3

Esa quietud inconmensurable e insustituible que siempre se instalaba en su cuerpo lo inundaba con oleadas de dicha. Sabía que nunca lo iba a dejar.

Allí fuera se extendía el inmenso vacío donde la Tierra no es más que una insignificante excepción, un borrón divino que mancha el folio de la gran perfección, un desliz que, sin duda, debería de haber acabado con la ilimitada divinidad de lo divino.

Una fina hoja de plexiglás lo separaba del enorme y vertiginoso vacío, del que se sentía partícipe gracias a la paz que reinaba en su interior y con el que copulaba en un balanceo divino.

La nubosa mecedora de la quietud apartaba las imágenes de su mente, que ya estaban lejos. Hasta se podía permitir el lujo de pensar en ellas sin que, en ningún momento, se le borrara la plácida sonrisa de los labios.

Incluso era capaz de pensar en la bajada al sótano, un descenso que ya no se representaba en imágenes -en tal caso habría tenido que conjurarlo, ahuyentándolo mediante el humo de la inmolación-, sino como un relato, como una estructura coherente. Y aunque sabía que pronto perdería de nuevo todo eso, conminado a realizar otro sacrificio, lograba disfrutar de su repentina y diáfana perfección.

Estaba de camino.

Bajaba por esa escalera, cuya existencia desconocía, que le estaba conduciendo a un sótano que tampoco sabía que existiera. El pasadizo secreto en el armario. El aire inolvidable, dulzón y polvoriento, de la escalera. Los silenciosos peldaños de cemento que parecían no tener fin. El crudo y húmedo frío de la barandilla.

La consecuencia natural, obvia, de la iniciación. Cuando pudo levantar la vista, y unos pasos seguían a otros bajando hasta la oscuridad original, esa lógica le pareció irrebatible. Había sido elegido.

Un círculo debía cerrarse. Eso era lo que tenía que hacer ahora. Luego podría empezar en serio.

La escalera continuaba. Todo atisbo de luz desaparecía. Siguió bajando a tientas, paso a paso.

Se permitió una pausa, mientras la quietud lo mecía acercándolo poco a poco al sueño liberador. Siguió con la mirada el imperfecto balanceo del ala del avión rumbo a los perfectos movimientos de la eternidad.

De pronto se hizo visible otra luz, completamente diferente, que lo guió por los últimos peldaños de la escalera. Un marco icónico de luminosidad que se filtraba por la puerta enmarcando una oscuridad más luminosa que cualquier luz. Un halo que le enseñaba el camino. Un marco dorado en torno a una futura obra de arte.

Que ahora se perfeccionaría.

Entreabrió la puerta que llevaba al reino milenario.

Al otro lado de la ventana la Osa Mayor se fusionó con la Osa Menor formando una Osa Aún Mayor.

-Tonight we can offer you the special Swedish-American long drink for a long night's flight, sir [1] -oyó canturrear a una suave voz femenina.

Pero para entonces ya se había quedado dormido.


4

El Grupo A despegó del helipuerto del edificio de la policía a las 7.23 del miércoles 3 de septiembre. Los siete formaban una unidad que en realidad ya no existía. Paul Hjelm pensó por un instante que sólo imitaban a un equipo del pasado, pero esa idea se esfumó y se concentró enseguida en la misión. Como todos los demás.

Estaba apretujado entre el enorme cuerpo de Gunnar Nyberg, un tanto jadeante, y el esquelético envoltorio de Arto Söderstedt. Enfrente, la menuda figura de Kerstin Holm se hallaba aprisionada entre los músculos -extremadamente entrenados a pesar de su edad- de Viggo Norlander y la compacta presencia de Jorge Chávez, tan juvenil como indiferente. Entre las dos filas, en una posición en apariencia imposible para un hombre que rondaba los sesenta, por mucho que siguiera siendo un durísimo defensa en su equipo de fútbol, se agachaba Jan-Olov Hultin, provisto de tal cantidad de papeles que todos se preguntaban cómo había podido reunirlos en tan poco tiempo. Se ajustó las gafas en la monumental nariz y, con el ruido del helicóptero restando algo de la neutralidad característica de su tono de voz, dijo:

