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La ocupación a la que se entregaba Tomás con especial fruición, cuando le daban permiso para ir a pasar unos días a Borkuny, podría despertar ciertas dudas. A algunos animales les protege el miedo que sienten al verlos los seres humanos, miedo o repugnancia, y no necesariamente a causa de un peligro definido; han perdurado hasta hoy vestigios de antiguos y tácitos acuerdos, o de ritos ancestrales. Actuar abiertamente contra aquel estado de cosas, en el que nada está sujeto a palabras, puede ser aconsejable, pero también puede no serlo del todo, y, si lo es, lo es tan sólo con la condición de no atraer sobre sí la venganza de lo desconocido. Tomás, a pesar de ello, trató de sobreponerse a aquellas dudas, pues estaba convencido de que actuaba como un caballero exterminador del Mal.

Estamos hablando de las víboras. En Borkuny, las había en cantidades extraordinarias, subían a las terrazas e incluso se introducían en las casas: el señor Romualdo encontró una debajo de su cama. Se ocultaban de preferencia en dos lugares. En un bosquecillo de abedules, junto al caminito que llevaba a la fuente, allí donde los árboles crecían muy espesos y cubría la tierra una capa de hojas secas; allí, entre aquella hojarasca, se escondían, y ya no había manera de encontrarlas. El caminito les servía de terraza para tomar el sol y, de allí, se iban seguramente a cazar ratones. Otra de sus ciudades quedaba en un rincón de la marisma, entre montículos de musgo debajo de los pinos jóvenes. Para buscarlas allí, Tomás tenía que ponerse las botas altas de Romualdo e introducirse en aquel terreno enemigo con el corazón ligeramente encogido al pasar junto a aquel musgo que le llegaba casi a la altura del rostro.

La víbora, según el libro Vípera Berus, al morder, introduce un veneno que puede llegar a causar una grave enfermedad e incluso la muerte. Para curar las picaduras, se puede, o bien recurrir a fórmulas mágicas, o bien quemar la herida con un hierro candente, o bien emborracharse hasta el delirio, aunque la mejor solución consiste en emplear los tres sistemas a la vez. Las víboras de Borkuny eran grises, con una línea negra en zig-zag en el lomo; pero, en el bosque, además de éstas, había otras más pequeñas, de color marrón, con una línea en zig-zag de color marrón oscuro en vez de negro. El señor Romualdo decía que la víbora no pone huevos como las demás serpientes, sino que se cuelga de una rama para que la cría le salga del vientre. Al parecer, mientras sale la cría, la víbora permanece atenta, a punto de comérsela, pero las crías son, desde el primer momento, muy ágiles y se esconden en la hierba. Generalmente, la víbora no trepa a los árboles, pero hay excepciones, pues, en cierta ocasión, picó a una chica en la cara mientras recogía nueces. En Borkuny, eran una verdadera plaga, y no es de extrañar que a Tomás le apasionara su papel de exterminador.

Romualdo también le habló de otras serpientes. A unas veinte verstas de allí, en los bosques, había grandes pantanos que nunca se helaban, a los que el hombre no podía acercarse. Además, nadie había tenido el valor de hacerlo, pues aquél era el reino exclusivo de cierta clase de serpientes. Eran negras, con la cabeza roja; atacaban a la primera, saltaban y mordían en la cara o en la mano. En esos casos, no había remedio posible, uno se moría antes de tener tiempo de pronunciar «Dios mío»: caía fulminado. Sería interesante ir hasta allí para observar qué clase de animales vivían en aquellos parajes. Decían que, a veces, los alces se refugiaban allí cuando eran perseguidos.

Cuando hacía mucho calor, el señor Romualdo se iba a dormir al henil, aunque, en realidad, no se sabía si era realmente por eso, pues, en su casa rodeada de arbustos, nunca hacía un calor sofocante, pero lo hacía sencillamente porque necesitaba más aire. Al principio, a Tomás le costó acostumbrarse a la infinidad de pequeños pulgones y gusanitos que se le subían encima haciéndole cosquillas. Pero, con el olor a heno recién cortado, dormía en seguida. Y, por las mañanas, ¡qué despertar! El griterío de los pájaros se introducía primero en sus sueños haciéndose siempre más penetrante; Tomás, abría los ojos y veía las rendijas en los maderos del techo por las que se filtraba el sol. Por encima de los maderos, correteaban unas uñitas menudas, algo aleteaba y Tomás intentaba adivinar quien andaba por allí: ¿tan sólo un gorrión, o algo mayor? Quizás una paloma silvestre. Se levantaba y, en compañía de Romualdo, se iba a lavar al pozo. Ante Tomás se presentaba una gran alegría y un largo día de verano. Comían pan moreno y bebían leche. Tomás se calzaba unas botas (aquí las llevaban siempre para mayor seguridad), cogía su bastón de avellano e iba a cazar.

