23

La fase atemporal llegó a su fin. Las horas que no existieron habían desaparecido para siempre. Aterrizaron en Newark en medio de un abrasador sol matinal que abrazaba el complejo sistema de pistas de aterrizaje y de despegue. Visto desde arriba, brillaba como la maraña de sedales que lía un novato de la pesca con mosca.

Paul y Kerstin no habían intercambiado muchas palabras durante el viaje, y no se debía sólo a sus reflexiones por separado sobre el caso sino también, y quizá más, a su complicada relación, que seguía sin normalizarse. Aunque lo cierto era que eso no parecía preocuparles demasiado.

Pasaron por el control de pasaportes y salieron a la enorme sala de llegadas. Cerca de la salida había una gran cantidad de personas que sostenían letreros con los nombres de sus desconocidos invitados. Tras deliberar el asunto durante unos momentos llegaron a la conclusión de que el papel con el texto «Jalm, Halm» -sin duda inspirado por Lewis Carroll- que llevaba un hombre corpulento, impecablemente trajeado, debía referirse a ellos. La famosa pareja de cómicos Jalm & Halm saludó educadamente al gigante cuyo nombre interpretaron como Jerry Schonbauer, que los acompañó diligente a la cinta de entrega de equipajes, donde los esperaba un hombre negro de unos cincuenta años, igual de bien vestido aunque algo menos rígido y quizá algo menos representativo del estilo que esperaban de alguien que trabajaba en el FBI. Mientras el enorme Schonbauer se retiraba a un discreto segundo plano, ocupando su sitio en la jerarquía, el negro les tendió la mano mostrando una acogedora sonrisa.

– Ray Larner, FBI. You must be officers Jalm and Halm from Stockholm. [8]

– Paul Hjelm -respondió Jalm.

– Kerstin Holm -dijo Halm.

-So he's started now? -preguntó Larner con una sonrisa de lamento-. A pair of fresh eyes is probably what this case needs [9]

-It's basically a matter of adding our information to your vast archive of knowledge [10] -contestó Kerstin con una modestia ligeramente aduladora.

Larner asintió con un pesado movimiento de cabeza.

– Como ya sabéis, he dedicado una buena parte de mi vida profesional a perseguir a ese tipo. Aun así, sigo sin saber qué es lo que hace. Es el más misterioso de todos nuestros asesinos en serie. Con la mayoría de ellos no solemos tardar mucho en establecer un cuadro de posibles motivos y un perfil psicológico, pero K se desvía de casi todos los criterios habituales. Bueno, ya habéis visto mi informe.

Asintieron. Larner llamaba K al Asesino de Kentucky, igual que los oscuros integrantes de FASK con los que Chávez había contactado por internet. Fans of American Serial Killers. Los dos se estremecieron al pensar en esas siglas.

La cinta se puso en marcha con un carraspeo para, acto seguido, empezar a escupir equipajes en una continua pero lenta corriente. Pasaron tres cuartos de hora antes de que aparecieran sus dos pequeñas maletas -que probablemente podrían haber pasado como equipaje de mano- deslizándose despacio por la cinta, una al lado de la otra. Durante toda la espera, un relajado Ray Larner estuvo conversando con sus invitados sin mostrar ni una sola vez el menor síntoma de impaciencia. O había contado con este tiempo en su jornada laboral, o se trataba de un rasgo distintivo de su personalidad, la misma característica que le había permitido dedicar toda una vida al mismo caso: una paciencia inagotable que seguramente escondía una determinación de hierro.

Hablaron del calor en Nueva York en esos días finales de verano; del Community policing, el nuevo y exitoso método para combatir la delincuencia en la ciudad; de la estructura del cuerpo policial sueco y de sus, en ocasiones, extrañas prioridades; del mal tiempo otoñal de Estocolmo, y, aunque muy por encima, también del Asesino de Kentucky. En cuanto la conversación se aproximaba a lo que no consideraba oportuno tratar en espacios públicos, Larner la reconducía por otros derroteros con la elegancia de un práctico que, sorteando los escollos, pilota una embarcación por un archipiélago.

Durante toda la conversación, Hjelm se dedicó a estudiar a Larner. El lenguaje corporal indicaba siempre algo distinto de lo que decía el oscuro traje oficial del FBI. Era como si su actitud relajada, controladamente alegre, y sus movimientos ágiles y precisos pidieran perdón por la vestimenta. Hjelm se entretenía reflexionando sobre la discrepancia entre el aspecto esperado y el real. Para empezar no había contado con que Larner pudiera ser negro, lo cual, naturalmente, escondía toda una serie de prejuicios. Pero tampoco había imaginado que tuviera tan buen ánimo, tras todos los contratiempos que había sufrido con el bueno de K: la caza infructuosa hacía veinte años, o la persecución del líder del Commando Cool, Wayne Jennings -a todas luces inocente-, que terminó con la muerte de éste y con el consiguiente juicio y posterior degradación de Larner. Luego el retorno, y todo volvió a empezar… Sin embargo, Larner daba la impresión de contemplar el espectáculo con una sonrisa indulgente. Parecía estar en posesión del don divino de saber separar el trabajo y la vida privada; de alguna forma, irradiaba una vida privada feliz.

Como era de esperar, fue Jerry Schonbauer quien se encargó de las dos maletas. En sus manos parecían un par de neceseres.

– ¿Qué os parece el siguiente plan? -preguntó Larner retóricamente-. Primero os llevamos al hotel, para que podáis refrescaros después del viaje, luego comemos en mi restaurante favorito y después empezamos a trabajar. Pero antes de nada -añadió haciendo un gesto con la cabeza a Schonbauer, que echó a andar con las maletas en dirección a la salida que se divisaba en la lejanía-, una visita guiada por el aeropuerto de Newark.

Abandonaron la cinta de equipajes para meterse en el verdadero vestíbulo de llegadas del aeropuerto. Hjelm se detuvo unos instantes bajo las bóvedas monumentales con los ojos abiertos como platos: «¡Qué altura!», pensó, y la escena se le antojó familiar. Luego echó a correr para alcanzar a Holm y a su galante guía, Larner. Caminaron un kilómetro, quizá más, atravesando un paisaje interior que nunca parecía cambiar, en el que incluso la incesante corriente de viajeros daba la impresión de ser estática.

Al final se detuvieron delante de una pequeña puerta en medio del mar de gente. Larner sacó un llavero, metió una llave en la cerradura y abrió. Un cuarto de limpieza, de los grandes. Tubos fluorescentes en el techo bajo, paredes blancas, limpias, baldas con productos de limpieza meticulosamente organizados, trapos, escobas, cubos, toallas. Rodearon las estanterías y fueron a parar a una estancia un poco más amplia. Allí había una silla y una mesa de trabajo con unos acartonados bocadillos encima, nada más. A través de una minúscula ventana desfilaban los gigantescos cuerpos de los aviones que aterrizaban y despegaban.

Aquí había pasado la última hora de su vida Lars-Erik Hassel.

Y vaya hora.

Hjelm y Holm miraron a su alrededor. No había mucho que ver. Un espacio aséptico en el que morir de forma aséptica.

Larner señaló la silla.

– La original la tenemos nosotros, naturalmente -explicó-. Aparte de los líquidos corporales del señor Hassel no había ningún otro rastro. Nunca lo hay.

– ¿Nunca? -repitió Kerstin Holm.

– Cuando empezamos no existía la posibilidad de realizar análisis de ADN, claro -respondió Larner, encogiéndose de hombros-. Pero a juzgar por los seis asesinatos de la nueva serie, no creo que se nos pasara por alto nada. Jamás deja rastro alguno. Como si fuese sobrehumano. K.

Lo último sólo era una letra, pero el tono de voz lo elevó a alturas astronómicas.

– Nueve -le corrigió Kerstin Holm.

Larner la contempló con detenimiento al tiempo que asentía pesadamente con la cabeza.

Hjelm se quedó un momento más. Quería estar solo. Se sentó en la silla y recorrió la estancia con la mirada. Qué estéril le resultó todo, estéril y eficiente a la manera norteamericana. Cerró los ojos e intentó percibir algo, una mínima parte del dolor horrible, mudo, que esas paredes habían encerrado. Procuró lograr algún tipo de contacto telepático con lo que aún quedaba del sufrimiento de Lars-Erik Hassel.

No lo consiguió.

Estaba allí, pero lejos del alcance de las palabras.


Todo fue muy rápido. El agente del FBI Schonbauer los condujo con mano experta a través de un caos circulatorio de dimensiones insólitas mientras Larner, a su lado, se quedaba traspuesto. Hjelm y Holm iban en el asiento de atrás sintiéndose muy pequeños. Atravesaron el enorme Holland Tunnel por debajo del Hudson River y salieron a Canal Street, para casi enseguida girar a la izquierda y entrar en el Soho. Subieron por la Octava Avenida y al cabo de un rato llegaron a un pequeño hotel cerca de Chelsea Park, de nombre Skipper's Inn. Puesto que encontrar un sitio para aparcar equivalía a una de las utopías de Swift, Schonbauer los dejó en la acera; Larner pasaría a buscarles en una hora y media. El edificio, un vestigio decimonónico de una curiosa forma alargada, se hallaba encajado entre dos modernas construcciones, brillantes como perlas de cristal, al más puro estilo de Manhattan.

