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En realidad, no se podía hacer nada.

Naturalmente existía la microscópica posibilidad de que todo fuera una casualidad, es decir, que el asesino de Kentucky no estuviese en el aeropuerto para abandonar su país, sino sólo para buscar una nueva víctima; que el pobre Lars-Erik Hassel, sin ayuda de nadie, cancelara su viaje y tirase el billete; y que luego un viajero cualquiera, que además llevaba un pasaporte falso encima, hiciera una reserva en el último minuto. Sin embargo, tal cúmulo de casualidades rayaba en el absurdo; en realidad, no cabía ninguna duda de que el Asesino de Kentucky se encontraba en Suecia. La cuestión era por qué.

Llegó el informe completo del agente especial del FBI, Ray Larner. En él constaba que el avión había despegado de Newark según el horario previsto, a las 18.20, hora local. A las 18.03, un hombre que se había hecho pasar por Lars-Erik Hassel llamó para cancelar su reserva, y a las 18.08, tras cinco minutos de arriesgada espera con la intención de no llamar la atención, un tal Edwin Reynolds se había quedado con el billete. Alrededor de medianoche, apenas dos horas antes del aterrizaje del avión en Estocolmo, un limpiador hizo el macabro descubrimiento del cadáver en un cuarto de limpieza. Unos minutos más tarde, en el lugar del crimen se presentó un comisario llamado Hayden, procedente de la comisaría del aeropuerto. Al reconocer los dos pequeños agujeros en el cuello de la víctima, Hayden se había puesto en contacto con la oficina principal del FBI en Manhattan, que a su vez localizó a Ray Larner, quien confirmó que efectivamente se trataba del famoso Asesino de Kentucky. Tras examinar las pertenencias de Hassel, Hayden había llegado a la conclusión de que el asesino, con toda probabilidad, había ocupado el asiento de la víctima en el vuelo a Estocolmo. Al cabo de un rato, el personal del turno de noche en el mostrador de SAS le confirmó que alguien había anulado un billete a última hora, cuando ya era demasiado tarde para hacer un cambio. Además, una cansada azafata recordó que alguien había hecho una nueva reserva en el último momento. Sin embargo, ella sólo tenía acceso a una lista con el nombre de los pasajeros, no a la información sobre cuándo se había producido cada reserva. Mientras el FBI buscaba frenéticamente a algún experto informático, Hayden había contactado con el jefe de la policía criminal nacional de Suecia, en Estocolmo, a través del cual pudo hablar con el comisario Jan-Olov Hultin. Eran entonces las 7.09 horas en Suecia. Hayden le mandó por fax todo el material del que disponía en ese momento, material que se convirtió en el mar de papeles que Hultin llevaba encima durante la rápida reunión antes del vuelo en helicóptero a Arlanda.

En el recién llegado informe de Ray Larner no había nada que se desviara de lo dicho anteriormente, ni tampoco constaba ninguna referencia a una posible conexión con Suecia. En otras palabras, no se podía hacer nada, salvo esperar a que apareciera la primera víctima. Y eso les resultaba insoportable.

Se dedicaban a prepararse mentalmente para la intensa actividad que con toda seguridad se desataría más tarde, lo que se traducía en pequeñas tareas que no sólo les producían la ilusión de estar ocupados en algo útil, la sensación de hacer algo, sino que también suponía una actividad en solitario. Cada uno de ellos, al parecer, sentía la necesidad de analizar la situación en soledad.

Hultin siguió ordenando el material del FBI. Holm volvió al aeropuerto para ver si alguien del personal, por casualidad, había tenido un flashback o una idea genial, o cualquier otra cosa. La tripulación del vuelo SK 904 también iba a estar allí, así que Kerstin Holm se preparó para su especialidad, llámese conversaciones, entrevistas o interrogatorios. Nyberg -como era habitual- se encaminó hacia los bajos fondos de Estocolmo para sondear el terreno. Söderstedt se encerró en su despacho y comenzó a llamar a todos los sitios imaginables en los que ese tal Reynolds, que seguramente ya no se llamaba así, podría haberse alojado. Chávez se lanzó al ciberespacio; lo que pensaba encontrar allí era un misterio para los no iniciados. A Norlander se le encomendó, según palabras de Hultin, la tarea de limpiar la totalidad de los retretes del edificio de la policía con un cepillo de dientes eléctrico, lo que podría considerarse un avance tecnológico dentro del noble arte de los castigos. Hjelm, por su parte, se marcó su propia misión: indagar en la vida de Lars-Erik Hassel.

