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Para envenenarse con raticida, hay que haber perdido toda esperanza y, al mismo tiempo, haber sucumbido de tal modo a los propios pensamientos que éstos acaban por separar del mundo, hasta el punto de dejar de ver todo lo que no sea el propio destino. Magdalena habría podido conocer muchas ciudades, países, personas, inventos, libros, y pasar por varias de las encarnaciones accesibles a los seres humanos. Habría podido ser -pero era imposible explicárselo, ni mostrárselo con alguna varita mágica- como millones de mujeres iguales que ella y que sufrían igual que ella: todo habría sido inútil. Tampoco habría servido para nada el que pudiera intuir la desesperación de aquellos que, en el mismo instante en que ella se ocasionaba la muerte, luchaban todavía por una hora, un minuto de vida. Cuando los pensamientos cejaron por fin, y el cuerpo se halló frente a frente ante el último terror, era ya demasiado tarde.

Hay que comprender que había quedado en muy mala situación poco antes de que marchara el viejo párroco, cuando su prometido rompió con ella. Tras el descalabro de aquel amor, surgió en ella el frío convencimiento de que ya nada cambiaría, que sería así para siempre. Todo en su interior se agitaba y se rebelaba, no podía seguir así; ¿qué hacer con aquella certeza de que transcurrirían los días, los meses y los años y, de pronto, mirad, ya se ha vuelto vieja? Se despertaba al amanecer y se quedaba echada con los ojos abiertos; le parecía terrible tener que levantarse y proseguir con sus quehaceres diarios. Se sentaba en la cama y se cogía los pechos con las manos: igual que ella rechazados, tendrían que compartir con ella su soltería y marchitarse inútilmente. ¿Y qué más? ¿Ligar con chicos en los bailes para que la llevasen al granero o al prado, y luego se riesen de ella? Se sentía totalmente hundida cuando el padre Peikswa se hizo cargo de la parroquia.

El columpio se detuvo un instante, para luego volver a bajar a toda velocidad, hasta cortar la respiración. De pronto, el cielo y la tierra cambiaron, el mismo árbol que veía desde la ventana era distinto, las nubes no se parecían a las de antes, todas las criaturas se movían como si estuvieran llenas de oro puro y lo irradiaran. Nunca creyó que pudiera llegar hasta ese punto. Había recibido una recompensa por su sufrimiento y, aunque luego tuviera que sufrir durante toda la eternidad, valía la pena. Contribuía no poco a su felicidad la deliciosa sensación de la ambición saciada: a ella, la pobretona casi analfabeta, a ella, que no podía encontrar marido, la había elegido él, un sabio, a quien nadie podía igualar.

Y entonces -hay que comprenderlo- fue despojada de todo y condenada al desamor, esta vez para siempre. Peikswa, consciente del escándalo y obligado a elegir, la entregó como ama de llaves a un párroco de un pueblo lejano, tan lejano que ambos vieron claramente que la ruptura sería definitiva. En aquella casa junto al lago, en compañía de un viejo malhumorado, Magdalena no aguantó mucho tiempo: sólo el suficiente como para volver a caer en aquella negra noche que la había acompañado antes del período de felicidad. Se envenenó cuando el viento silbaba entre los juncos y la ola depositaba blancas salpicaduras de espuma sobre la arena, golpeando contra la quilla de las barcas amarradas a la pasarela.

El otro párroco no quiso darle sepultura. Prefirió ceder su carro, un par de caballos y un carretero, y quitarse el problema de encima.

El último viaje de Magdalena -antes de entrar en el país en el que la recibirían las damas de antaño- empezó a primera hora de la mañana. Despeinadas nubecillas correteaban en lo alto, los caballos iban al trote, en los prados los hombres afilaban sus guadañas y las piedras de afilar tintineaban contra el metal. Luego, se encaminó por un sendero arenoso entre enebros, a través de un bosquecillo de abetos, cada vez más arriba, hasta llegar a la encrucijada desde la que se ven tres superficies de agua unidas entre sí por brazos de vegetación, como un collar de piedras claras. Entonces, otra vez para abajo, a través de los bosques, y, allí, en una calle del pueblo, Magdalena contempló al mediodía las hojas del viejo arce hasta el momento en que las sombras empiezan a alargarse, cuando el calor ya no cansa a los caballos y se puede reemprender la marcha. En el dique, revestido de planchas redondeadas, las ruedas saltaban pese a que los caballos fueran al paso; resonaba el concierto nocturno de los tordos y se abría ya el cielo estrellado, palpitante por la rotación de las esferas y de los universos. Una paz inmensa, un espacio azul oscuro. ¿Quién mira desde allá? ¿Quién ve a aquel diminuto ser que ha sabido por sí solo detener el movimiento de su corazón, la circulación de su sangre y, por propia voluntad, se ha convertido en un objeto inmóvil? Junto a ella, el olor de los caballos, las perezosas llamadas del carretero hasta altas horas de la noche. Por la mañana, ya estaban cerca. Siguieron por montículos y robledales el descenso hacia el valle del Issa; ya aparece el río centelleante entre los mimbres, y el padre Peikswa va leyendo el breviario.

En verano, el cuerpo se descompone pronto, y se preguntaban por qué el párroco se retrasaba tanto, como si no quisiera devolverla a la tierra. Pero, mientras la subían, no notaron olor desagradable alguno (luego recordaron este detalle). La enterraron en un extremo del cementerio, allí donde empieza la pendiente escarpada y las raíces sostienen con sus nudos la tierra escurridiza.

El día de la Asunción, Peikswa pronunció un corto sermón, con voz intranquila y sosegada. Explicó cómo Ella, que no conoció mácula, llegó al cielo, no sólo con su alma, sino con todo su ser, tal como había sido mientras vivió entre los mortales. Primero, sus pies apenas rozaron la hierba; luego, sin moverlos, se elevó lentamente, siempre más alto; la brisa jugueteaba con su larga túnica (como las que solían llevar en Judea) hasta que pasara a ser tan sólo un puntito muy pequeño entre las nubes, y lo que a nosotros, los pecadores, se nos dará en el valle de Josafat, si logramos merecerlo, ya le había sido concedido a Ella: contemplar el rostro del Todopoderoso, con todos sus sentidos terrenales, en un estado de eterna juventud.

Poco tiempo después, Peikswa se marchó de Ginie y nunca más se supo de él.

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