Los alojaron en habitaciones contiguas, cada uno con una ventana que daba a la calle 25 Oeste; ocupaban de hecho una cuarta parte de la sexta planta de ese hospedaje que guardaba cierta similitud con una fonda inglesa, o más bien con unas cuantas fondas puestas unas encima de otras. Las habitaciones no eran muy grandes, pero sí acogedoras, con un ligero toque rural, si uno era capaz de ignorar el ruido al otro lado de las ventanas con doble acristalamiento que no se podían abrir. El aire acondicionado, a pesar de estar puesto a la máxima potencia, compitiendo con el ruido de la calle, no lograba reducir el sofocante calor del cuarto por debajo de la temperatura corporal.

Hjelm se tumbó en la cama, que cedió peligrosamente bajo su peso. Era la primera vez que pisaba Estados Unidos, pero había dos cosas que asociaba con el país: aire acondicionado y hielo. ¿Dónde habían puesto el hielo? Se levantó y se acercó al minibar. Toda la mitad superior de la disimulada nevera era un congelador y, efectivamente, estaba lleno de cubitos. Cogió un par de ellos y volvió a la cama. Se los puso encima de la frente como dos cuernos en un difícil equilibrio hasta que acabaron convertidos en tapones para los oídos.

Cómo había añorado el sol en el lluvioso Estocolmo. Ahora echaba de menos la lluvia. «El césped siempre resulta más verde en el otro lado de la valla», pensó recurriendo al más trillado de los clichés. Sentía el cerebro pastoso.

En las películas norteamericanas, Nueva York siempre solía mostrar una de sus dos caras: o chispeante en medio de una histérica aunque feliz nevada de Navidad, o sumergida como una olla en el interior del sol. Ahora entendía por qué. Estaban a mediados de septiembre, y muy lejos de las felices nevadas navideñas.

Consiguió reunir fuerzas para arrastrarse al cuarto de baño, decadente pero de una manera amable. Había una ducha en una bañera algo desgastada en la que se metió sin más, sin ningún tipo de preparación, ni neceser ni ropa limpia. Estaba contento de haberse acordado de desnudarse. Cuando terminó la ducha ni siquiera se secó: se acercó al lavabo y se puso a beber. Tras cinco tragos se le ocurrió que a lo mejor no debería beber el agua del grifo y empezó a escupir y bufar. Lo único que le faltaba era que le diera la típica diarrea del turista.

Se contempló en el espejo. Como todo espejo hotelero que se precie, estaba rajado. Se enfrentó a su propia mirada, algo descentrada, ligeramente cubista. El grano de la mejilla seguía igual; daba gracias a los dioses porque había dejado de crecer. Hubo un tiempo en el que le llegó a preocupar que le cubriera toda la cara.

¿Por qué la presencia de Kerstin siempre le llevaba a pensar en el grano?

Regresó desnudo a la habitación. Cuando acabó de recorrer los cuatro pasos que le separaban de la cama ya estaba seco; y cuando se tumbó empezó a sudar de nuevo. Se quedó tendido contemplando su miembro. Por un momento pensó seriamente en masturbarse -siempre era una buena manera de sentirse como en casa-, pero las condiciones no eran las mejores. En su lugar intentó practicar una técnica respiratoria especial, destinada a mantener el máximo de fuerzas posibles, y en ésas estaba cuando se quedó dormido.

Y se le apareció Kerstin. Se encontraba en otra habitación de hotel. Estaba sumergido en sueños y soñando dentro del sueño. O más bien, se hallaba en duermevela. Apareció de la nada, una pequeña y morena figura deslizándose por la estancia. Aquella noche habían hablado de sexo, algo achispados pero de forma abierta, madura, moderna. No tenía por qué haber pasado de ahí.

A él se le había escapado, si es que se le puede llamar así, su fantasía favorita, y ahora, de repente, ella estaba a su lado masturbándose, a sólo unos centímetros de él. Su subconsciente, de manera meticulosa, había archivado cada movimiento. Los había evocado durante las noches de todo un año: cada peculiaridad en su forma de tocarse, cada caricia, y la acumulación de deseo albergada en cada gesto; se oyeron unos golpecitos, y ella pasó los dedos como si fueran un rastrillo por el triángulo velludo; otros golpecitos, y ella empezó a separar las piernas despacio, muy despacio; más golpecitos, y ella agarró…

Alguien estaba llamando a la puerta.

Se incorporó de golpe y descubrió su miembro erecto.

– ¿Paul? -susurró una voz femenina a través de la puerta-. ¿Estás despierto?

– ¡Sí, estoy desnudo! -vociferó él, fingiendo que no estaba dormido-. ¡Despierto! -se corrigió gritando un poco más alto y esperando que la puerta tuviese una buena resistencia contra los lapsus freudianos-. ¿Ya es la hora?

– Todavía no -dijo Kerstin-. ¿Puedo pasar?

– Espera -gritó, ahora despierto de verdad. La erección debería haberse bajado ya, pero se mostraba terriblemente firme. Llevado por la urgencia del momento, recurrió a la primera mentira que se le ocurrió:

– Estoy en la ducha, ¡dame un minuto!

¿Por qué le resultaba imposible trabajar con esta mujer sin convertirla en un objeto sexual? ¿No era un hombre maduro? Sus ideas sobre la igualdad, los derechos de las mujeres y todo eso le parecían bastante sanas, y sin embargo, la tiranía del deseo le acompañaría siempre. Aunque pensaba que lo que hacía era más bien convertirla en sujeto sexual, pero ¿dónde coño estaba la frontera entre una cosa y otra?

Pues justo aquí. La erección, por ridículo que pudiera parecer, no cedía. Consiguió salir de sí mismo y reírse de todo: ¡qué idiota! Y el idiota debía tomar una decisión: o mandarla a paseo y correr el riesgo de quemar los últimos atisbos de confianza que ella aún tenía en él, o ser sincero y, por tanto, correr el riesgo de quemar los últimos atisbos de confianza que ella aún tenía en él…

Unos segundos en la cuerda floja y luego:

– Tengo una erección.

– ¿Qué coño dices? Venga, déjame entrar.

Buscó una toalla apresuradamente y se la envolvió alrededor de la cintura. Tenía un aspecto patético, tan patético que cuando llegó a la puerta y giró la llave ya había dejado de serlo. Kerstin entró. Llevaba un brevísimo vestido negro que se ceñía a su cuerpo con elegancia.

– ¿Qué has dicho? -repitió ella mientras contemplaba a su colega, plantado allí en medio de la habitación, plenamente convencido de dar la apariencia de alguien recién duchado.

– Que estaba en la ducha -explicó él moviendo las manos en unos confusos gestos en dirección al baño-. Pensaba que aún no era la hora.

– Pero si estás seco -replicó escéptica.

– El calor -repuso él-. Todo se seca enseguida.

– Es pronto todavía -aclaró ella con otro tono de voz, más profesional, antes de sentarse en el borde de la cama-. Pensé que sería buena idea que habláramos de nuestra estrategia antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Estrategia? -preguntó él inclinándose hacia la maleta al otro lado de la cama.

No se había enrollado bien la toalla, de modo que tuvo que agarrarla con una mano mientras intentaba desatar las tiras de la maleta con la otra. No resultaba del todo fácil.

Se sentía como un payaso.

– Eso parece complicado -comentó ella con tono maternal desviando la mirada-. Anda, suelta la toalla. Prometo no mirar.

La dejó caer y consiguió sacar ropa limpia. Mientras se vestía dijo con alivio:

– ¿Por qué necesitamos una estrategia?

– Es el FBI. Nos van a ver como paletos de pueblo de visita en la gran ciudad. Consideran que su misión principal es asegurarse de que volvamos sanos y salvos, sin que nos atropellen, ni atraquen, ni nos dé por las drogas. Debemos tener claro lo que nos interesa e insistir en eso. Son ellos los que deben proporcionarnos información a nosotros, y no al revés; el Asesino de Kentucky está en nuestro país. ¿Para qué estamos aquí en realidad?

Paul consiguió sacar una corbata estrecha de color lila de la maleta y se dispuso a hacer el nudo.

– Para buscar pistas y ver si a ellos se les ha escapado algo.

– Aunque no podemos formularlo así. ¿Te vas a poner eso?

Paul Hjelm se miró.

– ¿El qué?

– No creo que debamos parecer más paletos de lo que ya somos. La verdad es que venimos de una gran capital, aunque sea pequeña.

– ¿Y qué problema hay? -preguntó Paul Hjelm sin entender nada.

– ¿De qué color es tu camisa? -replicó ella pedagógicamente.

– Azul.

– Bueno, más bien azul celeste. ¿Y la corbata?

– ¿Lila?

– ¿Pegan?

Él se encogió de hombros.

– ¿Por qué no?

– Ven aquí -dijo ella, y él obedeció.

