28

– Un plan brillante -gruñó Jan-Olov Hultin.

– Pues ha funcionado -replicó Gunnar Nyberg con una mueca de dolor en la cara.

Se había roto tres dedos de la mano derecha. La escayola todavía estaba húmeda.

Nyberg había arrastrado a Mayer a su despacho y desde allí llamó a Hultin. Decidieron que era esencial intentar mantener al margen a los medios de comunicación para no ver limitado su campo de actuación. Trazaron una estrategia. Bajo el pretexto de que necesitaba hablar con su compañero, Hjelm entró en LinkCoop y siguió a la mitad del danzarín dúo de gemelas a través de los pasillos. Juntos, aunque ligeramente renqueantes, Hjelm y Nyberg localizaron una puerta trasera idónea por la que sacar a Mayer, con el primero ejerciendo de vigilante. Luego Nyberg abandonó la empresa por donde había entrado -la sonrisa que les dedicó a las recepcionistas resultó algo forzada-, se subió al coche, rodeó el edificio y entre los dos consiguieron meter a Mayer en el maletero. Después Hjelm también salió de LinkCoop pasando por la recepción. No cabía duda de que las gemelas eran de una belleza deslumbrante.

Por un momento tuvieron miedo de que Nyberg hubiese matado a Mayer, lo cual quizá no fuera del todo justificable. Pero el hombre era un profesional hasta en eso: se despertó media hora más tarde, encerrado en una celda donde, en realidad, nadie sabía que estaba, pues Hultin optó por mantener un perfil extremadamente bajo, también en el ámbito interno. El médico de la policía constató que además de una conmoción cerebral tenía una fisura en el hueso maxilar y otra en el malar. No se había fracturado la mandíbula, así que podía hablar. Pero no lo hacía.

Primero lo intentó Hultin. Hjelm se había colocado en una silla al lado de su jefe, Viggo Norlander y Jorge Chávez estaban sentados junto a la puerta, y apoyados contra una de las paredes se encontraban Arto Söderstedt y Kerstin Holm. Excepto Gunnar Nyberg, que había preferido no presenciar el interrogatorio, se hallaban todos presentes en esa pequeña celda, estéril y casi secreta que había en el sótano del edificio de la policía. Nadie quería perdérselo.

– Soy el comisario Jan-Olov Hultin -empezó Hultin educado-. Tal vez ya ha visto mi nombre en la prensa. Es mi cabeza la que piden en una bandeja.

Robert Mayer estaba sentado, esposado y encadenado a una mesa soldada al suelo, mirándolo impasible. «Un hueso duro de roer», pensó Hultin.

– Wayne Jennings -continuó-. ¿O prefieres que te llame el Asesino de Kentucky? ¿O te gusta más K?

La misma mirada fría. Y el mismo silencio.

– Parece que todavía nadie te echa de menos en LinkCoop, y nos hemos asegurado de que no se haya filtrado nada a la prensa. En cuanto tu nombre salga en los periódicos las cosas cambiarán, como comprenderás. Ni siquiera tus jefes saben que estás aquí. Así que cuéntanos ya qué es lo que está pasando.

La mirada de Wayne Jennings resultaba escalofriante. Te taladraba. Te colocaba en el punto de mira, perfectamente alineado en el centro de la cruz filar.

– Venga. ¿Qué has estado haciendo? ¿Para quién trabajas?

– Tengo derecho a una llamada -respondió Jennings.

– En Suecia existen algunas leyes contra el terrorismo que son bastante controvertidas, y que personalmente no me gustan, pero que, de hecho, resultan muy útiles en este tipo de situaciones. En otras palabras, no hay llamada.

Jennings no dijo nada más.

– Benny Lundberg -siguió Hultin-. ¿Qué guardaba en su caja de seguridad?

Como no hubo respuesta, Hultin le mostró un retrato robot de Jennings con barba.

– ¿Por qué barba?

Nada, ni se inmutó.

– ¿Me permites que te refresque la memoria sobre lo que sucedió? -preguntó Hjelm desde su sitio-. Por cierto, soy Paul Hjelm. Tenemos un amigo común: Ray Larner.

La cabeza se giró unos milímetros y Paul Hjelm se enfrentó por primera vez con la mirada de Wayne Jennings. Comprendió enseguida cómo debían de haberse sentido los soldados de la FNL en las junglas vietnamitas. Y cómo debía de haberse sentido Eric Lindberger. Y Benny Lundberg. Y una veintena más de personas que murieron con esos ojos como último contacto humano en este mundo.

– La noche del once al doce de septiembre te resultó un fastidio -empezó Hjelm-. Ocurrieron varios hechos inesperados. Te habías llevado al diplomático Eric Lindberger al puerto, a tu pequeña cámara de tortura. Por cierto, se parece mucho a la de tu granja en Kentucky. ¿El arquitecto es el mismo?

Puede que los ojos de Jennings se entornaran un poco. Puede que adquirieran una nueva agudeza.

– Volvamos a Lindberger, ya que es el asunto principal en la continuación de este caso. Lo dejas inconsciente y lo atas a la silla. Tal vez te da tiempo a comenzar con el tratamiento. Introduces tus tenazas con una precisión quirúrgica en la garganta de Lindberger. Entonces, de repente, las cajas se caen. Detrás se oculta un joven. Lo eliminas enseguida. Pam, pam, pam, pam, cuatro tiros en el corazón. Pero ¿quién coño es ese tipo? ¿Te está pisando los talones la policía? ¿Tan pronto? ¿Cómo es posible? No lleva ningún tipo de identificación, nada de nada. Examinas su bolsa y ¿qué encuentras? Unas tenazas para las cuerdas vocales y otras para los nervios de la nuca. Quizá incluso las identificas como tus viejas herramientas. ¿Qué significaba todo esto? ¿Sabías de quién se trataba? ¿O pensabas que era un competidor? ¿Un admirador? ¿Un copycat? Ya volveremos a ese punto. Terminas con la tortura de Lindberger y luego tienes que cargar con dos cadáveres en vez de uno. Para más inri, una pandilla de juristas borrachos te pilla in fraganti, de modo que te ves obligado a abandonar al tipo desconocido. Estás convencido de que han llamado a la policía avisando de tu matrícula, así que el tiempo apremia. Vas a Lidingö y tiras el cuerpo al agua. Por otra parte, temes que alguna patrulla se presente, registre los locales de la empresa y que al final den con tu cámara de tortura. Por lo tanto, resulta imprescindible redirigir su atención. Tienes que hacer algo. Y ahí es donde aparece Benny Lundberg. En calidad de jefe de seguridad llamas a la garita de vigilancia y le ordenas que simule un robo en un almacén de la empresa alejado del que forma parte de tus dominios. A cambio le prometes dinero y vacaciones. La policía, efectivamente, acude al local donde se ha fingido el robo y se contenta con eso. Cuentas con que el cadáver se relacione con el robo. Todo debería haber salido perfecto. Si no fuera porque Benny Lundberg tiene otros planes. Intenta chantajearte para conseguir más dinero; y como seguro de vida esconde, en un lugar fuera de tu alcance, una carta en la que describe con gran detalle los acontecimientos de esa noche. Por desgracia, ignora que tu especialidad es hacer que la gente hable. Y eso es precisamente lo que logras que haga justo antes de que se presenten allí dos policías, a los que hieres pero sin llegar a matarles. Uno de ellos te guarda un poco de rencor y te pega un puñetazo que te deja inconsciente. Y ahora te encuentras aquí.

