25

Cuando se juntan dos mentes que por separado no siempre son las más perspicaces, algo nuevo nace. Viggo Norlander trabajaba por su cuenta con John Doe, la víctima desconocida, y Gunnar Nyberg seguía investigando a la empresa LinkCoop. En un determinado momento, sus laboriosas ideas se cruzaron y el mundo adoptó una nueva forma.

A Norlander, al principio, el desconocido cadáver no le llevó a ninguna parte; apenas había por dónde tirar. Sentado en su despacho, repasaba el informe de la autopsia una y otra vez. Enfrente tenía al considerablemente más diligente Arto Söderstedt, que había pedido su propia pizarra y jugaba a ser Hultin.

– ¿Qué coño haces? -soltó Norlander irritado.

– El matrimonio Lindberger -respondió Söderstedt distraído mientras seguía dibujando.

– ¿Y para eso necesitas una pizarra?

– Hombre, necesitar lo que se dice necesitar… Lo que pasa es que él dejó un montón de notas que hay que ordenar. Y luego están las de ella también…

– ¿Las de ella? ¿Le has mangado las notas a ella?

Arto Söderstedt levantó la mirada sonriendo con desdén.

– Mangar no, Viggo, por favor. Un agente de policía nunca roba. Al igual que tampoco se dedica a acosar a las agentes controladoras de pasaportes, ni a arrollar a niñas pequeñas en los aeropuertos…

– Gilipollas.

– Un policía no roba, copia -concluyó Söderstedt sin dejar de pintar en su pizarra.

– Bueno, eso es mucho mejor, ¡dónde va a parar! -comentó Norlander.

Söderstedt se detuvo de nuevo y alzó la vista.

– Pues de hecho es mucho mejor. Sobre todo porque así se puede cotejar con lo que ella te quiera revelar. Lo importante es la diferencia. En cuanto haya terminado con esto, voy a pedirle que me enseñe su agenda para ver si ha quitado algo. Vous comprenez?

– La pobre mujer lo está pasando muy mal. Déjala en paz, joder.

Söderstedt soltó el rotulador y se puso serio.

– Hay algo raro en ellos -repuso -. Rondan la treintena y viven en un piso inmenso, con once dormitorios y dos cocinas, en pleno barrio de Östermalm. Los dos trabajan en Exteriores y la mitad del año la pasan fuera, en Arabia Saudí. Si se traen algo turbio entre manos en el mundo árabe, y si tiene algo que ver con la muerte de Eric, entonces sería muy lógico que ella fuera una futura víctima. De modo que no la estoy acosando, Viggo; más bien intento protegerla.

El rostro de Norlander se torció en una fatigada mueca.

– Pues entonces ponía bajo vigilancia.

– Todo sigue siendo demasiado vago todavía. Tengo que indagar más en el tema; eso si mis compañeros de trabajo me dejan, claro.

Esta vez el gesto de Norlander era de resignación.

– Bueno, usted perdone, ¿eh? Hay que joderse…

Intentó volver a las actas de la autopsia, pero no consiguió concentrarse del todo. El hijo desconocido que podría haber acabado de engendrar no le dejaba en paz. Su mirada se perdió en la lejanía.

Era por la tarde y quedaba poco para terminar la jornada. Fuera reinaba una densa oscuridad, las lluvias seguían ahogando Estocolmo. Pensó en las inundaciones en Polonia de hacía un año o dos, las que contaminaron el mar Báltico. ¿Cuánta más lluvia podría caer antes de que se desbordara el lago Mälaren?

La puerta se abrió de golpe y Chávez asomó la cabeza.

– Hola, hombres blancos de mediana edad -saludó alegre-. ¿Qué tal?

– Hola, joven de tez oscura y pelo moreno -contestó Söderstedt-. ¿Ya usted cómo le va?

– Fatal. Acabo de volver de Hall, donde he estado husmeando en los viejos calzoncillos de Andreas Gallano. ¿Qué hacéis?

– Yo intento averiguar quién es John Doe -replicó Norlander adusto-. Eso si mis compañeros de trabajo me dejan, claro.

– Vale, vale -dijo Chávez antes de cerrar la puerta.

Siguió recorriendo el pasillo hasta llegar al despacho de Hultin. Llamó a la puerta, recibiendo como respuesta un gruñido difícil de interpretar, y entró. Hultin se subió las gafas de búho hasta la frente y se quedó observándolo con frialdad.