Le desató la corbata y empezó a desabotonarle la camisa. «Contrólate», le ordenó Hjelm a su rebelde entrepierna.

– ¿Qué haces?

– Como doy por descontado que sólo llevas una corbata en el equipaje, tendremos que cambiar la camisa. ¿Qué te has traído?

Kerstin rebuscó en la maleta y consiguió dar con una camisa blanca.

– Habrá que conformarse con ésta -dijo antes de lanzársela a su compañero.

Luego cambió abruptamente de tema.

– Pues no, no podemos comportarnos como si estuviéramos aquí para corregir los errores del FBI. Sería delicado, si no para Larner, sí para sus superiores.

– O sea, que mejor nos centramos en la vertiente sueca del asunto, ¿no? -dedujo él mientras se abotonaba la camisa.

– Sí, yo creo que sí. Primero debemos compartir con generosidad toda nuestra información; es posible que ellos puedan aportar algo, pero sobre todo se trata de mostrar buena voluntad. Las cartas boca arriba. Así quizá ellos hagan lo mismo.

– A ver si lo he entendido bien, nuestra estrategia es: uno, darles, sin condiciones, todo lo que tenemos; dos, decirles que queremos repasar el material para buscar la relación con Suecia.

– Y convencerles de que estamos aquí única y exclusivamente para trabajar la rama sueca del caso. No meternos en camisa de once varas. Y ser diplomáticos. ¿Crees que podrás?

Debería haberse sentido ofendido, pero, de alguna manera, era el primer comentario medianamente personal que Kerstin le hacía en mucho tiempo.

– Sí -se limitó a responder.

– Como sabes, he estudiado con bastante detenimiento la documentación a la que hemos tenido acceso. No sé hasta qué punto está completa, claro, pero me da la impresión de que Larner se centró demasiado pronto en Wayne Jennings. Cuando éste desapareció de la investigación, las ideas se fueron con él. En el material que trata la nueva serie de asesinatos no aparece ni una sola hipótesis. Puede que sea injusta, pero me parece que Larner se rindió tras el fracaso con Jennings y que ahora se dedica sólo a recopilar datos. Creo que hay muchas más cosas que deberían hacerse, sobre todo con la última parte del caso.

Paul Hjelm asintió con la cabeza. Incluso para él, no tan al corriente de los detalles del caso, resultaba evidente que el regreso del Asesino de Kentucky, tras quince años sin dar señales de vida, había pillado al FBI completamente desprevenido.

– ¿Así que no crees que sea oportuno mencionar la pista del KGB? -dijo él serio.

– Quizá convenga esperar un poco con eso -repuso ella con la misma seriedad.


La comida de Ray Larner consistió en una magnífica pasta carbonara preparada como Dios manda en el pequeño restaurante Divina Commedia de la calle 11. Les sorprendió un poco que con la comida se sirviera Loka, una marca sueca de agua mineral, pero por otra parte era verdad que el mundo se estaba encogiendo. Larner se encontraba en plena forma y sólo quería hablar de la cocina italiana, rechazando cualquier intento de cambiar de tema. Se enfrascaron en un largo debate, con mucho prestigio en juego, sobre si el mejor aceite de oliva del mundo venía de España o de Italia, polémica que no acabó hasta que Kerstin, acordándose de repente de su estrategia diplomática, entregó la victoria a Italia. Las intervenciones de Hjelm a favor de Grecia no tuvieron eco alguno entre los contrincantes, aunque desde una mesa contigua se quisieron otorgar unos sorprendentes puntos a favor de Australia.

– Cuando me jubile me mudaré a Italia -anunció Larner en voz alta-. Los privilegios de un viudo jubilado son interminables. Voy a morir con la boca llena de una mezcla de pasta, aceite de oliva, ajo y vino tinto. Cualquier otra cosa es impensable.

No resultaría exagerado afirmar que el policía se desviaba un poco de la imagen estereotipada de un agente especial del FBI.

– ¿Así que eres viudo? -dijo Kerstin con un lamento suave en su voz.

– Mi mujer murió hace unos años -respondió Larner mientras seguía masticando con buen humor-. Afortunadamente, al duelo le sigue una sensación de libertad casi frívola. Si no te quitas la vida, o te vuelves alcohólico, claro, como suele pasar casi siempre.

– ¿Tienes niños? -preguntó Hjelm.

– No -contestó Larner-. Estuvimos hablando de tenerlos más o menos hasta el día en el que empecé a encargarme de K. Pero él me quitó toda la fe en la humanidad. No se puede traer niños a un mundo capaz de crear a un K. Aunque supongo que ya conocéis ese razonamiento.

– Yo lo he hecho -replicó Hjelm-. O sea, que he tenido niños.

– Pero entonces no conocíais a nadie como K. Espera a ver si tendrás nietos.

– Nacieron niños a pesar de Hitler -comentó Kerstin.

Ray Larner permaneció callado unos instantes. Luego se inclinó hacia Kerstin:

– ¿Tienes niños, Halm?

Ella negó con la cabeza.

– Porque lo que te voy a enseñar esta tarde -dijo Larner reclinándose en la silla- va a hacer que se te quiten las ganas para siempre.


«Zero tolerance» era un término que jugaba un papel muy importante en el nuevo espíritu neoyorquino. En realidad, no se trataba más que de un eufemismo de intolerancia, pero funcionaba de maravilla. Consistía en que la policía simplemente no toleraba nada al margen de la ley. La más mínima infracción acarreaba una detención inmediata basándose en la teoría del efecto dominó: si caen los pequeños delincuentes, también caerán los grandes. El punto de partida era la idea de que los que cometen los crímenes más graves también son culpables de toda una serie de delitos menores, y es entonces cuando se les puede pillar.

Ray Larner era agente federal, de modo que se encontraba al margen de la actividad que desarrollaba la policía del estado de Nueva York, y a pesar de que trabajaba en el corazón de la ciudad, observaba el fenómeno a distancia. Su franqueza, de la que ya tenían buena constancia Paul y Kerstin, jamás traspasó ni un solo milímetro el terreno de los temas polémicos. Sin embargo, cuando hablaba de los resultados del espíritu neoyorquino, sentado de copiloto en el coche, al lado de Jerry Schonbauer, se percibía cierta discordancia en su voz. ¿Podía ser el atisbo de una amarga visión de futuro lo que asomaba en su entonación?

Hacía un par de años había sido necesario tomar medidas en la ciudad más grande de Estados Unidos. No quedó más remedio. Las cosas se habían descontrolado por completo. El número de asesinatos no hacía más que aumentar. La policía y el sistema judicial estaban desbordados. Había dos caminos a seguir: el del largo plazo o el del corto. O sea, la prevención o el castigo. Desgraciadamente, habían dejado que la situación se les fuera de las manos de tal manera que, en realidad, no quedaba más que una posibilidad. No se contemplaba la opción de proporcionar la suficiente autoestima a la gente para que fuera capaz de ver alguna alternativa, por pequeña que fuera, a las drogas y al dinero rápido. No sólo llevaría demasiado tiempo, sino que también implicaría la ruptura de una tradición con varios siglos de antigüedad. La mejor solución parecía ser una síntesis entre las dos opciones: prevenir mediante la vía punitiva.

El resultado fue mucho mejor de lo que nadie se había imaginado. Dentro de lo previsto por el programa Community Policing, de repente aparecieron policías en todas las esquinas y Nueva York cayó en picado en el ranking de las ciudades con mayor número de asesinatos, desde la primera posición hasta una de las últimas. Los ciudadanos honrados, o sea, los bastante adinerados, estaban eufóricos, claro. Otra vez se podía hacer footing por Central Park sin recibir un navajazo entre la sexta y séptima costilla y coger el metro sin tener que ir de diez en diez. En resumen, de nuevo era posible moverse con libertad por la calle.

Pero ¿cuál había sido el precio? Primero: una aceptación absoluta y definitiva del statu quo. La idea de que un delincuente podía rehabilitarse, de una u otra manera, se esfumó. Ya no era cuestión de procurar que los ciudadanos no se convirtieran en criminales, sino de retirarlos de la circulación una vez que lo fueran. Los escasos recursos asignados, de los cuales antes la prevención se llevaba por lo menos unas migajas, se dedicaron ahora en su totalidad a la imposición del castigo ejemplar. Nadie en plena posesión de sus facultades hablaba ya de la vieja y fundamental idea estadounidense de la igualdad de oportunidades, y la otrora popular visión del crisol cultural se había convertido en pura mística; en ninguna otra parte se mantenían los grupos étnicos a tanta distancia los unos de los otros como en Estados Unidos. La estrategia de la policía se basaba en aparecer en cualquier sitio en cualquier momento, una forma de actuar que, sin duda, cargaba con un pesado lastre histórico. De cara al futuro, la cuestión era si la desigualdad ya había llegado tan lejos que el Estado policial constituía la única manera disponible de mantener la ley y el orden.

