26

El sol en Nueva York parecía haberse vuelto igual de loco que la lluvia en Estocolmo. La naturaleza estaba en desorden. Lo único que faltaba era que nacieran caballos con dos cabezas y cuervos con el pico saliéndoles por el culo.

Hacía un calor desmedido. Ni siquiera el ultramoderno aire acondicionado del FBI era capaz de conjurar el calor. Tampoco un abracadabra ni ninguna otra palabra mágica servían de nada, constató Hjelm. Se aburría, se sentía frustrado, como si al dar un paso se hubiera quedado a medias.

Les tocaba aguardar, y la espera nunca ha ayudado a controlar la irritación. Todo les molestaba. Incluso Jerry Schonbauer ya no pudo más, explotó y se arrancó la camisa empapada de sudor haciendo saltar los botones. Uno de ellos le dio en el ojo izquierdo a Kerstin Holm, sacándole una lente de contacto; Schonbauer se deshizo en disculpas y volvió a ser el tímido gigante de siempre.

– No sabía que llevabas lentillas -comentó Hjelm al cabo de un rato.

– Llevaba, tú lo has dicho -repuso ella mientras contemplaba las dos mitades de la lentilla, una pegada en el pulgar y la otra en el índice-. Y ahora me vas a ver con gafas.

Se quitó la del ojo derecho y la tiró. Luego sacó las típicas gafas redondas de progre y se las colocó sobre la bellísima nariz. Para evitar que le diera la risa, algo sin duda contraproducente para el clima de confianza que se había establecido entre ellos, Paul Hjelm se concentró en la irritación que le causaba el calor.

Pero no lo consiguió y estalló en carcajadas.

– Mira qué pájaro más divertido -comentó de manera poco convincente señalando por la ventana.

– Me alegro de poder contribuir a animar el ambiente -soltó ella mosqueada subiéndose las gafas hasta la frente.

Habían estado en el despacho de Bernhard Andrews, el joven experto en informática que se dedicaba a meter las narices en todos los recovecos posibles de la red en busca de Lamar Jennings. Quizá existiera una foto en algún sitio. Pero como ya se imaginaban no dio resultado alguno. En ningún registro figuraba la más mínima información sobre él; al parecer, llevaba más de veinticinco años eludiendo cualquier sistema de control social. Lo único que hallaron fue su certificado de nacimiento. A partir de ahí, era como si no hubiese existido.

La señora Wilma Stewart, por su parte, fracasó estrepitosamente en su intento de proporcionarles un retrato robot de Lamar Jennings. El rostro parecía tomar forma en la pantalla y todos, de pie e inclinados sobre el ordenador, estaban pendientes de sus palabras, pero la señora Stewart negaba con la cabeza una y otra vez. Los labios más gruesos. Oiga joven, le he dicho que los labios más finos. Escúcheme, le he dicho que más gruesos.

Al final el calor cosechó otra víctima más: la señora Stewart se quedó dormida delante del ordenador. Al despertarse, prometió volver en otra ocasión para intentarlo de nuevo.

De criminalística les llegó el primer informe del material procedente del piso de Lamar Jennings. Se trataba de la reconstrucción de los fragmentos de las hojas del diario. De inmediato, cada uno se abalanzó sobre su copia. Schonbauer, que como resultado del incidente con la camisa iba vestido con una ridícula camiseta interior de rejilla, se acomodó encima de la mesa de Larner y empezó a balancear las piernas. Larner estaba sentado en su silla, con las piernas encima de la mesa, al lado de Schonbauer. Jalm & Halm se habían instalado a una prudente distancia el uno del otro en dos de las sillas destinadas a los visitantes.

Se trataba de fragmentos inconexos, como anotaciones sueltas para una biografía. Sin duda, Larner tenía razón al afirmar que Jennings sólo había dejado lo justo como para dar una idea de la magnitud de su dolor. Cada fragmento llevaba su propia carga de información:

«no sé por qué escribo, ¿como conjuro?, intento detenerme antes de que me dé tiempo»

«una tumba en la perfección del gran vacío»

«la vieja me quería invitar a tomar té, le dije que no, que muchas gracias, le habría vomitado encima, habría tenido que»

«son tan pequeños, no quieren entender cómo» «cada vez más fuertes. ¿Por qué se vuelven cada vez más fuer»

«en mitad de la noche, sombra en el armario, se ha enganchado, bisagras invisibles»

«reducido a nadie, menos que cero, existe una vida por debajo del cero»

«de paso, la brasa del cigarro, ya puedo oír el chisporroteo, sentir la peste, pero el dolor no lo puedo prever nunca, sólo»

«19 de abril. Qué fuerza tienen ahora, ya no puedo resistir más»

«la abuela ha muerto. Vaya. Llegó un paquete. Sólo mierda, aparte de una carta. Pronto la leeré. La letra me inquieta»

«el planeta Tierra, una tumba, los seres humanos, gusanos, ¿dónde está el cadáver? ¿Es al dios muerto a quien nos estamos comiendo?»

