasse nunca haría una cosa así -sollozó la pequeña y encogida madre-. Es sólo que está tan…

– Ya lo sé -interrumpió Kerstin-. Tranquila, no pasa nada. Intenten calmarse y contestar mis preguntas. Tengo entendido que Benny vivía en casa. Ya había estado de vacaciones en agosto, ¿verdad? ¿Saben por qué volvió a disponer de unos días libres tan pronto?

El padre estaba como paralizado. La madre temblaba pero contestó:

– En agosto fue a Creta con unos amigos de la mili. No había previsto coger más vacaciones. Pero es que habla tan poco con nosotros últimamente…

– ¿No les comentó por qué se quedaba en casa?

– Que le habían dado unos días extra. Eso fue todo lo que dijo. Una bonificación.

– ¿Una bonificación por qué?

– No nos lo explicó.

– ¿Cómo estaba de ánimo esos días?

– Contento. Más contento que en mucho tiempo. Como esperanzado. Como si le hubiese tocado la lotería o algo así.

– ¿Y sobre el motivo les contó algo?

– No. Nada. Tampoco le preguntamos. Supongo que a mí me preocupaba que estuviera metido en algún lío, ahora que por fin había conseguido un trabajo de verdad.

– ¿Se había metido en problemas antes?

– No.

– Oiga, yo estoy aquí para intentar detener a su -a punto estuvo de decir asesino- torturador, no para llevar a su hijo a la cárcel, así que haga el favor de decirme la verdad.

– Fue skinhead. Pero hace ya tiempo. Luego consiguió entrar en la escuela de la Infantería de Marina, en la mili, y de allí salió hecho una persona nueva. Intentó convertirse en militar profesional, y también hizo la solicitud para la Academia de Policía, pero sus notas del colegio eran demasiado bajas. Luego le dieron este puesto como vigilante. Fue maravilloso.

– ¿Tiene antecedentes penales?

Kerstin maldijo su dejadez; eso, lógicamente, tenía que haberlo averiguado antes, no era algo que debiera preguntarles a los padres. ¿No podría haberse encargado de esto alguien que estuviera un poco más al tanto del caso? Gunnar Nyberg, por ejemplo, que se moría de ganas de volver a trabajar en la calle… Ella acababa de volver de Estados Unidos, maldita sea. «Hultin, eres un cabrón», pensó.

– Algunas sentencias por delito de lesiones en la adolescencia -reconoció la madre avergonzada, y añadió rápidamente-. Aunque sólo contra negros de ésos.

«Dios mío», pensó Kerstin Holm.

– ¿Nada desde entonces?

– No.

– De acuerdo. ¿Qué me pueden contar del día de ayer?

– Estaba bastante tenso. Se pasó mucho tiempo encerrado en su cuarto hablando por teléfono.

– ¿No oiría por casualidad lo que dijo?

– ¿Cree que escucho a escondidas a mi propio hijo?

«Sí», contestó Kerstin para sus adentros.

– No, claro que no -respondió-. Pero uno puede oír cosas sin querer.

– No, eso no se puede.

Que no empiece ella también, pensó Kerstin suspirando. Quería imaginar que la mayor parte del suspiro no se había oído.

– Perdón -se disculpó fatigada-. Luego, ¿qué pasó?

– Salió a eso de las cinco. No comentó adonde iba, aunque parecía nervioso y animado a la vez. Como si fuera a recoger un premio de la lotería o algo así.

– ¿No mencionó nada que pudiera dar una idea de adónde se dirigía o qué pensaba hacer?

– Dijo una cosa: «Mamá, pronto vais a poder mudaros de aquí».

– ¿Ha tocado algo en su cuarto?

– No, no he tocado nada. Hemos pasado toda la noche en el hospital.

– ¿Puedo echar un vistazo?

La madre la llevó a una habitación que por fuera parecía la de un niño: viejas y descoloridas pegatinas de esas que van en los paquetes de chicles cubrían la puerta.

El interior del cuarto ya era otra historia. Le dio las gracias a la madre y le cerró la puerta en las narices. Detrás de la cama dos de las paredes estaban cubiertas por una enorme bandera sueca doblada por la mitad. Levantó un poco la tela para mirar si había algo debajo. Allí, metidas un poco hacia dentro, se ocultaban algunas banderolas. No alcanzó a identificarlas del todo, pero reconoció las rayas negras, doradas y rojas; probablemente se trataba de banderas nazis en miniatura. Echó una ojeada a la colección de CD: heavy metal, sobre todo, aunque también algunos discos de música de supremacía blanca. Mucho, lo que se dice mucho, no había cortado con su pasado, eso estaba claro.