Además, se había producido un cambio desagradable en la forma de entender los derechos humanos. La pena capital seguía vigente en treinta y ocho estados, y había registrado un espectacular aumento. Una oleada de penas de muerte, tanto dictadas como ejecutadas, recorría todo el país. El último golpe maestro había sido la norma que establecía que en un juicio en el que la pena capital fuera posible, ninguna persona que se declarara contraria a la misma podría ser miembro del jurado. El invento se llamaba «jurados cualificados para la pena capital», y no sólo apartaba del proceso a cualquier lego liberal, sino que además allanaba el camino a las sentencias rápidas y con poca deliberación de por medio. Sin embargo, la tasa de criminalidad en aquellos estados que aplicaban la pena de muerte no era, en absoluto, más baja que en los pocos estados que aún se resistían. Un hecho que invalidaba el argumento más importante a favor de la pena de muerte -el efecto disuasorio-, dejando sólo la pura y dura venganza. El ajuste de cuentas.

La neutralidad mostrada por Larner al dar cuenta de la situación no distaba mucho de la de Hultin. La cuestión era si escondía tanta rabia como en el caso del comisario sueco. O si Larner -como insinuaba Kerstin- simplemente se dedicaba a recoger datos para luego presentarlos.

Hjelm estaba a punto de exponerle a esa prueba que, en su opinión, constituía la línea divisoria fundamental entre dos especies de seres humanos, la postura respecto a la pena capital, cuando el coche llegó a la parte más alta del puente de Brooklyn y Larner interrumpió su explicación.

– Ahora mirad hacia atrás -exclamó.

Se volvieron. Ante sus ojos Manhattan desplegaba su fabulosa silueta, bañada por los rayos de sol.

– A strange kind of beauty, isn't it? Cada vez que paso por aquí reflexiono sobre la naturaleza eterna de la belleza. Nuestros antepasados, ¿lo habrían encontrado bello? ¿O les habría parecido horrendo? ¿Existe la belleza eterna?

El espectáculo resultaba abrumador. Hjelm fue incapaz de retomar el tema de la pena capital. Era como si la panorámica sobre Manhattan le hubiese abierto las puertas a la ciudad. A partir de ahí siguió con un interés expectante el trayecto que quedaba hasta la New York Field Office del FBI. Cuando Schonbauer pasó el puente, se desvió, dio la vuelta y regresó para repetir la experiencia; al parecer, habían ido hasta allí sólo por las vistas.

Luego hicieron todo el camino hasta el poderoso City Hall, donde giraron para enfilar una de las pocas calles diagonales de Manhattan, Park Row, que rozaba el City Hall Park. Salieron al mismísimo Broadway, torcieron a la derecha, volvieron a pasar por City Hall y, tras dejar atrás unas bocacalles, llegaron finalmente a Federal Plaza, donde se abría la puerta de un garaje por el que entraron.

Estaban en el cuartel general del FBI en Manhattan, en el número 26 de Federal Plaza. También había oficinas en Brooklyn-Queens, en Long Island y en el aeropuerto JFK.

Recorrieron unos pasillos que no recordaban precisamente a los del edificio de policía en Kungsholmen. Todo era mucho más grande, más limpio, más clínico. Hjelm se preguntaba si sería capaz de trabajar allí. El sitio parecía inmune a ese pensamiento salvajemente heterodoxo que consideraba su especialidad.

Hjelm dejó pronto de contar el número de puertas de seguridad que franquearon con la ayuda de diversas tarjetas y códigos numéricos. Schonbauer las abría mientras Larner, imparable, seguía hablando. Los típicos datos que recogen los folletos informativos cruzaron el aire: número de empleados, departamentos, tipo de preparación de los agentes, grupos especiales; todo menos lo más relevante.

Al final se iban acercando al sanctasanctórum. Una última puerta de seguridad se abrió girando sobre unas monumentales bisagras, dándoles paso a un sistema de pasillos que pertenecía a la brigada de asesinos en serie dentro del FBI neoyorquino. Los nombres de Larner y Schonbauer adornaban dos modestas puertas contiguas que formaban parte de una larga fila de despachos. Sin pronunciar palabra, Schonbauer entró en el suyo y los demás pasaron al de Larner.

– Jerry os va a preparar un pequeño espectáculo multimedia -explicó Larner mientras se acomodaba tras su mesa.

El despacho era pequeño pero tenía una impronta personal, constató Hjelm con gratitud; se notaba que Larner había hecho suyo el espacio. Las paredes estaban cubiertas con tablones de anuncios, todos llenos de notas. Detrás de Larner había una pizarra blanca que le resultó familiar, pintada con flechas, cuadros y líneas que podrían confundirse con los garabatos de Hultin.

– Bueno, aquí está todo concentrado -dijo Larner al advertir hacia dónde dirigía Hjelm la mirada-. Veinticuatro cuadrados con cadáveres torturados. Cuarenta y ocho agujeros en veinticuatro gargantas. Una sobria esquematización de algo que no admite la simplificación. Horrores indescriptibles reducidos a unas líneas azules. ¿Qué otra cosa podemos hacer? El resto lo llevamos dentro.

Hjelm contempló a Larner. En el caso del agente del FBI se trataban duda, de una pesada carga.

– Primero, una pregunta -anunció Larner tranquilamente-. ¿Es verdad que creéis que ha matado a una de las víctimas de un tiro?

– Todo apunta a que es así -confirmó Hjelm.

– En tal caso, eso cambiaría de golpe el mínimo perfil psicológico que hemos conseguido trazar.

– Por otra parte -intervino Kerstin Holm-, tu teoría original era que se trataba de un veterano de la guerra de Vietnam. Suelen tener bastante inclinación hacia las armas.

La cara de Larner se torció en una mueca.

– Bueno, ya sabes lo que pasó con esa teoría…

– Sí, claro… -admitió Kerstin.

A Hjelm le pareció que se había sonrojado. Un error diplomático ya en el primer comentario. Seguro que se maldecía a sí misma por dentro. Aun así no estaba dispuesta a rendirse tan pronto.

– ¿Nos podrías explicar brevemente por qué descartaste al resto de los integrantes del Commando Cool? No se mencionaba nada en el material que nos mandaste a Suecia.

Larner se estiró mientras buscaba la información dentro del voluminoso archivo que guardaba en su cerebro.

– El grupo, al parecer, estuvo compuesto por ocho miembros, todos con una preparación especial. Se trataba de un grupo cuya misión era, hablando en plata, realizar torturas sobre el terreno. Oficialmente, cuando al final conseguí algún tipo de respuesta oficial, me comunicaron que su actividad consistía en la «recopilación de información sobre el terreno». Me dio la impresión de que se inventaron ese término sólo para mí. La idea era que nadie, más allá de un círculo muy reducido, estuviera al corriente de la existencia de ese grupo.

– ¿Y quiénes eran los integrantes de ese círculo? ¿Realmente se trataba de militares o…?

Larner echó una incisiva mirada a Kerstin Holm.

– El servicio de inteligencia militar.

Parecía tener ganas de añadir algo más. Kerstin lo advirtió.

– ¿Sólo? -replicó ella.

– Commando Cool, ese asqueroso nombre ya da de por sí una idea de que no era algo que se pensara hacer público… De todos modos, el comando, de alguna forma, dependía directamente del presidente Nixon. Se formó durante su mandato, hacia finales de la guerra; creo que un poco a la desesperada, o por lo menos ésa es la impresión que produce. La fachada oficial era el servicio de inteligencia militar, pero había otras fuerzas moviéndose entre bastidores.

– ¿ La CIA? -preguntó Kerstin, que a todas luces se había olvidado el protocolo diplomático en la habitación del hotel.

Ray Larner tragó saliva. Luego le lanzó una mirada que daba a entender que la relación entre ellos había cambiado; aunque no necesariamente a peor.

– Al amparo de muchos y gruesos sellos de alto secreto… Sí, es posible. Debéis tener en mente que existe una enorme tensión entre la CIA y el FBI; si de alguna manera se descubre que yo he dicho esto, me puedo olvidar de todo lo que se llama pensión. Han pinchado mi teléfono, y sólo puedo rezar para que no haya micrófonos ocultos aquí dentro. Siempre van un paso por delante. Pero ya he dicho más de lo que debía. Intentad olvidarlo.

– Ya está olvidado -aseguró Kerstin-. Nosotros sólo estamos aquí para intentar encontrar alguna conexión con Suecia. Eso será lo único que pondremos en nuestros informes.

Larner los contempló unos instantes, primero a uno y luego al otro. Después asintió brevemente con la cabeza.

– Ocho miembros -dijo recuperando el hilo.

– ¿Y Balls? -interrumpió Kerstin osada.

Larner irrumpió en una ruidosa carcajada.

– ¿Habéis consultado a los FASK en internet? ¿Fans of American Serial Killers?

Holm y Hjelm cruzaron la mirada.

– Venid conmigo -indicó Larner.

Acto seguido se levantó y salió con paso apresurado al pasillo. Unas puertas más allá entró en el despacho de un tal Bernhard Andrews. Un joven de unos veinte años con gafas redondas levantó la mirada de un enorme ordenador al tiempo que les mostraba una amplia sonrisa. Llevaba vaqueros y camiseta y decir que desentonaba con su entorno era quedarse corto.