Durante toda la intervención, Jennings no desvió la mirada de Hjelm. Por detrás de los fríos ojos azules tenía lugar un intenso procesamiento de la información. Su cara empezaba a hincharse y colorearse del golpe, pero aun así parecía que todo aquello no fuera con él.

– O sea, hay dos preguntas fundamentales -continuó Hjelm-. Primero, ¿qué era lo que Eric Lindberger debía desvelar? Segundo, ¿sabes a quién mataste?

Silencio. Nada. Nada de nada.

– La segunda pregunta tiene trampa -siguió Hjelm-. Era el Asesino de Kentucky.

Los ojos de hielo se entornaron. Al menos eso le pareció a Hjelm, aunque quizá se tratara de una ilusión óptica.

– Me imagino que ya sabes que, desde hace un año, opera un copycat en Nueva York. Alguien se hizo con tus tenazas y se lanzó a la calle a buscar víctimas. También habrás leído en la prensa sueca que ese individuo está en Suecia; no creo que ese dato se le haya escapado a nadie. Pues sí, fue a él a quien disparaste. Tenía veinticinco años e iba a por ti. Lo mataste a sangre fría. ¿Sabes quién era?

Jennings seguía observándole. ¿Había un rastro de curiosidad allí dentro? ¿Realmente no había adivinado de quién se trataba?

– No te va a gustar -anunció Hjelm-. Se llamaba Lamar Jennings.

Wayne Jennings se echó hacia atrás unos diez centímetros. Una reacción notable para ser él. La fría mirada, a punto de desbocarse, subió disparada al techo. Luego la bajó para dirigirla de nuevo, dura como el acero, hacia Hjelm.

– No -dijo-. Mientes.

– Piénsalo. ¿Qué pasó con tus tenazas después de que engañaras a Larner y desaparecieras? Se quedaron allí. Craso error. Si la idea era seguir matando para despistar a Larner, las necesitabas, ya que tenían que ser idénticas para dejar las mismas marcas y demostrar así que el Asesino de Kentucky era otro y que estaba con vida. Te viste obligado a encargar unas nuevas y asegurarte de que tuviesen exactamente las mismas características, hasta la más mínima raya. Me imagino que no fue fácil.

Jennings contemplaba la pared.

– Tu hijo te sorprendió una noche en la cámara de tortura en Kentucky. Supuso el punto culminante a un maltrato de muchos años. ¿Por qué coño no dejaste en paz a tu propio hijo? ¡Un niño! ¿No entiendes lo que creaste? Un monstruo. Te copió. Vino aquí para aplicarte tu propio tratamiento, y lo matas como a un perro. Quien siembra sangre…

– Se dice quien siembra vientos… -corrigió Jennings.

– Ya no; ahora es quien siembra sangre… Has cambiado el dicho.

– ¿Realmente era Lamar?

– Sí. He leído su diario. Infernal. Verdaderamente infernal. Lo has asesinado dos veces. ¿Qué le hiciste cuando te sorprendió en el sótano en la granja? Sólo tenía diez años, joder. ¿Qué hiciste con él?

– Lo castigué, claro -reconoció Wayne Jennings con voz monótona.

Cerró los ojos. Se percibía una intensa actividad detrás de los párpados. Cuando volvieron a abrirse la mirada era otra, no sólo más decidida sino también más resignada.

– Sufrí fatiga de guerra -continuó-. Nunca podrás entender lo que es eso. En este país lleváis más de doscientos años sin estar en guerra. Lamar me recordaba lo que había sido: una persona normal con todas sus debilidades. Me ponía de los nervios. Sólo le quemaba un poco con cigarrillos. Se convirtió en mi desahogo. Yo no era muy diferente a mi propio padre.

– Venga, ahora cuéntalo todo -le conminó Hjelm.

Jennings se inclinó hacia adelante. Había tomado una decisión.

– Hicisteis bien en no dejar que esto saliera en los medios de comunicación. Habría sido devastador. I'm the good guy. No me creéis, pero la verdad es que soy de los buenos. La parte fea del lado bueno. La parte oscura, aunque imprescindible. Se trataba de hacer hablar al enemigo.

– ¿De qué manera era enemigo Eric Lindberger?

Jennings fijó sus ojos en los de Hjelm. Ahora se le antojó una mirada algo diferente.

– Luego hablaremos de eso. Tengo que sopesar las posibles consecuencias.

– De acuerdo. ¿Cómo comenzó todo?

Jennings tomó impulso, se echó de nuevo hacia adelante y empezó:

– No sé si podéis entender lo que es el patriotismo. Me lancé a la guerra para huir de mi padre. Tenía diecisiete años. Un blanco pobre del sur, lo que en mi tierra llamamos basura blanca. Un niño que se dedicaba a matar a otros niños. Me di cuenta de que se me daba bien. Otros también lo vieron, así que ascendí muy rápido. Y, de pronto, un día me convocan a una reunión en Washington y, con sólo veinte años, me encuentro cara a cara con el Presidente. A partir de ese momento debo encargarme de un comando ultrasecreto en Vietnam que, en principio, actuará bajo las órdenes directas del Presidente. Unos civiles me entrenan en el uso de una nueva arma secreta. Me convierto en un experto y preparo al resto de los integrantes de mi comando. Soy el único que tiene algún tipo de contacto con los civiles. No hablan con nadie más. No sé quiénes son. Y después de la guerra sólo dicen: «Mantente disponible», y me siguen pagando un sueldo. Todo resulta muy extraño. Cuando regreso estoy completamente destrozado. Soy incapaz de acercarme a mi mujer. He aniquilado todos los sentimientos que había dentro de mí y le hago la vida imposible a mi hijo. Y de repente vuelven a contactar conmigo. Salen de las sombras.

– ¿ La CIA? -intervino Hultin.

Hjelm lo miró asombrado.

Jennings negó con la cabeza.

– No hablemos de eso de momento -dijo-. De todos modos, enseguida comprendí qué se esperaba de mí. En esa época, a finales de los setenta, la guerra fría entró en una nueva fase; no puedo ahondar en los detalles pero se trataba realmente de una guerra. Existía una amenaza inmediata, y había necesidad de información, de mucha información. Lo mismo pasaba en el otro lado. Empecé, poco a poco, a buscar a los agentes que se hallaban bajo vigilancia, tanto espías profesionales como simples traidores. Investigadores y profesores universitarios que vendían secretos del Estado. Agentes soviéticos. La KGB. Conseguí extraerles una enorme cantidad de información vital. A alguien -no sé a quién- se le ocurrió la brillante idea de que sería oportuno que todo pareciese la actuación de un loco, así que tendría que actuar como si fuera un asesino en serie, incluso si me cogían. Y entonces Larner se convierte en mi sombra. No podéis entender hasta qué punto ese hombre luchó para sacar a la luz la historia del Commando Cool. Supuso una amenaza para la seguridad nacional. En el frente político, las cosas empezaban a calmarse. Brezhnev murió y la Unión Soviética se acercaba a su disolución. Otros enemigos iban perfilándose. Yo sería más útil en algún Estado fronterizo entre el Este y el Oeste: un enlace estratégico donde el futuro intercambio comercial tendría lugar. Y al trasladarme, de paso, hundiría a Larner, ridiculizándolo.

– Entonces, llegamos al momento de tu desaparición. En ese coche se halló a una persona que tenía tus dientes.

– Nos llevó muchas semanas organizar aquello. En pleno desierto, trabajando por la noche. Colaboradores preparados para entrar en acción. Equipamiento montado. Una dentadura perfecta. Un agente soviético disfrazado y con dientes nuevos. Un agujero en el suelo donde esconderse un día o dos con todo el equipo. Todo es posible, lo imposible lleva sólo algo más de tiempo.