– ¿Sabes algo de Estados Unidos? -preguntó Chávez.

– Aún no -contestó Hultin-. Dejemos que hagan su trabajo. ¿Cómo te va?

– Acabo de volver de Hall. Ninguno de los presos ha aportado nada que merezca la pena. Nadie sabía si Gallano tenía contactos en Estados Unidos. En cuanto a esa nueva red de narcotráfico a la que supuestamente pertenecía, parece que sigue siendo una incógnita. Aquí tienes una lista de lo que dejó cuando se fugó: calzoncillos, algunas cartas monitorias de distintas autoridades, una maquinilla de afeitar, etcétera. En fin, una auténtica mierda. Luego he ido a la casa de campo de Riala para hablar con los técnicos. Lo más seguro es que a estas alturas hayan tirado la toalla, estaban muy frustrados. No han encontrado ni un solo rastro, aparte de lo que había en la nevera, y aquí está la lista del contenido: mantequilla, varios paquetes de pan de molde, hamburguesas, queso Philadelphia, miel, perejil, agua mineral, plátanos.

Hultin suspiró y se quitó las gafas.

– ¿Y los coches? -preguntó.

– Eso llevará algún tiempo. Cuando empezamos, en la zona de Estocolmo había sesenta y ocho Volvos azul oscuro, modelo ranchera, con matrícula que empieza por B. Gracias a la ayuda de los agentes disponibles, hemos podido eliminar cuarenta y dos. Personalmente les he echado un vistazo a ocho y resulta que eran verdes. En fin, si eso no es una contradicción… Entre los que quedan, hay dos que parecen interesantes: uno de ellos pertenece a una empresa fantasma, registrada en una dirección que tampoco existe; el otro es propiedad de un tal Stefan Helge Larsson, un delincuente reincidente. Los otros veinticuatro ya están localizados, pero como tenía que ir a Hall, en Norrköping, pues no nos ha dado tiempo a verlos.

Hultin contempló su frenesí con manifiesta neutralidad y dijo:

– Puedes irte.

– A sus órdenes -respondió Chávez, y salió volando al pasillo.

Al pasar por delante del despacho de los dos hombres blancos de mediana edad no pudo resistir la tentación de abrir la puerta con brusquedad y gritar:

– ¡Bu!

Söderstedt, del susto, pintarrajeó una raya de un lado a otro de la pizarra, y Norlander pegó un salto de medio metro para a continuación tirarle las actas de la autopsia a Chávez, aunque para entonces la puerta ya estaba cerrada.

– Será cabrón… -refunfuñó Norlander inclinándose a recoger sus papeles.

Söderstedt se rió con disimulo mientras intentaba borrar la raya con sumo cuidado para no eliminar nada más.

Norlander se arremangó para repasar el informe de la autopsia por enésima vez. Cuatro tiros en el corazón, inmediatamente letales todos ellos. No había balas en el cuerpo, aunque todo indicaba que la munición utilizada era de un calibre de nueve milímetros. Por lo demás, buen estado físico. Algunas viejas cicatrices: en las muñecas, de al menos diez años de antigüedad, con toda probabilidad provocadas por una hoja de afeitar, y por todo el cuerpo una serie de cicatrices circulares, aún más antiguas. ¿De un cigarro?, había anotado Qvarfordt, el forense, con su descuidada y torcida letra de viejo. ¿Ese vejestorio no se había enterado de que el mundo estaba informatizado? ¿En qué planeta vivía?

Ropa: camiseta azul lisa. Cazadora beige. Vaqueros. Zapatillas de deporte. Calcetines blancos, sucios. Calzoncillos tipo bóxer. Todo de lo más anónimo.

Pasó a las pertenencias. Ya no llevaba la cuenta de las veces que había vaciado el contenido de la pequeña bolsa de plástico sobre la mesa, aunque por lo visto, las suficientes como para provocar un gesto de disgusto en Söderstedt.

Un Rolex falso, un tubo con monedas de diez coronas, una llave que parecía nueva. Le dio vueltas una y otra vez, mirándola desde todos los ángulos posibles. Era bastante sólida, destinada a una puerta con una cerradura algo más recia de lo habitual, posiblemente una de seguridad de algún tipo; más de eso no se podía afirmar. Ponía CEA, y «Made in Italy». En fin, una de esas que se puede encargar en cualquier establecimiento de duplicado de llaves. Pero ¿estaba realmente permitido copiar llaves para cerraduras de seguridad?