– ¡Hombre, Ray! ¿Qué tal? -saludó risueño antes de tenderle una lista impresa del ordenador-. La pesca de ayer. Un tipo que es director de una empresa de algodón en West Virginia, otro de un club de golf en Arkansas y alguna otra cosa interesante.

– Hola. Gracias, Barry -contestó Larner cogiendo la lista para echarle un vistazo-. Te presento a los inspectores Jalm y Halm, de Suecia. Están aquí por K.

– Ajá -dijo Bernhard Andrews en tono cordial-. ¿Compañeros de Jorge Chávez?

Se quedaron boquiabiertos.

– Nacido en Suecia en 1968 -continuó Andrews-. En Raggswede, ¿verdad?, de padres chilenos afines a movimientos políticos de izquierda.

– Se dice Rågsved -balbuceó Hjelm confuso.

– Entró hace una semana -aclaró Andrews complacido-. Con un bonito disfraz, pero bastante transparente. Empleó ciento treinta dólares del dinero de los contribuyentes para acceder. Un poco de ayuda al desarrollo, del erario sueco al americano.

Se lo quedaron mirando con los ojos como platos. Incapaces de articular palabra.

– Barry es hacker -explicó Larner de lo más tranquilo-, uno de los mejores del país. No hay quien lo pare. Tuvimos mucha suerte fichándolo. Además, él es FASK.

– Fans of American Serial Killers -dijo Barry Andrews-. Encantado de conoceros.

– Es una manera de atraer a potenciales asesinos en serie -prosiguió Larner moviendo la lista impresa en el aire-. Por mucho que intenten ocultar su identidad, Barry los pilla. Hemos cogido a tres gracias a él. Yo diría que este chico es el héroe más desconocido del país.

Bernhard Andrews mostró una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿De modo que Balls no existe? -preguntó Kerstin, cuyo cerebro trabajaba con más celeridad que el de Hjelm.

– He cogido el nombre de la Pantera Rosa -respondió Andrews-. Es el experto en disfraces al que contrata el inspector Clouseau y que sobrevive a todos los atentados con bomba. Lo único de lo que puedes estar seguro respecto a los asesinos en serie y sus fans es que no tienen ningún sentido del humor. Parecen estar vacunados contra eso.

– Estaba pensado para provocar una protesta de alguien que supiera más -intervino Larner-. Pero hasta el momento nadie ha picado.

Se despidieron de FASK. Los saludó con la mano sin que la sonrisa abandonara sus labios.

– Muy pocas cosas son lo que parecen en este mundo -constató Larner al volver a tomar asiento tras su mesa-. No creía que tuvierais minorías étnicas en vuestro cuerpo policial -continuó poniendo así el dedo en una de las llagas suecas-. Pero ni siquiera al inspector Chávez podéis decirle nada sobre FASK. Barry es una de nuestras armas secretas más importantes en la lucha contra la ola de asesinos en serie.

Abrió un cajón y sacó un par de papeles, los puso encima de la mesa y, al lado de cada uno, colocó un bolígrafo marcado con las siglas FBI.

– No es que no me fíe de vosotros, pero mis superiores os han preparado estos formularios. Se trata de un compromiso de guardar el secreto profesional que, en caso de que se infrinja, conllevaría sanciones acordes con la ley estadounidense. Por favor, leedlo y firmad.

Repasaron el documento. La letra pequeña resultaba difícil de interpretar. Los dos sentían una instintiva resistencia a poner su firma en documentos tan vagos, pero la diplomacia cosechó otro triunfo más. Firmaron.

– Estupendo -dijo Larner-. ¿Por dónde íbamos? Commando Cool. Ocho miembros, pero ninguno con el nombre de Balls. Al mando estaba el joven Wayne Jennings, veinticinco años de edad y con seis años de guerra, y sabe Dios cuántos muertos a sus espaldas. En fin, todo un veterano cuando lo seleccionaron. Los mejores años de su vida, y los más formativos, al servicio de la muerte. Tenía veintisiete cuando la guerra terminó y treinta cuando K inició sus actividades. Tras Vietnam regresó a la granja de su difunto padre, situada al este de Kentucky, al pie de Cumberland Plateau, si os dice algo. No cultivaba gran cosa, vivía de la pensión. Sin duda era el mejor candidato; según fuentes fiables, manejaba las tenazas con mucha habilidad. El tercer cadáver se halló a sólo trece millas de su casa. Hacia el final de la guerra fallecieron tres miembros del comando, de modo que, aparte de Jennings, sólo quedaban cuatro; encontraréis información sobre ellos en el material completo al que vais a tener acceso. Había otro más en Kentucky, Greg Androwski, un amigo de la infancia de Jennings, que, sin embargo, murió a causa de su drogadicción en 1986. Estuvo vivo, por lo tanto, durante los cuatro años que K operó en el Medio Oeste, pero se hallaba en un estado físico y mental tan deplorable que no resultaba muy verosímil como asesino. La guerra lo destrozó por completo. Quedan tres: dos se trasladaron al norte, uno a Nueva York, Steve Harrigan, que se convirtió en agente de bolsa y formó parte del grupo de tiburones de Wall Street durante los ochenta, y otro, Tony Robin Garreth, a Maine; se gana la vida llevando a los turistas de pesca. Los dos quedaron a salvo de cualquier sospecha. El último, Chris Anderson, se instaló en Kansas City, donde abrió un negocio de venta de coches de segunda mano.

– ¿Anderson es de origen sueco? -preguntó Kerstin.

Larner esbozó una sonrisa.

– Se remonta a cuatro generaciones -respondió-. Su tatarabuelo vino de un sitio llamado Kalmar, tal vez os resulte familiar. La verdad es que Anderson figuraba en el número dos de nuestra lista; se trataba del hombre de confianza de Jennings. Tan frío y trastornado por la guerra como su jefe. Pero tenía mejores coartadas que Jennings, que, además, era más escalofriante. Ése fue mi principal argumento, o sea, me basé totalmente en la intuición. Teniendo eso en cuenta, lo cierto es que conseguí llevarlo todo bastante lejos.

– ¿Hasta qué punto estabas seguro de que era Jennings?

Larner se reclinó en la silla con los dedos entrelazados en la nuca. Reflexionó un momento.

– Del todo -contestó-. Cien por cien.

Se volvió para sacar una gruesa carpeta de un anticuado armario archivador que había al lado de la pizarra. Jerry Schonbauer asomó la cabeza en ese momento.

– Todo listo -indicó.

– Cinco minutos -dijo Larner, y tiró la carpeta encima de la mesa en dirección a Kerstin.

Ella la abrió. Un pequeño taco de fotos se desplegó como un abanico ante sus ojos. La primera era un retrato de Jennings con unos treinta años. Mostraba a un hombre joven y guapo, rubio, con una amplia sonrisa en los labios, pero con tal frialdad en los ojos azul acerado que la foto parecía partirse en dos. Kerstin tapó la parte superior de la cara y vio a un joven feliz y sonriente, luego bajó la mano hasta la parte inferior y se encontró con la mirada gélida de una persona despiadada.

– Eso es -exclamó Larner casi entusiasta-. Exactamente eso. Al principio, cuando lo visitábamos, se mostraba muy amable, simpático. La parte inferior. Cuando insistimos nos fue enseñando cada vez más la superior.

Repasaron el resto de las fotografías. Un Jennings adolescente en uniforme; algo mayor en medio de un grupo de soldados con el mismo uniforme de campo; Jennings con un atún grande; Jennings apuntando a la cámara con una ametralladora en un fingido gesto de ataque; Jennings en un baile, en compañía de una bella joven sureña con nombre de pila doble; Jennings con un bebé en las rodillas; Jennings morreándose con una prostituta vietnamita; y al final un Jennings carcajeándose mientras apuntaba con la pistola a la sien de un vietnamita desnudo, que se hacía pis encima y que estaba llorando, arrodillado junto a un profundo agujero en el suelo. Kerstin se la enseñó a Larner.

– Ah, sí -dijo Larner-. Ves ésa y se te olvidan las demás. Acojona, ¿eh? Me darían mucho dinero si la vendiera a Time Magazine. No entiendo cómo fue capaz de conservarla. Encontramos todas esas fotos en su casa durante el registro que realizamos después de su muerte.

– ¿Qué pasó exactamente cuando murió? -quiso saber Kerstin.

– Hacia el final lo vigilábamos las veinticuatro horas -empezó Larner, pero fue interrumpido enseguida.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Llevábamos un mes con esa vigilancia cuando murió.

– ¿Se cometieron algunos asesinatos durante ese período?

– Los cadáveres fueron hallados en un estado de putrefacción tan avanzado que resultó difícil determinar el momento exacto del fallecimiento. Pero es cierto que los dieciséis cadáveres que precedieron a su muerte ya habían sido encontrados por aquel entonces. Fue una de las razones por las que seguí insistiendo, a pesar de que tenía todas las instancias oficiales imaginables en mi contra; cuanto más tiempo lo vigilábamos las veinticuatro horas del día sin que aparecieran nuevas víctimas, más probable era como asesino. ¿Puedo continuar ahora?