«una escalera de la nada a la nada, como un sueño. Ahora llega en relámpagos, como si viajara dentro de mí, como si me empujara hacia un destino» «ir allí simplemente, decirles que estoy enfermo, intentar que me ayuden»

«si las imágenes pueden convertirse en una historia»

«27 de julio. ¿Qué me estoy imaginando? Pero si sólo existe una ayuda. Los aztecas mataban para poder vivir. Sacrificios humanos. Yo»

«sigo a la sombra, la manga de un abrigo se ha enganchado, una puerta, una escalera»

«lacartaestáallímeesperanopuedoimposible» «la abuela ha muerto. Intento de nuevo. La abuela ha muerto. Vaya»

«la luz detrás de la puerta, como el marco de un icono, una oscuridad más oscura, tengo que salir, tengo que conjurar»

«la escalera abajo, no puedo seguir, sólo relámpagos»

«el sótano, el sótano, el sótano» «hijo de puta en el bar, Arkaius, mierda de nombre, se jacta, jacta, jacta, montón de casas por todo el mundo, le hago una mamada, muerto y bien muerto, necesito la dirección ya, recompensa»

«abro la carta, leo, lo sabía, era imposible que él estuviera muer» «abro la puerta, entro a la luz. Caos, tengo que salir, tengo que»

«brasas de cigarro, nuestro pequeño secreto, nuestro pequeño infierno»

«por qué nosotros en medio de toda esta perfección, el más mínimo molusco está mejor adaptado a la vida en la Tierra, no puede sufrir»

Iban leyendo y de vez en cuando se miraban de reojo. Cuando todos terminaron Larner dijo:

– Esto era lo que hizo que nada cuadrara. Aquí tenemos a un clásico asesino en serie del tipo intelectual, enormemente perturbado, muy inteligente. No encajaba con la frialdad del principio. Debería haberme dado cuenta. Hay una anotación del 27 de julio. El 27 de julio de 1997, la prostituta Sally Browne fue asesinada en Manhattan. Fue el primer asesinato de Lamar Jennings. Ahí empieza todo: «Los aztecas mataban para poder vivir». ¿Alguna otra observación?

– Arkaius -nombró Kerstin Holm-. Robert Arkaius es un fugitivo del fisco sueco. Es el propietario de la casa donde Lamar cometió su primer asesinato en Suecia. Al parecer recibió la dirección como pago por unos servicios sexuales. Arkaius no podía volver a Suecia de todos modos; y tampoco sabía, claro está, que el hijo de su ex amante, Andreas Gallano, se había instalado en esa casa tras escapar de la cárcel.

Larner asintió con la cabeza.

– Lo de Arkaius debe de haber sido tras abrir esa carta y enterarse de que el padre estaba vivo y residía en Suecia -intervino Schonbauer-. Ya había empezado a matar, y se lanza a sórdidos antros nocturnos en busca de suecos para hacerse con una casa allí, así que no creo que el sexo tenga mucho que ver. El trauma parece tener su origen antes de la pubertad.

