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Caminaban en la más completa oscuridad. Silencio absoluto. A veces, se oía tan sólo el golpe de una bota contra una raíz, o el roce de un fusil con alguna rama. Eran tres, pues el amigo del guarda forestal probaba suerte a otra parte. El sendero se estrechaba siempre más y, en vez del olor a pinocha, les llegaba el olor a cenagal. Los charcos centelleaban con los grises destellos que preceden al alba. Avanzaban hundiéndose unas veces en el agua, agarrándose otras a los penachos de los alisos. Luego, pasaron sosteniéndose en equilibrio sobre unos troncos resbaladizos puestos allí como pasarelas, entre fantasmagóricas matas de juncos secos.

No era ni un terraplén, ni una hondonada. A la izquierda, una zanja de la que brotaba en el silencio el croar de una rana. Más allá de la zanja, apenas si se entreveían los pinos enanos de la ciénaga. A la derecha, se destacaba la oscura mole del bosque que crecía en las tierras pantanosas. Tomás distinguía en él los troncos más claros, hoyos profundos, y una maraña de mimbres, saxífragas y raíces retorcidas de árboles derribados. Frente a ellos, el cielo empezaba a teñirse de rosa, y, tras detener en él un instante la mirada, todo lo demás parecía aún más oscuro.

De vez en cuando, se detenían a escuchar. De pronto, Romualdo le apretó el brazo: «¡Ahí está!», dijo en un susurro. Pero Tomás tardó un poco en distinguir aquel sonido. No era más que un suspiro atenuado por la distancia, una señal misteriosa, diferente a cualquier otro sonido en el mundo. Como si alguien martillara (no, más bien como si se descorchara una botella, pero tampoco). Dieron un apretón de manos al forestal, quien al instante, desapareció.

– De momento, podemos seguir acercándonos así, pero con prudencia. Está lejos y no nos oye -murmuró Romualdo-. Luego, ve con cuidado.

Con el fusil en una mano y manteniendo el equilibrio con la otra, se hundió entre las malezas. Tomás le seguía, con toda su atención concentrada en tratar de no hacer el más mínimo ruido. Pero ¿cómo evitarlo? El pie, antes de posarse en tierra, topaba con capas de palos secos que se rompían, estrepitosamente. Con las botas, procuraba abrir un hueco entre ellos antes de dar un paso, o bien trataba de pisar el musgo. Sí, el urogallo necesita vivir en la espesura de un verdadero bosque, para que ésta le proteja. Barricadas de troncos, colocados unos encima de otros, les cerraban el paso, y Romualdo vacilaba preguntándose si era mejor pasarles por encima o por debajo. El sonido se oía ahora más claramente. Sonaba como un tec-ap, tec-ap, siempre más rápido, y como emitido con cierto esfuerzo.

Semejante escena perdura en la memoria para siempre. Ante todo, la grandiosidad de los álamos blancos que parecían aún mayores a la luz gris perla de aquella hora en que ya no es de noche, pero tampoco de día y en que, entre los troncos, cierta claridad presagia ya el amanecer. Las raíces, cual dedos gigantescos, se introducían en la húmeda penumbra, y un conjunto de troncos se erguían hacia arriba, hacia la luz. Romualdo, que parecía apenas una hormiga junto a ellos, se abría camino alzando el fusil. ¡Y aquel sonido! Tomás comprendió por qué aquel tipo de caza era tan fascinante. La naturaleza no podía encontrar otro canto que expresara mejor el espíritu salvaje de la primavera. No es una melodía, ni un grácil trino: es tan sólo un repiqueteo de tambor, cuyo ritmo se va acelerando. La sangre pulsa en las sienes, hasta que el canto del urogallo y el tambor que resuena en el pecho se funden en uno solo. Es una voz que no recuerda la de ningún otro pájaro, un sonido imposible de describir.

Tomás imitaba en todo a Romualdo. Cuando éste se volvió y dio la señal, se detuvo. Había llegado el momento. Ahora, solamente darían saltos. El urogallo dejó de cantar. Silencio absoluto. En lo alto pasaron volando unos pajarillos piando en tonos agudos. Volvió a empezar: tec-ap, siempre más rápido, más rápido, hasta que se le añadió otro sonido, como si alguien afilara un cuchillo; entonces, Romualdo dio un salto, luego otro, y se quedó inmóvil. Tomás no se movía porque tenía miedo de no saber seguir el ritmo. Pero, cuando el urogallo soltó otra serie de sonidos, estaba preparado y, al oír el sonido final, dio un salto a la vez que Romualdo. Uno, dos, tres, comprendió que era el tiempo justo del que se dispone, pues el pájaro entonces se vuelve sordo, y se puede incluso hacer ruido, con tal de saber convertirse poco después en objeto inanimado.