Se acercó al teléfono de la mesilla para buscar un bloc de notas. Al final lo encontró en el suelo. Estaba en blanco, pero se adivinaban unas marcas en la parte superior; «algo donde rascar para los técnicos forenses», pensó, y le dio la sensación de que estaba citando a alguien. Levantó el auricular y pulsó el botón de rellamada. Una voz grabada le dijo la hora exacta. Hizo una mueca de decepción. Lo único que sacó en claro fue que Lundberg había llamado al servicio de información horaria porque tenía que ser puntual para hacer algo que no quería perderse por nada del mundo.

Marcó un número.

– ¿Servicio telefónico? Soy Kerstin Holm, policía criminal nacional. ¿Ve desde qué número estoy llamando? Bien. ¿Puede comprobar tanto las llamadas enviadas como las recibidas por este teléfono durante las últimas veinticuatro horas, por favor, y luego mandar la lista por correo al comisario Jan-Olov Hultin? Máxima prioridad. Gracias.

Repasó rápidamente el abarrotado escritorio: cómics, revistas porno tiradas encima de la mesa sin ningún pudor -¿qué diría la madre?-, bolígrafos de propaganda, revistas militares, trastos varios. En el cajón superior había dos cosas que despertaron su interés. Primero, una pequeña bolsa con pastillas, sin duda anabolizantes. Segundo, un pequeño bote con llaves, seguramente de reserva: las de casa, del coche, de una bici, de un candado, de una maleta, y luego, al final, una llave que le sonaba de algo. ¿No era la de una caja de seguridad de un banco? ¿Qué tendría alguien como Benny Lundberg en una caja de seguridad? ¿Un arma? No le extrañaría que hubiera escondido todo un arsenal debajo del parquet de la habitación, pero no le cuadraba que guardara nada en una caja de seguridad. No, no encajaba en absoluto con el perfil de Lundberg. Volvió a levantar el auricular.

– ¿Atención al cliente de Sparbanken? Buenos días, soy Kerstin Holm, policía criminal. ¿Tienen ustedes un registro central sobre los propietarios de las cajas de seguridad? O hay que… de acuerdo, espero. Buenos días, de la policía, Kerstin Holm, policía criminal. ¿Disponen ustedes de un registro central sobre los propietarios de las cajas de seguridad? ¿O hay que dirigirse a una sucursal determinada? Vale. Muy bien. Se trata de Lundberg, Benny. Sí, Lundberg, como suena ¿No? De acuerdo. Gracias.

Llamó a unos cuantos bancos más y al final hubo suerte. Handelsbanken, Götgatan, cerca de Slussen. ¡Bingo! Cogió el bloc de notas y la llave de la caja de seguridad; con eso le bastaba. La madre de Benny Lundberg, como era de esperar, se hallaba justo detrás de la puerta cuando Kerstin, sin previo aviso, la abrió de golpe. Estaba limpiando una mancha en el marco.

– ¿Me podría dejar una fotografía reciente de Benny? -preguntó Kerstin Holm con sequedad.

Tras pasar un rato yendo de un lado para otro, la madre dio al final con una en la que aparecía toda la familia. Benny salía en el centro rodeando con los brazos a sus padres, que a su lado parecían muy pequeños. Mostraba una sonrisa amplia, aunque algo artificial. No es que fuera una foto idónea, pero tendría que apañarse con ella.

Cuando abandonó la casa, dejándoles a solas con su distorsionado sufrimiento -¿y qué sufrimiento no lo es?-, el padre seguía sentado en el sofá, petrificado.

Kerstin Holm cogió el metro hasta Slussen. Llegó enseguida. Le costó lo suyo remontar la cuesta de Peter Mynde bajo la torrencial lluvia; luego enfiló Götgatan, continuó subiendo unos metros más para pasar los cajeros automáticos y entró en Handelsbanken. Era la hora de máxima afluencia de clientes. Se fue directa al mostrador, colándose -lo que derivó en sonoras protestas procedentes de las numerosas personas que esperaban su turno-, y mostró la placa.

– Se trata de una caja de seguridad -le anunció a la cajera.

– Por allí, por favor -respondió la empleada al tiempo que señalaba a un hombre encorbatado que se dedicaba tranquilamente a limpiarse las uñas.

Éste se levantó enseguida al ver la placa.

– Caja de seguridad. Benny Lundberg -pidió.

– ¿Otra vez? -preguntó él.

Kerstin Holm dio un respingo.

– ¿Cómo que otra vez?

– Su padre pasó por aquí esta mañana, a primera hora. Llevaba consigo una autorización firmada, así como su tarjeta de identidad y la de su hijo. Todo en perfecto orden.

– Mierda -soltó ella-. ¿Qué aspecto tenía? ¿Éste?

