15

De vuelta de una sus frecuentes visitas al baño, Jan-Olov Hultin vio que un individuo de unos cuarenta años rondaba con nerviosismo la puerta de su despacho. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba del Asesino de Kentucky, que había decidido pasar se por su oficina para meterle las tenazas en la garganta. La mirada del visitante, de una curiosa claridad verde, lo calmó: más bien parecía un alumno de instituto aguardando cabizbajo delante de la puerta del despacho del director. Aun así, Hultin maldijo las rutinas de seguridad de la entrada.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó con tono sosegado.

El hombre de los ojos verdes dio un respingo. Los dedos toquetearon el nudo de la corbata como si tuviesen vida propia.

– Busco a alguien encargado del asesinato del puerto franco -dijo inseguro-; no sé si es aquí.

– Sí, aquí es -respondió Hultin, y lo dejó pasar al despacho.

El hombre de los ojos verdes tomó asiento en el apenas usado sofá de las visitas. Hultin decidió esperar a que su visitante empezara a hablar.

– Mi nombre es Mats Oskarsson -informó el otro instantes después-. De Nynäshamn. Llamé durante la noche del asesinato.

– A las tres y siete minutos, desde una cabina en Stureplan -constató Hultin de modo neutro.

Mats Oskarsson de Nynäshamn se lo quedó mirando unos segundos, parpadeando intensamente, como una luz de banda de estribor a la que se le está acabando la batería.

– Bueno, no me acuerdo muy bien de la hora, pero es verdad que llamé desde Stureplan…

– Al grano -le interrumpió Hultin-. Ya ha obstaculizado bastante la investigación.

A estas alturas Oskarsson ya se había convertido en un alumno de primaria.

– Los demás no querían que llamara…

– ¿Los demás?

– Del equipo de hockey sala. El Club deportivo de los juristas de Estocolmo. Habíamos jugado un partido fuera, en Knivsta, y estábamos volviendo a casa.

– A ver si lo entiendo bien -intervino Hultin con voz suave, el pobre Mats Oskarsson no podía sospechar hasta qué punto ese tono era una mala señal-: un grupo de guardianes de la justicia regresaba de un partido de hockey sala a las tres de la madrugada, fue a parar al puerto franco, presenció un asesinato y decidió no informar a las fuerzas del orden de lo que habían visto. ¿Es eso correcto?

– Era muy tarde -fue lo único que contestó Oskarsson.

– Tarde en la tierra [6] -dijo Hultin con un tono aún más suave.

– ¿Cómo? -exclamó Oskarsson.

– ¿Es usted abogado?

– Sí, abogado fiscal en el bufete de Hagman, Grafström y Krantz.

– ¿Y era usted quien conducía el coche?

– Sí. Una furgoneta Volkswagen.

– ¿Quiere que reconstruya el curso de los acontecimientos? -preguntó Hultin de forma retórica-. Jugaron un partido, les dieron una paliza, se emborracharon, y de entre todos los barrios de la ciudad se fueron a perder en el puerto franco, donde pillaron in fraganti a un asesino que dejó tras de sí un cadáver. Iban bebidos, así que decidieron que era mejor pasar absolutamente de todo. Luego a usted le entraron remordimientos de conciencia y nos llamó, sin duda después de haber dejado al resto de la pandilla en casa, para ahorrarse las pullas, y lo hizo desde una cabina en Stureplan, a pesar de que todos tenían los bolsillos a reventar de móviles. Pero mejor no dejar rastros en los registros… ¿Conducía ebrio?

– No -respondió Oskarsson, taladrando la mesa con sus ojos verdes.

– Yo creo que sí -continuó Hultin todavía con voz sosegada-. Bueno, a pesar de todo ha llamado, y ahora está aquí. En el fondo puede que sea una persona con escrúpulos, a diferencia de sus colegas juristas del club deportivo, y la única razón que podría haber tenido para llamar de forma anónima es que conducía ebrio. Pero, claro, eso es algo que ya no se puede demostrar.

– No -convino Oskarsson con una ambigüedad no intencionada.

Hora de cambiar de tono. Hultin, sin dar lugar a equívocos, gritó:

– ¡Venga, joder! ¡Suéltelo todo de una puta vez! ¡Y ya veremos si le llevamos a juicio o no!

Mats Oskarsson suspiró y declaró con precisión jurídica:

– Eran las dos y media pasadas. El hombre era de estatura algo por encima de la media, corpulento, y llevaba ropa negra y un pasamontañas negro tapándole la cara. Conducía un viejo Volvo azul oscuro, quizá de hace diez o doce años, modelo ranchera, con una matrícula que empezaba por B. Acababa de poner un bulto envuelto en una manta en el maletero del coche y estaba a punto de meter el otro cuando le interrumpimos.