– La reconstrucción que podemos hacer -empezó Larner- está muy cerca de tu hipótesis, Jalm. De niño, Lamar Jennings es maltratado por su padre; supongo que de ahí lo de las brasas de los cigarros. Y el punto culminante lo alcanza cuando, tras haber bajado por una escalera, abre aquella puerta y descubre a su padre en plena acción. Ya no será el mismo nunca más. Después llega un golpe tras otro: el padre muere y, al cabo de poco más de un año, la madre se suicida, posiblemente debido a esa carta que le llega por caminos desconocidos y que luego va a parar a una caja sin tocar en casa de la abuela. Muerta la abuela, la carta acaba en manos del hijo, de veinticuatro años de edad, en Nueva York, donde él, tal y como demuestra el apartamento, lleva una vida un tanto marginal. La misiva confirma lo que ha sospechado todo el tiempo: el padre está vivo. El atormentador sigue existiendo; su presencia le acosa como un fantasma y se apropia de su alma. Las imágenes reprimidas del pasado resurgen, moviéndose en una determinada dirección: «Como si eso viajara dentro de mí, como si me empujara hacia un destino». Al final, las imágenes lo impulsan a bajar por las escaleras hasta aquella puerta. La abre y se enfrenta con la visión más terrible de todas, la que más profundamente ha reprimido: el padre asesino inclinado encima de una víctima que echa espumarajos por la boca, la garganta penetrada por unas microtenazas. Tiene que borrarla, algo que sólo puede llevarse a cabo mediante la magia de la homeopatía: lo similar conjura lo similar, es decir, el mal conjura el mal. Las tenazas están en su poder; ahora las puede emplear. Sus recuerdos son precisos, sabe bien cómo funcionan. En cuanto le invaden las visiones tiene que salir a matar. Los asesinatos convierten las fulgurantes e impactantes imágenes en un relato más manejable. Eso le tranquiliza: «Si las imágenes pueden convertirse en una historia». Pero como ya has dicho, Jalm, al mismo tiempo se trata de prepararse para el gran asesinato, el decisivo: tiene que deshacerse del padre. Además, debe morir con sus propios métodos, los mismos que atormentan sin tregua al hijo. Por fin ha dado con la dirección de una casa segura en el área de Estocolmo; ha llegado el momento. La misiva revela de forma clara que el padre se encuentra por la capital sueca y, lo que es más importante, su nuevo nombre; sin eso toda la empresa resultaría imposible. Esperemos que los técnicos terminen pronto de analizar la carta quemada. Con un poco de suerte encontraremos el nombre allí. Bueno, a lo que iba, después se agencia un pasaporte falso, en el que figura como Edwin Reynolds, y se dirige al aeropuerto de Newark. El siguiente vuelo a Estocolmo, por irritante que pueda parecer, está lleno. En realidad no supone ninguna catástrofe, pero se cruza con Lars-Erik Hassel, no sabemos cómo, y seguro que la casualidad tuvo mucho que ver en eso. Quizá las imágenes le hayan vuelto a acosar en el aeropuerto; quizá se va perfilando en su mente la idea de matar dos pájaros de un tiro: hacerse con un billete y al mismo tiempo deshacerse de las visiones atormentadoras y así disfrutar de un vuelo tranquilo. No tener que sufrir seis infernales horas en el avión bien puede justificar ese riesgo relativamente pequeño. Hassel, de alguna manera, se revela como un viajero con destino a Estocolmo y que aún no ha facturado; por tanto, su asiento podría volver a estar disponible. Consigue meter al crítico sueco con su equipaje en el cuarto de limpieza y se encarga de él; a lo mejor recurre al sexo como señuelo una vez más. Luego se queda con el billete de Hassel, llama para cancelar la reserva y a continuación hace una nueva reserva a nombre de Reynolds, logrando así un vuelo tranquilo y agradable. Lo más probable es que no tenga ni idea de lo cerca que estuvisteis de detenerlo en Arlanda. Como sólo lleva equipaje de mano, atraviesa el aeropuerto sin más, coge un taxi, se para en algún sitio en el camino para comprar comida y luego va a la casa de campo. Allí, por casualidad, se halla vuestro traficante de droga. Pero Lamar Jennings es ahora un avezado asesino, no le supone ninguna dificultad entrar en la casa y matarlo. Poder ver al cadáver en el sótano cuando quiere es suficiente para mantener alejadas las imágenes mientras se dedica a buscar al padre y planificar cómo encargarse de él de la mejor forma. Lo que ocurre luego es cosa vuestra.

Nadie tenía nada que objetar. Sin duda, así había ocurrido.

– ¿Había un sótano en la granja de Wayne Jennings? -preguntó Hjelm, cuyo razonamiento ya iba un paso por delante.

Larner lo observó. Se había imaginado un descanso tras su larga exposición, pero tuvo que seguir.

– Sí, había un pequeño sótano, aunque era una especie de salón, un pequeño espacio acogedor con chimenea. Lo examinamos a fondo varias veces. Allí no se cometió ningún crimen.

– ¿Quién vive allí ahora?

– Los medios de comunicación armaron tanto jaleo con esta historia que al final creo que no hubo manera de venderla. Tras la muerte de la esposa la dejaron a su suerte. Está abandonada.

– Al parecer, hay algo sobre un ropero que Lamar nos quiere contar. Una sombra dentro de un armario por la noche. Una puerta en la que se engancha la manga de un abrigo, y luego hay una escalera. ¿Podría haber existido otro sótano? ¿Uno secreto? ¿El lugar donde empezó toda la historia del Asesino de Kentucky?

Larner reflexionó. Luego levantó el auricular del teléfono y marcó un número.

– Bill, ¿cuánto tiempo os llevará la carta? Vale. Voy a dar una vuelta por Kentucky. Jerry se queda aquí.

Colgó y se quedó mirando a los policías suecos:

– ¿Qué? ¿Me acompañáis?

Dicho y hecho. Cogieron un vuelo a Louisville, Kentucky. En el aeropuerto los esperaba un helicóptero del FBI que los llevó hacia el este. A lo lejos se alzaba un alto macizo montañoso.

– Cumberland Plateau -indicó Larner señalando con el dedo.