– Sí, sí, claro -se apresuró a decir Kerstin avergonzada-. Perdón.

– Yo intentaba participar en la vigilancia todo lo que podía, y aquel día me encontraba allí. El tres de julio de 1982. Hacía un calor sofocante, casi insoportable. Jennings salió de su casa insultándonos a gritos, algo que llevaba haciendo unos cuantos días. Parecía totalmente agotado, al borde de un colapso nervioso. Se dirigió corriendo a su coche y se marchó. Lo seguimos a lo largo de la carretera durante unas diez millas hacia el norte. A una velocidad demencial. De pronto, un trecho más adelante, tras una larga curva, vimos que se elevaba una enorme nube de humo; cuando llegamos, descubrimos que Jennings había chocado de frente con un camión. Los dos vehículos estaban en llamas. Yo me acerqué corriendo todo lo que pude y lo vi moverse de forma borrosa dentro del coche, completamente quemado.

– ¿Así que no presenciaste la colisión en sí? -preguntó Kerstin.

Larner volvió a sonreír; la misma sonrisa de comprensión mutua e indulgencia que se estaba convirtiendo en el sello distintivo de su relación. Hjelm se sentía un poco marginado.

– Entiendo por qué insistes, Halm. No, nos encontrábamos a unas doscientas o trescientas yardas de distancia y había una curva de por medio, y no, tampoco vi su cara cuando se quemó. Y sí, es verdad que habría sido el lugar más apropiado para simular un accidente. Pero no había adónde ir, estábamos rodeados de desierto llano y no se veía ningún otro vehículo cerca y, lo que es más importante, los dientes que se encontraron en el coche eran suyos. He dedicado muchas horas de mi vida a convencerme de que efectivamente era él quien murió calcinado en ese coche. Y así fue. No creáis otra cosa. Procurad no caer en el mismo error que yo: no os obsesionéis con Jennings. Esa fijación mía ha arruinado la investigación del caso; ya no soy capaz siquiera de aventurar una hipótesis razonable. K sigue siendo un misterio. Seguro que se lo pasó en grande, riéndose a carcajadas desde su escondite, mientras yo acosaba a un pobre veterano de guerra en paro a quien terminé llevando a la muerte. Luego, sólo para demostrarme que me había equivocado, mató a otras dos personas en los seis meses que siguieron a la muerte de Jennings. Y se esfumó.

Larner permaneció quieto, con los ojos cerrados.

– Creí que me había librado de él -continuó despacio-. Seguí con el caso, dándole mil vueltas, analizando cada uno de los detalles una y otra vez después del decimoctavo y último asesinato. Así se pasan más de diez años. Empiezo con otras cosas, me meto a cazar racistas en el sur, traficantes de droga en Las Vegas, pero no me lo puedo quitar de la cabeza. Y luego el cabrón vuelve a la carga. Se ha trasladado a Nueva York. Se burla de mí.

– ¿Y no cabe ninguna duda de que se trata de la misma persona?

Larner se rascó la nariz. Parecía cansado.

– Por razones de seguridad, sólo un número muy reducido de agentes conoce los pormenores clave de cada caso. En el que nos ocupa éramos dos: un hombre llamado Don Camerun y yo. Camerun murió de cáncer en 1986. El detalle decisivo no lo sabe nadie más que yo en todo el FBI. Ni siquiera Jerry Schonbauer lo conoce. Se trata de las tenazas. Son las mismas, y el procedimiento para introducirlas no sólo es extremadamente complicado sino que también es idéntico. Ya que ahora el caso es vuestro os daré la descripción exacta, pero os pido encarecidamente que no compartáis la información con nadie más.

– ¿Qué pasó con ese tipo del Commando Cool que se trasladó a Nueva York? -insistió Kerstin-. ¿El agente de bolsa?

Larner se rió.

– Parece que todas mis viejas ideas están flotando por el aire aquí dentro y tú las atrapas al vuelo, Halm.

– Kerstin -replicó ella.

– De acuerdo, Charstin. Es verdad que en el informe que os mandé no se menciona a Steve Harrigan. Pero lo tengo controlado. Todo está incluido en la documentación completa, ya lo veréis. Harrigan es multimillonario y viaja sin cesar de un lado para otro. En cada uno de los seis asesinatos de la segunda vuelta se encontraba en el extranjero. Y definitivamente no está en Suecia ahora. Venga, vamos con Jerry al cine, que ya han pasado bastante más de cinco minutos.

Los condujo hasta una sala que, en efecto, recordaba a un auténtico cine. Justo debajo de la pantalla, sentado encima de una mesa y balanceando las piernas, estaba el gigante Jerry Schonbauer. Las perneras se le habían subido un poco revelando un par de espinillas muy peludas que se asomaban por encima de los reglamentarios calcetines negros. Al verlos entrar, bajó de un salto y los invitó a sentarse en primera fila.

– Jerry se incorporó precisamente desde el departamento de Kentucky cuando comenzó la nueva tanda de asesinatos -comentó Larner mientras se arrellanaba en uno de los cómodos sillones-. Es un agente cojonudo; atrapó a Roger Penny él solito. Tal vez os suene. Adelante, Jerry. Voy a echar una cabezada. Resulta desagradable al principio, pero ya veréis lo rápido que se endurece uno.

Las luces se fueron apagando de forma gradual, igual que en el cine.

También había efectos especiales. Aunque desgraciadamente no tenían la impronta de Hollywood.

– Michael Spender -comentó la voz de bajo de Schonbauer ante la imagen de un hombre cuya única parte intacta en todo el cuerpo era la cabeza.

En la garganta brillaban dos pequeñas linternas rojas. La cabeza, blanca e hinchada, había sido forzada hacia atrás. No llevaba ropa. Los ojos muertos reflejaban el mismo terrible dolor que los de Andreas Gallano. Las uñas de manos y pies estaban arrancadas, y la piel del tórax desprendida en pequeñas tiras. El sexo, que había sido partido en dos, desde el glande hasta la raíz, yacía en dos sangrientos jirones a lo largo de las ingles.

Las náuseas los asaltaron a la vez. Casi tuvieron que salir corriendo. Schonbauer continuó imperturbable:

– Spender fue la primera víctima. Era ingeniero informático de Macintosh en Louisville. Trabajaba en el desarrollo del primer ordenador Apple. Lo hallaron unas personas que estaban recogiendo bayas en el bosque en el noroeste de Kentucky, unas dos semanas después de su fallecimiento. Se ausentó de su lugar de trabajo después del almuerzo el 4 de septiembre de 1978. Fue encontrado el 19 por la tarde, a unas sesenta millas de su domicilio.

La siguiente víctima, un corpulento hombre de facciones eslavas, permanecía sin identificar. Iba vestido, pero tenía los dedos y el sexo desfigurados. La foto resultaba algo menos dañina para el estómago.

– Parece ruso -intervino Hjelm a la vez que le venía a la memoria su absurda teoría sobre la implicación de la KGB.

– Sin duda -asintió Schonbauer-. En cuanto pudimos enviamos las huellas dactilares a la policía rusa, pero sin resultado. No tenemos ningún tipo de información sobre él, aparte de que lo encontraron en el sur de Kentucky unos dos meses después de Spender. En un viejo retrete exterior junto a una granja abandonada. Llevaba muerto más de una semana.

Siguiente imagen. Otra víctima sin identificar. Un varón de raza blanca, delgado, constitución atlética, de unos sesenta años, desnudo y desfigurado de la misma manera que Spender. La foto daba escalofríos. Se había tomado por la tarde: una luz crepuscular flotaba sobre las copas de los árboles. Lo único que brillaba era el cadáver. Estaba sentado encima de una piedra en pleno bosque. Rígido. Los brazos estirados en ángulo recto con el cuerpo, como levantados por una irresistible fuerza interior; de las manos salían los huesos, como clavos que se hubieran sacado desde dentro. Los ojos les lanzaban una mirada abiertamente acusadora.

Lejos de acostumbrarse, Hjelm se sentía cada vez más cerca del vómito.

Y el espectáculo continuaba en la misma línea: un escalofriante desfile de restos torturados que pronto sobrepasó el límite de la comprensión humana. Y el hecho de que fueran tantas las víctimas lo hacía aún más estremecedor. Poco a poco les iban quedando claras las dimensiones del caso, la increíble acumulación de sufrimiento humano que englobaba. Kerstin lloró dos veces, en silencio; Hjelm sintió cómo su hombro temblaba junto al suyo. Él también lloró una vez.

– ¿Queréis que lo pare? -preguntó Schonbauer de lo más tranquilo-. Yo no fui capaz de verlo todo hasta el tercer intento. Y eso que estoy bastante acostumbrado.

A su lado, Larner roncaba sonoramente.

– No, no, sigue -insistió Hjelm intentando convencerse a sí mismo de que se había recuperado.

– Hay tantos… -comentó Schonbauer con voz apagada-. En este país hay tantos asesinos en serie que es increíble. Y la verdad es que nadie ha sido capaz de entender ni a uno solo de ellos. Y tampoco se entienden ellos a sí mismos.