– ¿De modo que tardó media hora en llamar?

– Sí, por desgracia. Lo siento.

– Yo también. Si nos hubiera informado de esto sin dilación no tendríamos a un loco asesino en serie suelto por las calles de Estocolmo. Espero que sus hijas sean sus próximas víctimas.

Hultin no solía irse de la lengua de esa manera, ni siquiera en los momentos de máxima tensión, pero su sólida desconfianza hacia los guardianes del Estado de derecho lo llevó a rozar el límite. «Un loco asesino en serie.» Vaya, ahora tendría que quitarle hierro a ese comentario.

– ¿No recuerda ninguna otra letra o número de la matrícula?

– No -murmuró Oskarsson.

No había mucho más que añadir. Hultin podría haberle dado una buena charla sobre la gangrena que consume al mundo jurídico sueco, que se está vendiendo al mejor postor; sobre la gradual liquidación del Estado de derecho que están llevando a cabo las democracias occidentales; sobre la ley -que supuestamente debe proteger al ciudadano pero que lleva tiempo siendo una farsa, con forrados abogados estrella comiéndose vivos a los recién examinados fiscales de bajo presupuesto-; sobre un minibús lleno de juristas que ni por un instante consideran la opción de dejar de lado sus propios intereses para capturar a un doble asesino. Sin embargo, Mats Oskarsson había demostrado a pesar de todo un atisbo de valentía cívica y, además, aunque se hubiese librado del discurso de Hultin, parecía abatido. Se levantó y se dirigió a la puerta con pasos pesados. Acababa de abrirla cuando oyó la voz apagada del comisario:

– Gracias.

Por un instante, Hultin se cruzó con la clara mirada verde. Decía más que mil palabras.

Jan-Olov Hultin se quedó solo. Estiró las piernas bajo la mesa y dejó que sus ojos recorrieran las paredes del despacho mientras procedía al necesario vaciado de conciencia. Por primera vez en mucho tiempo le llamó la atención lo anónimo del lugar, la falta de impronta personal. Era un sitio para trabajar, nada más. Ni siquiera se había molestado en poner una foto de su mujer. Cuando estaba en el trabajo era cien por cien policía, posiblemente incluso un poco más. El resto se lo guardaba para sí mismo. Ni siquiera tras el éxito del grupo con el caso de los Asesinatos del Poder había permitido que nadie entrara en su vida. No sabía muy bien por qué. Y eso que ya no era ningún secreto que jugaba a fútbol en el equipo de veteranos de la policía de Estocolmo. Hjelm y Chávez habían aparecido en el campo de Stadshagen para verlo en acción una noche. Se enfrentaban a la Alianza de Rågsved, que tenía entre sus filas al peligroso delantero Carlos, al que Hultin le había propinado un sonoro cabezazo en toda la ceja izquierda, provocándole una abundante hemorragia. Por desgracia, Carlos se llamaba Chávez de apellido. No sabía si Jorge había informado a su padre de que era la cabeza de su jefe la que lo había enviado derecho al hospital de Sankt Göran.

La débil sonrisa que se estaba dibujando en sus labios fue interrumpida por los timbrazos del teléfono.

– Sí -dijo al auricular-. Sí. Sí. Ya. Sí.

Se quedó reflexionando unos instantes con el dedo en el aire encima del teclado del aparato. Luego marcó el número de Kerstin Holm.

– Kerstin, ¿estás ahí?

– Sí -sonó la voz de contralto de Kerstin Holm, a la que el teléfono no hizo justicia.

– ¿Estás ocupada?

– No mucho. Intento ponerme al día con todos los detalles del material del FBI. Es un taco de papeles impresionante.

– ¿Podrías averiguar todo lo que haya sobre un Volvo azul oscuro, modelo ranchera, del año, pongamos… del ochenta al noventa? La matrícula debe empezar por B. Tenemos un testimonio más detallado del puerto.

– ¡Qué bien! Ahora mismo me pongo con eso.

Ella colgó antes que él. El dedo volvió a quedarse en el aire. ¿Söderstedt? No. Norlander estaba de vuelta. Tampoco. ¿Había vuelto Nyberg de LinkCoop? No. ¿Chávez? Solo no.

Reconoció para sí mismo que sus dudas eran más bien de carácter democrático. Marcó el número de Hjelm.

– ¿Paul?

– Sí.

– Ven a mi despacho. Trae a Jorge.

Tardaron treinta segundos.

– ¿Habéis acabado con la historia de Laban Hassel?

Los dos estaban firmes como colegiales delante de su jefe. ¿Por qué todo el mundo se presentaba ante él como chavales de colegio?