– Esto va a ser complicado. La policía de Arlanda y la de Märsta ya se han personado en el aeropuerto. Hordas de agentes armados con metralletas llevan por lo visto un buen rato dando vueltas por el vestíbulo de llegadas de vuelos internacionales metiéndoles el miedo en el cuerpo a los pobres turistas. Creo que, de momento, he conseguido quitarlos de en medio. Tengo entendido que nos enfrentamos a un hombre que no se detiene ante nada, una máquina de matar programada a la perfección. Si empieza a sospechar algo, corremos el riesgo de provocar un baño de sangre, una toma de rehenes, y cualquier otro escenario dantesco que nos podamos imaginar. De modo que debemos actuar con la mayor precaución posible.

Hultin rebuscó en el revoltijo de papeles.

– Hay más de ciento cincuenta personas a bordo del avión y evidentemente no podemos meterlos a todos en un viejo hangar como si fueran un rebaño de ovejas; así, lo más probable es que matáramos a más de uno. Por lo tanto, procederemos de la siguiente manera: se realizará un meticuloso control de pasaportes, bajo nuestra supervisión, claro está, prestando la máxima atención a los hombres de raza blanca que viajan solos, que sin duda serán bastantes tratándose de un típico vuelo de clase business. Las aduanas nos han proporcionado una especie de escáneres con los que el agente de control, sin llamar la atención, podrá copiar todas las fotos de los pasaportes. El agente no va a estar solo en su cubículo, sino que ahí os instalaréis vosotros, en un discreto segundo plano; en la práctica, seréis invisibles desde fuera. He conseguido reducir el número de controles a dos, algo que provocará alguna retención en el paso de los viajeros pero que nos facilitará la vigilancia. En esos dos cubículos estarán Kerstin y Viggo. Debéis actuar con rigor, atención y cautela. No debéis intervenir a no ser que existan indicios muy claros; por lo demás, limitaos a mantener el contacto por radio. Durante el paso de los viajeros por la sala de tránsito, desde la puerta y hasta el control de pasaportes, un recorrido que atraviesa la zona de bares y tiendas, el riesgo será menor, ya que no hay ninguna salida por esa zona. Allí he enviado a la policía de Märsta, bajo el mando de Arto. O sea, Arto, debes dirigirte directamente a la puerta de desembarque. Asegúrate, ante todo, de que nuestros colegas de Märsta pasen desapercibidos. Vuestra misión será vigilar que nadie se desvíe del camino. Coloca a agentes en los servicios, en las tiendas, en todos los espacios accesibles al viajero, que no son muchos. Los demás nos instalaremos en el vestíbulo de llegadas y afuera, porque si algo sucede será afuera, de eso estoy convencido. En realidad, el trabajo de Arto se reduce a conducir al rebaño hasta el control de pasaportes. Como un pastor de ovejas.

– ¿Hay otras llegadas previstas a la misma hora? preguntó Arto Söderstedt con su sonoro, casi exagerado, acento finlandés mientras, dubitativo, bajaba la mirada hacia el río de la autopista E4, al que seguían como si estuvieran a bordo de una balsa de helio sobrevolando el Donau-. Ovejas negras -añadió casi imperceptiblemente. Pero Hjelm lo oyó y, por el rabillo del ojo, le lanzó una mirada desaprobatoria.

Hultin volvió a sumergirse en ese mar de papeles castigado por el viento.

– No, no hay ninguna otra llegada prevista.

– ¿Y los chicos de las metralletas? -se interesó Nyberg.

– Van a estar disponibles en todo momento. Pero sólo en caso de necesidad.

– ¿Y la Säpo?-inquirió Söderstedt.

A Arto Söderstedt le gustaba mencionar a la Säpo. El campo de actuación del Grupo A rozaba con infalible precisión el de la policía de seguridad, lo que hacía que sus actividades se solaparan sin cesar y provocaran recurrentes conflictos. Todo el mundo recordaba las locuras cometidas por la Säpo durante el reciente caso del Asesino del Poder, cuando saboteó la investigación de la manera más flagrante.