El helicóptero aterrizó en las afueras de un campo de cultivo de tabaco. Junto con Larner y otros tres agentes del FBI, atravesaron corriendo el cultivo para alcanzar la carretera. Un pequeño bosquecillo de árboles de hoja caduca, no identificables, ofrecía un poco de sombra a una granja que había conocido tiempos mejores. Para llegar a ella había que recorrer un trecho de terreno desértico. No había ni un solo vecino en unos cuantos kilómetros a la redonda.

De cerca, la granja tenía un aspecto fantasmal. Esos quince años sin nadie que se ocupara de ella habían dejado su impronta. Una casa o se habita o acaba por deteriorarse. Esto último le había ocurrido a la granja de Wayne Jennings. Tampoco daba la impresión de haberse encontrado nunca en un estado particularmente bueno, pero ahora había alcanzado una fase de total abandono.

La puerta estaba torcida, y se requirió de toda la masa muscular del FBI presente para poder abrirla, lo que equivalía a arrancarla de cuajo. Entraron en el recibidor. Una fina capa de arena lo cubría todo. Con cada paso que daban se levantaba una pequeña nube de polvo. En la cocina se veían platos sin lavar, como si el tiempo se hubiese congelado, interrumpiendo sin más los quehaceres cotidianos. Pasaron la escalera que conducía al pequeño sótano; Hjelm echó un vistazo, pero no bajó. Encima de una mesa había tres latas de cerveza cubiertas de arena, como tres estatuas de sal en el desierto. Entraron en un dormitorio. Unos pósters a punto de desintegrarse aún resistían en las paredes: Batman y un equipo de béisbol. Encima de la mesa había un libro abierto, Mary Poppins, y en la almohada descansaba un desgastado osito de peluche rebozado en arena. Kerstin lo levantó, una pata se quedó en la cama. Sopló para limpiarlo un poco y se lo quedó mirando, con unos ojos tan tristes que era como si estuviese a punto de rompérsele el corazón.

Salieron del cuarto de Lamar y fueron hasta el de sus padres. Se encontraba al fondo, dando a las vastas llanuras que se extendían hasta Cumberland Plateau. Larner señaló la cama matrimonial: en el lugar donde debía haber estado una de las almohadas había un gran agujero. Aún volaban plumas por el aire cargado de polvo.

– Aquí Lamar encontró a su madre una calurosa mañana de verano -comentó con voz queda-. Escopeta de perdigones. Le arrancó casi toda la cabeza.

Volvieron al pasillo y entraron en la siguiente habitación: una para invitados con entrada propia desde el porche.

– Debe de estar aquí -dijo Larner.

Se acercó al armario ropero y lo abrió. Todos los agentes del FBI presentes se lanzaron de cabeza al ropero armados con diversos instrumentos de medición y otras herramientas más contundentes. Pasaron un micrófono a lo largo de la pared.

– Aquí -anunció uno de ellos-. Por aquí detrás hay un hueco.

– A ver si podéis dar con el mecanismo de apertura -pidió Larner, y se retiró unos pasos para sentarse en la cama, donde ya estaban los policías suecos.

– Creo que ya puedes dejar el osito -dijo.

Kerstin miró fijamente el peluche que tenía en las rodillas. Lo dejó en la cama. El relleno se había salido por el agujero de una de las patas, de modo que todo lo que quedaba del osito era un pequeño y vacío envoltorio de piel. Levantó el guiñapo.

– Lo que hacemos con nuestros hijos…

– Te lo advertí -replicó Larner.

Les llevó tiempo, casi quince minutos de una búsqueda intensa, científica, pero al final descubrieron un complejo mecanismo detrás de una placa de hierro atornillada a la pared. Al parecer, Wayne Jennings no quería que nadie entrara allí después de su supuesta muerte. Aunque el hijo, obviamente, lo había hecho y se había quedado con las tenazas.

Cuando activaron el mecanismo, al fondo del armario se abrió una gruesa puerta de hierro, que se deslizó despacio. Hjelm intentó imaginar la noche en la que esa manga de abrigo se había quedado enganchada impidiendo que la puerta se cerrara del todo. Se situó junto a la entrada de la habitación y se puso en cuclillas para simular el campo de visión de un niño de diez años. Allí había estado Lamar cuando vio que la sombra se metía en el ropero, una sombra a la que siguió.

Larner entró en el armario y empujó la puerta para abrirla más; como el mecanismo estaba algo oxidado, se oyó un chirrido que seguramente no se había producido hacía veinte años. Encendió una linterna y desapareció. Los demás lo siguieron.

La arena crujía bajo sus pies mientras bajaban. Se trataba de una escalera estrecha, de piedra, provista de una barandilla de hierro, y larga, asombrosamente larga. Cuando al final llegaron abajo de todo, se encontraron delante de una puerta metálica, maciza, oxidada. Larner la abrió y recorrió la estancia con la linterna.

