17

Viggo Norlander se encontraba de nuevo en la morgue, pero esta vez se dio cuenta de que no era un castigo; todo lo contrario, se trataba de una misión importante, y le había sido asignada por su notable capacidad.

Se había apostado en su sitio incluso antes de que el cadáver llegara, algo que le pareció meritorio. Desgraciadamente no estaba solo.

No entendía muy bien cómo, pero varios de los visitantes de aquella desagradable mañana habían vuelto a aparecer. Norlander hizo lo que pudo para calmar los agitados ánimos.

Allí estaba la pareja Johnsson, que seguía soñando con encontrar al yerno prófugo en la morgue de Karolinska en lugar de en su harén de Bahrain. Allí se hallaba, acompañado por una nueva auxiliar, el viejo piragüista Egil Högberg, que no paraba de murmurar «mi hijo, mi hijo». Y también Justine Lindberger, la joven funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores, muy angustiada por la ausencia de su marido.

Cuando el viejo búho Sigvard Qvardfordt se asomó por la puerta del abominable nido que era el depósito de cadáveres y le hizo un gesto con la cabeza a Norlander, éste ya había decidido dar prioridad a Justine Lindbergen Al parecer, se había recuperado de la crisis nerviosa de la mañana, pero Norlander, por si acaso, se había asegurado la presencia de personal médico.

La condujo con delicadeza al depósito. A diferencia del cuerpo sin identificar procedente del puerto franco, a este nuevo cadáver no les había dado tiempo a meterlo en una cámara frigorífica, así que estaba tendido encima de una camilla en mitad de la sala, cubierto por una sábana. Qvarfordt se quedó para vigilar que nadie causara daños a su futuro material de trabajo, y fue él quien alzó la tela ante los ojos de Justine Lindberger.

El recién llegado era casi igual de joven que el cadáver anterior. El cabello oscuro formaba un contraste espectral contra la lívida y azulada cara, algo hinchada por la estancia bajo el agua. En la garganta había dos pequeños agujeros.

Justine Lindberger dejó escapar un pequeño y agudo gemido, movió afirmativamente la cabeza y salió corriendo al pasillo. El personal médico estaba preparado y la atendió. Antes de que la inyección en el brazo de la joven diplomática surtiera efecto, Norlander pudo hacer la superflua pregunta:

– ¿Reconoce al muerto?

– Es mi marido -musitó sin fuerzas-. Eric Lindberger.

Y la niebla que poco a poco se fue apoderando de ella puso un final misericordioso al largo y terrible día de Justine Lindberger.


18

El cuartel general del alto mando perdió por fin sus comillas; la prueba decisiva la constituía la pizarra recién instalada detrás de la mesa de Hultin. Había llegado la hora de esquematizar y los rotuladores se rebullían inquietos e impacientes.

Uno de los clichés preferidos del periodismo deportivo, el de la botella de ketchup, venía como anillo al dedo: primero no sale nada, y luego, de repente, todo de golpe. Aunque cabía la posibilidad de que lo que había aderezado el pan sueco de cada día hasta el momento sólo fueran unas gotas del condimento favorito de los norteamericanos. Quizá pronto ese pan se empaparía del viscoso líquido rojo.

En cualquier caso, el Asesino de Kentucky había entrado en acción. En apenas unas horas habían aparecido dos víctimas que sin lugar a dudas debían atribuírsele. Las cosas estaban en marcha, posiblemente en escalada.

Eran casi las nueve de la noche. Estaban todos. A nadie se le ocurría quejarse de la hora.

Jan-Olov Hultin movía sus papeles sin cesar. Cuando al final las piezas parecieron encajar, se levantó, agarró un rotulador y empezó a dibujar cuadros y flechas en la pizarra mientras con su habitual tono desprovisto de emoción resumía la situación.