En algún recoveco al fondo del cerebro una celosa neurona se puso en movimiento. ¿No se había cruzado ya con esto en algún momento de la investigación? ¿De esas cosas que te pasan por delante sin que le prestes mucha atención…? ¿No sería en alguna de las tareas de castigo? Coño, claro, ahora se acordaba: justo al principio del caso le habían encargado revisar todas esas denuncias absurdas de «delitos cometidos por norteamericanos en Suecia», entre las que estaba el estadounidense que tras exhibirse recibió una soberana paliza del equipo de fútbol femenino, el que copiaba billetes de mil coronas en fotocopiadoras y, también, el que hizo un duplicado no autorizado de una llave en una tienda de reparación de calzado. ¿Tendría algo que ver con esto?

Se tiró de cabeza al ordenador con tanto brío que Söderstedt levantó asombrado la mirada. Se metió en su archivo sintiéndose como un hacker. Dio con la referencia del caso que le remitía a la brigada de estafas de la policía de Estocolmo. ¿Por qué esa brigada? Tras un esfuerzo lo suficientemente duro como para poner fin de un plumazo a todas sus aspiraciones de convertirse en un hacker de verdad, consiguió sacar un minúsculo informe redactado por un agente de guardia. Allí estaba. Fechado el cuatro de septiembre. El propietario de un pequeño taller de cerrajería y de arreglo de zapatos en Rindögatan, en el barrio de Gärdet, un tal Christo Kavafis, copió una llave ilegal sirviéndose de un molde de barro. Luego le asaltaron los remordimientos, por lo que, tonto de él, fue y lo denunció todo a la policía. Lo detuvieron, sin embargo el caso fue clasificado como no prioritario y se archivó.

Norlander no tenía muy claro por dónde iba la cosa, pero decidió que era hora de entrar en acción. Cogió la cazadora de cuero y salió pitando al pasillo. Al pasar por delante de la puerta de Gunnar Nyberg, otra neurona rebelde arrancó a bailar en algún recoveco de su cabeza. Se detuvo. Esa empresa de informática, ¿cómo se llamaba? ¿Y la llave? ¿No estaría todo relacionado? Se acercó a la puerta, que de repente se abrió y le dio en la cabeza.

Salió Nyberg y se quedó observando con curiosidad a Norlander, que doblado sobre sí mismo no paraba de soltar tacos.

– Justo con quien yo quería dar -dijo Nyberg quizá no del todo consciente del posible doble sentido de la expresión-. ¿No llevaba John Doe una llave encima? Quizá deberíamos probarla en los almacenes de LinkCoop. Hay algo raro en ese robo.

Norlander se olvidó del dolor en un pispás. Sostuvo la llave delante de la cara de Nyberg, como si intentara hipnotizarlo. Nyberg se dejó hipnotizar.

– Conduzco yo -anunció Norlander.

Los dos corpulentos caballeros atravesaron los pasillos a paso ligero; el sismógrafo local registró una inesperada actividad.

Bajaron al sótano y se marcharon en el Volvo de trabajo de Norlander, quien se negaba a devolverlo desde hacía más de cuatro años, y pusieron rumbo al puerto franco.

Ésa por lo menos era la idea. Pero el tráfico no hacía más que empeorar día a día y, como estaban en hora punta, se quedaron atascados ya en Scheelegatan. ¿No debería el galopante paro haber reducido algo el número de coches que entraban en la ciudad sobre las cinco y media, que era la hora que marcaba el reloj cuando lo dejaron por imposible?

– Paremos a comer algo -propuso Nyberg.

– ¿No estabas a régimen?

– Estaba, tú lo has dicho -contestó Nyberg.

Norlander aparcó en plena plaza de Kungsbroplan, saltándose todas las normas. Se bajaron del coche y atravesaron corriendo las cascadas de lluvia hasta el sitio que les pillaba más cerca. Se llamaba El Perro Andaluz, y resultó ser un lugar tan agradable que casi se les olvida que llevaban prisa. Norlander atacó algún tipo de plato mexicano. Nyberg devoraba no menos de cuatro patatas asadas rellenas de ensaladilla Skagen.

– Podrías variar un poco, ¿no? -comentó Norlander.

– ¿Qué pasa? Si es comida sana -replicó Nyberg con la mitad de la cuarta patata en la boca.