Hjelm se sintió abrumado por lo que estaba oyendo y no pudo resistirse a preguntar:

– ¿Cuáles son esos ideales por los que trabajas? ¿Cómo es la vida que defiendes con tanta violencia?

– Como la tuya -replicó Wayne Jennings sin dudar ni un instante-. No como la mía, sino como la tuya. Yo no tengo vida. Yo morí en Vietnam. ¿Crees que esa vida libre y privilegiada que llevas no tiene un precio? ¿Crees que Suecia es un país neutral? ¿Sin alianzas?

Hizo una pequeña pausa y se quedó mirando la pared. Luego desvió la vista hacia Norlander. Se cruzó con una mirada llena de odio. No debía de ser la primera vez. La ignoró.

– ¿Dónde está Gunnar Nyberg? -preguntó de repente.

– Cuidándose la mano rota. ¿Por qué?

– Nadie me había derribado nunca, ni nadie me había engañado de esa manera. Pensaba que era un idiota.

– Se identifica con Benny Lundberg. Estuvo con él durante los momentos de mayor sufrimiento. Su calor le salvó la vida. ¿Eres capaz de entender eso?

– El calor salva más que el frío. Desgraciadamente se necesita el frío también. Sin él, el enemigo impondría una eterna era glacial sobre la Tierra.

– La historia de Lindberger, ¿va de eso? ¿De un eterno frío? ¿Armas nucleares? ¿Armas químicas? ¿Biológicas? ¿O es LinkCoop? ¿Ordenadores? ¿Dispositivos de control de armas nucleares? ¿Arabia Saudí?

Jennings sonrió ensimismado. Quizá estaba, incluso, un poco impresionado por la policía sueca. Y por Paul Hjelm.

– Sigo pensando en ello. Podría pediros que contactarais con una determinada organización, pero no sé… No está exento de riesgos.

– ¿Es que no entiendes que estás acusado de veinte asesinatos y del intento de otro? ¿Que eres un criminal? ¿Un enemigo de la humanidad? ¿Alguien que ha aniquilado toda la dignidad humana que nos ha llevado miles de años construir? ¿O te imaginas que puedes salir de aquí cuando te dé la gana? ¿O es que tal vez estás simplemente esperando el momento más oportuno para levantarte de la silla, librarte de las esposas y arrancarme la cabeza?

En los labios de Jennings se volvió a dibujar esa sonrisa que jamás alcanzaba los ojos.

– Ningún ser humano debe convertir a otro en una máquina de matar.

Hjelm miró a Hultin. De repente se sintieron amenazados; lo único que los separaba de esa auténtica máquina asesina eran unas esposas.

– No matas a policías -aseveró Hultin con absoluta convicción.

– Sopeso los pros y los contras de cada situación. La alternativa más ventajosa gana. Si yo hubiese matado a ese policía -señaló con la cabeza a Norlander-, ahora no me estaríais tratando con tanta amabilidad. Y entonces habríamos tenido problemas.

– ¿Estás diciendo que sabías que íbamos a detenerte? ¡Venga, hombre! ¡Y una mierda!

– Ocupaba el lugar número quince en la lista de posibilidades. Cayó al diecisiete tras la visita de Nyberg. Por eso no estaba alerta. Excelente estrategia en esa operación, por cierto.

Jennings cerró los ojos, calculando los pros y los contras. De pronto, con un rapidísimo movimiento, se quitó las esposas.

Chávez fue el primero en desenfundar la pistola. Luego Holm. Norlander el tercero. Söderstedt fue muy lento. Hultin y Hjelm se quedaron quietos.

– Buena reacción allí en el rincón -alabó Jennings mientras señalaba a Chávez-. ¿Cómo te llamas?

Chávez y Norlander se acercaron con las pistolas en alto. Hjelm sacó la suya por si acaso. Los tres lo apuntaban mientras Holm y Söderstedt lo esposaban de nuevo, con mayor dureza esta vez.

– Durante todo un mes me entrené única y exclusivamente para quitarme las esposas -comentó Jennings tranquilo-. O sea, treinta días, a jornada completa, para que nos entendamos.

– Vale -convino Hjelm-. Lo has dejado claro. Entonces, ese cálculo de pros y contras, ¿qué resultado dio el seis de abril de 1983?

Jennings realizó una búsqueda rápida por los recovecos de la memoria.

– Entiendo -dijo con una fugaz sonrisa.

– ¿Qué es lo que entiendes?

– Que no eres un mal policía, Paul Hjelm; no, nada malo.

– ¿Por qué escribiste esa carta a tu mujer?

– Debilidad -contestó Jennings con voz neutral-. Pura y dura. La última.

– ¿Y el episodio con Nyberg?

– Ya veremos -respondió crípticamente.

– Hallamos la carta, casi quemada del todo, en el apartamento de Lamar.

– ¿Fue allí donde encontrasteis mi nombre?

– No, por desgracia. Entonces, Benny Lundberg no estaría ingresado en el Karolinska, medio muerto. ¿Por qué escribiste tu nuevo nombre? No creo que a Mary Beth le importara cómo te llamabas. Eso fue casi infantil. Y condujo a Lamar hasta aquí y lo mató.

– Fue una despedida de los últimos restos de vida personal que me quedaban. La carta debía haberse quemado inmediatamente. Ella no lo hizo y así se vengó de mí.

– O quería un último recuerdo del hombre al que una vez cometió el error de amar. Se llama sentimientos humanos. Para ti debe de ser algo que tenemos los demás, algo que se puede explotar.

– Era un último adiós -repitió Jennings.

– Pues ese adiós le costó la vida a toda tu familia. Hizo que tu hijo te buscara y que muriera asesinado por su propio padre. Y provocó el suicidio de tu mujer. Bonita despedida.

¿Sería posible herir sus sentimientos? Jennings observó a Hjelm. Los ojos se habían entornado de nuevo. ¿Había dado con un punto débil?

– ¿Se quitó la vida? No lo sabía.

– Tus acciones nunca son aisladas. No se puede matar a gente sin que tenga consecuencias imprevisibles. Propagas nubes de muerte y desolación a tu alrededor, ¿no lo entiendes? ¿Sabes cuántos asesinos en serie se han inspirado en ti? Tienes un club de fans en internet. Eres una jodida leyenda. Hay camisetas K; pequeñas galletas en forma de K con el texto The Famous Kentucky Killer, chapas donde pone Keep on doing it; versiones en regaliz de tus tenazas. Nadie ha contribuido más que tú a que haya tantos asesinos en serie campando a sus anchas en ese país que pretendes proteger. Eres un loco al que hay que detener. ¡Tenías que haberte parado a ti mismo, joder!

– No estoy solo -dijo mirando al techo-. Soy un profesional. Obedezco órdenes y cobro mi nómina a final de mes. Si yo desaparezco, queda un puesto libre y habrá muchos candidatos.

– ¿Ya has reflexionado sobre el tema de Lindberger?

– Sí -afirmó cortante-. Voy a ser breve y conciso, así que escuchad. LinkCoop es una empresa que se dedica a negocios turbios. Viven de la importación y exportación ilegal de equipamiento informático militar. El resto es una tapadera. El director general, Henrik Nilsson, es un canalla. LinkCoop ha conseguido echar mano a unos dispositivos de control de cabezas nucleares, exactamente como tú decías, Hjelm. Eric Lindberger era el intermediario entre LinkCoop y el movimiento fundamentalista saudí. Pensaba que había conseguido detenerlo todo al eliminar a Lindberger, que por cierto es el único que no ha hablado bajo presión; me ha impresionado. Pero hoy mismo se han transferido grandes sumas a las cuentas secretas de LinkCoop. Eso quiere decir que el equipamiento ya ha sido entregado al intermediario sueco, en un lugar desconocido, y que pronto estará de camino a un puerto sueco, no se sabe a cuál, para ser transportado hasta el movimiento fundamentalista.