Enseñó la fotografía de la familia Lundberg. El empleado la cogió, sólo para devolvérsela de inmediato y decir:

– En absoluto. Pero si este es un obrer… un tipo de hombre muy diferente.

– Es el padre de Benny Lundberg -replicó ella.

Al empleado le cambió el semblante.

– ¿Cómo era? -continuó Kerstin Holm.

– Un caballero mayor, distinguido, con barba.

– Vaya. Con barba y todo. Tendrá que acompañarme a comisaría para hacer un retrato robot.

– Pero si estoy trabajando.

– Ya no. Aunque antes vamos a echar un vistazo a la caja de seguridad, que sin duda estará vacía. ¿Número?

– 254 -indicó el hombre, que le mostró el camino.

Efectivamente, la caja de seguridad de Benny Lundberg estaba vacía. Del todo.

Salió con el empleado y se metieron en un taxi. Hora de otro retrato robot. Ya se empezaba a cansar de los robots.


Norlander había cogido sus bártulos y se había mudado al despacho de Nyberg, ocupando el sitio de Kerstin Holm. Le dolía la cabeza. A Gunnar Nyberg también. Pero allí estaban los dos sentados, aguantando como podían, intentando evitar que les estallara.

Entre ellos había un buen taco de papeles: los inmigrantes de 1983, todos reunidos en el mismo lugar, como si se tratara de un gueto comprimido al máximo a la vez que perfectamente igualitario. La lista seguía el orden alfabético, pero Chávez, responsable de la impresión de todas esas hojas, quién si no, había marcado los nombres de todos los estadounidenses con una estrellita.

Eran miles de personas, aunque apenas superaban el centenar las que procedían de Estados Unidos. A pesar de eso, llevaba su tiempo comprobarlo todo. Había mucha información que procesar: edad, sexo, esto, lo otro y lo de más allá.

Norlander se encontraba mal. Había salido del hospital demasiado pronto. Las líneas microscópicas bailaban ante sus ojos. Seguro que el capullo de Chávez, ese diligente cabrón, había buscado el tipo de letra perfecto para provocar dolores de cabeza y mareos. Fue al baño a vomitar. Nyberg lo oyó a través de las puertas abiertas: una primorosa cascada cuyas ondas sonoras retumbaron por los pasillos.

– Mucho mejor -dijo al volver.

– Vete a casa a descansar -le ordenó Nyberg mientras se toqueteaba la venda de la nariz.

– Cuando lo hagas tú.

– Venga, vale. Seguimos. Pero ya está bien de descansos.

Norlander lo fulminó con la mirada y continuó con el trabajo.

Al final la lista se vio reducida a veintiocho varones estadounidenses que afirmaban haber nacido en torno a 1950. Dieciséis de ellos se habían encontrado en el área de Estocolmo en 1983. Procedieron a cotejar la relación con el padrón, para comprobar cuántos permanecían hoy en día en el país y concretamente en la región de Estocolmo. Quedaron catorce nombres.

– ¿Están incluidos los diplomáticos? -quiso saber Nyberg.

– No lo sé. No creo. No son inmigrantes.

– No puede haber acabado en la embajada estadounidense, ¿verdad?

– ¿El Asesino de Kentucky en la embajada estadounidense? Eso ya sería el colmo, ¿no?

– Pues sí, la verdad. Nada, sólo era una idea.

– Olvídala.

– ¿Y los investigadores visitantes? Este listado no está completo.

– Necesito salir un rato -anunció Norlander, quien, al igual que un camaleón, había vuelto a adoptar el color de la venda-. Yo me encargo de la primera parte, hasta… ¿qué pone?… Harold Mallory. Desde la A hasta M.

Norlander desapareció antes de que Nyberg pudiera desaconsejarle el uso del coche. No quería que su compañero acabara detenido por la policía de tráfico como ese delincuente de poca monta al que buscaba Chávez, en un estado de «influencia extrema de sustancias estupefacientes».

Nyberg se quedó sentado, mirando de hito en hito los garabatos de Norlander plasmados en una hoja que recogía el nombre de siete inmigrantes estadounidenses del año 1983: Morcher, Orton-Brown, Rochinsky, Stevens, Trast, Wilkinson, Williams.

Gunnar Nyberg no estaba realmente por la labor. Le pareció una tarea tediosa, sinsentido. Lo único que quería era salir a partirle la cara a ese asesino. Una vez superado el shock que sufrió al ver a Benny Lundberg, no era capaz de asimilar que Wayne Jennings lo hubiera noqueado.

Nadie mandaba a la lona a Gunnar Nyberg. Ésa era la regla número uno.