La probabilidad de que el Asesino de Kentucky se hubiese quedado en Estados Unidos resultaba tan pequeña como que el pasado de Hassel tuviera algo que ver con el caso. Pese a ello, Hjelm puso rumbo a ese gran edificio que albergaba las oficinas del periódico en el que había trabajado el crítico literario.

Se permitió el lujo de ir andando, una costumbre que había desarrollado durante la relativa ociosidad del último año. Bajó a Norr Mälarstrand atravesando la plaza de Kungsholmen. Al parecer, la lluvia había ido en busca de otras víctimas; aun así, Hjelm no podía dejar de pensar que sólo aguardaba entre bastidores el momento oportuno para envolver la ciudad en el otoño. Todavía brillaba el sol, aunque con menos fuerza cada día. Al otro lado de la bahía de Riddarfjärden, un enorme gato, bañado por los blanquecinos rayos del tardío sol veraniego, se estiraba ronroneando placenteramente: las rocas del monte de Maria parecían inclinarse para lamer el agua del lago Mälaren con la carretera de Söderleden, que salía de su túnel como una gigantesca lengua; el pesado cuerpo del gato, la bahía de Skinnarviken, se retorcía con avidez alargándose hacia el islote de Långholmen como si de sus elegantes patas traseras se tratara; la cola, el puente Västerbron, mostraba el camino a Marieberg y, por tanto, a las oficinas del periódico.

Lo único que Hjelm sabía de Hassel era que había sido crítico literario. En alguna ocasión había visto su nombre en las páginas culturales del periódico; por lo demás, su vida le era totalmente desconocida.

Caminó a lo largo de la ribera norte de Mälaren y subió a Marieberg cruzando el parque de Rålambshov, donde unos jóvenes que estaban jugando a brännboll [3] se empeñaban en no llevar camiseta, a pesar de que se les veía la carne de gallina a veinte metros de distancia. ¿Cómo rezaba ese viejo refrán del campo? ¿«Recibe el verano sudando y el invierno tiritando»?

Con un gesto de disculpa bien ensayado, la recepcionista le informó de que los ascensores estaban temporalmente fuera de servicio, por lo que Hjelm se vio obligado a sudar. En la redacción de Cultura, pese a la intensa actividad que reinaba, se advertía cierto desánimo. En espera de que el jefe de redacción -al que se veía correr de un lado para otro- pudiera atenderle, Hjelm se entretuvo con un montón de viejos suplementos culturales que pusieron a su disposición. No había leído las páginas de Cultura con tanta atención desde hacía mucho tiempo. Consiguió dar con algunos artículos firmados por Hassel y pasó media hora larga ilustrándose antes de que el jefe de redacción lo invitara a entrar en su despacho, donde la cantidad de libros era tal que a Hjelm le pareció que iban creciendo ante sus ojos.

El jefe, sin dejar de mesarse la barba entrecana, le tendió la mano y se presentó sin más preámbulos:

– Möller. Siento haberle hecho esperar. Ya se puede imaginar cómo están las cosas por aquí.

– Hjelm -dijo Hjelm. Quitó un montón de papeles de una silla y se sentó.

– Hjelm -repitió Möller, y se dejó caer tras su abarrotada mesa-. Ajá.

A ese «ajá» no le siguió nada más, pero fue suficiente para que Hjelm comprendiera que el paso del tiempo aún no había relegado al olvido la reputación ganada como «Héroe de Hallunda» y «Perseguidor del Asesino del Poder». Como cualquier viejo héroe, se enfrentaba día y noche a su deficiente heroísmo.

– Mis condolencias -dijo escuetamente.

Möller meneó la cabeza.

– Resulta un poco difícil entenderlo, no lo voy a negar -reconoció-. ¿Qué fue lo que pasó en realidad? La información que nos han facilitado ha sido bastante escasa, por decir algo. ¿Qué ponemos en el obituario? Lo único que me ha quedado claro es que no vamos a poder recurrir a la habitual frase de «falleció tras una larga enfermedad»…

– Fue asesinado -replicó Hjelm sin más preámbulos-. En el aeropuerto.

Möller volvió a menear la cabeza.