No llegaron a dormirse, pero la verdad es que al final los mecanismos de defensa se activaron y poco a poco los sentidos se les fueron embotando. Como un horrendo colofón, la visión de Lars-Erik Hassel los sacó de su letargo. Sentado en su silla con los dedos destrozados, apuntando en todas las direcciones, y la entrepierna como una ciénaga de restos medio flotando. Al fondo, a través del pequeño hueco en la pared que hacía de ventana, se divisaban partes del cuerpo de un enorme avión.

La cabeza forzada hacia atrás los miraba fijamente al revés, el dolor mezclado con el asco, el sufrimiento con un paradójico alivio.

«Quizá -pensó Hjelm- le había supuesto un consuelo que el asesino no fuera su hijo.»

La luz se volvió a encender. Schonbauer regresó a la mesa y se sentó una vez más balanceando las piernas como una adolescente. Larner se despertó dando un respingo en medio de un ronquido y empezó a sorberse los mocos ruidosamente. Hjelm rotaba los hombros para relajar los músculos. Holm permaneció inmóvil. Todos evitaban mirarse.

Larner se levantó, bostezó y se estiró tanto que su compacto cuerpo crujió.

– Bueno, tengo entendido que queréis ponerle la guinda a este pastel, ¿no? -comentó.

Kerstin le entregó las carpetas suecas en silencio. Larner las abrió, hojeó con rapidez las fotos y se las dio a Schonbauer para que las fuera introduciendo en la serie de diapositivas que acababan de ver.

Tras darle las gracias a Schonbauer, que respondió con un breve gesto de cabeza, abandonaron la sala. Siguieron a Larner por el pasillo hasta llegar a una puerta sin letrero. Entraron en una habitación desocupada.

– Vuestro despacho -anunció con un pequeño gesto-. Espero que no os importe compartirlo.

El despacho era idéntico al de Larner, a excepción del toque personal. ¿Iban a poder contribuir con algún detalle propio? La mesa estaba separada de la pared y habían puesto una silla a cada lado. Encima había dos ordenadores, colocados espalda contra espalda junto a un teléfono y un pequeño listín. Larner lo señaló con el dedo.

– Allí encontraréis tanto mi número y mi busca como los de Jerry; siempre estamos localizables. Ahí veréis también el nombre de los archivos y su contenido, contraseñas personales y tarjetas de pase con códigos para llegar hasta aquí, pero sólo hasta aquí. Una puerta cerrada con llave significa que no contáis con autorización para acceder. No tenéis ni posibilidades ni motivos para entrar en otro pasillo que no sea éste. Los baños están a unas pocas puertas de aquí. Hay un par de comedores, os recomiendo La Traviata, dos plantas más abajo. ¿Preguntas?

No tenían. O quizá fueran demasiadas las que necesitaban plantearle, eso dependía de cómo se viera el asunto. De todas formas, no le hicieron ninguna.

– Son las tres y media -continuó-. Si queréis seguir un par de horas más, no hay problema. Yo me quedaré hasta las seis más o menos. Lamentablemente, esta noche tengo un compromiso, si no podríamos haber cenado juntos. Jerry se ha ofrecido a llevaros a cenar y enseñaros un poco la ciudad, si os apetece; así que hablad con él. Bueno, pues sólo me queda desearos suerte. No os preocupéis por entrar en territorio vedado en los ordenadores; han sido programados para vosotros, de modo que no contienen ningún material secreto. Contactad conmigo o con Jerry si surgen problemas o preguntas. Hasta luego.

Desapareció. Se quedaron solos. Kerstin se frotó los ojos.

– La verdad es que no sé si tengo fuerzas para esto -confesó-. Son las nueve y media, hora sueca. ¿Nos dejamos guiar por el horario sueco?

– Quizá no conviene que nos larguemos enseguida -dijo Hjelm-. Tenemos que seguir siendo diplomáticos.

La ironía del comentario no se le escapó a Kerstin. Sonrió.

– Vale, vale -admitió-, supongo que mi curiosidad pudo conmigo, lo confieso. La estrategia de la diplomacia se fue al garete.

– La CIA…

– Venga, anda, restriégamelo por la cara… Lo que pasa es que estaba segura de que no se cabrearía.

– Y no creo que se haya cabreado. Más bien parecía aliviado. ¿Qué te ha parecido todo lo que nos ha contado?

– No sé. Pero entiendo que se centrara en Jennings.

– Y tiene razón cuando dice que debemos olvidarnos de él.

– ¿Estás seguro?

Se miraron y les entró la risa floja. El cansancio del jet lag mezclado con la sobredosis de impresiones los estaba venciendo. Los normales mecanismos de defensa empezaron a anularse. A Hjelm le gustaba ese estado de indulgente laxitud que los invadía.

– ¿Y si pasamos de la vuelta guiada de Schonbauer?

– ¿Puedes ser diplomático e informarle de una manera educada? -pidió ella.

– Pero si la diplomática eres tú.

– En teoría, sí. Pero esto es la práctica. Y lo cierto es que lo has hecho mejor que yo.

– No creas, lo que me pasaba es que estaba fuera de combate -dijo mientras marcaba el número de Schonbauer-. Jerry, soy Paul. Jalm, sí. Sí, Jalm. Creo que vamos a intentar seguir aquí todo el tiempo que aguantemos y luego dejar que nuestro jet lag asuma el mando. ¿Crees que podríamos aplazar la vuelta por Manhattan hasta mañana? Bien. De acuerdo. Hasta luego.

Colgó y suspiró.

– Creo que se ha sentido aliviado.

– Estupendo -dijo Kerstin-. ¿Echamos un vistazo rápido a lo que tenemos aquí? Pero sin entrar en los detalles, creo que no puedo asimilar más por hoy.

Los ordenadores contenían toda la información necesaria. Lista detallada de todas las víctimas. Carpeta de todas las investigaciones del lugar del crimen. Carpeta con cada investigación individual. Archivo con la investigación común. Perfil psicológico del autor del crimen realizado por un grupo de expertos. Carpeta con la totalidad de los resultados de las autopsias. Carpeta con todos los recortes de prensa. Archivo con la descripción del arma, FYEO.

– ¿Qué significan las siglas? -preguntó Hjelm.

-For Your Eyes Only [11] Supongo que es allí donde Larner ha guardado esos detalles altamente secretos que conectan la primera ronda de asesinatos con la segunda.

Ojearon los archivos con calma; una enorme cantidad de información desfiló ante sus ojos. ¿Cómo demonios iban a poder aportar algo a esta inmensa investigación? Los invadió una sensación de sinsentido lo suficientemente fuerte como para motivar un inmediato abandono del trabajo. Experimentaron una dichosa frivolidad cuando, como dos niños, antes de apagar al alimón sus ordenadores, entonaron la cuenta atrás.

– ¿Crees que podemos escaparnos del FBI? -dijo Kerstin Holm.


Salir a ver Nueva York by night les resultaba tentador, por supuesto, pero aun así no se arrepentían de haber declinado el ofrecimiento de Jerry Schonbauer. La verdad es que ni siquiera llegaron a salir del hotel, sino que cenaron tranquilamente allí mismo, en el restaurante, tras un par de horas de sueño agitado. Les costó lo suyo levantarse a las dos de la madrugada, pues era lo que marcaba la hora sueca cuando se reunieron en el vestíbulo. A las ocho, hora local, se dieron cuenta de que estaban dentro del restaurante del hotel buscando el restaurante del hotel: en otras palabras, se trataba de un local de tipo minimalista.

El Skipper's Inn seguía haciendo de fonda. Lo que el restaurante no podía ofrecer en variedad y grandiosidad lo compensaba con la calidad. Pidieron uno de los dos platos de la escueta carta, solomillo en hojaldre, que acompañaron con un vino de Burdeos que no conocían, Chateau Germaine. Habían elegido una mesa junto a la ventana, así que por lo menos pudieron ver algo, aunque a distancia, de la vida nocturna en las calles de Manhattan. El pequeño restaurante, del que habían sido los primeros clientes, empezó a llenarse poco a poco, hasta que, de pronto, las doce mesas estuvieron ocupadas.

A Paul Hjelm le invadió una nueva sensación de déjà vu. La última vez que habían estado solos, disfrutando de una tranquila cena en un restaurante de una ciudad que no era la suya, las consecuencias habían sido notables. Se removió un poco, inquieto, pensando en Cilla y los niños, en cómo, tras mucho esfuerzo, habían conseguido recuperar el sentimiento de unión familiar. La mujer al otro lado de la mesa seguía ejerciendo una enorme atracción sobre él, lo visitaba en sus sueños y lo seducía con un misterio que no le dejaba en paz. Esta noche se había aplicado un discreto pero perceptible maquillaje y llevaba otro breve vestido negro con unos tirantes mínimos que se cruzaban sobre la espalda desnuda. Era muy menuda y delgada, y su cara le resultó más pequeña de lo habitual, enmarcada por el cabello negro, algo rebelde, peinado al estilo paje. ¿O era un corte de pelo?

