11

El minibús imitaba el planeo de un murciélago a través de la lluviosa noche. La visión nocturna activada, la noción espacial perfecta.

Aunque tal vez los murciélagos no planeaban.

¿Y era realmente visión nocturna lo que tenían?

Ojalá no se hubiera tomado ese último whisky.

– ¿Dónde coño estamos?

– Hostia, Matte, ¿por dónde cojones nos estás metiendo?

– ¡Joder, tío! Aquello se parece a la puta torre de Pisa. ¿Nos has llevado a España, capullo?

– ¡Italia, tío! ¡Italia! Qué ganas tengo de irme a Italia, Italia, Italia…

– ¡Cállate!

– Es la torre del gasómetro, gilipollas. Lo único que se inclina es tu cerebro.

– El cerebro inclinado de Skarpnäck.

– Más bien el minibús inclinado del puerto franco. ¡Menuda técnica en las curvas!

– ¿Adónde coño nos llevas? ¡Matte!

Matte volvió la cabeza.

Allí detrás había un follón impresionante. Mañana le tocaría pasarse todo el santo día recogiendo y limpiando. Las botellas se mezclaban con los palos de hockey y las difusas figuras tiradas en los asientos parecían apilarse unas encima de otras en una especie de orgía homoerótica.

– A Gärdet -respondió-. Es donde vives, Steffe. Por si se te había olvidado.

– ¡Pero si has dado la vuelta a todo el jodido barrio! No deberíamos haberte dejado conducir.

– Mira quién fue a hablar, el que suspendió seis veces el puto carnet.

– Venga, intenta no perderte ahora. Sé que eres de pueblo, pero alguna vez habrás pasado por Estocolmo, ¿no?

– ¿Qué? ¿Te suena?

– Es donde vive el rey. Para que te sitúes.

– ¿Vive en el Palacio Real? ¿O en el de Drottningholm? Ojo, que es una pregunta con trampa.

– ¿Y a ti qué coño te importa? ¿Le vas a mandar una carta de admirador?

– «Querido majestad el rey, por favor, ¿podría enviar una muestra del vello púbico de la princesa Victoria a un joven soltero enamorado, con raíces en la clase obrera del humilde pueblo de Säffle?»

– A la derecha. ¡Ahora, gilipollas!

– ¡Capullo!

Se hartó y giró a la izquierda sólo para fastidiar. Un generalizado murmullo de queja se extendió por el minibús.

– Pero ¿tú estás bien de la cabeza?

– ¡Cabronazo!

– ¡Mamón!

El minibús avanzaba a lo largo de un estrecho y oscuro camino que se dividía en cuatro; el conductor eligió uno de ellos al azar. Tenía la impresión de que en cualquier momento iban a darse de bruces con una valla metálica vigilada por un guardia fronterizo con pinta de macho guerrillero, cara de pocos amigos y un enorme puro en la comisura de los labios.

Pero no fue así. En su lugar, a unos cincuenta metros, divisó un viejo Volvo modelo familiar. Del tubo de escape salía humo. El coche impedía el paso.

Fue frenando hasta casi detener el vehículo. A unos treinta metros, descubrió a un individuo que se movía al lado del Volvo. Un pasamontañas le cubría la cabeza. El tipo metió algo en el maletero, rodeó el automóvil corriendo y arrancó derrapando. Tras disiparse el humo, Matte vio que algo yacía en el suelo. Un fardo muy grande con una forma inquietante.

Tres de los chicos medianamente sobrios se inclinaron hacia adelante, sobre los asientos.

– ¿Qué coño ha sido eso?

– ¿Un robo?

– ¡Mierda! ¿En qué puto lío nos has metido, Matte? Venga, nos largamos.

Dejó que el minibús se deslizara hacia adelante despacio, acercándose al bulto que había en el suelo. Los faros dieron vida a la lluvia que azotaba sin piedad la manta que envolvía el fardo.

Detuvo el minibús y salió a la intemperie. Los demás lo siguieron. Se inclinó y empezó a desenrollar la manta.

Una cara lo observaba fijamente. Blanca, con gesto asombrado bajo la mirada rota. La lluvia golpeaba los globos oculares. Los párpados no mostraban ninguna intención de parar los golpes.

Se echaron atrás y contemplaron atónitos el rostro blanco que, iluminando la noche, se asomaba por el empapado envoltorio.

– ¡Hostia! -susurró alguien.

– Nos largamos -murmuró otro.

– No podemos dejarlo así -objetó Matte.

Alguien le agarró de las solapas y acercó su cara a la suya mientras le espetaba:

– ¡Sí que podemos! ¿Me escuchas, Matte? ¡Esto no es asunto nuestro!

– Has bebido -dijo otro, de repente sobrio-. Piensa en las consecuencias.

Regresaron al minibús. El ambiente ya no era el mismo.

Matte se quedó durante unos instantes observando el cuerpo con desganada fascinación. Era la primera vez en su vida que veía un cadáver.

Volvió a ponerse al volante. El minibús estaba chorreando; la lluvia se metería en la tapicería y la pudriría. Pero no era eso lo que le preocupaba cuando giró la llave y arrancó.

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