– Bien, como sabéis, a las ocho y diez del tres de septiembre llegó a Estocolmo el Asesino de Kentucky, bajo el nombre de Edwin Reynolds, después de haber asesinado esa misma noche, en el aeropuerto de Newark, en Nueva York, al crítico literario Lars-Erik Hassel. Lo más probable es que, nada más llegar, fuera directo a Riala, en Roslagen; el grado de descomposición del cuerpo de Andreas Gallano indica que llevaba más de una semana muerto, lo que cuadra bastante bien con la fecha de llegada del Asesino de Kentucky a Suecia. Gallano andaba fugado del centro penitenciario de Hall y, al parecer, se había refugiado en una casa de campo que, con varios testaferros de por medio, pertenece a un tal Robert Arkaius, fugitivo del fisco que vive en el extranjero y amante durante un tiempo de la madre del muerto. No sabemos lo que ocurrió en esa casa, aparte de que el Asesino de Kentucky, empleando sus métodos habituales, le quitó la vida a Gallano. Hay motivos para creer que luego se quedó allí más de una semana, con un cadáver cada vez más hediondo en el sótano. El hecho de que, desde el primer momento, se dirigiera a un escondite tan perfecto apunta a que había tenido un contacto previo con Gallano o con su red de narcotráfico. Esto debemos comprobarlo debidamente. ¿Qué pasa luego? Pues que a partir de ahí la historia se complica. Se descubre el Saab beige de Gallano cerca del lugar donde se ha cometido un doble asesinato. Es posible, claro está, que llevara allí mucho tiempo por razones ajenas a los homicidios, pero ahora mismo todo parece indicar que el Asesino de Kentucky, anoche, 12 de septiembre, condujo el coche de su víctima hasta el puerto franco y que allí mató a otras dos personas; por un lado, a un hombre sin identificar, al que llamaremos, siguiendo la costumbre norteamericana, John Doe, pegándole cuatro tiros en el corazón; por otro, al funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores Eric Lindberger, recurriendo a sus tenazas de siempre. A la vez que Hjelm y Chávez hallaban el cuerpo sin vida de Gallano, un ejecutivo retirado, un tal Johannes Hertzwall, descubría el cadáver de Lindberger en un club náutico de Lidingö. La garganta del diplomático muestra mordeduras de vampiro idénticas a las de Gallano y Hassel. El examen forense preliminar realizado por Qvarfordt revela que murió más o menos a la misma hora que nuestro amigo John Doe, o sea, hace apenas veinticuatro horas. El club náutico está situado relativamente cerca del puerto franco, así que hay muchas probabilidades de que Eric Lindberger fuera ese cadáver que, a las dos y media de la madrugada, unos testigos vieron introducir a un individuo con pasamontañas en un Volvo modelo ranchera, de unos diez años de antigüedad, con una matrícula que empieza por B.

Hultin hizo una pausa y miró a su alrededor. Los alumnos permanecieron sentados y rectos como velas, sin desviar en ningún instante la mirada del creciente esquema de la pizarra.

– ¿Puedo proponer un posible curso de los acontecimientos? -continuó-. El Asesino de Kentucky se dirige al puerto franco para perpetrar dos asesinatos, al parecer premeditados. Se desplaza hasta allí en el coche de Gallano, pero hay otro vehículo esperándolo. Comete sus crímenes en algún sótano dejado de la mano de Dios, envuelve a sus víctimas en mantas y empieza a cargarlas en el maletero del nuevo coche. En ese momento es sorprendido por una desorientada pandilla de juristas que van en un minibús armados hasta los dientes con palos de hockey y botellas de vodka, por lo que sólo le da tiempo a meter uno de los cadáveres en su automóvil: el de Eric Lindberger. El otro cuerpo sin vida, nuestro John Doe, queda tirado en la carretera. Convencido de que los testigos han informado a la policía sobre el coche, es consciente de que le conviene poner pies en polvorosa cuanto antes, así que se dirige al puerto deportivo de Lidingö, donde se deshace del cadáver como puede, para enseguida largarse de allí.