El sótano era lúgubre, estrecho, pequeño hasta un punto absurdo. Un cubo de cemento en medio del desierto. En el centro, una recia silla de hierro que había sido soldada a unas piezas metálicas que salían del suelo. Unas cuerdas de cuero colgaban flácidas desde los reposabrazos y las patas. Al lado, una robusta mesa, parecida a un banco de carpintero. Nada más. Larner sacó unos cajones de debajo del banco. Estaban vacíos. Se sentó en la silla mientras el pequeño cubo de cemento se iba llenando de gente; el último agente en bajar ya no cabía y tuvo que quedarse en la escalera.

– Estas paredes han visto de todo -comentó Larner.

Durante unos instantes Hjelm tuvo una experiencia sobrecogedora, como si entrara en contacto con todo el sufrimiento conservado en ese sótano, y un viento a la vez abrasador y helado lo atravesó. Más allá de las palabras.

Larner se levantó de la silla.

– Bien, está claro que tendremos que realizar una investigación del lugar del crimen en toda regla, pero no cabe duda de que es aquí donde la mayoría de las víctimas del Asesino de Kentucky encontraron la muerte, que seguramente deseaban con intensa ansiedad.

Volvieron a subir. La claustrofobia acechaba de cerca.

¿Qué pasó cuando Lamar, con diez años, entró en la mismísima cámara de tortura? ¿Cómo había reaccionado su padre? ¿Le dio una paliza que lo dejó inconsciente? ¿Lo amenazó? ¿Intentó incluso consolarlo? El único al que se le podrían hacer esas preguntas era al propio Wayne Jennings; y Paul Hjelm se prometió a sí mismo y al mundo que se lo preguntaría.

Porque cada vez estaba más seguro de que si el padre y el hijo ya se hubieran enfrentado en Suecia, en ese caso el padre habría salido victorioso. Habría matado al hijo por segunda vez.

El helicóptero los llevó de vuelta a Louisville, justo a tiempo para poder subir de inmediato a un vuelo en dirección a Nueva York. Todo el viaje no les había supuesto más que unas pocas horas. Llegaron al JFK por la tarde y cogieron un taxi de vuelta al cuartel general del FBI. Jerry Schonbauer estaba sentado como antes de que se fueran, balanceando las piernas y sumergido en un taco de papeles. Como si no hubiese ocurrido nada.

Pero sí había pasado algo.

– Muy oportuna vuestra llegada -dijo Schonbauer-. Acabo de recibir un informe preliminar de la investigación criminalística del apartamento de Lamar. Más una reconstrucción de la carta quemada. Eso es lo único de interés, en el resto de la investigación no hay nada de nada. Resultado nulo. Aquí tengo una copia de la misiva para cada uno. Tomad.

Se había podido sacar la fecha: 6 de abril de 1983. Casi un año después de la fingida muerte de Wayne Jennings. Era una carta que no tenía necesidad de escribir, y que sin duda no debería haber escrito. El hecho de que aun así la redactara revelaba un rasgo de humanidad que Hjelm en realidad no deseaba ver.

– ¿Cuándo se suicidó la mujer? -preguntó.

– En el verano del ochenta y tres -contestó Larner-. Al parecer, tardó unos meses en comprender el alcance de toda la historia.

El sobre también había estado entre los restos quemados. El sello de correos de «Estocolmo» se veía con claridad. La dirección era la de la granja; por lo visto, estaba seguro de que el FBI no leía las cartas de la viuda un año después de su fingida muerte.

Lo que podía reconstruirse rezaba (con los comentarios de los técnicos entre corchetes):

«Querida Mary Beth. Como ves no estoy muerto. Espero que alguna vez pueda explicar [interrupción, quemado] veamos en otra vida. Quizá dentro de unos años pueda ser [interrupción, quemado] sido absolutamente necesario. Estábamos obligados a proporcionarme este disfr [interrupción, quemado] ero que puedas vivir con esta información y [interrupción, quemado] esino de Kentucky soy yo, pero aun así n [interrupción, quemado] ahora bajo el nombre [interrupción, quemado] que Lamar está mejor sin mí, no siempre fui [interrupción, quemado] obligatoriamente quemar esta carta inmediat [interrupción, quemado] Tuyo siempre, W.»

– Lamar no quería darnos el nombre -dijo Larner dejando el papel-. El resto quizá sí, depende de cómo interpretemos esta quema medio frustrada, pero está claro que el nombre no nos lo quería proporcionar: lo cortó antes de prenderle fuego a la carta.

– Un marido muy cariñoso -comentó Kerstin.

– ¿Qué es lo que realmente pone aquí? -inquirió Hjelm-. «El Asesino de Kentucky soy yo pero aun así no»; ¿es así como debemos interpretarlo? ¿Y qué hay de: «Estábamos obligados a proporcionarme este disfraz?» ¿Nosotros?