– Sí -respondió Chávez-. Hemos intentado buscar algo para poder procesarlo, pero la verdad es que tampoco hemos puesto demasiado empeño. Esperemos que sea feliz con Ingela. Pese al asunto de la esterilidad.

– Bien. Acaba de aparecer una pista en el puerto franco. Han localizado un coche a un par de manzanas del almacén de LinkCoop. Un Saab 900 beige. Hay dos cosas que lo convierten en un vehículo interesante: primero, estaba limpio, ni una sola huella dactilar. Segundo, está registrado a nombre de un tal Andreas Gallano. ¿Os suena?

– Gallano -repitió Hjelm-. ¿El camello de Alby?

– Correcto.

– Bueno, bueno, así que Andreas Gallano… Tuve más de un encontronazo con él durante mi época en Huddinge. Bastante violento el tipo, creo recordar. Es un traficante que ha subido un par de peldaños en la cadena de distribución, pero no deja de ser el típico chorizo callejero. Sin escrúpulos. Lo enchironamos por un delito de lesiones en una ocasión y por tráfico de estupefacientes en otra.

– ¡Claro! -exclamó Chávez-. Ahora me acuerdo; el que se fugó de la cárcel de Hall.

– Exacto -dijo Hultin-. Estuvo entre rejas hasta hace poco más de un mes, otra vez por un delito de lesiones. Y se escapó por la cocina con otros dos tipos. -Hjelm y Chávez asintieron con la cabeza-. La fuga armó bastante revuelo en los medios de comunicación.

Hultin los contempló, intentando comprobar si su intuición era buena.

– Está relacionado con esto, ¿no? -preguntó.

La interrogación parecía más una exclamación que otra cosa.

Ellos asintieron de nuevo.

– El coche de Gallano, abandonado, sin huellas dactilares, un robo, dos cadáveres -resumió Hjelm, y concluyó-. Ya lo creo.

– Pero el cadáver no será él, ¿verdad? -preguntó Chávez.

– Si lo fuera, el ordenador de huellas dactilares habría pegado un grito -dijo Hjelm-, pero seguro que anda en el ajo.

– De quien no tenemos nada, sin embargo, es del Asesino de Kentucky -murmuró Hultin.

– Aparte de sospechas -apostilló Hjelm-. ¿La última dirección de Gallano?

– La misma que hace diez años.

– Venga, vamos para allá.

Cogieron el BMW de Chávez y se marcharon enseguida. El dúo atravesó la ciudad ahogada por las lluvias y salió a la carretera de Essingeleden. Debajo de ellos, el agua de la bahía de Riddarfjärden estaba a punto de alcanzar niveles diluviales. En cualquier momento se desbordaría e inundaría la ciudad, y ¿a quién, en estos tiempos, se habría avisado para que construyera un arca?

«A nadie», pensó Hjelm, misántropo, sentado al lado de un Chávez que pisaba a fondo. Ni uno solo de nosotros sería advertido por Dios. Nos ahogaríamos todos en el mismo lodo viscoso, devorados por la tierra enfurecida; y visto desde el cosmos, el planeta no habría cambiado su aspecto en lo más mínimo. Una insignificante alteración del equilibrio de lo infinito, nada más.

Levantó la mirada de la ciénaga en la que el pesimismo lo había hundido y volvió a concentrarse en su fútil cruzada contra el mal; tenía la sensación de que estaban luchando contra molinos de viento.

Nadie que pasara por la E 4 podría distinguir Alby de Fittja o Norsborg de Hallunda. Los barrios constituían una misma sucesión infinita de dementes construcciones que trepaban, inmensas y brutalmente uniformes, por las colinas y que, como no podía ser de otra manera, se habían llenado de delincuencia. Eran el resultado del mismo espíritu de construcción social que hizo que los especialistas en urbanismo de aquel entonces contaran con serios planes para demoler el casco viejo entero y dejar que Le Corbusier levantara una fila de enormes palacios de cristal y hormigón.

Pero nadie sabía mejor que Paul Hjelm que tras esos bloques también se escondía una cultura alternativa e inaccesible, un heroísmo a pequeña escala, una capacidad de invención infinita y una continua lucha contra todo tipo de adversidades. Aquí había estado destinado Hjelm toda su vida profesional hasta el curioso cambio de hacía más de un año, cuando, en vez de la música fúnebre que esperaba oír, se entonaron los acordes de una marcha triunfal: no sólo no fue expulsado del cuerpo, sino que fue elegido para formar parte del Grupo A.

Se lo debía al comisario Erik Bruun, su viejo jefe de la policía criminal de Huddinge, cuyos contactos con Jan-Olov Hultin habían sido decisivos.