– ¿Entonces, Eric Lindberger no habló durante la tortura simplemente porque no sabía nada? ¿Porque era inocente? ¿El intermediario sueco era otro?

– Recibí información fidedigna de… mis fuentes. No se han equivocado nunca.

– ¿Cómo rezaba esa información? -preguntó de repente Arto Söderstedt desde la pared.

La cabeza giró los milímetros necesarios, ni uno más. Ahora le tocó a Söderstedt cruzarse con la mirada. «Joder», pensó.

– Era un mensaje codificado -contestó Jennings- y decía «E Lindberger Ministerio de Asuntos Exteriores». Sin equivocación posible.

– Elisabeth Justine Lindberger -nombró Söderstedt con frialdad.

Los ojos volvieron a entornarse un poco. Un pequeño movimiento en el rabillo del ojo.

– Ah -dijo Jennings.

– No A, sino E -replicó Söderstedt-. La letra que expuso a una persona inocente a un viaje infernal hasta la muerte.

– ¿La estáis vigilando? -quiso saber Jennings.

Arto Söderstedt redujo todo lo que tenía en la lengua a un simple:

– Sí.

– Intensificad la vigilancia enseguida.

– A ver si lo entiendo -intervino Hultin-. ¿Ahora nos das órdenes? ¿Uno de los más viles asesinos en serie de la historia por fin es detenido y se pone a dar órdenes a la policía?

– Yo no -respondió Jennings-. Yo no soy quién para dar órdenes, mi nombre es Nadie. En cambio, os puedo decir que todo se reduce a dos cuestiones: una, ¿queréis una guerra nuclear o no? Dos, ¿quién preferís que domine el mundo, el capitalismo americano o el fundamentalismo islamista? El mundo está globalizado, eso es algo irreversible. Es más importante que nunca que exista una supremacía mundial. Y vosotros la podéis elegir, precisamente vosotros siete.

– Dudo que sea tan sencillo -dijo Hjelm.

– Ahora mismo, dentro de las próximas horas, la verdad es que sí es así de fácil. Luego podéis hacer lo que queráis conmigo.

– ¿Cuál era esa organización con la que estabas sopesando pedirnos que contactáramos? -preguntó Hultin.

– Ya no puede ser. Llevaría demasiado tiempo. Sólo existe una posibilidad, y es que vosotros os aseguréis de que el barco no abandone el puerto.

– ¿Y Henrik Nilsson en LinkCoop sabe algo?

– No, él se desentiende del asunto en cuanto tiene el dinero. El intermediario mueve el material a un lugar neutral. Desde allí se transporta al puerto. Los dos sitios son desconocidos. El barco abandona el puerto hoy o mañana. Eso es todo lo que sé.

– ¿El destino del barco?

– Falso. Puede ser cualquiera.

– De acuerdo -dijo Hultin-. Reunión fuera.

Se levantaron uno tras otro y salieron. Hjelm tardó un poco más. Se levantó y se quedó mirando a Wayne Jennings.

– Todo esto -empezó-, la historia y la confesión, no ha sido más que una manera de ganar tiempo, ¿verdad? Tiempo para evaluar la situación, para que nos pongamos de tu lado… ¿Hay algo de verdad en todo lo que nos has dicho?

– Es el resultado lo que cuenta -afirmó Jennings con tono neutral.

– ¿Y Nyberg? -inquirió Hjelm-. ¿Cómo evaluaste la situación cuando él se te iba acercando por el pasillo de LinkCoop? ¿Habías previsto todo esto? No te sorprendió en absoluto ese gancho, ¿a que no?

Cuando Jennings alzó sus ojos hacia él, Hjelm creyó ver en ellos una oscuridad que venía del principio de los tiempos. Era como perderse en el ojo de un tiburón.

– Eso no lo sabrás nunca.

Hjelm se acercó un paso y se inclinó encima de él. A sabiendas, se colocó en una posición donde Jennings podría haberle matado en una décima de segundo. No sabía muy bien por qué metía la cabeza en las fauces del león. ¿Una repentina llamada desde el más allá? ¿El canto de las sirenas? ¿Una mueca burlona en las mismas narices de la muerte?

– Por primera vez en mi vida siento cierta simpatía por la pena de muerte -le espetó.

Jennings mostró su fugaz sonrisa. No tenía nada que ver con la alegría.

– Naturalmente, como individuo merezco la pena capital. Pero no soy un individuo, soy una… instancia jurídica.

Hjelm se marchó. Los demás estaban reunidos en el pasillo. Söderstedt hablaba por el móvil.

– ¿Está diciendo la verdad? -preguntó Kerstin Holm-. ¿Se trata de dispositivos de control de cabezas nucleares? ¿O se ha inventado un puto cuento para librarse de nosotros?

– Los siervos del diablo -constató Hjelm con acritud-. Sus caminos son inescrutables. ¿Qué coño quiere de nosotros? ¿A qué está jugando?

– ¿Esto no le correspondería a la Säpo? -quiso saber Chávez.

– ¿No deberíamos llevarlo a nivel de gobierno? -añadió Holm.

Hultin permanecía inmóvil. ¿Estaba reflexionando o estaba paralizado?

– Entramos y lo matamos -bromeó Norlander.

Söderstedt colgó y lanzó un hondo suspiro.

– Justine ha conseguido burlar la vigilancia.

El rostro de Hultin se torció en una mueca, la primera señal de vida que mostraba en mucho tiempo.

– De esto nos encargamos nosotros solos -declaró-. Sea lo que sea a lo que se dedique Justine, sin duda es algo ilegal. Buscadla. Y comprobad todas las salidas previstas desde todos los puertos suecos de los próximos días.

– ¿Y Jennings? -preguntó Hjelm.

– Vigilancia intensificada. Yo me encargo. Arto, ¿guardas todas las anotaciones de Justine?

– En el despacho.

Se dirigieron al despacho de Söderstedt. Allí estaba Gunnar Nyberg contemplando su mano derecha escayolada. Los observó escéptico:

– Habéis hecho un pacto con el diablo -exclamó-. ¡Joder! Ya os podéis andar con ojo. Yo no pienso participar en eso.

– Formas parte del equipo, Gunnar -le recordó Hultin-. Debemos encontrar a Justine Lindberger. Ahora es política al más alto nivel.

– ¡Vete a la mierda!

Hultin se lo quedó mirando sin inmutarse.

– Os está engañando -continuó Nyberg alzando la voz-. ¿No veis que os está tomando el pelo? Se burló de mí. Dejó que yo le pegara. Lo vi en su cara. Todo esto no es más que un juego. Me he dado cuenta ahora.

– Es posible -concedió Hultin-. Pero que Justine Lindberger se ha zafado de su vigilancia es una realidad. Te necesitamos.

Nyberg negó con la cabeza.

– Ni hablar -replicó.

– Entonces, estás de baja a partir de este momento. Vete a casa.

Nyberg le lanzó una mirada salvaje y acto seguido abandonó el despacho. Se detuvo en el pasillo resoplando de rabia, para dirigirse casi de inmediato a los calabozos del sótano. Dos corpulentos policías, vestidos de paisano, acababan de apostarse delante de la puerta. Estaban sentados cada uno en una silla en el oscuro pasillo; los separaba una mesa, sobre la que había una baraja. Miraron con ligera inseguridad a Nyberg, quien se instaló en una tercera silla colocada junto a la pared.