– Un sicario al servicio de alguien -respondió Larner-. A finales de los años setenta, de repente, surgió la necesidad imperiosa de hacer hablar a muchísimas personas: ingenieros, investigadores, periodistas… Y a toda una serie de gente sin identificar, probablemente extranjeros. Se convocó al experto, quien, tal vez, había estado inactivo, a la espera, desde la guerra de Vietnam. Por alguna razón se vieron obligados a disfrazarlo todo como si se tratara de los actos de un psicópata demente. Nace el asesino en serie. Y los seguidores fueron muchos.

Flotaba en el aire. Nadie lo pronunció. Al final, Hjelm aclaró la voz y dijo:

– ¿ La CIA?

– Averiguar eso nos toca a nosotros -suspiró Larner-. No va a ser fácil.

Kerstin y Paul cruzaron la mirada. Su vieja teoría que apuntaba a la KGB tampoco había sido tan disparatada. Al final, resulta que era política internacional de alto nivel. Aunque eran las víctimas las que pertenecían a la KGB. Quizá.

– Yo de vosotros -recomendó Larner- echaría un vistazo a la lista de inmigración de 1983. La última víctima murió a principios de noviembre de 1982. La carta se redactó desde Estocolmo, en abril de 1983. Tal vez deis con él entre los inmigrantes de ese período.

Un agente asomó la cabeza.

– Ray -dijo-. La señora Stewart ha terminado el retrato robot.

Se levantaron todos y siguieron al hombre. Por fin iban a poder ver la cara de Lamar Jennings.


El comisario Jan-Olov Hultin se mostraba escéptico.

– ¿Lárgate? -repitió-. ¿Vete de aquí?

– Eso dijo -replicó Viggo Norlander.

Estaba en una cama del hospital Karolinska enfundado en un peculiar camisón hospitalario y con una enorme venda cubriéndole la herida de la nuca. Todavía se sentía un poco mareado.

– O sea que hablaba sueco, ¿no? -insistió Hultin de forma pedagógica mientras se inclinaba hacia el héroe nuevamente derrotado.

– Sí -contestó un soñoliento Norlander.

– ¿Y no te acuerdas de nada más?

– Iba de negro. Llevaba pasamontañas. El pulso no le tembló lo más mínimo mientras me apuntaba con la pistola, y al dispararme debió de fallar adrede. Luego se marchó en un coche bastante grande, creo que un jeep, posiblemente marrón.

– Se trata de un psicópata asesino en serie con innumerables vidas sobre su conciencia. Seguro que no era la primera vez que disparaba a alguien. ¿Por qué no te mató?

– Gracias por tu apoyo -dijo Norlander antes de quedarse fuera de combate.

Hultin se levantó y se acercó a la otra cama de la sala. Allí había otro héroe nuevamente derrotado. Sus dos inspectores más fornidos habían sido neutralizados por el mismo hombre. Mal asunto.

La venda de Gunnar Nyberg era aún más voluminosa que la de su compañero. El hueso de la nariz estaba roto por tres sitios; a Nyberg se le antojaba increíble que algo tan pequeño pudiera romperse por tantas partes. Pero lo que más le dolía era el alma. Sabía que nunca, por mucho que lo intentara, sería capaz de borrar de su mente la imagen aterradora de Benny Lundberg. Probablemente moriría con ella en la retina.

– ¿Cómo está? -preguntó.

Hultin se sentó con un ligero gemido en la silla destinada a las visitas.

– ¿Viggo? Se recuperará.

– No, Viggo no. Benny Lundberg.

– Ah. Bueno, los últimos partes médicos no son muy halagüeños. Sobrevivirá, pero las cuerdas vocales se hallan gravemente dañadas y los nervios de la nuca han quedado hechos trizas. Además, tiene respiración asistida. Lo peor, sin embargo, es que se encuentra en un estado de shock bastante extremo. El perpetrador lo dejó literalmente de piedra, lo llevó más allá de lo que se puede resistir desde el punto de vista humano, y la cuestión es si existe un camino de vuelta.

Hultin dejó un absurdo racimo de uvas encima de la mesilla de Nyberg y continuó:

– Tu lucidez le salvó la vida, que lo sepas. Si hubieses empezado a tirar de las tenazas, lo más seguro es que hubiera muerto en el acto. Ese médico especialista que conseguiste que acudiera luchó durante más de una hora. Tuvo que operarlo allí mismo. Creo que fue una suerte que fueras tú y no Viggo el que lo encontrara…; te lo digo ahora que Viggo se ha dormido.

Hultin calló. Miró a los ojos de Nyberg. Algo había cambiado.

– Por cierto, ¿estás bien?

– No, no lo estoy -admitió Gunnar Nyberg-. Tengo un cabreo de la hostia. Voy a coger a ese monstruo aunque sea lo último que haga en esta vida.