– Sin duda, estarán allí -asintió Hultin con un gesto que era un suspiro visual-. Pero, ya que nunca nos informan de nada, actuaremos como si no existieran. Bueno, como ya sabéis, la sala de llegadas tiene una única salida que, en el paso de la aduana, justo antes de acceder al vestíbulo principal del aeropuerto, se bifurca formando una T. Necesitamos dos hombres fuera, uno a cada lado: Gunnar y Jorge. Paul y yo intentaremos aparentar un aspecto no policial en algún sitio de la zona de recogida de equipajes, para tener una visión general de toda la sala de llegadas. Resumiendo, la vigilancia se estructurará en cuatro fases: primero, la puerta de desembarque, con Arto y los policías de Märsta; luego el control de pasaportes, con Kerstin y Viggo; a continuación, el vestíbulo de llegadas, donde estaremos Paul y yo, y, por último, la salida, con Gunnar y Jorge. ¿Ha quedado claro?

– El dispositivo está clarísimo -dijo Hjelm-. La cuestión es si resistirá al enfrentarse a centenares de pasajeros resacosos y con jet lag.

Hultin dejó pasar las palabras de Hjelm sin inmutarse y continuó.

– Todo depende de nuestra capacidad de cambiar rápidamente del plan A al plan B. Si nos comunican el nombre que usa el asesino antes de que los viajeros lleguen al control de pasaportes, toda nuestra atención se dirigirá hacia ese punto. Habrá que detenerlo allí mismo, si es que no ha cambiado de identidad durante el vuelo, claro. ¿Entendido? En tal caso, el trabajo de Viggo y Kerstin será clave. Eso sería el plan B, pero de momento sigue vigente el A, es decir, no tenemos la más mínima idea de quién es. Ahora son, veamos… las 7.34, y en cualquier momento me va a llamar el agente especial Larner -sonó su móvil, con un ridículo tono de Mickey Mouse que Hultin, con una ágil manipulación del teléfono, se apresuró a apagar-. Y aquí está.

Les dio la espalda para atender la llamada. La E 4 avanzaba ahora entre campos de cultivo abonados con los gases contaminantes de los coches y decorados con algún que otro tractor que luchaba valeroso contra los nuevos tiempos. Era un claro día de finales de verano, aunque recorrido por difusos estremecimientos que presagiaban el otoño. «El verano se ha acabado», pensó Hjelm fatídico, y acto seguido su voz interior añadió con un temblor patético: «El otoño se ha apoderado de Suecia».

A lo lejos, más allá de los campos, se alzaba un complejo urbanístico sumamente deforme.

– La ciudad de Arlanda, ¿no? -gritó Kerstin Holm.

– Inconfundible -replicó Arto Söderstedt.

– Nos quedan unos cinco minutos para llegar -comentó Gunnar Nyberg.

-But why? [2] -vociferó Hultin de repente. Se quedó callado un momento, escuchando, y luego colgó.

– No -dijo-. No han conseguido averiguar el nombre. Parece ser que el asesino, haciéndose pasar por la víctima, canceló su billete, y que poco después reservó una plaza en el mismo vuelo con otro nombre, falso por supuesto. Aun así, necesitamos ese nombre. No entiendo por qué coño tardan tanto en averiguarlo si saben que es la última reserva. Así que de momento sigue vigente el plan A.

El helicóptero se desvió de la E 4, entrando por encima de los bosques en las inmediaciones del aeropuerto. Llegó a Arlanda International veinticuatro minutos antes que el vuelo SK 904 procedente de Nueva York; y cinco minutos más tarde todos los integrantes del Grupo A estaban en sus puestos.

Chávez se abrió camino entre la muchedumbre de futuros y antiguos turistas del vestíbulo principal, aún no demasiado intimidatoria, y se sentó en un banco al lado de una máquina de Coca-Cola desde donde disfrutaba de una vista completa de su área de vigilancia. Activó su mirada de halcón. Como siempre, su nivel de motivación se hallaba un poco por encima del punto máximo.