El truco consistía en acercarse sin causar el menor ruido, para evitar que las víboras, asustadas, saltaran demasiado aprisa entre los sauces. Generalmente, ya a cierta distancia, distinguía aquella especie de látigos semidormidos que tomaban el sol. Los alcanzaba de un salto y les golpeaba la cabeza con una vara. Entonces, saltaban, se retorcían y serpenteaban en dirección a la maleza salvadora, pero él les cortaba la retirada. Tenía otro palo, con un corte profundo en uno de sus extremos y una ramita introducida en aquel corte; con él apretaba la cabeza de la víbora y luego retiraba la ramita. La llevaba colgada así hasta casa, mientras se debatía en contorsiones sincopadas (tienen una extraordinaria resistencia). La dejaba colgada del palo para que se secara: las víboras disecadas constituyen un remedio eficaz contra algunas enfermedades de las vacas, y los que viven a orillas del río, donde no hay víboras, suben a buscar esta medicina.

La caza de la serpiente en el pantano requería sobre todo mucha cautela al avanzar: podía haber alguna entre los arbustos, o entre las bayas de los arándanos palustres. Además, el musgo blando no permitía atontarlas, por lo que había que actuar con mucha habilidad para perseguir con el palo bifurcado aquel cuello huidizo. Cuando Tomás ya pudo llevar una escopeta (no aquel verano, sino el siguiente), encontró, a unos ocho pasos de distancia, una víbora enroscada a una mata. Disparó, pero ocurrió algo muy extraño: la víbora desapareció como si se hubiera volatilizado, a pesar de que a esa distancia el plomo diera de lleno en el objetivo.

Sin embargo, a pesar de su lucha contra ellas, nada permite creer que Tomás se había librado de los prejuicios que rodeaban a las víboras, o mejor dicho, del desagradable escalofrío que recorre el cuerpo frente a aquella energía que se manifiesta de un modo tan imprevisible. La fuerza que se acumula en aquella especie de cuerda, el repugnante tacto escurridizo de sus anillas abdominales y el corte vertical de su pupila, constituyen elementos de excepción entre todos los seres vivientes. Dicen que los pájaros, ante su aparición, se sienten como paralizados; no debería extrañarnos, porque la fuerza de la serpiente está, en cierto modo, fuera de ella, como si ella misma sirviera tan solo de intermediaria, o de instrumento.

En primavera, Tomás tuvo ocasión de presenciar, en el bosque junto a Borkuny, un espectáculo poco frecuente: el baile nupcial de dos víboras. Ocurrió en medio de un pequeño claro. Se detuvo, no porque hubiera visto algo especial. Nada, únicamente una vibración, una descarga eléctrica. Un baile de relámpagos sobre la tierra. Apenas hubo comprobado que se trataba de dos serpientes, éstas desaparecieron.

En aquel primer verano de amistad con el señor Romualdo, Tomás no se dedicó solamente a este tipo de caza. Bajo su vigilancia, alcanzó el privilegio de poder disparar con una escopeta. Primero contra la pared del henil para acostumbrarse al retroceso del arma. Luego, contra un objetivo viviente. Oyeron el graznido de un arrendajo, y, en el máximo silencio, fueron acercándose.

Joven y tonto, en vez de graznar en algún lugar oculto, se había posado en una rama muy visible. Un disparo, y Tomás, con un grito de júbilo, corrió a recogerlo. Pero, al levantarlo por las patas, se abrieron las alas y, del pico menudo, resbaló una gota de sangre. Entonces, sintió una congoja que no quiso confesar. Hay que ser valiente y ahogar la sensiblería, si se quiere llegar a poseer el título de investigador y cazador.

