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Seis meses después de la boda del señor Romualdo con Barbarka, nació un hijo. Negras jorobas peladas salpicaban los campos bajo la nieve que se fundía, y, a pesar de que estaban a comienzos de abril, volvió a helar. Llevaron al niño a la iglesia en trineo. Lo bautizaron con el nombre de Witold.

Bajo el cielo plomizo, graznaban las cornejas entre los juncos, y el látigo de Romualdo, el de las grandes ocasiones, con un mechón rojo, rozaba con negligencia la grupa del caballo. Barbarka entreabría ligeramente el pañuelo floreado y miraba si el niño seguía durmiendo. Iban así, ignorando con toda evidencia el tiempo, que no queda determinado tan sólo por el continuo retorno de primaveras e inviernos, ni por el balanceo de los trigales, ni por la llegada y la partida de los pájaros. La tierra por la que se deslizaban los trineos pintados de verde no era tierra volcánica, ni arrojaba llamas y cenizas. Nadie pensaba allí en los incendios y los diluvios que han conmovido la historia de la humanidad.

Witold se puso a berrear al llegar a casa. Barbarka lo instaló en una cuna y, mientras lo mecía, contemplaba la mesa preparada para el banquete. Era una gran alegría sentirse dueña de su propia casa. Cuando abría el armario, que desprendía un olor de pasta hecha en casa, se sentía presa de una inconmensurable dulzura, como la de las pastas. Mis pastas. Mi marido. Mi hijo. Y, no menos importante, mi suelo de madera -las tablas crujían y sus botines también. Con el rostro radiante, recibió a los invitados. Romualdo se frotaba las manos y decía: «Vamos, Barbarka, sírvenos algo de comer».

La vieja Bukowski examinó a su nieto y declaró que se parecía a su hijo, no a la nuera. Tenía que consolarse de alguna manera, y también vaciando un vaso tras otro. Detrás de las ventanas, la noche iba haciéndose siempre más espesa; se oía silbar entre las ramas el viento del deshielo. Si alguien se hubiera acercado, atraído por la luz, habría visto a un grupo de gente riendo, recostada con cierta pesadez en las sillas, y a los perros (en invierno, debido al frío, les dejaban estar en la casa) rascándose en medio de la habitación. Los perros suelen golpear el suelo cuando se rascan el cuello con la pata trasera, pero el cristal de la ventana no habría dejado pasar ese sonido.

En la oscuridad, un lobo, en la linde del bosque, volvió la cabeza en dirección a la ventana iluminada y observó un instante aquella incomprensible morada humana, separada para siempre de lo que él era capaz de comprender. ¿Quién sabe si aquel rectángulo luminoso no atraía también a otros seres más inteligentes? Pero si se tratara, por ejemplo, de diablos en frac, serían pronto castigados por su curiosidad. Solían otorgar demasiada importancia a asuntos triviales para poder subsistir en una época en la que es indispensable el sentido de la proporción. Pronto, junto a las orillas del Issa, nadie contará ya que ha visto a uno de ellos balanceando las piernas en la viga del molino, o que ha oído la música de sus bailes. Y si alguien, a pesar de todo, lo contara, no habría que creerle.

El viento del deshielo soplaba del Oeste, del mar. Sobre las aguas, entre las costas de Suecia y Finlandia, y las ciudades hanseáticas de Riga y Danzig, los barcos se balanceaban y mugían en la niebla. Barbarka le cambiaba los pañales al niño, sosteniéndolo por las piernas y levantando ligeramente su pequeño trasero, que suscitaba en ella oleadas de ternura. Aquella ternura, y los sentimientos que brotaban en ella cuando se desabrochaba la blusa y acercaba al niño a su pecho, con una vena azul que se transparentaba a través de la piel, no deben situarse fuera de la esfera de experiencia que les es propia. Nos ha tocado vivir en el límite de lo animal y de lo humano, y está bien que así sea.

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