Se quedó en el despacho un poco más de lo que debía. Se acercó al espejo que colgaba de la pared para examinar su cara. La enorme venda que le había cubierto casi toda la cabeza se había quedado en un protector de la nariz que se parecía a un cucurucho, una tablilla de plástico como la que los futbolistas heroicos suelen llevar después de que el médico pare el flujo de sangre. La sujetaban unas peculiares gomas que llevaba en la nuca. Poco a poco empezaban a extenderse moratones en torno al cucurucho narizudo. Prefirió no imaginarse cómo estaría la cosa por ahí abajo. Joder, ¿por qué su cara siempre tenía que quedar hecha un Cristo cuando un caso estaba a punto de resolverse?

Porque el caso estaba a punto de resolverse, ¿no?

Volvió a la mesa y se dejó caer en la silla. Chirrió de forma inquietante. Había oído historias aterradoras sobre sillas de oficina que al romperse se volvían locas y se convertían en espeluznantes instrumentos de tortura de donde salían barras que se metían medio metro por el ano. Pensó en su destrozada cama mientras se mecía en la silla con mucho cuidado. La verdad es que sonaba un poco asesina. La venganza de las sillas de oficina IV. El último taquillazo de Hollywood. Las desgastadas butacas de los cines gritaban con alborozo, lanzando por los aires muelles que penetraban la pantalla. Ni una sola pantalla de ordenador con los ojos secos. Las cortinas se sonaban la nariz en sí mismas. Una oficina tras otra se amotinaba, propagándose la revuelta por todo Estados Unidos…

Pues sí que andaba ido. ¿Por qué? Siempre solía haber una razón para sus ataques de distracción. Algo en alguna parte le incomodaba, le irritaba. Había algo que le impedía sentirse del todo satisfecho con esa lista.

Se puso a organizar los nombres para establecer un orden de turnos adecuado. Tres residían en el centro, dos en la zona norte y dos en el sur. Aunque, claro, lo más probable era que todos estuvieran trabajando en ese momento. Así que empezó por los lugares de trabajo: Huddinge, dos en Kista, dos en la universidad politécnica, Nynäshamn, Danderyd. El orden: Danderyd, politécnica, Kista, Huddinge, Nynäshamn. O: Kista, Danderyd, politécnica, Huddinge, Nynäshamn. Esto último quizá fuera mejor.

Dejó la lista y se quedó mirando la pared. Entonó una escala para probar la voz. Un espantoso tono nasal. Otra lesión más que afectaría a la voz. Había algo inquietante en eso. ¿Un castigo? ¿Una advertencia? Una advertencia, quizá. Un recordatorio.

De repente, las imágenes se presentaron de nuevo: Gunilla. Las cejas rotas. Los ojos como platos de Tommy y Tanja. ¿Por qué tenéis que aparecer justo ahora?

Había un único rasgo conciliador en su pasado: nunca había tocado a los niños, ni una sola vez les levantó la mano a Tommy y Tanja.

¿Era ésa la razón por la que le propinaban una paliza tras otra, haciendo que su voz se deformara? ¿Era para que nunca se olvidara del motivo por el que cantaba? A pesar de lo inoportuno del momento, o quizá precisamente por eso, tomó una decisión.

Había dos Tommy Nyberg en Uddevalla. Llamó al primero. Tenía setenta y cuatro años y estaba más sordo que una tapia. Llamó al segundo. Se puso una mujer al teléfono. De fondo se oía llorar a un bebé. «¿Un nieto?», pensó.

– ¿Tommy Nyberg? -preguntó en un tono sorprendentemente firme.

– No está -dijo la mujer.

Tenía una bonita voz. Una mezzosoprano, estimó Gunnar Nyberg.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Cuántos años tiene Tommy?

– Veintiséis -respondió-. ¿Quién es usted?

– Su padre -soltó sin más.

– Sí, hombre, ¿y qué más? Su padre está muerto.

– ¿Seguro?

– Muerto y bien muerto. Lo encontré yo. Ahora deja de jodernos, viejo cabrón -le espetó la mujer, que colgó bruscamente.

Estaba claro que no tenía por qué seguir viviendo en Uddevalla. Además, Tommy debía de tener veinticuatro, calculó con rapidez. «¿Viejo cabrón?», pensó riéndose. Una risa macabra. Todavía le quedaba una oportunidad.

Había una Tanja Nyberg-Nilsson. ¿Nilsson? Así que se ha casado… Y a él ni una palabra.

Llamó. Contestó una voz femenina. Dulce. Suave.

– Tanja.

¿Quién era él para romper la paz? Cuelga, cuelga, cuelga, repetía una voz en su interior. Las naves ya están quemadas. Es demasiado tarde.

– Hola -dijo, y tragó saliva con mucho esfuerzo.