Hultin no sabía muy bien qué pensar de las palabras de Nyberg. Por un lado, le encantaba ver a Nyberg despertarse de ese letargo que había acusado últimamente cuando sólo pensaba en jubilarse; por otro, un Nyberg furioso, que era lo más parecido a un caballo desbocado, le inquietaba.

– Vuelve en cuanto puedas -añadió Hultin-. Te necesitamos.

– Ya habría vuelto, si no fuera por esta mierda de conmoción cerebral.

– Será un virus que anda suelto por ahí -comentó Hultin con su habitual tono de voz neutro.

«Lo habían interpretado mal -pensó Nyberg-. No eran dos pulmonías lo que surcaba el aire en el puerto franco buscando a su legítimo dueño, sino dos conmociones cerebrales.»

– Si no nos hubiésemos parado a comer, lo habríamos salvado -masculló compungido.

Hultin lo miró durante unos instantes en silencio, luego se despidió. Antes de lanzarse a la intemperie, se aseguró de protegerse con un paraguas cubierto con logos de la policía que mantuvo el diluvio nocturno a raya hasta que alcanzó su Volvo Turbo, el único privilegio propio de su puesto que se había permitido aceptar.

Atravesó la ciudad, sumida en una oscuridad negra como el azabache, tras subir por Sankt Eriksgatan, cogió Fleminggatan para finalmente enfilar Polhemsgatan. Por suerte, apenas circulaban coches por el centro de Estocolmo a esas horas, pues no hacía más que darle vueltas a lo que había sucedido, entrelazando hechos con intuiciones y representando, por tanto, un grave peligro para el tráfico. ¿Por qué Benny Lundberg? ¿Qué había visto -o hecho- el vigilante? Cuando le interrogó la misma noche del robo todo parecía de lo más normal. Aun así, algo raro pasaba. Inmediatamente después, Lundberg coge vacaciones y luego lo encuentran medio muerto, torturado por el Asesino de Kentucky, quien no sólo habla sueco, sino que también deja fuera de juego a dos experimentados policías y renuncia a quitarle la vida a uno de ellos, a pesar de haberle tenido en el punto de mira en un par de ocasiones. Si no supiera lo que sabía, enseguida habría sospechado que era un trabajo desde dentro, un madero criminal.

En el edificio de la policía todo estaba quieto y las luces apagadas. El incesante ruido de la lluvia había sido absorbido por esa esfera de impresiones de fondo que constituye la normalidad; cuando alguna vez en el futuro dejara de llover se inquietarían, como si de una alteración del estado normal de las cosas se tratara.

Llegó al pasillo del Grupo A. Se veía una luz tenue; enseguida comprendió de dónde salía. Chávez salió de un salto al pasillo y se acercó corriendo a su jefe.

– Ahora verás -dijo, acelerado como un niño de siete años.

Jan-Olov Hultin quería pensar, no ver. Ya había visto suficiente durante las últimas semanas. Se sentía como un viejo gruñón, y al instante se dio cuenta de que lo era. Siguió a Chávez sin rechistar.

En el lugar que solía ocupar Hjelm estaba sentado otro viejo gruñón, un individuo bajo y con rasgos mediterráneos. Tenía la cara iluminada por la gran pantalla de ordenador.

– Éste es Christo Kavafis -presentó Chávez-. El cerrajero. Me he tomado la libertad de invitarlo. Éste es Jan-Olov Hultin, mi jefe.

– Encantado -respondió Kavafis.

Hultin asintió con la cabeza y se quedó mirando asombrado a Chávez, que se acercó al griego dando saltos.

– Se me ocurrió una idea genial cuando me enteré de que la llave de John Doe daba acceso al lugar del crimen -continuó entusiasta Chávez-. Todo indica que el americano que se coló en Suecia bajo el nombre de Edwin Reynolds tiene este aspecto.

Giró la pantalla del ordenador noventa grados y ante los ojos de Hultin apareció la cara del Asesino de Kentucky.

Era John Doe, su cadáver sin identificar.

Permaneció callado durante un rato. Las piezas empezaban a encajar.

– Así que hay dos -constató.

– Ahora sólo queda uno -replicó Chávez.

Hultin sacó el móvil y marcó el número de Hjelm en Estados Unidos. Comunicaba. Eso sí que era raro, ya que se trataba de un número que sólo debía emplearse para ponerse en contacto entre ellos.


Se acercaron despacio a la pantalla que sobresalía por encima de la pequeña cabeza de Wilma Stewart.

– Así era -confirmó la anciana-. Justo así. Lamar Jennings.

Kerstin y Paul miraron asombrados la cara del Asesino de Kentucky.

Era John Doe, su cadáver sin identificar.