– Entonces supones que el robo en la nave de LinkCoop no tiene relación con el caso -intervino Gunnar Nyberg.

– Exacto. No consigo que el robo frustrado en un almacén de material informático encaje en este escenario. ¿Alguien opina otra cosa? ¿No? Pues sinceramente creo que es un incidente que no tiene nada que ver. Se me ocurre que quizá el robo se frustró porque los ladrones, por casualidad, presenciaron un crimen bastante más grave y pusieron tierra de por medio.

– O tal vez lo que sucedió fue algo distinto -reflexionó Kerstin Holm-. Creo que aciertas en que se trataba de un crimen bien preparado, aunque sólo en lo que se refiere a Lindberger. La garganta de ese pobre hombre recibió, como sabemos, una visita de las famosas tenazas. Pero si resulta que el Asesino de Kentucky también es el autor de los disparos que mataron a John Doe, entonces sería la primera vez que cambia su modus operandi. Supongamos que nuestro John Doe es el ladrón y que, por casualidad, ve al asesino mientras éste arrastra a su víctima hacia el coche; es descubierto y le pegan dos tiros. Apuesto a que el asesinato del diplomático fue deliberado, pero no así el de John Doe.

Hultin asentía tranquilo. Luego cambió de tema.

– Bien, volvamos a la cuestión fundamental. ¿Por qué vino el Asesino de Kentucky a Suecia? De algún modo, Gallano y él se conocían, eso es evidente, pero ¿era Gallano en realidad el objetivo de su viaje? ¿Es posible que resolviera inmediatamente el asunto que le hizo venir, o sea, matar a Gallano, y que todo lo demás no sea más que una manera de saciar su sed de sangre? Puede que tras pasar nueve claustrofóbicos días con un cadáver cada vez más hediondo el deseo de matar se volviera demasiado imperioso. ¿O era Gallano sólo un medio y Eric Lindberger el verdadero objetivo? El lugar del crimen da a entender que sí: no resulta demasiado probable que alguien vaya en plena noche a un puerto desierto para buscar posibles víctimas al azar. No, él sabía que Lindberger estaría allí. Por lo tanto, es importante que también le investiguemos a fondo.

– Pero tampoco podemos dar por sentado que Lindberger estuviera allí -objetó Kerstin Holm-. El asesino pudo haberlo transportado hasta el puerto. Tal vez lo eligió sin más en la calle, lo durmió y lo llevó a un lugar desierto con los locales adecuados; o quizá Lindberger lo acompañó de forma voluntaria porque, por algún motivo, habían concertado un encuentro. Tanto la víctima como el lugar podrían haber sido escogidos al azar.

Hultin asentía de nuevo; comenzaba a acostumbrarse a ver sus hipótesis hechas trizas. ¿Se estaría haciendo viejo? ¿Era hora de dejar el mando al copiloto? Kerstin Holm -que muchos años después, en efecto, se convertiría en su sucesora- era mucho copiloto para él en ese momento.

– Tenemos que dar con el lugar del crimen -fue lo único que dijo-, pero me temo que sólo por la zona donde encontramos a John Doe habrá centenares de locales.

– Pues LinkCoop me parece el lugar más lógico por donde empezar -comentó Nyberg, que no podía quitarse de la cabeza la visita a la empresa.

– A pesar de todo sabemos muy poco del Asesino de Kentucky -dijo Hultin con renovadas fuerzas-. Kerstin, tú eres la que mejor controla el tema. Nos falta bastante información, ¿verdad?

– Si queremos encontrar la relación con Suecia, creo que debemos ir allí para poder consultar al FBI de manera continuada, y en especial a Ray Larner. Ésa es mi opinión. No creo que los norteamericanos reconocieran una conexión sueca ni aunque les mordiera el culo. Apenas saben dónde está Suecia. Ya sabéis: el país de los relojes suizos y los osos polares andando por la calle…

Holm hizo una pequeña pausa antes de seguir.