Ahora Hjelm se encontraba precisamente delante del despacho de su ex jefe, tras haber logrado la proeza de pasar desapercibido por toda la comisaría. Al llamar con los nudillos, se encendió el piloto amarillo en los indicadores luminosos de la puerta, advirtiendo al visitante que esperase. Hjelm fue preso de malos presentimientos; Bruun nunca activaba ese piloto.

Esperó durante tres interminables minutos en el pasillo, bajo la constante amenaza de ser descubierto por algún ex compañero, hasta que no pudo aguantar más y entró.

El despacho, en su día cubierto por los nocivos sedimentos originados por el humo de los puros negros que fumaba el comisario Erik Bruun, tenía ahora las paredes cubiertas con un papel de color amarillo canario. El pegamento no se había secado todavía.

Sentado detrás de la mesa de Bruun había un hombre de unos cuarenta años con traje y corbata, el pelo castaño peinado hacia atrás sobre una incipiente calva. Su mano buscó instintivamente el arma reglamentaria.

– ¿Dónde está Bruun? -preguntó Hjelm.

El hombre renunció a desenfundar la pistola, aunque la mano estaba preparada.

– Ahí fuera pone «espera», si es que sabe leer -replicó.

– Cierto, pone espera, pero también pone Bruun. ¿Dónde está?

– ¿Y usted es…?

– Hjelm. Trabajaba aquí. Bajo las órdenes de Bruun. ¿Dónde está?

– Hjelm. Ya. El hombre que en vez de despedido fue ascendido.

– Exacto. ¿Dónde está Bruun?

– Hjelm, vaya, vaya. Hace poco estuve repasando su expediente. Espero que no tenga la pretensión de recuperar su viejo puesto, ahora que el Grupo A toca a su fin. Aquí ya no hay sitio para usted.

– ¿Dónde está Bruun?

– Aquí no queremos ni héroes ni pistoleros que van por libre. Ha llegado la hora de hacer limpieza, de corregir imperfecciones. En fin, de poner orden en las filas.

– ¿Dónde está Bruun?

– Me temo que tendrá que adecentar el viejo uniforme y prepararse para volver a la calle, a patrullar, como Dios manda; vamos, a trabajar de verdad.

Hjelm había tenido bastante. Dio media vuelta y a punto estuvo de chocar con Chávez, que aguardaba en la puerta. A sus espaldas oyó:

– A Bruun le dio un infarto hace una semana. No me extraña; sólo pensar en cómo estaba el despacho es para que te dé uno.

Hjelm dio otra media vuelta.

– ¿Está muerto?

El hombre se encogió de hombros.

– No tengo ni idea.

Hjelm abandonó el despacho enseguida, para no hacer que incluso el servicio de patrulla acabara siendo una utopía para él. Bajó por las escaleras y entró en la sala de descanso del personal.

Era como si no hubiese pasado el tiempo. Cada taza, cada terrón de azúcar parecían hallarse exactamente en el mismo sitio que hacía un año y medio. Y también cada madero. Allí estaban todos: Anders Lindblad, Kenneth Eriksson, Anna Vass y Johan Bringman. Y Svante Ernstsson, su compañero de fatigas durante más de una década. Habían sido amigos íntimos, aunque llevaban meses sin hablar.

– ¡Hombre! -exclamó Ernstsson asombrado-. Qué honor recibir una visita tan ilustre.

El apretón de manos entre los dos amigos fue tan firme y masculino que resultó casi ridículo.

– Antes de nada: ¿se ha muerto Bruun?

Svante Ernstsson le observó con cara de circunstancias, para acto seguido mostrar una amplia sonrisa.

– Sólo un rasguño, como dijo él mismo.

– ¿Y quién es el payaso que ha ocupado su despacho?

– El recién nombrado comisario Sten Lagnmyr. Un coñazo de tío. Se va Bruun y nos meten a un lameculos al que además le encanta el color mierda de canario.

– Por cierto, éste es Jorge Chávez. Mi nuevo compañero.

Chávez y Ernstsson se dieron la mano. A Hjelm le asaltó una extraña visión: durante un instante vio a Cilla y a Kerstin estrechándose la mano. Se repuso y dijo:

– Bueno, la verdad es que no estamos aquí para hacer vida social, sino para buscar un poco de ayuda. ¿Tenéis en marcha alguna operación de búsqueda de nuestro viejo amigo Andreas Gallano?

Ernstsson se encogió de hombros y alzó una ceja con curiosidad.

– Como con cualquier fugado, ni más ni menos.

– ¿Sabéis si anda por aquí?

– ¿De qué se trata?

– El asesinato del puerto franco.