– En el aeropuerto… Menuda mala pata. Y yo que creía que Nueva York se había vuelto una ciudad segura gracias a su nueva política Zero tolerance, Community Policing, o cómo se llame. ¡Pero si era por eso por lo que Hassel había ido allí! ¡Hay que joderse!

– ¿Por eso?

– Iba a presentar una perspectiva cultural del nuevo espíritu pacífico neoyorquino. Supongo que es lo que se suele llamar una ironía del destino.

– ¿Le dio tiempo a escribir algo?

– No, sólo estaba allí para recabar impresiones. Llevaba una semana y, a la vuelta, dedicaría la siguiente a redactar un artículo.

– O sea, que el periódico le pagó el viaje, ¿no?

– Pues claro -replicó Möller medio ofendido.

– ¿Era fijo?

– Sí. Hacía casi veinte años que trabajaba en esta redacción.

– Así que de la generación de los cuarenta, de esos a los que todo les vino rodado, ¿no? -se le escapó a Hjelm.

Möller lo miró de hito en hito.

– Eso son exageraciones, nosotros no nos expresamos en esos términos. Tampoco nos ha resultado todo tan fácil.

Hjelm lo observó unos instantes. Se dio cuenta de que no podía resistir la tentación de provocarlo un poco más.

– El artículo sobre la perspectiva cultural del nuevo y pacífico espíritu neoyorquino debe de haber costado el sueldo de medio mes, pongamos unas quince mil coronas, más impuestos, seguridad social, billetes de avión, alojamiento y dietas. En total rondará quizá… las cincuenta mil.

El semblante de Möller se ensombreció mientras se encogía de hombros.

– No se pueden calcular los gastos de esa manera; hay artículos que cuestan más y otros menos. ¿Adónde quiere ir a parar?

– ¿Tenía algún contacto en Nueva York? ¿Amigos? ¿Enemigos?

– Que yo sepa, no.

– ¿Estuvo usted o algún otro miembro de la redacción en contacto con él durante la semana?

– Yo hablé con él una vez. Acababa de visitar el teatro Metropolitan y estaba muy contento.

– ¿Y la visita al Metropolitan formaba parte del artículo de cincuenta mil coronas?

Hjelm pensó que debía dejar de buscarle las cosquillas a Möller si no quería perderlo por completo. Intentó cambiar el tono.

– Vamos a tener que hablar con sus allegados. ¿Cuáles eran sus circunstancias familiares?

Möller lanzó un profundo suspiro al tiempo que miraba el reloj. De repente, un hombre calvo, relativamente joven, irrumpió en el despacho agitando un papel.

– Siento molestar -jadeó-. Es que no nos queda mucho tiempo; el obituario de Lars-Erik ya casi está, pero ¿qué hacemos con la causa de la muerte? ¿Paso de ponerlo o…? ¿No sería mejor incluir algo?

Möller le dedicó un gesto cansado a Hjelm y preguntó:

– ¿Qué podemos poner?

– Que fue asesinado -respondió Hjelm.

El joven reportero se lo quedó mirando boquiabierto.

– ¿Nada más? -articuló al final.

– ¿Te parece poco? -replicó Hjelm.

El hombre salió a toda prisa. A través del cristal de la puerta, Hjelm vio como volvía apresurado a su mesa y atacaba el teclado del ordenador con la suavidad de un carnicero profesional despedazando una pieza.

– A los jóvenes les resultan difíciles los obituarios -comentó Möller fatigado-. Cuando alguien fallece de forma inesperada, hay que empezar desde cero. Es mucho trabajo.

– ¿Y cuando alguien lo hace de forma esperada?

– Tenemos un archivo de obituarios ya preparados.

Hjelm no daba crédito a lo que estaba oyendo.

– ¿Me está usted diciendo que hay un archivo de obituarios para personas vivas?

Möller volvió a lanzar un profundo suspiro.

– Es obvio que no está muy al tanto del trabajo en un periódico. ¿Podemos terminar ya de una vez con todo esto? ¿Por dónde íbamos?

– La familia -dijo Hjelm.

– Lars-Erik vivía solo desde hacía unos cuantos años. Se casó dos veces y tenía un hijo de cada matrimonio. Le doy las direcciones.

Möller se puso a hojear una voluminosa agenda, garabateó unas cuantas líneas en un papel y se lo tendió a Hjelm.

– Gracias. Como periodista, ¿cómo lo definiría?

Möller reflexionó unos segundos antes de contestar.