– Esta vez se nos ha escapado por culpa de esos juristas borrachos. Podemos investigar a Gallano, sus redes de narcotráfico, a Lindberger, LinkCoop, el Ministerio de Asuntos Exteriores y todo lo que queráis, pero creo que la única manera de continuar a partir de ahora es por la vía norteamericana. Tenemos que averiguar quién es y qué hace aquí. Si llegamos a comprender eso, entonces quizá lo cojamos. Si no, lo veo muy difícil.

– Bueno, ya no cabe duda de que se encuentra aquí -indicó Hultin-. Gastar el dinero del contribuyente en una estancia en Estados Unidos antes de estar bien seguros de eso habría sido imposible. Ahora la situación es diferente. Además, tenemos bastantes datos que contrastar e incluso que ofrecer al FBI. Mañana hablaré con Mörner, a ver si me da el visto bueno para mandar a dos de vosotros a Estados Unidos. Por una parte, la persona que mejor conoce el material, que serías tú, Kerstin, y por otra, alguien más… mmm -murmuró mientras echaba de soslayo una áspera mirada a Hjelm-… más de acción.

Hjelm dio un respingo. Muy a su pesar, ahora, cuando por fin todo estaba en marcha, se hallaba sumamente distraído. Acababa de vérselas en un sótano en medio del bosque con un cadáver en avanzado estado de putrefacción que además había sido torturado de forma atroz; y, por si eso fuera poco, cuando volviera a casa esa misma noche debía averiguar si su hijo era o no un drogadicto. Acto seguido le dicen que debe ir a Estados Unidos, y encima acompañado de Kerstin, nada menos. Demasiado como para asimilarlo así como así.

– Lagnmyr va a por ti -añadió Hultin inexpresivo-. Es un buen momento para desaparecer del mapa.

– ¿Quieres que me vaya a Estados Unidos? -exclamó Hjelm desconcertado-. ¿Y quién coño es Lagnmyr?

– Svante Ernstsson dio la cara por ti todo lo que pudo -continuó Hultin impasible-, pero por lo visto Lagnmyr no se lo tragó. Dudo que conociera la existencia del punto de vigilancia que destapaste, pero lo que está claro es que no te tiene mucho aprecio. Así que, ¿por qué no te vas una temporada a Estados Unidos? Podéis contarle a Larner vuestras teorías sobre la implicación de la KGB; seguro que le encantan.

– Pero yo no me puedo ir a Estados Unidos -protestó Hjelm sin salir de su confusión-. Pero si es aquí donde está pasando todo.

– Bueno, ya veremos -dijo Hultin calmando los ánimos-. Prepárate de todas formas, por si acaso. Provisionalmente, la organización del trabajo será la siguiente: Paul y Kerstin van a Estados Unidos; Jorge se ocupa de Gallano; Gunnar trabaja con la pista de LinkCoop; Viggo sigue con John Doe, y Arto investiga a Lindberger y el Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿Estamos?

Nadie dijo nada. Comenzaban a acusar el cansancio.

– Otra cosa -añadió Hultin con un ligero tono de resignación-. Ya no podemos ocultar este caso a los medios de comunicación. Pronto empezará la carrera por los titulares más espectaculares. El ambiente social sin duda cambiará y se caldearán los ánimos. Se instalarán centenares de miles de cerraduras de seguridad por toda Suecia, se comprarán miles de armas, legales e ilegales, y las empresas de seguridad harán su agosto. Hasta este momento, los asesinos en serie estadounidenses han sido una amenaza exótica y muy lejana, pero ahora ése es el clima social en el que nos vamos a ver inmersos de repente. La última ráfaga de inocencia desaparecerá en el tornado de una desconfianza generalizada. Nadie se atreverá a volver la cabeza y mirar para atrás.

Hultin se inclinó sobre su mesa.

– El diablo está aquí, señoras y señores, y aunque lo atrapemos, ningún exorcismo podrá expulsar jamás lo que ha traído consigo.

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