– Hola, ¿quién es?

Sí, ¿quién era? Le había soltado la palabra «padre» a la mujer desconocida sin pensárselo. ¿Realmente merecía ese título?

– Gunnar -contestó a falta de algo mejor.

– ¿Gunnar qué? -replicó la mujer y calló.

Hablaba con un acento de la costa del oeste; sonaba como gotemburgués pero al mismo tiempo no.

– ¿Gunnar Trolle? -añadió ella al cabo de un rato, con suspicacia-. ¿Por qué me llamas? Lo nuestro acabó hace tiempo y lo sabes.

– Gunnar Trolle, no -respondió-. Gunnar Nyberg.

Se instaló un silencio absoluto. ¿Había colgado?

– ¿Papá? -preguntó con voz casi inaudible.

Los ojos como platos. ¿Le habría colgado?

– ¿Estás bien? -quiso saber él.

– Sí, ¿por qué…? -empezó ella. Pero calló.

– He pensado mucho en vosotros últimamente -explicó él.

– ¿Estás enfermo?

Sí, ya lo creo.

– No. No, yo… no sé. Sólo que tenía que comprobar… que no os había arruinado la vida por completo. Nada más.

– Mamá nos dijo que habías prometido que nunca te pondrías en contacto con nosotros.

– Lo sé, lo sé. Y mantuve esa promesa. Ahora ya sois adultos.

– Bueno, más o menos -repuso ella-. Nunca hablábamos de ti. Era como si nunca hubieses existido. Bengt se convirtió en nuestro padre. Nuestro verdadero padre.

– Bengt es vuestro verdadero padre -concedió mientras pensaba: «¿Quién coño es Bengt?»-. Yo soy otra cosa -continuó-. Me gustaría verte.

– Sólo recuerdo gritos y violencia. No entiendo de qué serviría.

– Yo tampoco. ¿Me prohibirías que te hiciera una visita?

Ella permaneció en silencio.

– No -dijo al final-. No, no lo haría.

– Estás casada -comentó él para ocultar el júbilo que sentía por dentro.

– Sí -respondió ella-. Aunque de momento no tengo niños, así que no hay nietos.

– No es por eso por lo que te llamo.

– Ya. Seguro que sí.

– ¿Cómo está Tommy?

– Bien. Vive en las afueras de Estocolmo. En Östhammar. Él sí tiene un hijo. Ahí tienes a tu nieto.

Él encajó los pequeños golpes con los brazos abiertos. En todo el cucurucho de la nariz, con una sonrisa.

– ¿Y Gunilla? -preguntó con cautela.

– Sigue en el chalet con nuestro padre. Están pensando en mudarse a un piso y comprar una casa de campo.

– Excelente idea. Bueno, pues nos vemos. Ya te llamaré.

– Hasta luego -se despidió ella-. Cuídate.

Lo haría. Más que nunca. Ese suave acento de la zona de Uddevalla. Justo ella, que había tenido un acento tan marcado de Estocolmo. Aún se acordaba perfectamente de esa voz: «Mira, papá, la foca se come a los peces».

Era posible convertirse en otro. Cambiar de dialecto y ser otro.

Entonces se le ocurrió. En ese preciso instante se le ocurrió.

En ese momento y en ese lugar, Gunnar Nyberg atrapó al Asesino de Kentucky.

No tenía por qué ser americano. Incluso habría sido mucho mejor proporcionarle otra nacionalidad. Quizá no noruego, ni keniano, pero sí algo creíble.

Se lanzó sobre las listas y empezó a hojearlas como un poseso. Las repasó nombre por nombre, aunque esta vez ignorando las estrellitas.

Entró Hjelm. Se quedó mirando asombrado al lector gigante tan enfrascado en sus papeles. Una enorme aureola de energía, como una nube de tormenta, se elevaba sobre su cabeza.

– Eh, tú, hola -dijo Hjelm.

– Cállate -soltó Nyberg.

Hjelm se sentó y se calló. Nyberg continuó con lo suyo. Transcurrieron unos quince, veinte minutos.

Abril, mayo. 3 de mayo: Steiner, Wilhelm, Austria, nacido en el 42; Hün, Gaz, Mongolia, nacido en el 64; Berntsen, Kaj, Dinamarca, fecha de nacimiento en el 56; Mayer, Robert, Nueva Zelanda, nacido en el 47; Harkiselassie, Winston, Etiopía, nacido en el 60; Stankovskij, B…

Gunnar Nyberg se detuvo.

– ¡Bang, bang, bang! ¡Te cacé! -aulló-. ¡The Famous Kentucky Killer! ¡Tráeme una foto de Wayne Jennings! ¡Vamos!