Uno, dos, tres. Todo él se concentraba en esa actividad y rezaba: «Dios mío, haz que ocurra; Dios mío, haz que ocurra». Bajo ningún concepto, puedes variar tu posición. Debes quedarte allí donde te has detenido. Un pie de Tomás se adelantó buscando apoyo en el musgo y, al decir «tres», comenzó a deslizarse en el agua; el barro borboteaba armando ruido. Habría podido retirarlo agarrándose a un arbolito que crecía tras él, pero éste podría romperse y producir un crujido. De modo que siguió hundiéndose, desesperado. Romualdo le amenazó con un dedo.

Perdió un canto tratando de sacar el pie del barrizal. Siguió a Romualdo a cierta distancia y se sintió inquieto ante la idea de que quizá caerían sobre el urogallo, pues ahora su canto parecía resonar muy cerca. Calculando el lugar en el que colocaría el pie, se mantenía preparado, pero no ocurrió nada. Los minutos pasaban y, de pronto, oyó en el espesor del bosque, frente a ellos, un batir de alas. Era el final. Había volado. Asustado, llamaba con la mirada a Romualdo, esperando que éste se volviera.

No, el urogallo volvió a cantar igual que antes, pero algo más arriba. ¿Tan sólo había cambiado de rama? Tomás adivinó, por los movimientos de Romualdo y por sus miradas a los alrededores, que estaba trazando un plan y estudiaba el terreno para ver por dónde era mejor acercarse sin ser visto. Sobre el techo del bosque, el cielo había clareado, y rayos de sol teñían de rojo un grupo de álamos blancos. Hacia ellos se dirigió Romualdo a grandes zancadas llamando a Tomás con un gesto de la mano.

El urogallo estaba allí, en lo alto, entre los abetos. Con la cabeza erguida, arrodillándose en el musgo, Tomás lo observaba desde detrás de un tronco. Le pareció pequeño, casi como un mirlo. Las alas bajas, el abanico de la cola erguido y ladeado, parecían grises sobre el fondo totalmente negro del abeto sobre el que se había posado. Las espaldas de Romualdo, doblado en dos, se hundían en la cortina de agujas; trataba de acercarse a él dando un rodeo.

Un tiro. Tomás vio cómo el urogallo se despeñaba de la rama, sin movimiento alguno de alas (la larga estela de la caída), y oyó el ruido del golpe contra el suelo; otro eco siguió al primer eco del tiro. Se humedeció con la lengua los labios resecos. Se sintió lleno de felicidad y de agradecimiento hacia Dios.

Con su brillo metálico, la ceja roja y el pico como de hueso blanquecino, le colgaba hasta los pies cuando Tomás lo cogió por la cabeza y lo levantó a la altura del hombro. Debajo del pico, tenía como una barba de plumas. No conocía a los seres humanos, quizás una o dos veces oyera sus voces, de lejos. No le importaban ni tía Helena, ni los libros, ni las botas, ni la estructura de un fusil; no sabía que Romualdo y Tomás existían, no lo sabía, ni nunca lo sabrá. Cayó un rayo y lo mató. Y él, Tomás, estaba detrás del rayo, del otro lado; se habían encontrado del único modo en que podían encontrarse, y era un poco triste pensar que nunca se encontrarían de otra manera. En realidad, añoraba poder entenderse con otros seres vivos de un modo que no existe. ¿Por qué esa barrera y por qué, si se ama la naturaleza, hay que convertirse en cazador? Incluso su búho: Tomás había soñado secretamente que algún día podría hablar, o haría algún gesto que probara por un instante que dejaba de ser un búho. Pero, puesto que el sueño no se cumplió, quedó la duda: ¿qué hacer con un pájaro enjaulado? ¿Tomar uno mismo otra forma, quizás la de un urogallo? No, eso es imposible, y no nos queda más remedio que sostener al pájaro muerto, aspirando su olor, el olor de la salvaje entraña del bosque.

Estaba amaneciendo. Las mismas raíces y las manchas de cieno bajo las enmarañadas matas de juncos le parecían ahora menos extraordinarias. Llegaron pronto junto al foso del que se habían alejado menos de lo que Tomás había creído. Le produjo un gran placer caminar a lo largo de la zanja: aquella aurora rapaz en el caos de pinos retorcidos, apoyados unos contra otros, aquel hombre con la barra de su fusil, aquel humo gris de su cigarrillo y él, cargado con la presa.

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