– Seguid jugando -dijo-. Haced como si no estuviera.

Pero allí estaba, y de ahí no se movería. De repente lo había visto todo claro. El pasillo de LinkCoop. Cómo había caminado hacia Robert Mayer. El gesto de éste. El pequeñísimo movimiento en dirección al bolsillo de la americana. La mano que se retiró, anulando así la gélida recepción a punta de pistola que tenía preparada.

De aquí no se movería.

Mientras tanto, Arto Söderstedt se acercó a su pizarra, repleta de anotaciones y casillas.

– Éstas son todas las notas del matrimonio Lindberger. Las de Justine a la izquierda y las de Eric a la derecha.

– ¿Hay algo que pueda ser el nombre de un barco, una fecha o el nombre de un puerto? -preguntó Hultin antes de añadir-. ¿O algo que parezca codificado?

Söderstedt se rascó la nariz.

– Es posible que se reuniera de vez en cuando con un contacto codificado como S. Es una de las cosas que borró de su filofax antes de mostrármelo. Ella afirma que se trata de sus sesiones de footing. S como en Stretching. Desgraciadamente no hay más información sobre esa anotación. El otro dato que eligió eliminar fue el supuesto amante, Herman, en Bro. No hay ninguna otra anotación acerca de él tampoco. Tiene tres amigas con las que parece mantener una estrecha relación: Paula, Petronella y Priscilla. Dispongo de sus nombres completos y direcciones. Además, procede de una familia bastante grande y, por lo visto, también relativamente unida. Todo eso habría que comprobarlo. Luego por aquí hay algunas cosas que quizá, a pesar de todo, podrían tener importancia. Un pequeño papelito con la anotación «Vikingo azul». Puede ser un código, o un lugar -por ejemplo, un restaurante-, pero no he encontrado nada. Quizá esto también nos lleve a algo, aunque no he conseguido sacar más en claro: pone «orphlinse», nada más. Estaba en un pequeño póstit. Por otra parte, quería informaros de que fue en el mercado Östermalmshallen donde Justine se escabulló de sus mediocres vigilantes.

– Tenemos que repartirnos esto -decidió Hultin-. Paul, tú intentas buscar a Herman en Bro. Kerstin, tú te encargas de las amigas y la familia; llama a todos a los que puedas encontrar. Viggo, tú hablas con los de la vigilancia para averiguar exactamente cómo y cuándo desapareció; llévalos al mercado. Jorge, tú te encargas del Vikingo azul y de la otra anotación en el póstit. Arto, tú y yo vamos a echar un vistazo a la actividad de los puertos en Suecia. Hay unos cuantos. Venga, vamos.

Hjelm descubrió que Bro era una ciudad dormitorio con seis mil habitantes situada entre Kungsängen y Bålsta. Con la ayuda de distintas bases de datos dio con ocho residentes llamados Herman. Descartó a dos que eran pensionistas. Los otros seis posibles amantes de Justine Lindberger tenían entre veintidós y cincuenta y ocho años. Los llamó a todos. Tres no estaban, y ninguno de los restantes admitió conocer a una mujer con ese nombre, a pesar de que el policía insistió en la importancia del asunto y les garantizó confidencialidad absoluta, algo que acabó cabreando a uno de los entrevistados, un tal Herman Andersson, de cuarenta y cuatro años. Tras unas cuantas gestiones consiguió al final averiguar los lugares de trabajo de los tres individuos con los que aún no había hablado y contactar con ellos. Ninguno conocía a Justine y todos daban la impresión de estar auténticamente sorprendidos. De golpe y porrazo se quedó sin nada que hacer, cosa que tras un par de minutos le volvió loco. Entonces, decidió ir a Bro. Lleno de malos presagios de diversa índole, dejó su despacho para dar una vuelta por la provincia de Uppland. Eran las tres en punto y seguía lloviendo a cántaros.

Kerstin Holm habló con las PPP: Paula Berglund, que tras llorar como una Magdalena porque a Justine la perseguía un loco asesino hizo memoria y recordó unas imprevistas excursiones de su amiga a Västerås, Karlskrona y, quizá, también a algún otro sitio; Petronella af Wirsén, que prorrumpió en sonoras carcajadas al saber que Justine había burlado a la policía, suponía que su amiga se hallaba en su piso en París o en el chalet del archipiélago; y, por último, Priscilla Bäfwer, a quien le vinieron a la mente algunos viajes inexplicados a Gotland, Södertälje, Halmstad y Trelleborg. La familia se mostró bastante más reacia, pidiendo de forma unánime todas las cabezas del cuerpo policial sueco en una gigantesca bandeja. Pobre Justine, mira que es despistada, dijo la única pariente algo comunicativa, una tal Gretha, tía paterna, a la que Kerstin Holm consiguió localizar por pura casualidad. Según la tía, Justine era la que siempre se desviaba del patrón familiar, la que nunca se había interesado por el dinero ni por el poder, la que se compadecía de las pobres ovejas descarriadas y desfavorecidas de la viña del Señor. En cuanto a la enorme fortuna de Justine, la tía Gretha fue de lo más escéptica; simplemente se negó a creer que pudiera ser suya.

Jorge Chávez luchaba con sus póstits. Movilizó toda su energía y toda su inteligencia matemática para intentar desentrañar dos anotaciones que Justine Lindberger había dejado en sendos póstits encima de su mesa en el ministerio: «Vikingo azul» y «orphlinse». Tras haberle dado vueltas a diversas posibles soluciones codificadas, tiró por el camino más recto y consiguió encontrar unos restaurantes en distintos lugares del país que se llamaban el Vikingo Azul: Café Vikingo Azul, en Härnösand; el Restaurante Vikingo Azul, en Halmstad; Café Vikingo Azul, en Visby; así como dos puestos de comida rápida con el mismo nombre en Teckomatorp y en Karlshamn. Las ciudades de Härnösand, Halmstad, Visby y Karlshamn tenían puerto. Respecto al segundo papelito, se maldijo a sí mismo por haber tardado tanto en colocar un punto en «orphlinse» para así convertirlo en «orphlin.se», es decir, la dirección de una página web sueca. Se trataba de la sección de Orpheus Life Line en Suecia, una organización humanitaria internacional orientada en especial a Irak. El canto de Orfeo resultaba tan apasionado y conmovedor, ponían en su manifiesto, que conseguía resucitar a los muertos. Era el ideal de la organización, cuyas actividades se centraban actualmente en Irak, donde después de la guerra del Golfo, los bloqueos y las crisis de los inspectores de armas, la vida se había convertido en un auténtico infierno. Se mencionaba toda una serie de puntos donde los derechos humanos no se respetaban. Al parecer, la supervivencia de la organización se basaba en mantener la identidad de los miembros en secreto, la única forma de actuar con cierta seguridad en el país de Saddam. Chávez se preguntaba por qué la dirección de Orpheus Life Line se había hallado sobre el escritorio de Justine Lindberger. ¿Se trataba de un interés general por la situación en el mundo islámico? ¿O había algo más concreto detrás?