Hjelm lo contempló boquiabierto y se marchó, sintiéndose de pronto como un auténtico subalterno. Nyberg se levantó y se puso a moverse por el despacho de un lado a otro; no, más bien lo que hacía era correr por la habitación como un hámster sobrealimentado en una rueda demasiado pequeña.

Hjelm regresó y tiró encima de la mesa el retrato de Wayne Jennings de cuando era joven.

– ¿No lo habías visto antes? -preguntó.

Nyberg clavó la mirada en el retrato. El joven de la amplia sonrisa y los ojos azul acero. Con las manos, tapó todo menos los ojos. No era la primera vez que se había cruzado con esa mirada. Le imaginó con canas y unas entradas. Le añadió unas arrugas.

– Te presento a Robert Mayer -dijo-, jefe de seguridad de la empresa LinkCoop en Täby.

Hjelm miró a Jennings y luego a Nyberg.

– ¿Estás seguro?

– Había algo en él que me resultaba familiar, pero no caía en qué. Debe de haberse hecho algo de cirugía plástica, pero cambiar los ojos y la mirada no resulta tan fácil. Es él.

– De acuerdo -convino Hjelm intentando serenarse-. Necesitamos confirmarlo. Sería lógico que tú contactaras con él tras lo de Benny Lundberg.

– ¿Yo? -gritó Nyberg asombrado-. Ni hablar, lo machacaría.

– Si aparece otra persona empezará a sospechar. Tienes que ir tú. Y hay que dar la impresión de que es una visita rutinaria. Hazte el tonto, no debería resultarte demasiado difícil. Y llévate alguna foto, la que sea, una que no tenga nada que ver con el caso.

Buscó frenéticamente una, cualquiera. Arrancó el cajón de la mesa de trabajo y dio con la de un hombre que rondaba los sesenta años y mostraba una tranquila y amable sonrisa.

– Ésta servirá. ¿Quién es?

Nyberg echó una distraída mirada a la foto.

– Es el pastor de Kerstin.

Hjelm se detuvo y observó al hombre. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que estaban en el sitio de Kerstin.

– ¿Estás al tanto de lo que pasó? -preguntó.

– Sí -dijo Nyberg-. Me lo ha contado.

Hjelm sintió una leve punzada en el estómago mientras sostenía la fotografía en el aire como si no supiera qué hacer con ella.

– De acuerdo. Tendrá que servir. La limpiamos y luego te aseguras de que Mayer deje allí sus huellas dactilares.

– ¿Y no podemos simplemente detenerlo? En cuanto tengamos las huellas dactilares y lo comprobemos, ya está.

– Pero puede que no lleguemos ni a eso. Hay fuerzas muy importantes implicadas. Un abogado podría sacarle antes de que ni siquiera hayamos podido tomarle las huellas. Y no podemos pedirle que venga. Entonces se largará. Voy a hablarlo con Hultin.

Llamó. Hultin se presentó enseguida, como si hubiese estado acechando al otro lado de la puerta. La situación le quedó clara al instante. Miró a Hjelm. Luego asintió con la cabeza.

– De acuerdo, lo haremos así. Le debe parecer una pura casualidad -como así fue- que Gunnar y Viggo se presentaran en el puerto franco; habrá supuesto que se trataba de una rutinaria comprobación de todos los almacenes como parte de la investigación del robo. No creo que tenga ni idea de todo lo que hemos averiguado hasta ahora. Eso si no se han producido filtraciones desde el FBI, claro.

»Acabo de hablar con Kerstin, está de camino. Resulta que Benny Lundberg guardaba algún secreto en una caja de seguridad en un banco y alguien pasó por allí esta mañana y se lo llevó. Lo más probable es que fuera ese Robert Mayer con barba postiza. Están con el retrato robot.

– ¿Qué hacemos con la comprobación de las huellas? -preguntó Hjelm-. Contamos con los nuevos aparatos portátiles…

– ¿Los sabes usar?

– Yo no, pero Jorge sí.

– Búscalo. Iremos todos, por si intenta largarse cuando Gunnar hable con él.

Hjelm se fue corriendo a su despacho. Chávez estaba allí, todavía sumido en una profunda reflexión sobre las frases: «La hermana Salo tiene una pata de palo» y «La teta del hermano Lina es fina». ¿Se trataba de rimas infantiles en realidad?

– Busca un ordenador portátil con el dispositivo para huellas dactilares -dijo Hjelm-. Vamos a por K.