Una vez admitido en estas actividades profesionales, se dedicaba a calibrar perdigones con una medida de metal, mientras Romualdo fabricaba los cartuchos; limpiaba los cañones de la escopeta con un trozo de estopa bañada en aceite para que brillaran como una patena al mirar a contra luz por aquel largo anteojo. También aprendió a quitarle la piel a los pájaros. Los azores solían atacar las gallinas; cuando ocurría, se oían los gritos de Barbárica: «¡Un pájaro! ¡Un pájaro!» (llamaba así a todas las aves de rapiña). Mataron a uno, pero el otro, que pudo escapar, observaba el corral desde lo alto de un aliso. Tomás hizo prácticas en el cuerpo del azor muerto: se raja la piel del pecho y la barriga, se la separa a ambos lados, cortando con un cuchillo la membrana que la une a la carne y, entonces, se desprende con facilidad; al llegar a la cola -para no cortar las plumas- y a las patas, cuyas garras tienen que salir junto con la piel, empieza lo más difícil; una vez hecho esto, se estira toda la piel como una media y se vacía la cabeza de los sesos y los ojos: eso también es difícil; basta un solo golpe torpe de cuchillo para que se partan los tenues párpados. Se pone a secar la piel después de frotarla con ceniza y rellenarla de estopa. Se le puede dar la forma de un pájaro sentado en una rama, pero, para ello, hay que disponer de alambre y de unos botones de cristal para colocarlos en lugar de los ojos.

La primera vez que Tomás descubrió las artimañas de que se sirven los hombres para cazar animales salvajes, fue cuando llegó a Borkuny para pasar unos días y ayudar en la recolección de setas. Las mañanas eran claras, el cielo de un color azul pálido, y, en los prados, había algo que no era ni rocío, ni aún escarcha. En el bosque de abetos junto a la casa, había en el musgo tantos níscalos como para llenar cestas enteras. El señor Romualdo se pasó el asa del cesto por el brazo, cogió el fusil por la correa y se puso en el bolsillo de la casaca, colgado de un cordón, un reclamo de hueso, que, como dijo, podría serles útil. Los reclamos se hacen con un fragmento de ala de lechuza o, a veces, con un hueso de liebre, aunque éste no tiene un timbre tan claro. Con él se imita el trino del grevol, si no, no habría manera de descubrirlos; a la más mínima señal de peligro, se arriman de tal forma al tronco que no se les distingue de la corteza. A una señal convenida, Tomás se quedó inmóvil, con el cuchillo rozando a una seta, y, en el silencio sólo interrumpido por la caída de las finas agujas, se oyó un trémulo silbido. Despacio fueron adentrándose en la espesura y en la penumbra del bosque. El señor Romualdo acercó el reclamo a los labios y sopló delicadamente pasando los dedos por los agujeritos. Silencio. El corazón de Tomás latía con tanta fuerza que temía que se le oyera. De pronto el grevol contestó en algún lugar cercano. Un ruido de alas, y, de improviso, sobre la rama de un abeto, vio, en medio de la rojiza oscuridad, una sombra que movía la cabeza en todas direcciones buscando al compañero. El movimiento del brazo fue tan rápido que el eco del tiro resonó a la vez, y, cuando se desvaneció el humo (Romualdo usaba pólvora negra), el grevol yacía inmóvil al pie del árbol, casi confundido con la hojarasca.

Romualdo merecía entrar en el Reino vedado a las personas corrientes. La presencia del animal lo excitaba, el músculo de su mejilla se contraía, todo él se transformaba en una tensa vigilancia, y era evidente que, en aquel momento, nada en el mundo le importaba más que aquello. Su sirvienta, Barbarka, era ya otra cosa: pertenecía al mundo de los adultos, ¡lástima, tan bonita y con un aspecto tan infantil! Debería entristecernos el ver cómo viven las personas, indiferentes a lo que es realmente importante; no se sabe, a decir verdad, con qué llenan sus vidas. Seguramente se aburren. De todos modos, Barbarka dedicaba mucho tiempo a cuidar el jardín: había llgado a cultivar flores hermosísimas, cuadros enteros de reseda, esbeltas malvas y ruda, cuyo olor verde sabía conservar durante todo el invierno. Para ir a la iglesia, se adornaba el pelo con ella, como todas las jóvenes. Pero aquellas miradas suyas, tan rápidas, llenas de curiosidad, como si ponderara los hechos siguiendo un pensamiento secreto, pertenecían a una persona extraña y adulta. Tomás le perdonó su primera ofensa y, desde entonces, simuló no fijarse en ella, aunque le molestara su aire de indulgencia, como si considerara, por ejemplo, que limpiar una escopeta no era más que un juego de niños. Si hubiera podido oír de sus labios una sola palabra de admiración, o respeto, pero no lo conseguía. Ante las presas que traía de sus expediciones contra las víboras, expresaba siempre, repugnancia, exclamaba «ex» y movía las comisuras de los labios en una especie de risita, como si aquella ocupación fuera poco menos que indecente.

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