Medio minuto más tarde llegó Gunnar Nyberg, algo más tocado por el viaje en helicóptero. Se sentó a una mesa de la cafetería, con el rostro empapado en sudor frío y caliente y la mirada dirigiéndose alternativamente a Chávez y a la salida de las aduanas. En manifiesta necesidad de una inyección de energía, pidió una bebida isotónica de una marca que conocía de sus tiempos como culturista. Se la tomó de un trago. Acto seguido le quedó claro que esa bebida en la actualidad se preparaba con líquidos exprimidos de vieja ropa deportiva recogida en todos los gimnasios del mundo, y aunque consiguió hidratar el organismo, también de paso alimentó el mareo.

Mientras tanto, un quinteto fácil de identificar se dirigió a las aduanas. Hultin intercambió unas palabras con los aduaneros, manifiestamente nerviosos, antes de unirse a los otros cuatro en la sala de llegadas. Se colocó al final de una cola que serpenteaba delante de una ventanilla de cambio de divisas, desde donde tenía una buena panorámica de todo el recinto. El resto del grupo se encaminó hacia el control de pasaportes, hasta que Hjelm se separó de los demás para acercarse a la zona de recogida de equipajes, donde se quedó mirando embobado una cinta de maletas vacía. Pocas veces se ha visto a un policía parecer tanto un policía, y cuanto más se esforzaba en pasar desapercibido más se le notaba. Cuando ya sentía cómo la luz de la sirena giraba encima de su cabeza dejó de intentarlo, y así logró disimular mejor. Se sentó en un banco y se puso a ojear un folleto cuyo contenido siempre sería una incógnita para él.

En el control de pasaportes, Norlander y Holm fueron recibidos por un funcionario que los condujo a sus respectivos cubículos, donde acabaron sentados en incómodos taburetes detrás del agente de control. Desde fuera su presencia apenas se percibía, y aun en ese caso tampoco debía parecer tan rara. Se instalaron con tranquilidad en sus puestos aguardando la afluencia de viajeros.

Ya sólo quedaba Arto Söderstedt. Tras atravesar el control de pasaportes, subió hasta la sala de tránsito por la escalera mecánica, zigzagueando entre dispersos viajeros rezagados. No le hacía falta consultar los monitores para identificar la puerta; un grupo de caballeros fácilmente reconocibles permanecía sentado delante de la puerta 10 de una manera tan despreocupada que se veía a la legua que eran policías. Söderstedt reunió a los agentes y los fue distribuyendo por la zona. Un somero vistazo puso de manifiesto que los lavabos eran los únicos espacios realmente apartados. Colocó a un policía fuera de cada aseo y se aseguró de que todas las zonas dedicadas al personal del aeropuerto permaneciesen cerradas a cal y canto. Sólo quedaban los duty free, los bares y las cafeterías. Echó mano de un tal Adolfsson, uno de los agentes encargados de velar por la seguridad pública del municipio de Märsta, que aun apoyado en la barra del bar consiguió la verdadera proeza de estar fuera de lugar.

La sala de tránsito seguía estando relativamente vacía. Söderstedt se sentó delante de la puerta 10 a esperar. Por la zona deambulaban unos cuantos pasajeros remolones de anteriores vuelos.

Un ligero cambio en el estado de las cosas -tras la denominación «SK 904, New York», en el monitor de llegadas centelleaba ahora la breve y fatídica expresión «En tierra»- hizo que Arto Söderstedt se introdujera el abominable pinganillo en el oído; siempre le daba la sensación de que desaparecía en lo más profundo de las circunvoluciones cerebrales. Dirigió la mirada a la derecha, a la ventana panorámica, desde donde vio pasar el avión; pulsó un botón en el interior del cinturón, carraspeó y dijo:

– El buitre ha aterrizado.