Ernstsson movió la cabeza en un gesto pensativo y dejó de insistir con más preguntas.

– No tenemos ningún indicio de que haya vuelto por el barrio; sería bastante estúpido tras escaparse de Hall. Su apartamento estaba vacío y sin tocar. En la nevera encontramos cartones de leche que llevaban más de seis meses allí. En fin, estamos hasta arriba de trabajo, como siempre, y ese tipo no es una prioridad precisamente. La idea era empezar a buscarlo la semana que viene.

– Me aseguraré de que Hultin se encargue de Lagnmyr, para que podáis echarnos una mano de forma oficial. ¿Sigue siendo la mejor opción contactar con…? ¿Cómo se llamaba…? ¿Stavros?

– Stavropoulis. No, la ha palmado. Sobredosis. Gallano tuvo que buscarse otros contactos y se metió en una banda con mayores recursos. Drogas sintéticas. Lo cogimos gracias a un camello, Yilmaz. Es un tipo al que tenemos bastante controlado, así que si no sois quisquillosos con nuestros procedimientos podemos hacerle una visita.

– No te preocupes. ¿Qué nos podría aportar Yilmaz?

– Gurra pilla las anfetas allí. ¿Te acuerdas de Gurra?

– ¡Coño! -exclamó Hjelm-. ¡Gurra el loco! Amigo de Gallano desde la infancia.

– Si hay alguien que sepa por dónde se mueve Andreas, ése es Gurra. Por los viejos tiempos -añadió Ernstsson de forma ambigua.

– ¿Cómo lo hacemos?

– Yilmaz distribuye en un sitio bastante oportuno para nosotros, así que lo hemos dejado en paz. Está en el viejo almacén de ICA, y nos limitamos a vigilarlo desde la planta de arriba. Mejor imposible.

– ¿No se puede dar con Gurra de otra forma?

– Es un tipo muy escurridizo. Es la mejor manera.

– ¿Vamos ahora mismo?

Ernstsson se encogió de hombros.

– Venga -respondió.


Jorge Chávez intentaba imaginarse la colaboración entre Hjelm y Ernstsson. ¿Había sido parecida a la relación que tenían Hjelm y él? ¿Se habían sentido más cercanos? ¿Se entendían igual de bien? Los observó mientras esperaban en la mugrienta planta de arriba del antiguo almacén de ICA. ¿No se advertía cierta reserva, un sentimiento de culpa quizá, en el modo en que Hjelm se relacionaba con su ex compañero? ¿No había algo forzado en sus gestos? Aunque por otra parte, ¿hasta qué punto estaba siendo objetivo?

La posición de vigilancia resultaba poco habitual. Bien es cierto que se podía seguir la actividad ilegal de Yilmaz mirando a través de un agujero en el suelo, pero eso implicaría permanecer tumbado con la mejilla apoyada en excrementos de ratas y viejas cánulas. Habían optado por una solución más cómoda: instalar una minicámara en el agujero y observar el espectáculo en un pequeño monitor.

Los tres policías estaban en cuclillas delante del monitor, viendo pasar un constante flujo de clientes por la no muy discreta farmacia de Yilmaz. Una muestra bastante representativa de la sociedad desfiló ante sus ojos: desde extrañas reliquias de los años sesenta, que de alguna misteriosa forma continuaban esquivando el fantasma de la sobredosis, hasta elegantes jóvenes de clase media de camino a alguna fiesta rave; desde prostitutas con sida en estado avanzado hasta secretarias de dirección en misión secreta. Si en alguna ocasión Hjelm había sentido una punzada de nostalgia por su viejo lugar de trabajo, acababa de superarlo.

El propio Yilmaz estaba sentado como un pachá encima de una vieja nevera, y de otra sacaba los pedidos. Ejercía un control absoluto. Era un dios. Su arbitrio representaba la diferencia entre el cielo y el infierno. Disfrutaba viendo sufrir a sus clientes cuando tardaba unos segundos más de lo necesario en abrir con sus llaves la puerta del cielo.

Hjelm odiaba cada instante de la vigilancia, no sólo por el infinito despliegue de humillaciones, sino también porque el tiempo avanzaba a paso de tortuga y Gurra aún no había hecho acto de presencia. En breve, el horario de consulta de Yilmaz llegaría a su fin y sería un día perdido. Llevaban tres horas esperando. La humedad penetraba a fondo en los podridos locales y la afluencia de clientela empezaba a disminuir.

Apareció otro chaval más de clase media para llevarse unas cuantas de esas pequeñas pastillas con graciosos dibujos grabados encima. El chico, que tendría unos dieciséis o diecisiete años, se acercó confiado al pachá de la nevera. Detrás lo esperaba un amigo con las manos hundidas en los bolsillos y los hombros subidos; se movía inquieto, de espaldas a la cámara, mientras su colega tendía la mano hacia Yilmaz. De pronto, volvió la cabeza y echó un rápido y nervioso vistazo.

