21

Primero la lluvia, el diluvio que se negaba a cesar, la eterna y machacona oscuridad que ahogaba cualquier atisbo de claridad; la humedad que se colaba por cualquier recoveco, enmoheciéndolo y pudriéndolo todo. Luego rápidamente el centro, la propia fuente original: un convulsivo y aullante infierno, la cuna del diluvio, el origen mismo de la putrefacción. Una oscuridad más honda, incomprensible en el fondo. Y finalmente, la salida hacia la claridad, la paz, la luz, hacia esa visión transparente y global que provoca que la anterior oscuridad parezca pequeña, lejana y comprensible.

Paul Hjelm deseaba que la vida fuese como un avión que despega y alza el vuelo en medio de una tormenta otoñal.

O por lo menos que este caso fuera así.

El sol resultaba cegador, como la oscuridad para alguien deslumbrado por la nieve. Iluminaba la parte superior de las negras masas de nubes y las hacía brillar con tonalidades bronce renacentistas. Como el fondo de un cuadro de Rembrandt.

El espectáculo de colores lo cautivaba. Lo había echado de menos durante tanto tiempo… En realidad, las inclemencias otoñales no habían durado más que unos pocos días, pero la lluvia, de golpe, había borrado cualquier vestigio del verano. Su capacidad de evocación no iba más allá de las fechas de la llegada del Asesino de Kentucky a Suecia; todo lo anterior estaba envuelto en penumbra.

Esperaba que este gradual encuentro con el sol que suponían las horas de vuelo le concediera algunos momentos de claridad fuera del tiempo; iban a aterrizar más o menos a la misma hora a la que habían despegado. Si el avión no se estrellaba, claro.

No le daba miedo volar pero, aun así, esos instantes en los que la aceleración se detiene y las ruedas se despegan del suelo siempre provocan un hondo temblor, como si uno, incondicionalmente, depositara su vida en manos de un desconocido.

Transcurrió un cuarto de hora de pura fascinación y abandono antes de que se le ocurriera siquiera volverse hacia Kerstin Holm. Cuando lo hizo, ella seguía ahí fuera. Paul Hjelm reconoció el gesto que veía reflejado en el rostro de su compañera y advirtió que debía de ser el mismo que había tenido él hacía sólo un momento. No fueron capaces de mirarse con normalidad hasta que pasó el carrito de las bebidas. Y sin embargo, aún faltaba mucho para las palabras.

Aquí había estado sentado el asesino en serie, quizá en ese mismo asiento, con la vista clavada en el exterior, no en el sol pero sí en una oscuridad que podía resultar igual de cegadora. ¿Qué había pensado? ¿Qué había sentido? Acababa de matar a una persona, ¿qué pasaba por su alma ennegrecida?

¿Y por qué había ido a Suecia? Ahí radicaba la clave para resolver este caso tan extrañamente inaprensible. Intentó recapitular lo que sabían: a finales de los años setenta, un individuo empieza a matar a gente en el Medio Oeste de Estados Unidos. Comete los asesinatos de tal manera que recuerda un método de tortura empleado por un comando especial en Vietnam, que responde al nombre en código de Commando Cool. Las víctimas, en total dieciocho en cuatro años, sobre todo encontradas en el estado de Kentucky, han permanecido en gran medida sin identificar. La mayoría de las que sí se han podido identificar son personas con estudios superiores, tanto extranjeros como norteamericanos. El FBI centra sus pesquisas en el jefe de aquella unidad especial de la guerra de Vietnam, un tal Wayne Jennings; posiblemente también indagan, en vano, en la identidad del desconocido comandante en jefe del Commando Cool, conocido como Balls. Jennings fallece en un accidente de tráfico después de que se cometieran dieciséis asesinatos. Luego se producen otros dos, a los cuales sigue un período de más de diez años de inactividad. Hasta que un día, de repente, vuelve a la carga. Todo parece indicar que se trata del mismo criminal. Su actividad se centra ahora en el noreste de Estados Unidos, sobre todo en Nueva York, y todas las víctimas, de procedencia social muy variada, pueden ser identificadas. La pauta parece más improvisada. Tras el sexto asesinato de esta segunda vuelta -el vigesimocuarto en total-, el del sueco Lars-Erik Hassel, el asesino abandona de repente su país y aterriza en Estocolmo con un pasaporte falso. Se instala en la aislada casa de campo de Andreas Gallano, conocido traficante de drogas, situada a unos cincuenta kilómetros al norte de Estocolmo. La casa, según el último informe de la policía científica, se ha limpiado con la máxima meticulosidad, y se halla desprovista de cualquier huella dactilar o fibra textil. Allí asesina a Gallano con el método habitual y, tras permanecer en ella poco más de una semana, se marcha en el coche del narcotraficante. Probablemente abandona la casa por la noche para dirigirse al puerto franco, donde mata a otras dos personas: al diplomático Eric Lindberger, así como, con toda seguridad, a un hombre de unos veinticinco años de edad, aún sin identificar. A Lindberger lo tortura con su inconfundible modus operandi mientras que a la segunda víctima, John Doe, la mata a tiros. Es la única vez, que se sepa, que el asesino se desvía del método que lo caracteriza para hacer uso de un arma de fuego. Luego cambia de vehículo, haciendo gala de un nuevo patriotismo nórdico, del Saab a un Volvo azul oscuro de diez años, modelo ranchera, con una matrícula que empieza por B. Desde ese momento no se tienen más noticias de él.