Viggo Norlander llegó al mercado de Östermalmshallen seguido muy de cerca por dos avergonzados compañeros. Uno de ellos, el subinspector Werner, había permanecido en el coche aparcado en la plaza delante del mercado, vigilando Humlegårdsgatan, mientras su compañero, el subinspector Larsson, se había, según sus propias palabras, «pegado a Justine como una sombra». Al indagar sobre el asunto más detenidamente, Norlander descubrió que esa peculiar terminología se traducía en una quincena de metros, distancia que, entre los puestos y los rincones de un mercado hasta arriba de gente, resultaba considerable. Larsson se situó junto a las puertas de entrada y señaló hacia el interior del mercado, donde las más asombrosas partes de animales flotaban como defectuosos helicópteros en el aire aromáticamente perfecto del local. Justine había desaparecido en algún sitio por el lado izquierdo, al fondo. Eso significaba que había tres posibles puestos por los que podría haberse esfumado: un clásico delicatessen sueco, un restaurante thai en miniatura y un local que servía el café en tazas microscópicas. Tras realizar unas comprobaciones rutinarias, no efectuadas en su momento, Norlander llegó a la conclusión de que sólo habría sido posible escapar por el último; uno podía esconderse temporalmente en el delicatessen y en el minúsculo restaurante thai, pero sólo el café, a través de un largo pasillo, se comunicaba con el exterior. Norlander siguió el corredor sin quitarle el ojo de encima al avergonzado Larsson. Salieron un poco más abajo en Humlegårdsgatan y se encontraron con una húmeda ráfaga de tormenta. Norlander se fue directo a Werner, sentado en el coche, y le echó el mismo mal de ojo que a Larsson. Luego volvió por donde había salido y, sin mediar palabra y a pesar de sus acaloradas protestas, se llevó al dueño del establecimiento hasta comisaría.

Fawzi Ulaywi, nacido en Bagdad, sudaba profusamente sentado en una de las salas de interrogatorios. Lo observaban desde el pasillo a través del cristal.

– Tiene que haberla acompañado hasta el cuarto de atrás para abrirle la puerta -dijo Norlander-. Trabaja solo en el café, y la puerta que conduce a la calle estaba cerrada con llave.

– ¿De dónde es? -preguntó Chávez mientras miraba la hoja que había imprimido de la página web de Orpheus Life Line-. ¿Irak? ¿Ahora ya no se trata de Arabia Saudí?

– ¿Qué tenemos sobre los puertos? -quiso saber Hultin-. ¿Cuáles son los que han aparecido varias veces?

– Varias veces quizá sea un poco exagerado -matizó Söderstedt-, pero el nombre de Vikingo Azul y los testimonios señalan Halmstad, Visby y posiblemente Karlskrona-Karlshamn, si vemos estos últimos como una unidad, como el puerto de la provincia de Blekinge. Desde Halmstad zarpan seis barcos dentro de las próximas veinticuatro horas, de Visby, tres, y desde Blekinge, dieciséis.

– No creo que haya nada que incline la balanza a favor de ninguno de los tres -aportó Holm-. ¿Nos dividimos?

– ¿Cuándo sale el siguiente? -preguntó Hultin-. ¿Y dónde coño está Hjelm?

– En Bro -respondió Holm.

– Son las cuatro y media -informó Söderstedt-. Todavía nos quedan algunas salidas hoy. La próxima es el Vega, destino Venezuela, que sale de Karlshamn a las 18.00; luego el Bay of Pearls, destino Australia, 19.45 de Halmstad; y el Lagavulin, a Escocia, 20.30, desde Visby. Son las más inmediatas.

– Necesitamos algo más, algo que nos lleve en una dirección determinada. Algún testimonio más sobre uno de estos puertos. Jorge y Arto, ayudad a Kerstin. Presionad a los familiares. Viggo, tú y yo nos encargamos de nuestro amigo, el dueño del café.

Hultin y Norlander entraron a ver a Fawzi Ulaywi, que seguía sudando profusamente. Se percibía un terror controlado tras la terquedad de sus gestos. Como si hubiese pasado por esa situación con anterioridad y no quisiera pensar en lo que ocurrió en aquella ocasión.

– Mi negocio -dijo-. No hay nadie atendiendo el café. Cualquiera podría llevarse mis cosas y mi dinero.

– No se preocupe, hemos dejado a unos vigilantes muy profesionales -comentó Norlander sardónico-. Los policías Larsson y Werner.

Estaba de pie, junto a la puerta, procurando dar una imagen de tipo duro. Hultin se sentó enfrente de Fawzi Ulaywi y le preguntó con tranquilidad:

– ¿Por qué ha ayudado a Justine Lindberger a huir esta mañana?

– No he hecho nada -respondió Ulaywi con determinación-. No entiendo nada.

– ¿Conoce la organización Orpheus Life Line? Opera en Irak.

Fawzi Ulaywi calló. La expresión de su rostro se alteró un poco, atravesado por un soplo de inquietud. Dejó surcos en la frente: se notaba que estaba reflexionando intensamente.

– Han pasado diez años desde que abandoné Irak -dijo al final-. No sé nada de lo que ocurre allí en la actualidad.

– ¿Está Orpheus implicado en un negocio de armas nucleares?

Ulaywi lo observó sin decir nada, como si intentara encontrarle un sentido a la escasa información que recibía.

– Tiene que contárnoslo ahora -continuó Hultin-. No hay tiempo para tonterías, es demasiado importante.

– Tortúrenme. No tengo miedo. No sería la primera vez.

Hultin miró a Norlander, que parpadeó inseguro; no pensaba torturar a nadie. ¿Era eso lo que quería decir la mirada de Hultin?

– Voy a nombrar algunos puertos suecos para ver su reacción -explicó Hultin tranquilamente-. Halmstad, Karlskrona, Visby, Karlshamn.

Pero sólo hubo sudor, un sudor provocado por una determinación que a duras penas conseguía ocultar el terror; diez años de pesadillas estaban a punto de volver a ser realidad. Ulaywi intentó pensar. Se devanaba los sesos.

– Halmstad -respondió al final-. Una mujer se me acercó en el café diciendo que la estaba siguiendo un violador. La ayudé a huir. Hizo algún comentario sobre un viaje; creo recordar que mencionó Halmstad.

Hultin le hizo un gesto con la cabeza a Norlander. Salieron al pasillo. Mientras hablaban podían ver a Ulaywi a través del cristal. Seguía sudando. Posiblemente su cara mostraba una ligera satisfacción.

– Está implicado -afirmó Hultin-. De alguna manera forma parte de la cadena de contrabando. No nos dirá nada más. Podemos descartar Halmstad.

– ¿Descartar? -se sorprendió Norlander-. Pero…

– Una simple pista falsa. Míralo, no es un hombre que se vaya de la lengua.

Hultin se fue a informar a los que estaban llamando por teléfono; se hallaban repartidos en despachos distintos, de modo que tuvo que repetir tres veces:

– Blekinge o Visby. Halmstad, no.

Luego sacó el móvil y marcó un número.

– ¿Paul? ¿Dónde estás?

– Norrtull -dijo Hjelm desde el corazón de la electrónica-. He roto la paz de unas cuantas familias en Bro. Muchas mujeres ya no se fiarán de sus Herman nunca más. Una en pleno cabreo me ha pegado una buena leche.

– Pero ¿no ha habido suerte?

– Es imposible que los Herman que he visto aquí hayan tenido nada que ver con una mujer como Justine Lindberger, de la zona más elegante de Östermalm. Ha sido una pérdida de tiempo.

– Vuelve rápido. Hemos reducido los posibles puertos a Visby, Karlskrona o Karlshamn. Posiblemente.

– Vale.

Kerstin Holm salió corriendo de su despacho. Gritó:

– La tía Gretha tenía un número de móvil que no hemos visto en ningún otro sitio.

Le entregó un papelito con el número a Hultin, quien lo marcó enseguida.

– ¿Sí? -se oyó a lo lejos.

La voz de una mujer.

– ¿Justine? -dijo Hultin.