Fue más que suficiente para Hjelm. Su cuerpo se contrajo en una enorme convulsión y apenas pudo hacerse a un lado antes de vomitar sin control. Se asombró de su propia reacción: vergüenza y culpa a partes iguales le recorrían el cuerpo. Como si fuera a morir y viese desfilar toda la vida ante sus ojos, revivió su actuación como padre: cada paso en falso, cada daño que había infligido a su hijo a través de los años.

Cuando al cabo de unos treinta segundos alzó la vista hacia el monitor, eludiendo las caras de sus perplejos colegas, Danne seguía allí, de espaldas a la cámara. La transacción del amigo se había interrumpido durante unos instantes, pues un yonqui en un estado lamentable entró y empezó a discutir con Yilmaz.

– Es Gurra -dijo Svante Ernstsson.

Hjelm lo mandó todo a la mierda y salió disparado tirando una silla que tenía al lado. En la planta de abajo, todas las miradas se dirigieron hacia la cámara. Antes de que Yilmaz tuviera tiempo de echar el cierre a la tienda, Ernstsson y Chávez vieron cómo Hjelm irrumpía en la habitación empuñando el arma. No fue hasta ese preciso instante cuando se les ocurrió seguirlo.

Hjelm se ocupó de que nadie se moviera. El musculoso guardaespaldas, que había estado apostado unos metros detrás de Yilmaz, se hallaba ahora tumbado boca abajo en el suelo; de la cinturilla de sus pantalones Hjelm sacó un imponente revólver del Oeste, que puso contra la frente del camello. Gurra intentó escabullirse, pero Ernstsson lo tiró al suelo. Mientras Chávez se encargaba de Yilmaz y del guardaespaldas, Hjelm se aproximó al adolescente, que estaba pisando las coloreadas pastillas en un intento de hacerlas desaparecer entre las tablas del podrido suelo de madera. Lo agarró por el cuello y acercó su lívida cara hacia él, hasta que sólo un par de abrasadores centímetros la separaron de la suya.

– ¡Tengo tu jeta grabada en mi retina, hijo de puta!

Advirtió cómo el chico se meaba en los pantalones. Al soltarlo, el chaval se desplomó sollozando.

Acto seguido Hjelm se volvió hacia su hijo, que se había quedado paralizado en el quicio de la puerta con los ojos como platos. Las mandíbulas se movían, pero las palabras no acudían.

– Vete a casa -ordenó Hjelm con tono neutro-. Y quédate allí.

Danne desapareció. El amiguete miraba la escena con ojos aterrorizados.

– ¡Lárgate! -le espetó Hjelm.

El chico se marchó arrastrándose. Hjelm se volvió hacia Gurra, tumbado boca arriba en medio de la mierda con Ernstsson encima. Detrás de su eterna sonrisa burlona se divisaba una auténtica lividez.

– Andreas Gallano -dijo Hjelm pronunciando con énfasis cada sílaba.

– ¿De qué coño estás hablando?

Hjelm se inclinó. Tenía una de esas caras con las que es mejor no jugar, y Gurra se dio cuenta.

– Venga, inténtalo otra vez -propuso Hjelm con suavidad.

– No lo he visto desde que lo enchironaron…

– ¿Pero?

– Pero…, bueno…

– Es muy sencillo. Habla y vivirás. Calla y morirás.

– Vale, joder. Bueno, al fin y al cabo, el tío se ha vuelto un puto señorito… Tiene una casa de campo. Por el norte. En Riala, creo que se llama. La dirección está en mi agenda.

– Me sorprendes -ironizó Hjelm, que consiguió sacar unas hojas dobladas, medio podridas por la humedad, que Gurra guardaba en el bolsillo interior de la cazadora-. Si hasta llevas agenda. Y ahí guardas la dirección de un delincuente fugado.

– Codificada -reconoció Gurra no sin cierto orgullo-. Aparece como Eva Svensson.

Hjelm la encontró. Arrancó la página con la dirección de Eva Svensson en Riala y volvió a meter la agenda en el bolsillo de Gurra.

Escuchó las sirenas a lo lejos; Ernstsson había pedido refuerzos. Metieron a Gurra en el rincón de la nevera, al lado de Yilmaz y su gorila.

– ¿Te encargas de esto, Svante? -preguntó Hjelm a punto de marcharse.

– No los pierdas de vista -le pidió Ernstsson a Chávez antes de hacer un aparte con Hjelm-. Pålle, tío, te has cargado nuestro mejor punto de vigilancia -dijo con un toque de decepción en la voz.

