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Aquel otoño en que Magdalena asustaba a la gente, los árboles frutales dieron una extraordinaria cosecha y, como no había dónde vender la fruta, la daban a los cerdos y guardaban para el uso diario y para conservas sólo las de mejor calidad. En la hierba se pudrían montones de manzanas y peras entre las que zumbaban avispas y enjambres de avispones. Uno de ellos picó a Tomás en el labio, y se le hinchó toda la cara: no era fácil verlos, pues se introducían en el interior de las peras por un agujerito estrecho y sólo después de sacudirla bien varias veces, el blando cuerpo listado se asomaba. Tomás ayudaba en la recolección subiendo a los árboles y le producía una gran satisfacción ver que los mayores no sabían trepar como él, incluso a ramas más delgadas, a la manera de un gato. Sin cesar iban madurando nuevas variedades de peras: bergamotas, verdinales, almizcleñas y otras muchas.

A finales del verano, Tomás descubrió la biblioteca. Hasta entonces, aquella habitación angular no le había interesado, con sus paredes barnizadas de aceite, y tan helada que, cuando afuera hacía mucho calor, allí se temblaba de frío. Consiguió las llaves de los armarios y cada día encontraba en ellos algo divertido. En uno de estos armarios, con vidrieras, dio con unos libros encuadernados en rojo, con adornos dorados en las tapas y muchos dibujos en el interior. No supo leer las inscripciones, pues estaban en francés; la niña que representaban los dibujos se llamaba Sophie y llevaba unos pantalones largos terminados en puntillas. En otro armario, empotrado en la pared, entre telarañas y rollos de papeles amarillentos, descubrió un tomo cuyo título era Tragedias de Shakespeare: pasó con él largos ratos sentado en el césped, junto al verde muro de arbustos que olía a musgo y a serpol. También frecuentaban aquel lugar unas grandes hormigas rojas, y más de una vez se estuvo frotando furiosamente una pantorrilla contra la otra, pues sus picaduras eran muy dolorosas. En el espacio que se abría entre las copas de los abetos, vibraba el aire; al otro lado del valle, diminutos carros arrastraban nubecillas de polvo. En el libro, hombres con armaduras, o trajes cortos (¿llevaban las piernas desnudas, o pantalones muy apretados?), cruzaban sus espadas, caían al suelo atravesados por un estilete; las páginas, con manchas de orín, olían a moho. Seguía las líneas del libro con el dedo, pero, a pesar de estar escritas en polaco, se desanimó y consideró que trataba de asuntos destinados a los adultos.

Más satisfacción encontraba en los libros de viajes. En ellos, veía a negros desnudos, que sostenían arcos, iban en canoas de junco, o, con una cuerda, tiraban de un hipopótamo igual al de su libro de ciencias naturales. Tenían el cuerpo listado, y Tomás se preguntaba si su piel era realmente rayada, o si tan sólo los habían pintado así. Más de una vez soñó que navegaba con aquellos negros por meandros siempre más inaccesibles, entre papiros más altos que un hombre, y que allí se construían una aldea a la que nunca llegaría un extraño. Leyó dos de estos libros, porque estaban escritos en polaco (en ellos, aprendió en realidad a leer, pues le cautivaban) y entonces comenzó para él una etapa total y sorprendentemente nueva.

Para construir sus arcos, escogía varas de avellano, pero de los que no crecen al sol, porque éstos generalmente salen torcidos. Se introducía entre los arbustos, en la sombra, donde no había hierba, sino enmarañadas raíces y matorrales entre los que correteaban los reyezuelos con su miedoso chic-chic-chic. Allí, el avellano se estira para alcanzar la luz, recto, sin ramas, y es el que va mejor.

También encontró para cobijarse una gruta oscura donde guardaba sus armas.

Salía a cazar armado con flechas a las que clavaba unas aletas de plumas de pavo para que volasen mejor; él mismo se inventaba la presa, podía ser, por ejemplo, una mata redonda de frambuesas. Se sentaba también en la pasarela desde donde, con una regadera, se sacaba agua del estanque; no del Negro, sino del otro, el que estaba entre un ala de la casa, el vergel y los edificios de la granja. Fingía ir en barca y disparaba contra los patos, lo cual le valió ser interrogado, pues habían encontrado un pato muerto; no confesó su culpa. A lo mejor el pato había muerto de otra cosa. Los indios pescan con arco y flecha, así que se dedicaba también a buscar peces en el río, en un lugar poco hondo (para no perder la flecha), pero se le escabullían siempre.