– ¿Recuerdas la última vez que estuvimos así sentados? -no pudo resistirse a preguntar él.

Ella asintió con la cabeza mientras mostraba una sonrisa increíblemente seductora.

– En Malmö -contestó.

Esa voz empañada, de alto, con acento de Gotemburgo. Podía escuchar en su interior los duetos que cantaba con Gunnar Nyberg. Lieder de Schubert. Poemas de Goethe. No sabía si quería distanciarse o acercarse a ella. Cuando abrió la boca ignoraba cuál sería su próximo paso; se relajó y dejó que pasara lo que tenía que pasar.

– Hace año y medio.

– Casi -repuso ella.

– ¿Así que de eso te acuerdas?

– ¿Y por qué no iba a acordarme?

– Bueno, pues…

Las palabras se quedaron flotando en la superficie como restos de un nuevo naufragio social. Se apresuró a tapar su torpeza.

– ¿Qué pasó? -preguntó, y que ella lo interpretara como quisiera.

Kerstin tardó unos instantes en contestar.

– Necesitaba ir por otros caminos -dijo al final.

– ¿Cuáles?

– Lo más lejos posible del trabajo. Estuve a punto de dejarlo.

– No tenía ni idea.

– Nadie más que yo lo sabía.

«¿Ni siquiera él?», se preguntó Paul Hjelm, y le dio las gracias a su creador por habérselo callado.

– Ni siquiera él -continuó ella.

Paul permaneció en silencio. No pensaba preguntar. Ella podía ir por los caminos que quisiera. O por donde necesitara ir.

– Después de ti y de tu indecisión, mi plan era vivir sola, sin un hombre -explicó ella en voz baja-. Necesitaba tiempo para reflexionar. Luego lo conocí, por una casualidad ridícula. Y se empeñó en llamarme también al trabajo, de modo que pronto todo el mundo se enteró de que había empezado una nueva relación. Lo que nadie sabía era que tenía sesenta años y era pastor de la Iglesia sueca.

Hjelm no hizo ningún comentario. Tras un rato, y con la mirada puesta en el tenedor con el que jugueteaba distraída en el solomillo a medio terminar, ella continuó.

– Nadie cree que se pueda vivir una relación intensa y apasionada con un pastor de la Iglesia luterana de sesenta años de edad. Pero fue así. Por lo visto es el único tipo de relación que soy capaz de mantener últimamente.

Dirigió la mirada al trasiego de gente de la calle 25 Oeste mientras continuaba hablando con la misma apagada y monótona voz.

– Era viudo desde hacía veinte años. Trabajaba en la iglesia donde yo cantaba en el coro. Lloró al escucharme cantar, se me acercó y me besó la mano. Me sentí como una colegiala que por fin recibe un poco de atención. Era a la vez como una hija y una madre para él. Y de ahí, poco a poco, renació la mujer.

Ella seguía eludiendo la mirada de él.

– ¡Le quedaba tanta vida…! Algo pudo vivir conmigo. Tenía una sabiduría vital tan bella y tan sosegada… No sé si se puede entender; poseía la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas que la vida le regalaba cada día. Por lo menos me enseñó eso.

– ¿Qué pasó?

Por fin ella se volvió hacia él, aunque sólo un instante, con la mirada ligeramente empañada pero llena de energía.

– Murió -dijo antes de desviar la vista otra vez.

Él le cogió la mano y la sostuvo. Ella no la retiró. Mantenían las miradas lejos una de la otra, dirigidas a la calle. El tiempo se congeló.

– Ya estaba muriéndose cuando nos conocimos -siguió ella con voz queda-. No he empezado a entenderlo hasta ahora. Él sabía que llevaba toda esa vida dentro de sí. Quería pasarla a otra persona. Hacer un regalo de despedida a los vivos. Espero que también se llevara consigo algo de mí. Un poco de pasión, al menos.

Paul había dejado de preocuparse por cómo debía comportarse. Se limitaba a escuchar. Resultaba muy agradable.

– Fue rápido. En realidad, tenía que someterse a su tercer tratamiento de quimioterapia. Pero renunció. Eligió un último florecimiento vital en vez de luchar hasta el final. Me quedé con él por las noches durante una semana, todos los días, después del trabajo. Fue la primavera pasada. Me pareció que se iba encogiendo, pero sonreía casi todo el tiempo. Era muy extraño. No sé qué le alegraba más, si dar o recibir. Quizá precisamente ese intercambio. Como si le hubiese sido concedido un último momento de comprensión de los misterios de la vida y pudiera, sin miedo, aguardar la llegada del mayor de los misterios.

Ella volvió a mirarle a los ojos durante un breve instante, como para comprobar que seguía allí. Luego apartó la vista de nuevo.

– No sé -dijo-. Esas fotos que hemos visto hoy… Piensas que te puedes preparar, pero es imposible. Piensas que lo has visto todo, pero no es así. Es como si existieran diferentes muertes. Él también sufría, terriblemente, y sin embargo no dejaba de sonreír. En esas fotos no había sonrisas, sólo atroces muecas de dolor. Como un fresco de estremecedoras representaciones medievales de Jesucristo. Hechas para inspirar horror. Para aterrar. Como si el asesino nos estuviera diciendo que dejáramos de disfrutar de la vida, igual que los prelados medievales. Casi lo consigue…

– No sé -intervino él-. No veo ningún verdadero mensaje en lo que está haciendo. A mí más bien me da la sensación de estar ante desechos, restos, como residuos industriales, no sé si me explico. Es como la muerte industrial, mecánica, de Auschwitz. Si es que algo, alguna vez, se puede comparar con aquello…

Ahora ella le miraba a los ojos. Se había sincerado y también había aliviado todo ese peso que llevaba en el corazón. Paul se cruzó con unos ojos hondos, tristes, vacíos; y vio cómo, en ese preciso instante, la chispa se volvía a encender. Los ojos, esa fabulosa fuente inagotable.

Se preguntaba qué vería ella en él. ¿Un payaso que hace el ridículo procurando ocultar una inoportuna erección? Esperaba que hubiera un pequeño atisbo de algo más.

– Quizá no sea incompatible -repuso ella sin que la renovada energía mermara el tono reflexivo-. Desprecio por la vida y perfección clínica en una y la misma acción. Es que es una y la misma acción, en realidad.

Se sumieron en reflexiones. Lo profesional y lo privado se solapaban constantemente. Nada está aislado en esta vida.

Paul sintió que le tocaba a él. Volvió a cogerle la mano. Ella no opuso resistencia.

– ¿Lo nuestro fue sólo sexo? -preguntó sin que le temblara la voz-. ¿Existe algo que sea sólo sexo?

Ella esbozó una amarga sonrisa, pero sin quitar la mano.

– No, no quiero que eso exista -respondió ella-. Y definitivamente lo que tuvimos no fue sólo eso. Lo nuestro era… desconcertante. Demasiado. Yo acababa de escapar de una horrible relación con un hombre que me violaba sin saberlo. Era policía, ya lo sabes. Luego fui a parar con otro, aunque el tipo opuesto: duro e ingenioso como madero, tierno y torpe en la intimidad. Las imágenes se me mezclaban. Tenía que salir de ahí. Tú te refugiaste en el seno familiar; como eso no era una opción para mí, huí en otra dirección.

– En cierta manera, ahora vivir es más fácil que nunca -dijo Paul-. Pero también es más difícil.

Ella le miró a los ojos.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé muy bien. Tengo la sensación de que las paredes se cierran a nuestro alrededor. Hemos entreabierto la puerta. Ahora se vuelve a cerrar. Y las paredes empiezan a acercarse.

Buscaba las palabras. Le costaba. Intentaba verbalizar cosas de las que nunca había hablado.

– No sé si se entiende.

– Creo que sí -contestó ella, y añadió-. La verdad es que has cambiado.

– Un poco, quizá -matizó él.

Permaneció callado unos segundos antes de seguir.

– Un poco en la superficie, quizá, pero es un comienzo. La estructura heredada de la rutina nos destroza antes de que tengamos siquiera la oportunidad de empezar a vivir. Yo no he pasado por vivencias revolucionarias como tú; todo lo contrario, ha sido un año bastante tranquilo. Pero, por otra parte, se me han abierto nuevos horizontes…

Ella asintió. La conversación se iba apagando, aunque continuaba por dentro. Las miradas se dirigían al vacío. Al final, Kerstin rompió el silencio.

– Empiezo a comprender hasta qué punto es importante que lo cojamos.

Paul entendía muy bien lo que quería decir.

Abandonaron el restaurante y subieron las escaleras cogidos de la mano. Se detuvieron delante de la puerta de él.

– ¿A qué hora quedamos? -preguntó ella-. ¿A las siete?

Él lanzó un ligero suspiró y sonrió.

– Vale, desayuno a las siete.

– Paso a buscarte. Intenta no estar en la ducha -dijo ella, y le dio un beso en la mejilla antes de marcharse a su habitación.

Él se rió ligeramente. Luego se quedó en el pasillo un par de minutos más.

Загрузка...