Se levantó, se ajustó la corbata y, tras echarse la bolsa al hombro, se quedó esperando con los ojos cerrados. Unos niños correteaban de un lado para otro entre sus piernas, mientras los padres les lanzaban gritos desgarradores y penetrantes. Unos caballeros enfundados en elegantes trajes, con sonrisas bien ensayadas, se mantenían a una prudente distancia de los pasajeros de segunda clase.

Permaneció quieto. Apenas dejaba notar su presencia. No cruzó la mirada con nadie. Nunca lo hacía.

La cola se puso en movimiento bastante rápido, a pesar de todo, y el atasco se disolvió. Atravesó con tranquilidad el pasillo del avión y cruzó la ruidosa plancha metálica para adentrarse en la oscilante pasarela que le llevaría a la terminal.

Salió a tierra firme. Había llegado.

Ahora el círculo se iba a cerrar.

Ahora iba a poder empezar en serio.


Resultaba interesante ver cuántas caras era capaz de archivar el cerebro antes de empezar a entremezclarlas. Söderstedt se dio cuenta de que el límite se hallaba en torno a la cincuentena. Al final, la afluencia de pasajeros procedentes de Nueva York no era más que una anónima masa gris, en su mayoría formada por hombres blancos de mediana edad que viajaban solos.

Nadie se distinguía del montón. La horda de viajeros bajaba por la sala de tránsito de forma bastante uniforme; algunos entraban en los aseos y volvían a salir enseguida, mientras otros hacían una visita rápida a alguna tienda y unos cuantos se acercaban a la cafetería a comprar un sándwich sólo para ver su apetito arruinado en la caja. Algunos fueron a parar a la barra del bar, donde, perplejos, intentaban trabar conversación con un agente Adolfsson directamente salido del museo de cera y que daba la impresión de estar a punto de estirar la pata allí mismo.

«Menuda atracción turística», pensó Söderstedt.

Los primeros pasajeros procedentes de Nueva York se aproximaban a la escalera que conducía al control de pasaportes.

– Ya llegan -se le escapó en voz alta, convirtiéndose así en la única persona cuyo comportamiento se desviaba de la normalidad.

Las palabras resonaron en los conductos auditivos de Kerstin Holm como la declaración de paz que puso fin a la segunda guerra mundial. Hacía rato que redactaba en su cabeza una carta de dimisión motivada por el agente de control de pasaportes, cuyos pedos furtivos estaban convirtiendo el cubículo en una cámara de gas; no formaba parte de su trabajo aguantar algo así. Pero, de pronto, los primeros rostros norteamericanos se asomaron por el cristal medio opaco y todas las sensaciones malolientes se disiparon. Con elegancia, el agente fue introduciendo todos los pasaportes en un pequeño escáner conectado a un ordenador y los copió sin que nadie lo advirtiera, registrando así de forma inmediata tanto la foto como el nombre; por lo menos quedaría una imagen grabada del asesino.

Las caras iban desfilando ante ellos. Tras cada sonrisa y cada bostezo, Kerstin Holm intentaba imaginarse a un despiadado asesino. Sin mucho éxito. El insistente tic en el rabillo del ojo que manifestó un caballero al quitarse a regañadientes sus Ray Ban hizo que Kerstin casi llamara a Hultin. Por lo demás, todo había empezado de forma muy tranquila.

Viggo Norlander vivía de manera algo distinta su encierro en la garita. Norlander era el único integrante del Grupo A que había tenido un año maravilloso; después de tocar fondo durante la investigación de los Asesinatos del Poder -cuando preso de un arrebato de rabia terminó crucificado por la mafia en Estonia-, su rutinaria vida de soltero había adquirido nuevas dimensiones. Empezó a hacer ejercicio, se sometió a un trasplante de pelo y recuperó el interés por el género femenino. Las manos estigmatizadas habían supuesto, después de todo, un nuevo comienzo. De modo que al encontrarse en el puesto con una joven agente de control empezó sin ningún reparo a cortejarla, y en este caso fue la agente la que, cuando empezaron a llegar los pasajeros, ya tenía preparada una carta imaginaria, pero de denuncia por acoso sexual.