Hjelm cerró los ojos. No había pensado en eso ni por un momento.

– Lo siento -pronunció con voz queda-. Las circunstancias eran un poco especiales.

Svante Ernstsson dio un paso atrás y se lo quedó mirando.

– La verdad es que han conseguido cambiarte -afirmó. Y mirando para otro lado añadió-: Espero que se solucione lo de Danne.

Hjelm asintió apesadumbrado.

– Venga, lárgate -zanjó Ernstsson-. Yo me encargo. A Lagnmyr le va a encantar esto.


Ya en el coche, Hjelm se acordó de que tenía que llamar a Hultin. El comisario, a pesar de no recibir más que un somero informe del curso de los acontecimientos, prometió ponerse en contacto con Sten Lagnmyr para intentar arreglar el desaguisado. Por lo demás, Hjelm estaba ausente.

Chávez seguía como petrificado. Todo había ocurrido muy rápido. Había visto facetas de Paul Hjelm que desconocía, y la verdad era que no le acababan de desagradar. Decidió no mencionar a su hijo; de hecho, estaban ya en Skärholmen cuando se dio cuenta de que el chico debía de ser Danne.

– Claro -exclamó al comprenderlo.

Hjelm lo miró con rostro inexpresivo para a continuación volver a encerrarse en su mutismo.

Evitaron pasar por Estocolmo. Ahora uno podía desplazarse desde los extrarradios del sur hasta los del norte sin pasar por el centro, si bien la obra había costado un ojo de la cara.

Más o menos a la altura de Norrtull, el límite norte de la ciudad, Chávez empezó a poner en orden sus ideas. Sin que hubiesen intercambiado ni una sola palabra, le quedó claro que iban de camino a Riala, que estaba situado por la zona de Roslagen, entre Äkersberga y Norrtälje. La dirección daba a entender que se trataba de una casa aislada en el bosque. ¿Qué les esperaría allí?

– ¿Nos vamos a ocupar de esto solos? -preguntó Chávez.

No hubo respuesta. La mirada de Hjelm se perdía en la lejanía.

– ¿Estás preparado para esto? -insistió Chávez con voz algo más fuerte.

Hjelm lo miró. La cara seguía sin expresión. ¿O tal vez se trataba de un gesto decidido?

– Lo estoy -respondió-. Y vamos solos.

– Pensándolo bien, lo del puerto podría haber sido perfectamente un ajuste de cuentas entre traficantes. Y en tal caso, no sabemos qué coño nos espera en esa casa aislada del bosque. Podría ser el centro de la nueva red de narcotráfico de Gallano.

– Entonces, ¿por qué está su coche abandonado en el puerto y sin una sola huella?

– Quizá ese otro cadáver, el que el asesino logró meter en el maletero, era Gallano. Y nuestro muerto sin identificar, un compinche extranjero. Dos tipos a los que había que quitar de en medio. Pero a ver quién nos asegura que la casa no esté fuertemente custodiada.

– Desde un punto de vista racional podría ser -dijo Hjelm-. Pero seamos irracionales. Ten, papel y boli. Vamos a poner cada uno en un papel lo que creemos que nos espera allí arriba, lo doblamos y lo guardamos en el bolsillo. Luego comparamos.

Chávez se rió y se puso a escribir. Hjelm había vuelto.

Metieron los papelitos en los bolsillos.

Luego Hjelm volvió a desaparecer, la mirada perdiéndose dentro de las eternas cascadas de lluvia.

Ser padre. Con qué increíble facilidad se podían infligir heridas incurables. Una palabra imprudente, un momento de indiferencia en la ocasión menos oportuna, un brazo que se agarra demasiado fuerte, la imposición de obligaciones o la falta de las mismas. Un matrimonio que va fatal; entonces, ¿qué es mejor? ¿El silencio? ¿Las peleas constantes? ¿El divorcio? ¿El infierno de hielo que había congelado a Laban Hassel para siempre? ¿O el infierno ardiente, chisporroteante, de las peleas enloquecidas? El verano pasado, el caso del Asesino del Poder y la separación de Cilla y él: ¿cómo había afectado a los niños, en esa edad tan sensible? ¿Y cuánto había de heredado en todo esto? La bandera del determinismo biológico ondeaba grandiosa y triunfante sobre la época. Parecía que ya no importaran las experiencias de cada cual, que todo viniera preprogramado en los genes. Eso debería haber consolado a Paul Hjelm: tal vez no fuese culpa suya que su hijo frecuentara a camellos; quizá existía un gen de la drogadicción que invalidaba cualquier educación. Se negaba a creerlo. De alguna manera, él tenía la culpa, pero ¿cómo? ¿Qué coño era? ¿Que no había sido capaz de cambiar los pañales sin vomitar? ¿Que usaba una jerga masculina? ¿Que era policía? ¿Qué cojones era?

