30

La lluvia no cesaba. Había obligado a cortar algunas calles de Estocolmo y había causado tantos daños en algunos de los edificios del patrimonio cultural de la ciudad que resultó necesario desalojarlos. En determinados barrios de la periferia, la situación era aún peor. Se habían inundado urbanizaciones enteras. La tormenta había dejado sin luz ni teléfono a numerosas zonas del país. Se aproximaban a algo parecido a una situación catastrófica.

El edificio de la policía, sin embargo, seguía intacto. Aunque lo cierto era que «el cuartel general del alto mando» había recuperado sus comillas, que revoloteaban como sarcásticos vampiros por la sala.

– Tendría que haberle disparado a la cabeza -masculló Gunnar Nyberg-. ¿Por qué coño no le metí un balazo en toda la crisma? Uno y fuera. Hay que ser gilipollas, joder.

– No podías saber que los guardias llevaban chalecos antibalas -intervino Hultin-, ni tampoco que Jennings se había puesto uno de ellos.

– Debería haberles impedido que entraran.

– Hay muchas cosas que deberíamos haber hecho -se lamentó Hultin sombrío-. Pero, sobre todo, hay muchas cosas que no deberíamos haber hecho.

Contempló a Nyberg desde su mesa. Su aspecto era deplorable. Aparte de la mano escayolada y de esa especie de cucurucho que le cubría la nariz, también llevaba una gran venda en la nuca. Naturalmente tendría que haberse quedado en casa de baja hasta que se le pasara la doble conmoción cerebral y no haber acudido a la reunión. Pero, por lo visto, no había manera humana de sacarle de allí.

Las gafas de búho de Hultin estaban en su sitio, pero por lo demás no parecía la misma persona. La neutralidad se había esfumado. Era como si los años le hubiesen alcanzado. Daba la impresión de haber encogido; la época del padre de la patria había llegado a su fin. Quizá le diera tiempo a recuperarse antes de la jubilación.

Cuando hablaba, lo hacía con una voz lenta, flemática, casi de viejo:

– Tanto Gunnar como los guardias salieron de ésta sin daños graves. La tarjeta de identificación de Gunnar, que Jennings utilizó para salir del edificio, se encontró unas horas más tarde en una papelera en Arlanda. Habrá sido un pequeño gesto dirigido a nosotros, agradeciéndonos la ayuda prestada, me imagino.

Hizo una pausa para hojear entre sus papeles. Con lentitud.

– Fuimos testigos de los efectos de al menos tres armas automáticas idénticas y de gran precisión, provistas de una munición muy eficaz. Se supone que simplemente nos siguieron en helicóptero hasta Visby, vieron cómo nos acercábamos al puerto y se situaron en un lugar apropiado en la parte alta de la ciudad. Quizá se tratara de una provechosa colaboración entre la CIA y Saddam; no lo sabremos nunca. Tampoco nos enteraremos jamás de lo que podrían haber revelado sobre la guerra del Golfo los tres oficiales que desertaron. Ante todo, debemos olvidarlo. Como sabéis hemos tenido que pedir ayuda a la Säpo, que se ha encargado de los cuerpos y que se ocupa del caso a partir de ahora. No se ha filtrado nada a los medios de comunicación, y ahora nos vemos en un aprieto porque aunque quisiéramos, ¿qué podríamos decirle a la prensa? El caso figurará como no resuelto, la gente seguirá comprando armas y contratando empresas de seguridad. Y a lo mejor hacen bien. Y bueno, ya sabéis lo que Fawzi Ulaywi dijo cuando lo soltamos, a mí no se me va a olvidar nunca, nos llamó: «¡Malditos asesinos!». Y la verdad es que tiene razón. Además, ahora es muy probable que hayamos fastidiado su tapadera y revelado su identidad. Tal vez le dé tiempo a desaparecer y evitar que lo ejecuten, tal vez no. Herman Bengtsson, el matrimonio Lindberger y él constituían la sección sueca de Orpheus Life Line. Ya no queda nada de esa organización aquí.

Se calló. Parecía viejo y cansado. El caso estaba resuelto, no quedaba ningún cabo suelto, pero eso daba igual ahora, porque irían a por él de todas formas; le pondrían en la picota al igual que habían hecho con los investigadores del nunca esclarecido asesinato de Olof Palme. Quizá las voces exigiendo su destitución se harían demasiado clamorosas. Y estaban justificadas, aunque por razones que esas voces desconocían.

– ¿Hay algo más? -preguntó.

– Las cuentas de Justine Lindberger se vaciaron sólo unas pocas horas después de su muerte -comentó Arto Söderstedt-. Esperemos que fuera Orpheus Life Line quien rescatara los restos de su capital. O tal vez se empleó en pagar la nómina de Wayne Jennings. El enorme piso de Lindberger lo hereda la familia, ya bastante adinerada de por sí; así que Orpheus, aparte de cuatro de sus más fieles colaboradores, y todo lo demás, también pierde su cuartel general en Suecia.