En un abrir y cerrar de ojos, Norlander se olvidó de la mujer y se concentró en su misión. Con la adrenalina a tope, descubría en cada viajero a un potencial asesino en serie. Cuando ya le había señalado a Hultin su tercer sospechoso -un toxicómano negro de unos dieciocho años-, recibió una reprimenda tan fuerte que Norlander, de pronto, y con toda la fuerza del recuerdo, se vio confrontado con su pasado, provocando así un cambio inmediato de actitud y llevándole, tal como se dijo a sí mismo, a juzgar a los viajeros con mayor rigor.

Llevaba un par de minutos sumido en un resentido silencio cuando un individuo bien vestido de unos cuarenta y cinco años, con una confiada sonrisa en los labios y una bolsa de viaje al hombro, entregó el pasaporte a la agente de control, que discretamente lo escaneó, registrando así el nombre de Robert E. Norton. De pronto, el caballero, al alzar la vista por encima de la mujer, descubrió a Norlander. Su sonrisa se apagó al instante y se puso a parpadear intensamente mientras lanzaba nerviosas miradas a los lados. A continuación agarró el pasaporte y echó a andar con paso apresurado.

– ¡Lo tengo! -gritó Norlander en la invisible y minúscula radio-. ¡Se está largando! -añadió de forma un poco contradictoria antes de abrir la puerta de un violento empujón y lanzarse a la carrera tras Robert E. Norton.

Norton corría como un poseso con la bolsa golpeándole en el hombro. Norlander, que parecía aún más poseído que el otro, le seguía de cerca tirando al suelo a varias señoras que se cruzaron en su camino, pisando pies de niños y destrozando botellas de licor compradas en los duty free. Norton se detuvo y miró a su alrededor con desesperación. Hjelm se levantó de su banco, tiró el folleto sin leer al suelo y se precipitó hacia él. Ver a dos policías con pinta de tener un pasado más que dudoso arrojándose contra él fue demasiado para el norteamericano, que se puso a hacer molinetes con la bolsa encima de su cabeza para acto seguido subirse de un salto a una de las cintas transportadoras y tirarse de cabeza a través de las tiras de plástico que tapaban el acceso al almacén del equipaje. Norlander se lanzó tras él mientras Hjelm se contentaba con asomarse con cautela por la abertura. Vio a Norlander perseguir a Norton entre dispersas maletas amontonadas unas encima de otras. Norton empezó a tirarle bultos a Norlander, que gruñó quedamente y se abalanzó sobre el americano, pero una maleta le dio en los morros y le envió al suelo. Norton aprovechó la oportunidad, se zafó y echó a correr de nuevo hacia la abertura de la cinta. Mientras Norlander se levantaba tambaleándose, Norton iba acercándose cada vez más a Hjelm, que lo aguardaba con tranquilidad junto a la cinta. El sospechoso corría directo a los brazos de Hjelm, pero volvió a echar mano de la bolsa y consiguió propinarle al policía un buen mamporro. Hjelm cayó hacia atrás, aunque de alguna manera consiguió incorporarse enseguida y echarse encima del agresor. Norlander se lanzó sobre los dos, forzó los brazos de Norton más de lo que parecía físicamente posible y se sentó encima de él con las rodillas en la nuca. Mientras con una mano se apretaba la boca ensangrentada, con la otra Hjelm le quitó la bolsa de un tirón al americano y la vació en el suelo. Apareció una bolsita de hachís. Al mismo tiempo, la voz de Hultin resonó en los pinganillos de los dos policías.

– El FBI me acaba de dar el nombre. Cambio inmediato al plan B. Nuestro objetivo viaja bajo el nombre de Edwin Reynolds. Repito: Edwin Reynolds. Si el individuo al que habéis perseguido de forma tan discreta por el vestíbulo de llegadas no se llama Reynolds y no tiene que ver con nuestro caso, soltadlo de inmediato y regresad a vuestras posiciones. Puede que todavía estemos a tiempo de arreglar esto.