Sabía que en el fondo no había una sola respuesta. En eso consistía la ventaja de su trabajo: una respuesta, un culpable. El campo de visión se reducía. Todo lo ambiguo y complicado quedaba fuera.

La lluvia caía a raudales.

Dos cazadores viajaban hacia el norte por la carretera de Norrtälje.

Dos papelitos les quemaban los bolsillos.


El centro del pueblo de Riala era minúsculo, pero la población se extendía sobre un área muy grande, en medio de un denso bosque de pinos. El mapa los alejaba cada vez más de ese pequeño centro y al final se encontraron en un camino que no era más que un sendero de vacas, en pleno bosque.

– Para aquí -ordenó Hjelm con la mirada fija en el detallado mapa de la policía.

Chávez detuvo el coche.

– La casa debe estar a doscientos metros, más o menos. Subiendo por la colina y luego a la derecha. Aislada de todo.

Chávez asintió, desenfundó el arma reglamentaria, la comprobó y la volvió a introducir en la funda sobaquera.

– ¿Tú crees que si dejamos el coche sin cerrar nos lo robarán? -bromeó.

Hjelm mostró una tenue sonrisa y se lanzó a la lluvia torrencial.

Eran más de las cinco. Al cielo plomizo se empezaba a sumar la incipiente caída de la noche. El bosque se hallaba envuelto en una densa oscuridad.

Corrieron a través de la tormenta otoñal medio agachados. Las copas de los pinos danzaban por encima de sus cabezas soltando abundantes agujas que salpicaban sus cabelleras mojadas. Un relámpago iluminó el bosque con una penetrante claridad. Los troncos de los árboles se separaron unos de otros para sólo un instante después, cuando llegó el trueno, contundente y pesado, volver a fundirse. La casa estaba encajada como una cuña entre los árboles, encima de la colina; si no fuera porque sabían que se encontraba allí, seguramente habrían pasado de largo. Era pequeña y marrón. Estaba a oscuras. No se veía una sola señal de vida.

Se acercaron a la puerta. Las armas en alto, preparados.

Junto a la puerta había una ventana en cuyo cristal se veía un agujero circular. Hjelm bajó con sigilo el picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. Introdujo la mano por el agujero del cristal y giró el mecanismo de la cerradura. Acto seguido, abrió la puerta de una patada y los dos policías irrumpieron en la casa.

El hedor los golpeó de lleno ya antes de que Chávez diera con el interruptor y quedaran cegados por la luz. Cruzaron la mirada. Los dos supieron enseguida de qué se trataba.

No les llevó demasiado tiempo recorrer la casa. Un salón con cocina americana y un dormitorio minúsculo. Todo vacío, sin habitar. Si no hubiese sido por el agujero en el cristal y la pestilencia, ya habrían enfundado sus pistolas.

Había otra puerta, justo al lado del fregadero. Hjelm la entreabrió con cuidado. Una oscura escalera de cemento conducía a un sótano. No encontraron ningún interruptor. Bajaron la escalera despacio, con las armas levantadas, manteniéndose cerca el uno del otro.

No veían absolutamente nada. Llegaron abajo. El hedor resultaba cada vez más intenso.

Buscaron a tientas por la gélida pared de piedra y al final Chávez dio con un interruptor.

Desde el techo, una bombilla desnuda arrojó una débil luz sobre la estancia.

Andreas Gallano estaba sentado en una silla.

Los observaba fijamente. El mudo dolor se reflejaba en sus ojos.

En su garganta había dos pequeños agujeros.


Habían subido al salón de la casa. Hjelm estaba sentado en el suelo. Su mano temblaba al marcar el número de Hultin. Chávez se inclinaba sobre el fregadero echándose agua en la cara. Ninguno de los dos había soltado el arma.

Chávez se quedó un minuto con la mirada perdida en la ruidosa oscuridad del exterior. Un rayo iluminó el bosque. El paisaje parecía terriblemente indiferente.

Se sentó al lado de su compañero. Tronó fuera. Se acercó a Hjelm, que no se movía. Los hombros se rozaron. Lo necesitaban.

Más o menos al mismo tiempo sacaron los papelitos de los bolsillos y con no poco esfuerzo consiguieron desplegarlos.

En el de Chávez ponía: «Cadáver con agujeros en la garganta».

Y Hjelm había escrito: «Muerto con la garganta perforada».

Se sonrieron débilmente.

Buena compenetración.

Загрузка...