En los días lluviosos, sentado en el porche junto a una mesa fija en el suelo, dibujaba espadas, lanzas y aparejos de pesca. Y ahora detengámonos en un rasgo de su carácter. Cierto día, empezó a dibujar arcos, pero, de pronto, se detuvo y rompió el dibujo. Amaba sus arcos y, repentinamente, sin saber por qué, se le ocurrió pensar que no se debe representar lo que se ama, que hay que guardarlo como un secreto.

La abuela Misia lo llevó un día al desván y le mostró un baúl repleto de trastos viejos. Y, entre ellos, ¡libros de cuentos! Encontró uno que hablaba de un chico que se había subido de polizón a un barco y, escondido debajo de la cubierta, se alimentaba de bizcochos, rodeado por manadas de feroces ratas. Encontró agua en unos barriles: agua dulce. ¿Quería esto decir que contenía azúcar? Así se lo imaginaba Tomás y, por eso, comprendió mejor la alegría del chico cuando logró abrir un agujero en un barril.

Uno de los lugares que más se prestaba para soñar con las aventuras que acababa de leer, era el retrete. Se llegaba a él por un estrecho sendero bordeado de arbustos de grosella. La puerta se cerraba por dentro con un gancho y, por el corazón recortado en ella, podía verse si alguien se acercaba. Por las rendijas, penetraban rayos de sol y, afuera, resonaba una ininterrumpida música de moscas, abejas y abejorros. Uno de estos abejorros peludos, zumbando con fuerza, se aventuraba de vez en cuando dentro del agujero, cuyo hedor Tomás aspiraba con fruición. Las arañas extendían sus telarañas en los rincones. La vela, que se fijaba a una viga transversal, dejaba chorreras de estearina. Las paredes laterales también tenían aberturas, pero por ellas no se veía mas que las hojas del saúco.

Si, a través del corazón de la puerta, Tomás divisaba a Antonina, interrumpía sus meditaciones y se abrochaba aprisa los pantalones. Al otro extremo del sendero, junto al vertedero, Antonina degollaba las gallinas. Hinchaba y apretaba entonces los labios, preparándose para asestar el golpe con la hacheta, mientras colocaba la gallina sobre el tronco; ésta, asustada, pero no demasiado, pensaba seguramente en cómo terminaría aquello, o a lo mejor no pensaba nada. Relucía la hacheta, el rostro de Antonina se encogía de dolor (gesto que, al mismo tiempo, era como una sonrisa) y, luego, sólo quedaba un batir de alas y convulsivos estremecimientos de un guiñapo plumoso en el suelo. Tomás sentía entonces como un escalofrío y, por eso, le gustaba presenciar aquella escena. En una ocasión, el espectáculo fue realmente extraordinario. Un gallo enorme, con las erizadas plumas doradas y brillantes, levantó el vuelo decapitado, irguiendo el rojo muñón de su cuello. Aquel vuelo mudo mereció por parte de Antonina, que lo contemplaba con la boca abierta, una admirativa aceptación, porque el gallo cayó tan sólo después de estrellarse contra el tronco de un tilo.

Tomás no iba ahora tan a menudo al río con su aparejo de pescar ni a la casa de los Akulonis, quizás a causa de Magdalena, quizás debido a sus lecturas. Los lugares solitarios junto al Issa empezaron a parecerle peligrosos y, en cuanto a sus cacerías con el arco, no sentía deseo alguno de compartirlas con otros niños, a quienes podrían parecerles ridículas, ya que no se trataba de un entretenimiento tan serio como pescar o fabricar caramillos con varas de sauce. También deseaba que nadie pudiera sorprenderlo en algunos de sus juegos, que eran demasiado infantiles para un niño tan mayor: colocaba, por ejemplo, frente a frente dos ejércitos de palitos clavados en la arena, se ponía alternativamente de parte de uno o del otro bando y bombardeaba al enemigo con una artillería de piedrecitas.

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