Soltaron a Robert E. Norton y dejaron que la policía de Arlanda se encargara de él. Por una puerta lateral, volvieron al vestíbulo de llegadas y al puesto de control de Norlander. Hjelm asumió el mando y vociferó a la agente de control de pasaportes:

– ¡Venga, deprisa, joder, Edwin Reynolds! ¿Ha pasado alguien que se llame así?

Con un rápido tecleo en el ordenador, la mujer lo averiguó:

– No. Randolph. Robertsson. Nadie entre ellos.

Norlander se desplomó en su taburete. Hjelm en el suelo. Cerraron la puerta, para poder recuperar el aliento y lamer sus heridas. Tal vez todavía hubiera esperanzas, apenas la mitad de los pasajeros había pasado. Si el que buscaban no se encontraba entre las personas a las que Norlander había pisoteado durante su persecución, entonces es que seguía en la cola de pasajeros.

Así razonaban los dos héroes que, ofuscados por las nieblas de la testosterona, se habían olvidado del componente con más estrógenos del grupo.

En los pinganillos de todos sonó la voz de Kerstin Holm.

– Hace once minutos un tal Edwin Andrew Reynolds pasó por mi cubículo. Fue uno de los primeros.

Durante unos interminables segundos reinó el silencio. Luego se oyó a Hultin.

– De acuerdo. Cerrad el control de pasaportes. No dejéis salir a nadie más. Pedid identificación a todo el que veáis en el maldito aeropuerto. De forma discreta, por supuesto. Oficialmente buscamos a unos narcotraficantes. Se activan todos los dispositivos. Rápido. Yo organizo los controles de carretera. Kerstin, ¿dispones de alguna foto de él? ¿Qué aspecto tiene?

– La que hay es muy mala. Posiblemente rubio. Lo siento, es una foto pésima.

– ¿Y ni tú ni el agente de control os acordáis de nada?

– No, me temo que no… Y ha podido llegar bastante lejos en once minutos.

– Ya. En marcha.

De alguna manera, Norlander se sentía aliviado, a pesar de todo. Su metedura de pata no había sido decisiva. A Hjelm el suspiro de alivio de Norlander se le antojó casi criminal.

Salieron del cubículo al mismo tiempo que Holm, cuya intensa mirada se unió a las de sus colegas; la búsqueda había comenzado.

Había hombres de raza blanca de mediana edad por todas partes. Los agentes armados con metralletas manaron de las cavidades del aeropuerto como gusanos de un cadáver.

Hjelm pasó las aduanas a toda velocidad. Por el rabillo del ojo vio a Gunnar Nyberg con su holgada cazadora desabrochada comprobando los pasaportes de un grupo de pasajeros.

Hjelm salió a la calle. Recorrió con la mirada las aceras repletas de gente. Un autobús de tránsito que se dirigía al centro de Estocolmo enfilaba la curva encima de la colina. Los taxis pululaban por doquier. Cualquier intento de controlar visualmente la zona era inútil.

Corrió por la acera. Una decena de potenciales asesinos en serie observaban sus pasos de corredor mediocre. Mostraron su documentación sin rechistar y, mientras comprobaba los pasaportes, el presentimiento que tenía se fue convirtiendo en una idea presta a formularse.

Se detuvo para hacer otro fútil intento de adquirir una visión global. De repente, Hultin apareció a su lado. Ambos leyeron su propio pensamiento en la mirada del otro. Fue Hjelm quien la expresó. Resultaba inevitable.

– Se nos ha escapado.

Hultin sostuvo la mirada durante un instante más; asintió con la cabeza en un gesto de entendimiento tácito que, sin embargo, contradijo con un severo tono de voz:

– Entremos y sigamos. No te quedes aquí tocándote las narices.

Hultin desapareció. Hjelm se quedó un rato tocándoselas.

Se rozó los labios con la punta de los dedos y se sorprendió al ver que había sangre. Alzó la cabeza hacia el cielo nublado y recibió las primeras y frías gotas de lluvia.

El otoño había llegado a Suecia.

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