Hacia las seis y media estaban llenos y el atasco se había aligerado algo.

– ¡Mierda!, a estas horas el tío ya habrá cerrado -exclamó Norlander antes de levantarse.

– ¿Quién? -preguntó Nyberg.

– El cerrajero. El de Rindögatan.

– Vayamos de todos modos, a ver si hay suerte. Nos viene de camino.

Se fueron para allá, a ver si había suerte. Cogieron Kungsgatan hasta Stureplan, para continuar por Sturegatan hasta Valhallavägen, desde donde enfilaron Erik Dahlbergsgatan, que los llevó a Rindögatan.

– Habría sido mejor coger Lidingövägen -dijo Nyberg.

– Qué va, hombre, qué va -replicó Norlander-. Pero un paraguas no nos vendría mal.

Aunque sólo eran las siete menos cuarto, había caído la noche. Tras subir un trecho la cuesta de Rindögatan, llegaron a la pequeña tienda. Todavía se veía una tenue luz dentro del local. Se lanzaron al diluvio y se pusieron a golpear el escaparate de la tienda, donde unos viejos tacones y llaves que parecían datar de los años sesenta acumulaban polvo. Un hombre griego de baja estatura, de unos sesenta años, asomó la cabeza con cautela al otro lado del cristal. Se quedó mirando aterrorizado a los gigantes nórdicos empapados por la lluvia que golpeaban frenéticamente su escaparate. Como si estuviese viendo al mismísimo Polifemo. Por duplicado.

– Policía -dijo Norlander sin voz, moviendo los labios, mientras enseñaba su placa-. ¿Podemos pasar un momento?

El griego abrió la puerta, hizo un pequeño gesto y dejó entrar a los dos maderos cíclopes. Encima de la antigua mesa, bajo la débil luz de una pequeña lámpara de zapatero, había un libro abierto. El hombre se acercó a la mesa y cogió el libro para enseñárselo. Estaba escrito en griego.

– ¿Conocen a Konstantino Kavafis? -preguntó.

Se lo quedaron mirando como tontos.

– Nunca la lengua griega ha sonado tan bella -explicó mientras acariciaba las tapas del libro-. Nos elevó hasta el nivel de los antiguos. Siempre me quedo un rato después de la hora del cierre para leerle. Un poema al día mantiene a raya la senilidad. Era el tío de mi abuelo.

– ¿Entonces usted es Christo Kavafis? -preguntó Norlander.

– Así es. ¿En qué puedo servirles?

– Hace un par de semanas usted hizo una copia de una llave a partir de un molde de barro, ¿verdad?

Kavafis empalideció.

– Pensaba que no había cargos contra mí -dijo al tiempo que sentía la amenaza de una brutal paliza mordisquearle el pescuezo.

– Sí, no se preocupe, no hay cargos. Cuéntenos.

– Ya se lo he contado.

– Hágalo de nuevo.

– Entró un hombre joven que hablaba inglés con acento estadounidense y me pidió que le hiciera una copia de una llave con la ayuda de un molde de barro. Sabía que era ilegal, pero constituía un desafío muy tentador. En mi trabajo no me encargan muchas tareas que supongan un reto, así que no me pude resistir. Luego me arrepentí y llamé a la policía, que se presentó aquí para detenerme. Pasé la noche en el calabozo. No había tenido tanto miedo desde la guerra civil. Todos los recuerdos volvieron.

– ¿Qué aspecto tenía?

Kavafis negó con la cabeza.

– Ha pasado mucho tiempo. Corriente. Normal. Joven. Bastante rubio.

– ¿Ropa?

– No me acuerdo. Cazadora gris, creo. Zapatillas de deporte. No sé.

Norlander sacó la llave que llevaba y la sostuvo ante los ojos de Kavafis. Éste no se dejó hipnotizar.

– ¿Es ésta la llave?

Kavafis la cogió y le dio vueltas una y otra vez, mirándola desde todos los ángulos posibles.

– Puede que sí. Era de este tipo.

– ¿Puede ir mañana a comisaría para ayudarnos a confeccionar un retrato robot de esa persona? Es muy importante.

Kavafis asintió con la cabeza. Norlander sacó su cartera y buscó una sucia tarjeta de visita, que le dio al griego. Luego se despidieron. Kavafis parecía pensativo.