Las enigmáticas rimas cayeron de golpe al suelo y Chávez se puso en marcha. Fue el último en llegar al coche de Hultin, se metió al lado de Hjelm en el asiento trasero y se colocó el pequeño ordenador en las rodillas. Hultin condujo como un loco en dirección a Täby. Gunnar Nyberg iba en el asiento del copiloto; había llamado a LinkCoop intentando fingir la dosis justa de pereza y hastío. Robert Mayer estaba y no se marcharía hasta dentro de un par de horas. Nyberg le preguntó si podía ir a verlo para hablar de los acontecimientos de la noche. Necesitaba enseñarle una foto.

No había problema.

Abandonaron la carretera de Norrtälje, pasaron el centro comercial de Täby, que se asomaba desdibujado entre la niebla y la lluvia, y entraron en la zona industrial.

– Esto así no va a salir bien -dijo Nyberg de pronto-. Tienen unos equipos de vigilancia impresionantes. Y una garita de vigilantes en la entrada. Un sistema de monitores. Va a verlo todo.

Hultin se metió en una parada de autobús y detuvo el vehículo. Reflexionó, dio la vuelta y regresó por donde habían venido. Resultaba enormemente frustrante. En el garaje de la policía, Nyberg se bajó del coche y se subió a su viejo Renault. Luego los siguió hasta Täby.

El Volvo de Hultin entró en un aparcamiento que había junto a una nave industrial, a unos centenares de metros enfrente de las verjas de LinkCoop. Allí se quedaron aguardando, en medio de la tormenta.

Nyberg pasó la garita del vigilante; todo era igual que en su anterior visita. En apariencia.

También las dos bellezas de la recepción. A pesar de que Nyberg insistió en que conocía el camino, una de ellas se levantó y lo guió por los pasillos del estiloso edificio. Cada vez estaba más convencido de que formaban parte de una estudiada estrategia de marketing. Sin embargo, en esta ocasión su interés por la minifalda y lo que ocultaba era mínimo. En un estado de máxima tensión, entró en el despacho del jefe de seguridad, Robert Mayer, cuyas paredes estaban cubiertas de monitores centelleantes.

Mayer le clavó sus gélidos ojos azules. La mirada de Wayne Jennings. Nyberg hizo un esfuerzo monumental para aparentar que no se estaba esforzando en absoluto. Robert Mayer, por su parte, parecía de lo más relajado; sólo la mirada mostraba una gran concentración, como si le estuviera penetrando con ella. La noche anterior, Mayer había torturado a Benny Lundberg, dejado inconsciente a Viggo Norlander y partido el hueso de la nariz al propio Nyberg por tres sitios. A pesar de ello parecía fresco como una rosa.

– Eso no tiene buena pinta -comentó a la vez que se golpeteaba levemente la nariz.

– Gajes del oficio -contestó Nyberg estrechando la mano que Mayer le tendía.

Renunció al apretón de Mister Suecia esta vez.

– He mirado con más detenimiento el uso que se le ha dado a ese local durante los últimos tiempos -explicó Mayer mientras se acomodaba en su silla poniendo las manos tras la nuca-. Ha estado vacío, allí no se han almacenado más que viejas cajas. Por lo tanto, cualquiera ha podido acceder a él y, al parecer, para cualquier uso.

Nyberg no pudo evitar dejarse deslumbrar por la profesionalidad de Mayer.

– Una terrible historia -opinó.

– Desde luego -convino Mayer de forma compasiva.

Nyberg estaba a punto de vomitar.

– Esto, naturalmente, arroja otra luz sobre el robo.

Mayer asintió reflexivo con la cabeza.

– Sí, claro -dijo-. Benny da parte de un robo en uno de los almacenes mientras el Asesino de Kentucky está operando en otro. Y luego él mismo es casi asesinado precisamente en ese otro local. ¿Qué conclusiones han sacado de todo eso?

– De momento ninguna -respondió Nyberg con indolencia -. Pero, claro, uno se pregunta en qué andaba metido Benny Lundberg.

– Todo resulta muy extraño, sin duda -comentó Mayer-. Sabíamos que tenía un pasado como cabeza rapada, pero nos pareció que merecía una oportunidad para rehacer su vida. Ahora me temo que todo indica que estaba implicado en el robo…

– Creo que no le sigo -intervino Nyberg con un calculado aire de tonto.

– Bueno, no pretendo entrometerme en su trabajo -dijo Mayer-. No creo que sea necesario. Tengo entendido que por poco cogen al asesino.

– Sería fantástico si pudiéramos atribuirnos el mérito, pero la verdad es que sólo estábamos allí para realizar una comprobación rutinaria de los almacenes.

Nyberg sacó la foto del pastor fallecido de Kerstin Holm y se la tendió a Mayer. Al revés. El otro se vio obligado a cogerla y girarla.

Tras contemplarla unos instantes, negó con la cabeza y se la devolvió a Nyberg, quien la recibió y la metió en la cartera.