– ¿Quién es?

– Orfeus -se arriesgó Hultin-. ¿Dónde estás?

Hubo un momento de silencio. Luego Justine Lindberger dijo:

– ¿Contraseña?

Hultin miró a Holm y a Norlander. Los dos negaron con la cabeza.

– Vikingo azul -probó Hultin.

– Mierda -soltó Justine antes de colgar.

– Joder -exclamó Hultin.

– ¿Ruido de fondo? -preguntó Kerstin Holm.

Hultin negó con la cabeza. Volvió a marcar el número. No hubo respuesta.

Entró en su oficina y cerró la puerta tras de sí. Eran las cinco menos cuarto. Dentro de poco más de una hora, el carguero Vega se haría al mar desde el puerto de Karlshamn. Lo perderían. Los indicios que conducían a Karlshamn resultaban demasiado vagos: una insinuación de una amiga sobre la visita de Justine a la ciudad vecina de Karlskrona, un restaurante que se llamaba Vikingo Azul, al que quizá deberían poner bajo vigilancia enseguida, lo que le obligaría a implicar a la policía de Blekinge y ¿cómo lo explicaría? No lo tenía claro ni él mismo. ¿Debería dejar zarpar al Vega o llamar a la policía provincial? Se quedó sentado en su despacho, con los hombros caídos como si soportaran un inmenso peso.

Kerstin Holm y Viggo Norlander seguían en el pasillo. Todo se les antojaba confuso. ¿Adónde les llevaban las ideas de Hultin?

Apareció Hjelm. Con un ojo morado.

– No me preguntéis -dijo, y añadió con aire de misterio-. Las mujeres.

– El pueblo de Bro -empezó Kerstin mientras le señalaba con el dedo-. Te quería comentar algo, lo tengo en la punta de la lengua, algo relacionado con Bro.

– Bro, Bro, bollo, menudo embrollo… -canturreó sin sentido y con cara de resignación Norlander, para acto seguido lanzar una amarga mirada a la sala donde se encontraba Fawzi Ulaywi-. Allí está, con el destino del mundo en sus manos, y no va a decir nada.

– ¿Quién es? -preguntó Hjelm.

– ¿No es Bro un nombre bastante común? -comentó Holm.

– El que ayudó a Justine a esfumarse -explicó Norlander-. Iraquí. Uno de los que se ocultan tras la supuesta organización humanitaria Orpheus Life Line. Sin duda, espías del fundamentalismo islamista. Es nuestro único vínculo con las ojivas nucleares.

– Se trata de dispositivos de control -puntualizó Hjelm- para cabezas nucleares.

– ¿Me estáis escuchando? -insistió Holm.

– Deberíamos meterle una de esas ojivas por el culo -dijo Norlander-. ¿No estaría moralmente justificado entrar en esa sala y presionarlo al máximo?

– ¿Igual que Wayne Jennings? -preguntó Kerstin Holm-. ¿Nos ha hecho a su imagen y semejanza? ¿Tan rápido?

– ¿Qué has dicho? -preguntó Paul Hjelm.

– Que somos marionetas del Asesino de Kentucky.

– No. Antes. Sobre Bro.

– Que si no era Bro un nombre bastante común. ¿Te refieres a eso?

– ¿Quieres decir que me he confundido de sitio? ¿Y dónde están los otros pueblos con ese nombre?

– Y yo qué sé. Sólo era una idea.

– Si Herman es un amante y se ven todos los martes, entonces no puede estar muy lejos.

– Pero tal vez Herman no sea un amante. Arto la estaba presionando; la sorprendió con su truco de la agenda, así que tuvo que inventarse algo en ese mismo momento, rápido. Quizá Herman era un nombre auténtico que le salió sin querer, y luego pretendió despistar con la mentira de que era su amante.

Entraron corriendo en el despacho de Kerstin y consiguieron dar con un mapa de carreteras. Bro en Uppland, Bro en Värmland, Bro en Bohuslän… y Bro en Gotland.

– A unos pocos kilómetros de Visby -constató Kerstin-. Un pequeño pueblo costero.

Norlander se puso delante del ordenador y entró en el registro telefónico. Había dos Herman en el pequeño pueblo de Bro, al noreste de Visby.

Hjelm sacó el móvil, pero Kerstin se lo quitó y marcó el primero de los dos números.

– Bengtsson -contestó alguien con un sonoro acento de la isla de Gotland.

– Herman -dijo Kerstin-. Soy Justine.

Se hizo el silencio. Cuanto más duraba el silencio, más aumentaba la esperanza.

– ¿Por qué me vuelves a llamar? -preguntó Herman Bengtsson al final-. ¿Ha pasado algo?

– No, era sólo para asegurarme -se le ocurrió a Kerstin.

– Estoy de camino.

Ella colgó, cerró el puño en un breve gesto de victoria y acto seguido todos salieron disparados en busca de Hultin.

El helicóptero despegó cinco minutos más tarde desde el helipuerto del edificio de la policía. «Como tiempo de reacción no está mal», pensó Hultin, que iba sentado al lado de Norlander leyendo sus papeles.

– El buque de carga Lagavulin sale del puerto de Visby a las 20.30 horas. Ahora son las cinco y cuarto. Debería darnos tiempo de sobra.

– ¿No es Lagavulin un whisky de malta? -preguntó Hjelm.

– El mejor -apostilló Chávez-. Intensamente ahumado y con un potente aroma a turba quemada.

Debajo de ellos se divisaban las últimas islas del archipiélago, ahogadas en la intensa lluvia. Hjelm identificó Utö. Después ya era mar abierto, un mar muy castigado por el viento, casi más blanco que negro. El helicóptero daba bandazos sacudido por la insistente tormenta otoñal. Hjelm echó un vistazo al piloto; no le gustó nada la expresión de su cara. Tampoco inspiraba mucha confianza el semblante de Norlander, que, de pronto, cogió un casco que colgaba de la pared del helicóptero para devolver en él.

También otros se vieron afectados por los mismos males. El piloto sacó bolsas de plástico para proteger los cascos restantes. La piel blanca de Arto Söderstedt se volvió verde menta, y Hjelm advirtió que sus propios vómitos más o menos coincidían con ese color. Sólo Hultin y Holm lograron conservar sus respectivos contenidos estomacales. Un grupo muy mediocre de policías salió en tropel al discreto helipuerto, situado al este de Visby, donde dos coches alquilados los estaban esperando. Permanecieron un rato al aire libre dejándose regar por la lluvia. Resultaba extrañamente purificador. El color volvió a sus rostros. Resucitaron. Ahora la cuestión era qué sorpresa les tendría preparada Justine Lindberger en el puerto.

Atravesaron Visby y bajaron al mar bordeando el atracadero de los ferries. Superaron los grandes transbordadores que hacían la ruta entre el continente y la isla de Gotland y se fueron acercando al Lagavulin. El barco estaba atracado al final del muelle junto al dique norte, embistiendo una y otra vez contra una fila de neumáticos.

El Lagavulin no era un auténtico carguero. Por su tamaño más bien se parecía a un gran barco de pesca. Se hallaba completamente solo, allí al fondo del muelle. No se vislumbraba ninguna señal de vida. Una bandada de gaviotas volaba en círculos alrededor del barco, como buitres en torno a un cadáver en el desierto. Más allá, en el mar Báltico, avanzaba un enorme petrolero, como un inmenso monstruo marino, frío e inaccesible; las luces de situación brillaban débilmente a través de la cortina de lluvia. El cielo parecía inusualmente bajo, como si las espesas nubes hubieran bajado a lamer la superficie terrestre, como si se hallaran en el corazón del Diluvio Universal. ¿Seguiría existiendo, al otro lado, la gran claridad, pura y soleada? ¿O era una utopía? ¿Había ya siquiera espacio en este mundo para la claridad?