¿Cómo coño se explica todo esto?

– ¿Cómo coño se explica todo esto? -dijo Kerstin Holm.

Eran las primeras palabras que mediaban entre ellos desde que el avión despegara de Arlanda rumbo a Nueva York. Al parecer, estaban en la misma onda.

– No lo sé -contestó Paul Hjelm.

Luego se volvió a instalar el silencio.

Al otro lado del tembloroso plexiglás, el sol seguía brillando ciegamente, ajeno a la estación; igual podría tratarse de un sol de invierno que de verano, pero resulta que era un sol de otoño. El tiempo estaba suspendido. Se hallaban dentro de un instante al margen de la cronología, viajando en el tiempo. El único viaje posible. Un espacio para la contemplación.

Le habría gustado tomarse un cubata, escuchar música y leer un libro, pero todo eso tendría que esperar.

¿Y las hipótesis? También a ellas les tocaría esperar. Más bien se trataba de adoptar una actitud abierta, una receptividad crítica para procesar la información y las impresiones que, sin duda, les lloverían en el Nuevo Mundo. Se trataba de mantener vivas las preguntas, de no intentar contestarlas demasiado rápido. Porque había tantas…

¿Por qué mata? ¿Es por la misma razón antes y después del período de inactividad? ¿Por qué esa pausa de casi quince años? ¿Es en realidad el mismo asesino? ¿Por qué todo el mundo tiene la sensación de que algo no cuadra, de que no es el típico asesino en serie? ¿Por qué mata a Lars-Erik Hassel en el aeropuerto? ¿Por qué viaja a Suecia? ¿Por qué utiliza el pasaporte de un hombre de treinta y dos años si ronda los cincuenta? ¿Cómo da con la casa de Gallano en Riala? ¿Por qué cambia de coche en el puerto franco? ¿Será que quiere que se encuentre el cadáver de Gallano mediante la pista del coche? Pues también el cuerpo de Lindberger resultaba fácil de hallar. ¿Será que, a pesar de todo, al igual que la mayoría de los asesinos en serie, está ansioso por mostrar sus habilidades al público? ¿Por qué mata al diplomático? ¿Qué hace éste en el puerto franco en plena noche? ¿Dónde lo asesina? El robo frustrado en el almacén de la empresa LinkCoop, ¿tiene algo que ver con el caso? ¿Por qué mata a John Doe a tiros en vez de torturarlo? ¿Quién coño es ese John Doe, que no existe en ningún registro de ningún país? ¿Estamos haciendo las preguntas adecuadas?

Esta última quizá fuera la pregunta más importante. ¿Había alguna conexión clara entre todos esos interrogantes? ¿Algo que resultara tan obvio que sólo se viera tras alcanzar la altura apropiada para poder contemplar desde arriba las oscuras nubes iluminadas por la cristalina luz solar?

Ahora mismo no estaba seguro de que fuera así.

Pero al menos estaban en camino.

Загрузка...