– Ahora que lo pienso -empezó-, creo que sí recuerdo otro detalle más. Pagó con monedas de diez coronas que sacó de un largo tubo.

Nyberg y Norlander cruzaron una mirada. Habían acertado. John Doe era norteamericano. Había hecho un molde de una llave para una cerradura de seguridad. Se había dirigido a una tienda situada en Gärdet para encargar una copia. Luego alguien le mata de un tiro en el corazón. ¿Por qué? ¿Dónde? Así a bote pronto no fueron capaces de atar todos los cabos, pero tenían que ir al puerto franco, eso sí estaba claro.

Eran casi las siete y media cuando llegaron a la garita del vigilante de los almacenes de LinkCoop. La oscuridad era total. Las puertas del cielo estaban abiertas de par en par. No tenían paraguas y había que comprobar al menos treinta y cuatro puertas. A pesar de ello no dudaron ni un instante.

En la garita no se encontraba Benny Lundberg, sino otro de los vigilantes. Nyberg se acercó hasta allí con la placa en alto.

– Necesitamos echar un vistazo a los almacenes relacionados con el robo -dijo a la ventanilla entreabierta-. ¿No está Benny?

– Está de vacaciones -respondió el vigilante.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace unos días. Desde el robo.

– Una época un poco rara para coger vacaciones, ¿no? -comentó Nyberg sintiendo una punzada de sospecha.

– Sí, es verdad -admitió el vigilante.

Se parecía tanto a Benny Lundberg que podía inducir a confusión. La peste a esteroides desafiaba al eterno aroma a ozono de la intemperie.

– Cogió vacaciones en agosto -continuó-, así que también pensé que era un poco raro. Se ha ido al extranjero, creo. Me suena que a las islas Canarias.

Nyberg asintió con la cabeza. Norlander llegó corriendo, tras haber aparcado el coche a la vuelta de la esquina. Entraron en los terrenos de la empresa y se dirigieron primero a la puerta del almacén donde había tenido lugar el robo, en la que a modo de reparación provisional se habían clavado unas gruesas tablas de madera. Nyberg subió al muelle de carga y descarga y metió la llave. Entró pero no la pudo girar.

– Entra, así que el tipo de cerradura debe de ser ésta. Venga, empezamos por la izquierda.

Recorrieron el muelle pasando por delante de todas las puertas hasta el extremo de la enorme nave. Desde la entrada hasta esa zona había más o menos el mismo número de puertas a la izquierda que a la derecha. También debería de haber unas cuantas en la parte de atrás. El jefe de seguridad, el señor Mayer, había hablado de treinta y cuatro locales. Después de probar la llave en diez de ellos ya les parecieron demasiados. Estaban empapados. Los intensos chaparrones se combinaban con abominables ráfagas de viento. Dos pulmonías surcaban el aire buscando a su legítimo dueño.

La llave entraba en todas las cerraduras, pero ninguna era la correcta. Volvieron al punto de partida para probar con las puertas de la segunda mitad. Cada vez les parecía más absurdo lo que estaban haciendo. Una misión de idiotas. Y encima voluntaria, pues ni siquiera sabían si se atreverían a apuntar las horas extra. La verdad es que podrían haber esperado hasta la mañana siguiente. Total, ¿qué más daba?

Se iban acercando hasta el otro extremo de la nave. Cuando llegaron a la última puerta ya se habían resignado del todo.

– ¿Qué opinas? -dijo Nyberg sosteniendo la llave a unos centímetros de la cerradura.

– ¿No hay puertas también en la parte de atrás?

– Pues ahora lo miramos -contestó Nyberg antes de introducir la llave.

La giró. Encajaba.

– Ja, ja -rió triunfante mientras abría la puerta unos centímetros.

Acto seguido la puerta le golpeó en la cara. Alguien la abrió de una patada descomunal dándole de lleno en las narices a Nyberg, que se desplomó en el suelo. Una figura vestida de negro con el rostro oculto tras un pasamontañas saltó por encima del ex culturista y echó a correr a lo largo del muelle. Norlander desenfundó la pistola y se fue tras él a toda velocidad a través de la lluvia torrencial. Nyberg se levantó con la mano apretada contra la cara. Aullaba. Sintió como la sangre se filtraba entre los dedos. Estaba a punto de ir en pos de los otros dos cuando dirigió la vista al local.