– Lo siento -dijo Mayer-. ¿Debería conocerlo?

– Lo detuvimos en un coche que salía a toda velocidad de la zona portuaria. Uno de los trabajadores de los almacenes creyó reconocerlo como alguien que había trabajado en LinkCoop.

– No, no sé quién es.

Nyberg afirmó con la cabeza y se levantó perezosamente. Le tendió la mano a Mayer. El apretón de manos fue civilizado.

Tuvo que controlarse para no echar a correr por los pasillos. Les sonrió a las recepcionistas gemelas y fue recompensado por partida doble. El coche pasó las verjas rodando despacio y dobló la esquina con la misma lentitud.

Durante los últimos veinte metros pisó a fondo; pensó que bien podía permitirse ese lujo. Agachado bajo la lluvia, se pasó al Volvo de Hultin, en el que entró chorreando.

– ¿Todo bien? -preguntó Hultin.

– Creo que sí.

Le entregó la foto a Chávez, que seguía en el asiento de atrás. Hjelm la vio pasar volando ante sus ojos. Había algo profundamente macabro en las huellas dactilares del Asesino de Kentucky sobre el rostro del tímido pastor luterano marcado por el cáncer. Con las manos cubiertas por unos guantes de plástico, Chávez introdujo la foto en un pequeño escáner, sujeto a uno de los laterales del portátil. Todo estaba preparado. Tanto las huellas de Nyberg como las de Wayne Jennings se encontraban registradas. Tras una espera que se les antojó casi insoportable, el ordenador emitió un pitido. En la pantalla centelleaba la palabra «Match».

– Las huellas de Nyberg coinciden -anunció Chávez.

Nadie dijo nada. Aguardaron. Se les hizo eterno. Cada segundo era un paso hacia la desesperación.

Luego se oyó otro plin, y apareció de nuevo la palabra «Match».

– ¿No será otra vez Nyberg? -preguntó Hjelm.

– «Match» de Robert Mayer -anunció Chávez-. Wayne Jennings y Robert Mayer son la misma persona.

El Volvo gris metálico parado en un parking de una zona industrial a las afueras de Estocolmo vibró debido a un suspiro de alivio colectivo.

– No podemos irrumpir así como así en LinkCoop -dijo Hultin-. Nos descubriría como mínimo dos minutos antes de que llegáramos; y me imagino que le bastarían diez segundos para esfumarse.

Se hizo el silencio. Podría haberse definido como una sesión de lluvia de ideas, si no fuera porque llovía de todo menos ideas.

– Tendré que encargarme yo -asumió Nyberg-. Creo que he dado la impresión de ser lo bastante idiota como para haberme olvidado de algo.

– Acabas de sufrir una conmoción cerebral -advirtió Hultin.

– Es verdad -admitió Nyberg.

Acto seguido salió y se metió en su propio coche. Bajó la ventanilla.

– Estad preparados -añadió-. En cuanto pase algo me pongo en contacto.

– Ten cuidado -aconsejó Hultin-. Es uno de los asesinos profesionales más experimentados del mundo.

– Ya lo sé, ya -replicó Nyberg haciendo un irritado gesto con las manos. Arrancó el coche y se marchó.

En la garita dijo que se le había olvidado preguntar algo. Lo dejaron entrar. A esas alturas, llevaba quince segundos bajo el punto de mira de Mayer-Jennings, quien bien podía haberse esfumado ya. Nyberg esperaba de todo corazón haber causado una impresión pésima, la de un policía palurdo y corto. Las recepcionistas gemelas sonrieron y avisaron al jefe de seguridad. Consiguió deshacerse de la compañía de la minifalda danzante; así por lo menos ella no se jugaría la vida. ¿Cómo lo haría? A buen seguro que un arma podría aparecer en las manos de Mayer en décimas de segundo. Cualquier indicio de amenaza significaría la muerte inmediata de Gunnar Nyberg; no tendría nada que hacer. Y quería conocer a su nieto. Tomó una decisión.

Mayer estaba esperándolo en el pasillo delante del despacho. Se mostraba algo receloso, lo que sin duda significaba que por dentro era un hervidero de sospechas. Al verlo, a Nyberg se le iluminó la cara y se acercó a él.

– Lo siento -dijo jadeando un poco mientras ladeaba la cabeza-. Se me ha olvidado una cosa.

Mayer enarcó una ceja. Estaba preparado. La mano se acercó unos milímetros al borde de la americana, pero enseguida se retiró.

Entonces Gunnar Nyberg le pegó un puñetazo, un tremendo gancho que lo arrojó por el pasillo. La cabeza golpeó contra la pared con un sonoro crujido y el tipo se quedó tumbado en el suelo.

Asunto resuelto.

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