Hjelm sacó el móvil y marcó el número de Hultin en Suecia. Comunicaba. Eso sí que era raro, ya que se trataba de un número que sólo debía emplearse para ponerse en contacto entre ellos.


Hultin no se rindió. Volvió a llamar. Esta vez sí logró contactar.

– Hjelm -se oyó al otro lado del Atlántico.

– John Doe es el Asesino de Kentucky -anunció Hultin.

– Uno de ellos -repuso Hjelm.

– Tengo su retrato robot delante de mí en estos momentos.

– Yo también.

Hultin dio un respingo, pero enseguida se recompuso y dijo:

– He intentado localizarte en este número hace un minuto.

– Yo también.

Así no había quién se aclarara. En vez de darle más vueltas al tema, Hultin continuó.

– Norlander y Nyberg estuvieron a punto de cogerlo. Al otro, quiero decir. Habla sueco.

– Lleva viviendo en Suecia desde 1983. ¿Qué pasó?

– Se llevaron una buena paliza cada uno. En uno de los almacenes de LinkCoop. Tuvo a Viggo en el punto de mira, pero renunció a pegarle un tiro. ¿Es policía?

– En cierta manera. Luego te explico. Entonces, ¿consiguió escapar?

– Sí, pero por los pelos. Tenemos las tenazas. Y un vigilante medio muerto.

– ¿Benny Lundberg?

– Sí. Por desgracia, parece que se va a quedar hecho un vegetal. ¿Tienes una explicación para todo esto?

– Son dos. Padre e hijo. Uno se fue a Suecia para matar al otro, pero la cosa le salió al revés.

– Así que al fin y al cabo resulta que era Wayne Jennings… O sea que sigue vivo…

– Lleva quince años viviendo en Suecia. El que está muerto es Lamar, ahora lo sabemos. Eso explica por qué John Doe murió de un tiro y no fue torturado. Lo más probable es que estuviera escondido, al acecho, viendo cómo su padre torturaba a Eric Lindberger. Le debió suponer un déjà vu terrible. Su padre lo descubrió y lo mató a tiros. Seguramente ni siquiera sabe que ha matado a su propio hijo.

– Así que fue al padre al que pillaron in fraganti los juristas del equipo de hockey sala.

– Sí. Las víctimas suecas tienen dos autores distintos. Hassel y Gallano son obra de John Doe, o lo que es lo mismo, de Lamar Jennings. Los eligió al azar: al primero por el billete de avión y al otro por la casa. Y luego él mismo fue asesinado por Wayne, también por casualidad. Queda Lindberger; su muerte no es casual. Wayne no mata gente al azar. Es un profesional.

– ¿Asesino profesional y policía «en cierta manera»? Eso huele a…

– No lo digas. Pero por ahí van los tiros.

– De acuerdo. Ahora necesito movilizar todos los efectivos. Por lo que me has dicho habéis terminado ya. ¿Podéis volver?

– ¿Ahora?

– Si es posible.

– De acuerdo.

– Saluda a Larner de mi parte y dale las gracias.

– De tu parte. Hasta luego.

– Hasta luego.

Hjelm colgó. Se quedó mirando el teléfono. Habían estado a punto de cogerlo. Precisamente Norlander y Nyberg, entre todas las personas…

– ¿Lo has oído? -le dijo a Kerstin, que había estado inclinada sobre él durante la llamada.

– Sí -respondió-. Va a Suecia para, de una vez por todas, vengar una vida bajo cero, tal y como lo describió en su diario. Se prepara con extrema minuciosidad, localiza al padre, lo sigue y espera el momento más oportuno para entrar en acción. Pero entonces flaquea y, claro, su padre lo mata instantáneamente. Una segunda vez. Sin ni siquiera saber a quién ha eliminado. En todo esto hay una terrible dosis de ironía.

– No le des demasiadas vueltas. Vámonos a casa. Ya. Y atrapémoslo.

Ella asintió sin decir nada.

Se acercaron a Larner para explicar lo que había pasado.

– ¿Así que lo amenazó? -preguntó contenido-. ¿Tenía a vuestro colega en el punto de mira pero renunció a disparar? Un profesional de pies a cabeza, hay que reconocerlo.

– Sí -admitió Hjelm-. Pero lo vamos a coger.

– La verdad es que empiezo a creérmelo. Aparecisteis aquí como los parientes pobres del pueblo y habéis resuelto el caso en unos días. Me siento muy viejo y muy oxidado. Aunque me habéis quitado un gran peso de encima.

– Pura casualidad -dijo Hjelm-. Y el que resolvió el caso fuiste tú, nadie más. Tu insistencia le hizo desaparecer del mapa; fuiste tú el que le obligó a exiliarse. Luego, que él se olvidara de una vieja verdad, eso es otra cosa.

– ¿Y qué verdad es esa?

– Quien siembra mala sangre…

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