En el suelo, al final de la escalera, se encontraba el vigilante Benny Lundberg. Desnudo y atado a una silla. La sangre brotaba a borbotones de las destrozadas puntas de los dedos. Una aguja le recorría de punta a punta el pene. Y del cuello le salían dos jeringas que temblaban ligeramente.

Gunnar Nyberg se quedó petrificado. Su propio dolor se desvaneció al instante. Se quitó la mano de la cara dejando que la sangre manara de la nariz. Bajó por la escalera estremeciéndose. Una pequeña y desnuda bombilla proyectaba un espeluznante brillo sobre la macabra escena.

Benny Lundberg estaba vivo. Los ojos se habían vuelto del revés, sólo se veía la parte blanca. Unos espasmos recorrían su rostro y fuertes convulsiones sacudían el musculoso cuerpo. Le salían espumarajos por la boca, pero ni un asomo de sonido.

Lo que Gunnar Nyberg estaba viendo era un dolor inexpresable. Un dolor mudo.

Su gran cuerpo temblaba. ¿Qué podía hacer? No se atrevía a tocar las terribles tenazas que Lundberg tenía en la garganta. Cualquier movimiento podía acarrear consecuencias fatales. Ni siquiera quiso arriesgarse a desatar las cuerdas que sujetaban los brazos y las piernas. ¿Qué le ocurriría si en una convulsión cayera al suelo? Lo único que podía hacer, en un intento de aliviar algo el dolor, era extraer la larga aguja que tenía en el pene. Lo hizo.

Luego, por fin, consiguió sacar el móvil del bolsillo y concentrarse lo suficiente como para marcar el número. No reconoció su propia voz cuando llamó a la ambulancia.

– Que venga un médico también. Un especialista de garganta.

Después se inclinó hacia Lundberg. Le acarició la temblorosa mejilla. Procuró tranquilizarlo. Lo abrazó. Intentó ser todo lo humano que pudo.

– Tranquilo, Benny, ya ha pasado. La ayuda está en camino. Tú puedes con esto. Aguanta, Benny. Así, muy bien. No pasa nada. Tranquilo.

Los espasmos y temblores fueron cesando poco a poco. Benny Lundberg se fue calmando. ¿O se estaba muriendo en sus brazos? Gunnar Nyberg notó sus propias lágrimas.


Norlander se había lanzado a la persecución del individuo vestido de negro. Estaba en buena forma, así que poco a poco la distancia se fue acortando. Pero el hombre no sólo era rápido, sino también ágil. Bajó del muelle de un salto y siguió corriendo dejando atrás la garita del vigilante, que asomó la cabeza justo cuando Norlander venía como una flecha.

– ¡Llama a la policía! -aulló al pasar.

La figura de negro se lanzó a un camino perpendicular y por un momento se le perdió de vista. Norlander llegó hasta el cruce. Vio al hombre desaparecer detrás de una casa que había a una decena de metros. Sin pensar, se dirigió corriendo hacia allí empuñando el arma. El hombre del pasamontañas se asomó y disparó.

Norlander se arrojó al suelo lleno de lodo. Esperó un segundo para comprobar si había resultado herido y se puso en pie de nuevo. La pistola estaba cubierta de barro. Intentó limpiarla mientras corría. Llegó hasta la esquina y asomó la cabeza con mucho cuidado. No había nadie. Un callejón vacío. Agachado, se acercó deprisa hasta la siguiente esquina y asomó la cabeza. Tampoco había nadie. Siguió hasta la siguiente. Y repitió el movimiento con sumo cuidado.

De repente un paso, un ligero chapoteo detrás de él. Eso fue lo único que percibió. Acto seguido, un enorme dolor en la nuca. Cayó como un cerdo en un lodazal. Estaba casi inconsciente. Levantó la vista a través de la lluvia. Todo le daba vueltas. La figura vestida de negro le clavaba la mirada a través del pasamontañas. No podía verle los ojos. Lo único que vislumbró fue el cañón de una pistola con silenciador apuntándole a la cara con firmeza.

– Lárgate -le espetó el individuo-. Vete de aquí.

Y se esfumó. Norlander escuchó cómo arrancaba un motor. Se levantó y se asomó a la esquina. Estaba mareado. El mundo giraba. De forma muy vaga percibió los contornos de un coche en el centro de la centrifugadora. Posiblemente marrón, posiblemente un jeep.

Luego se desplomó y quedó tendido en medio del fango.

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