– Era uno de los principales críticos literarios del país. Un texto de Lars-Erik podía hundir a un escritor o lanzarlo al estrellato; su firma siempre hacía que un artículo portara una cierta… aureola. Un crítico grandioso y polifacético, que no dudaba en ser duro si hacía falta. Y un escritor subestimado.

– ¿También escribía libros?

– Durante los últimos años no, pero publicó algunas joyas en los setenta.

– Hace un rato estuve hojeando unos viejos suplementos culturales y vi algún que otro texto suyo. No parecía gustarle mucho la literatura…

Möller se frotó la barba mientras miraba al cielo azul claro.

– La literatura de hoy en día es de una calidad ínfima. Los escritores jóvenes han malinterpretado por completo su vocación. La verdad es que, en general, ya no escribimos mucho sobre literatura.

– Sí, ya he visto que se da prioridad a reportajes sociales, festivales de cine, entrevistas con grupos de rock, discursos oficiales de entregas de premios y conflictos internos de diversas instituciones.

Möller se inclinó de forma brusca sobre la mesa y clavó una intensa mirada en los ojos de Hjelm.

– ¿Y a usted qué le pasa? ¿Es que ahora se ha hecho crítico?

– Más bien ando un poco sorprendido -respondió Hjelm hojeando su cuaderno-. Encontré un artículo donde se afirmaba que los críticos leen demasiados libros y que sería mejor que se dedicaran a hacer footing.

– La vida es mucho más que los libros.

– Obviamente, sí. Pero si yo pretendiese ser mejor policía dedicando menos tiempo al trabajo policial, incurriría en una falta profesional. Y luego en otro artículo les reprochaba a los escritores de hoy en día que pasaran demasiado tiempo devanándose los sesos sobre el misterio de la vida; y yo que creía que ése era el quid de la cuestión…

– Se nota que sabe muy poco de este gremio -masculló Möller, y su mirada volvió a perderse por la ventana.

– Usted mismo dice que los jóvenes son una panda de anémicos que se miran el ombligo y que no van a ningún sitio. Y aquí, si me permite, tengo algunas citas de textos de Lars-Erik Hassel: «La cuestión es si la literatura puede dar mucho más de sí»; «Tanto la poesía como las artes plásticas parecen haber dejado de ejercer un papel importante»; «El gran retrato de la contemporaneidad, que todos esperamos, nunca se escribirá; ésa es la tragedia de la literatura»; «La poesía no parece ser más que un juego»; «La literatura lleva mucho tiempo siendo la expresión artística más sobrevalorada».

Al no recibir ningún tipo de respuesta por parte de Möller, fue Hjelm quien se inclinó esta vez sobre la mesa.

– Lo que en realidad pasa es que a uno de los críticos literarios más influyentes de Suecia no le gustaba la literatura, ¿verdad?

La mirada de Möller se perdió por completo entre las inexistentes nubes. Parecía acusar un cansancio monumental que se extendía hasta el más allá.

Ya que no había mucho más que añadir, y como resultaba poco probable que Möller moviera un solo músculo durante la siguiente media hora, Hjelm decidió abandonar esa zona catastrófica. Cerró la puerta dejando atrás al redactor jefe petrificado y se acercó al joven periodista que se ocupaba del obituario, que ya había terminado de aporrear el teclado y ojeaba ahora el texto en la pantalla.

– ¿Ya está? -preguntó Hjelm.

El hombre se sobresaltó como si una bala dum-dum acabara de partirle en dos.

– Perdón -resopló una vez recuperado del susto-. Estaba en otro mundo. Sí, ya está terminado. Bueno, todo lo terminado que puede estar teniendo en cuenta las circunstancias, claro.

– ¿Me podría quedar con una copia?

– Sale en el periódico de mañana.

– Me gustaría leerlo ahora, si es posible…

El hombre se lo quedó mirando asombrado.

– Sí, claro -respondió, y pulsó una tecla.

Una impresora láser empezó a escupir hojas de papel.

– Siempre se agradece que alguien quiera leer lo que uno escribe -añadió.

Hjelm echó un vistazo al texto, firmado por Erik Bertilsson.

– Respeta todas las leyes del género -comentó Bertilsson.

Hjelm levantó la vista de los papeles y lo observó entornando los ojos.

– ¿Y no las de la verdad? -replicó.

Al joven periodista se le puso cara de haberse ido de la lengua -en un gesto inconfundible para un experimentado interrogador como Hjelm- y no dijo nada más.