Se reunieron en torno a los coches, que habían aparcado a una distancia prudencial, junto a la universidad. Se iban acercando al muelle, casi invisibles en la oscuridad, y agachados echaron a correr hacia el fondo del mismo. El leve aroma a ozono de la tormenta quedaba ahogado por el olor a mar.

Estaban cerca. No había ni rastro de vigilancia. Se agruparon al pie de la pasarela, empapados.

Chávez y Norlander subieron a bordo primero, sigilosos, con las armas en alto. Luego Hjelm y Holm. Los últimos Söderstedt y Hultin. Todos le habían quitado el seguro a sus armas.

Pasaron el oscuro puente de mando y se movieron hacia la popa. Las luces estaban apagadas. El barco parecía abandonado. De pronto, el aire de la tormenta trajo unas débiles voces. Siguieron despacio ese rastro hasta llegar a una puerta junto a una serie de ventanas con las cortinas corridas. Por detrás se adivinaba una débil y temblorosa luz.

Norlander calculó la solidez de la puerta. Se congregaron en torno a él. Con la espalda contra la borda, tomó impulso. Hjelm bajó el picaporte con cautela. La puerta estaba cerrada con llave. Acto seguido, Norlander la derribó. Bastó con una sola y tremenda patada. La cerradura vibró durante unos instantes antes de caer al suelo.

Dentro de lo que era una especie de comedor había cinco personas sentadas en torno a un quinqué con la luz al mínimo: un joven rubio con ropa de Helly-Hansen, tres hombres muy morenos, corpulentos, de mediana edad, ataviados con gruesos chaquetones de plumas, y Justine Lindberger, que llevaba un impermeable. Ella los miró aterrorizada. Al descubrir a Söderstedt pareció suspirar con alivio.

-Hands on your heads! [12] -vociferó Norlander.

-It's just the Swedish police! [13]-les gritó Justine a los tres hombres.

Ella y los tres hombres morenos se pusieron las manos en la cabeza. El individuo que llevaba la ropa de Helly-Hansen se levantó y dijo con fuerte acento de Gotland:

– Pero ¿esto qué es? ¿Qué hacen aquí?

– Herman Bengtsson, supongo -dijo Hultin mientras le apuntaba con la pistola-. Siéntese inmediatamente y ponga las manos sobre la cabeza.

Bengtsson obedeció con desgana.

– ¡Cacheadlos! -ordenó Hultin.

Norlander y Chávez se pusieron a ello con gran ímpetu. Ninguno de los presentes iba armado. Las señales empezaban a acumularse, y eran preocupantes.

– Fuisteis vosotros quienes me llamasteis -comentó Justine Lindberger mientras asentía pensativa.

– ¿Dónde está el equipamiento informático? -inquirió Hultin.

– ¿Qué equipamiento? -preguntó Herman Bengtsson-. ¿De qué está hablando?

– ¿Cuántas personas más hay a bordo?

– Nadie más -respondió Justine Lindberger suspirando-. La tripulación llega dentro de una hora.

– ¿Y los vigilantes? Supongo que no vais a transportar dispositivos de control de cabezas nucleares sin gente que los vigile.

Justine Lindberger permaneció inmóvil. Estaba pensando. Intensamente. Luego, al parecer, cayó en la cuenta de algo. Cerró los ojos durante un par de segundos. Al volver a abrirlos la mirada era otra, más resignada, casi triste. Como ante un pelotón de fusilamiento.

– No transportamos armas nucleares -dijo -. Todo lo contrario.

– Jorge, Viggo, Arto. Comprobadlo. Con cuidado.

Desaparecieron. Dentro quedaron Jan-Olov Hultin, Paul Hjelm, Kerstin Holm, Justine Lindberger, Herman Bengtsson y tres hombres muy morenos con miradas marcadas por la muerte. Justine habló, como si su vida dependiera de elegir bien las palabras.

– Herman y yo pertenecemos a Orpheus Life Line, una organización humanitaria secreta que opera en Irak. Actuamos de forma encubierta, nuestros enemigos son poderosos. Eric también participaba. Murió sin revelar nada. Era más fuerte de lo que yo pensaba.

Luego hizo un gesto en dirección a los tres hombres sentados en el sofá.

– Son oficiales de alto rango del ejército iraquí. Han desertado. Están en posesión de información extremadamente importante acerca de la guerra del Golfo, que ni Saddam ni Estados Unidos quieren que salga a la luz. Están de camino a Estados Unidos, para ponerse bajo la protección de una gran organización mediática. Desde allí se publicará todo, así no será posible pararlo. Los medios de comunicación estadounidenses son la única fuerza lo suficientemente poderosa como para resistir.

Hultin miró a Hjelm. Hjelm a Holm y Holm a Hultin.

– Tenéis que dejarnos marchar -siguió Justine Lindberger-. Alguien os ha engañado. Alguien os ha utilizado.

A Hjelm se le apareció la cara de Wayne Jennings diciendo: «Eso no lo sabrás nunca». Sintió náuseas, como si fuera a vomitar, pero no le quedaba nada en el estómago que pudiera echar.

– En tal caso, os están pisando los talones -anunció Kerstin Holm-. Tenemos que sacaros de aquí.

– De todas maneras, no podemos permitir que salga el barco -dijo Hultin-. No sin antes realizar un registro a fondo. Así que os venís con nosotros. Venga, rápido.

– Es vuestro deber protegernos -declaró Justine Lindberger con un cansancio extremo reflejado en la cara-. Los habéis conducido hasta nosotros. Ahora tenéis que protegernos con vuestras vidas.

Hultin la miró con un gesto de profundo pesar mientras salía por la puerta rota, caminando hacia atrás. Se hizo a un lado. Salió Holm. Luego Herman Bengtsson, los tres hombres morenos, Justine y Hjelm. Todos estaban en cubierta. El viento soplaba fuerte. Llovía a cántaros.

Comenzaron a desplazarse hacia la pasarela.

Entonces ocurrió. Como si alguien diese la orden, como si fuesen ellos mismos quienes la hubieran dado.

La cabeza de Herman Bengtsson saltó en pedazos; cayó al suelo en medio de una cascada de sangre. Los tres iraquíes fueron arrojados a la pared del barco por unas interminables ráfagas de balas. Los plumíferos se colorearon de rojo, las plumas salieron volando. Se desplomaron como si sus cuerpos no tuvieran articulaciones. Sin pensar, Kerstin se tiró encima de Justine protegiéndola con su cuerpo. Sintió una bala rozándole el hombro y vio cómo penetraba en el ojo derecho de Justine Lindberger, a tan sólo unos diez centímetros de ella misma. Justine vomitó sangre en la cara de la policía. Una última espiración.

Hultin estaba petrificado. Levantó la vista hacia Visby, que se alzaba al fondo como una lejana e iluminada fortificación del Juicio Final.

Hjelm se giraba de un lado para otro, con el arma en alto, pero no había nada a qué apuntar. Nada de nada. Metió la pistola en la funda sobaquera y de golpe comprendió cómo se siente uno al ser violado. Rodeó con los brazos a Kerstin, que sollozaba en silencio.

Sangrientas plumas cargadas de lluvia fueron envolviendo poco a poco en un edredón de olvido ese lugar de pesadilla.

Reinaba un silencio sepulcral. El puerto de Visby permanecía en absoluta quietud.

Como si no hubiese ocurrido nada.

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