Söderstedt alzó la vista al techo. También tenía aspecto de estar muy cansado.

– La traté como una mierda -añadió con voz queda-, y resulta que era una heroína.

– El Lagavulin estaba vacío -intervino Chávez-. Naturalmente, no había ningún dispositivo de control para cabezas nucleares. Y LinkCoop es una empresa de importación y exportación en el sector informático de lo más normal. El director general, Henrik Nilsson, lamentaba profundamente que a su excelente jefe de seguridad Robert Mayer se lo hubiera tragado la tierra. Hasta aprovechó mi visita para denunciar su desaparición.

– Benny Lundberg ha fallecido esta mañana -anunció Kerstin Holm-. El padre desconectó el aparato de respiración artificial. Lo han detenido. Está abajo en los calabozos.

Gunnar Nyberg se levantó bruscamente y abandonó la sala. Todos lo siguieron con la mirada, deseando que no pensara bajar al sótano a matar al pobre padre del vigilante muerto.

Hjelm permaneció callado. No tenía nada que decir. No había nada que decir. Reflexionó sobre el concepto de «dolor inexpresable». Un dolor mudo.

– Sabemos que Lamar Jennings siguió a su padre durante una semana más o menos -continuó Hultin-. No debe de haber sido demasiado difícil dar con Robert Mayer; está en la guía. El día después de su llegada a Suecia, Lamar copió la llave del almacén; eso significa que debió de ver a Wayne Jennings dirigirse hasta allí ya entonces. Quizá cometió un asesinato ese día, quizá incluso existan hordas de personas ejecutadas a las que no vamos a encontrar jamás. En cualquier caso, algo provocó que Lamar copiara esa llave y de alguna forma averiguó que esa funesta noche el padre aparecería por allí acompañado de Erik Lindberger. No sabemos cómo, ni por qué, Lindberger acompañó a Jennings al puerto franco tras su encuentro en el bar Riche, y también desconocemos por qué habían quedado allí. Tal vez Lindberger pensó que se trataba de algo relacionado con Orpheus, pues los miembros se mueven en el más absoluto secreto. En fin, hay muchas cosas que ignoramos.

Hultin hizo una pausa y siguió con un tono de voz más fuerte:

– La guerra fría ha terminado. Lo que ha llegado para sustituirla casi parece peor, porque no entendemos qué es. El mundo se encoge, y nosotros más. Hemos hecho un trabajo policial fantástico -puede que nos sirva de consuelo en medio de todo esto-, pero no ha sido suficiente. Sacamos una serie de conclusiones erróneas de carácter político y psicológico que dejan claro que no estamos en consonancia con la realidad actual. La criminalidad violenta de carácter internacional se nos escapa de las manos. La violencia ciega es un espejo de la violencia consciente que se dirige hacia un objetivo concreto. Lamar Jennings no era más que un reflejo caricaturesco de su padre. Como suele decirse, quien siembra mala sangre…

De repente, Paul Hjelm se echó a reír. Se reía burlonamente de sí mismo. Ni siquiera el refrán le había salido bien; Wayne Jennings le había corregido.

– Se dice quien siembra vientos… -repitió mientras se secaba las lágrimas que sólo en apariencia eran de risa.

Lo contemplaron durante unos instantes. Entendieron cómo se sentía, pero al mismo tiempo eran conscientes de que en realidad resultaba imposible llegar a comprender a otra persona lo más mínimo.

– ¿Alguien quiere añadir algo más? -preguntó Hultin.

– Podemos decir que en Estados Unidos hay un asesino en serie menos -comentó Kerstin Holm mostrando una sonrisa amarga-. Otro asesino en serie lo asesinó. De nuevo Wayne Jennings se muestra como the good guy.

– Es el resultado lo que cuenta -afirmó Hjelm.

Ni una sola palabra era suya. Nada era suyo. Todo estaba ocupado. Era como un pequeño tren eléctrico de juguete que daba vueltas y vueltas en un circuito cerrado.

– Bueno -dijo Jan-Olov Hultin levantándose-. Tengo que ir al baño. Sólo podemos esperar que Dios acabe pronto con esto.

No querían marcharse. Era como si necesitaran estar juntos. Pero al final fueron enviados al mundo. Solos. Como cuando llegaron a él, y como cuando lo abandonen.

Hjelm y Holm fueron los últimos. Paul detuvo a Kerstin justo antes de salir.

– Tengo una cosa que es tuya -comentó mientras hurgaba en su cartera.

Encontró la fotografía del viejo pastor y se la dio. Ella lo miró. Era imposible saber lo que pasaba por su cabeza en esos instantes. Allí había duelo, dolor, pero también una fuerza que se abría paso en la oscuridad.

– Gracias.

– Límpialo -sugirió Hjelm-. Tiene las huellas dactilares de Wayne Jennings en la cara.

– Jalm & Halm -recordó ella sonriendo-. En otro mundo podríamos haber sido una auténtica pareja de cómicos.

Él se inclinó hacia ella y la besó en la frente.

– Ya lo somos en éste -dijo.

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