– ¿Qué tipo de escritor era Hassel en realidad? -preguntó Hjelm-. He leído algunos textos suyos bastante raros.

– Está en el obituario -respondió Bertilsson decidido a no volver a cometer ninguna imprudencia más-. Es todo lo que tengo que decir.

Hjelm recorrió la redacción con la mirada. Grupitos de periodistas andaban de un lado para otro sin reparar en Hjelm y Bertilsson.

– Escúchame bien, Erik -dijo Hjelm, severo-. Sólo intento hacerme una idea de la víctima de un homicidio. Cualquier información que pueda contribuir a la detención del asesino es de suma importancia. Y no saldrá fuera del marco de la investigación: no se trata de difamar públicamente a una persona fallecida.

– Salgamos a la escalera -suspiró Bertilsson antes de levantarse pesadamente.

Llegaron al rellano. No había nadie.

Bertilsson se retorcía como castigado por el fuego del infierno. Tras unos instantes decidió poner fin a su tormento y soltar lastre, un lastre que resultó ser en realidad una enorme dosis de frustración.

– Redactar este obituario ha sido un encargo, no una elección -dijo mientras miraba para atrás-. Y nunca en mi vida me he sentido tan hipócrita. Hassel pertenecía al círculo de Möller. Son los que mandan aquí, así de simple. Un grupito de personas de la misma generación y con los mismos valores. Ellos creen que siguen manteniendo los mismos desde sus queridos años sesenta, pero en realidad los han sustituido por otros diametralmente opuestos. Con un frenesí exacerbado intentan desvelar el signo de los tiempos, haciéndose eco de cualquier tendencia, por superficial que sea, pero al mismo tiempo no tienen la más mínima intención de permitir que en su círculo entre alguien de fuera. Hassel contaba con mucho poder; le dejaban escribir sobre los libros que quería y siempre elegía los que no entendía, sólo para tener la oportunidad de poner por los suelos a los escritores. Todas sus convicciones estéticas son de los años sesenta y están basadas en la idea de que la literatura, por definición, es un timo. En los setenta publicó un manifiesto teórico de lucha maoísta y un par de novelas documentales, pero desde entonces sólo se ha dedicado a atacar a los que no comulgaban con su credo. Son innumerables los escritores prometedores a los que ha hundido.

Hjelm se quedó asombrado ante la repentina verborrea, casi terapéutica. Intentó cambiar de tema.

– ¿Y su vida privada?

– Tras engañar a su mujer durante varios años, la abandonó por una chica joven que se había dejado impresionar por la «cultura», llamémoslo así, de Hassel. La dejó embarazada enseguida y cuando ella estaba a punto de dar a luz se fue a Gotemburgo, a la feria del libro, a follarse a toda la que se le pusiera a tiro. Cuando volvió, ella se había largado con el bebé. Desde entonces, destinaba la mayor parte del tiempo a ligar con niñas fácilmente impresionables que no sabían que su cultura era igual de transplantada que su pelo. Sus proezas en las fiestas editoriales y en las del periódico son legendarias. Había que verlo para creerlo.

Hjelm parpadeó perplejo. Miró el obituario y lo comparó con la versión oral que ofrecía Bertilsson de la vida y obra de Lars-Erik Hassel. Un verdadero abismo infernal, humeando a azufre, se abría entre las dos.

– A lo mejor no deberías haber aceptado este encargo -dijo mientras sostenía los papeles en el aire.

Erik Bertilsson se encogió de hombros.

– Hay encargos y encargos. Hay algunos a los que simplemente no se puede decir que no, si quieres contar con una mínima oportunidad de hacer carrera. Y, bueno, yo tengo mis aspiraciones.

– Pero también habrá críticos algo más íntegros, ¿no?

Bertilsson volvió a encogerse de hombros.

– Sí, los que se mueren de hambre. No tienes ni idea de lo duro que es este negocio: o estás con ellos o estás contra ellos; no hay medias tintas.

Hjelm podría haber dicho mucho más, pero no lo hizo. Se quedó observando a Bertilsson unos instantes; pensó en los extraordinarios libros que había leído durante el último año e intentó relacionarlos con los dos representantes de la vida cultural a los que acababa de conocer.

Fue imposible.

Le dio las gracias y lo dejó solo en el desierto rellano. Bertilsson permaneció inmóvil.

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