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El ayuno que se impuso Tomás era muy severo. Sólo se permitía beber agua, no podía comer. Decidió aguantar así dos días. Lo que lo empujaba a ello era, más aún que la esperanza de liberarse del estigma, la necesidad misma de martirizarse. Sentía que era una decisión razonable, conveniente, justa.

Tenía sus razones. Como para demostrar que era distinto, diferente de la gente corriente, se veía aquejado de una extraña enfermedad. Por la mañana, iba a escondidas a buscar agua en un cubo y procuraba lavar las manchas de sus sábanas. Por la noche, tenía pesadillas. Barbarka, desnuda, lo abrazaba y le pegaba con una vara. Tristeza. Debía existir una manera de romper la cortina, pues las cosas que lo rodeaban estaban o bien minadas por dentro, o bien, eso al menos le parecía, como veladas por telarañas que las volvían confusas. Ya no eran redondas, sino planas. Y la cortina ocultaba también el secreto que tanto deseaba desvelar: como en los sueños cuando alguien corre, llega, está a punto de alcanzar el objetivo, pero las piernas pesan como si fueran de plomo. ¿Por qué Dios ha creado un mundo en el que no hay más que muerte, muerte y muerte? Si Dios es bueno, ¿por qué no podemos extender la mano sin matar, ni seguir un sendero sin pisotear escarabajos y gusanos, aunque se haga lo posible para evitarlo? Dios habría podido crear el mundo de otra manera: pero había elegido crearlo así.

Sus fracasos en las cacerías y la indecente enfermedad de la que se sentía aquejado, lo excluían de la compañía de los hombres, pero, en compensación, lo llevaron a un largo período de reflexión cara a cara consigo mismo. La finalidad del ayuno era la de purificarse, retornar a su estado normal y, al mismo tiempo, ponerse en situación de comprender. La persona que se inflige un castigo demuestra con ello su disgusto por el mal que la embarga y, con ello, invoca a Dios.

Comprobó que aquel sistema era eficaz. Por la mañana, sentía el estómago vacío como cuando se va a recibir la comunión. Luego, al cabo de unas horas, le cogían tremendas ganas de comer, pero resistía a la tentación: sólo un trocito de manzana, anda, concédetelo. Cuanto más duraba, más fácil era. La mayor parte del tiempo se quedaba echado, en duermevela, imbuyéndose sublimidad. Pero lo esencial ocurría con los objetos a su alrededor, con el cielo y los árboles, cuando salía al porche. Tomás descubrió, ni más ni menos, que, cuando nos debilitamos, nos desprendemos de nosotros mismos, y transformados en un simple punto, nos elevamos hacia algún lugar por encima de nuestras cabezas. La mirada de este segundo yo era penetrante y abarcaba también a la otra criatura abandonada, como si le fuera a un tiempo familiar y extraña. Y ésta se volvía pequeña, se alejaba siempre más, siempre más abajo, y toda la tierra con ella, pero nada en ella perdía sus detalles, a pesar de que todo el conjunto se precipitara hacia las profundidades del abismo. La tristeza iba desapareciendo y se abría una nueva visión. Antonina contaba que la diosa Warpeia está sentada en el cielo y que de cada uno de sus dedos sale un hilo del destino: al extremo de cada hilo, se balancea una estrella. Cuando cae una estrella, es que la diosa ha cortado un hilo y entonces muere un hombre. Tomás, por el contrario, en vez de descender, erraba por las alturas, parecido a las pequeñas arañas que se desplazan rápidamente hacia una ramita, ajustando una cuerda invisible.

Cumplió con lo que había planeado, pero, en la tarde del segundo día, sintió que las fuerzas lo abandonaban. La cabeza le daba vueltas cuando quería levantarse. Comió para cenar leche cuajada con patatas, y nunca hasta entonces su olor (estaban rociadas de mantequilla) le había parecido tan maravilloso.

Dios, para confortarlo, le envió pensamientos que antes jamás le habían pasado por la cabeza. Le gustaba, cuando estaba de pie en el césped, separar las piernas, doblarse hacia delante y mirar a través de aquella puerta lo que había al otro lado. Visto del revés, el parque parecía sorprendente. De modo que el ayuno no sólo le transformaba a él, sino también a lo que veía a su alrededor. En tal caso, ¿el mundo dejaba de ser lo que había sido hasta entonces? No. El mundo de hoy y el de otras veces coexistían. De ser así, quizás no tengamos razón cuando acusamos a Dios de haber organizado mal las cosas, pues ¿cómo sabemos si un día, al despertar, no nos encontraremos con una nueva sorpresa y con la sensación de haber sido hasta entonces unos tontos? ¿Y cómo saber si Dios no contempla también la tierra por entre sus piernas separadas, o después de un ayuno tan largo que el de Tomás no podía siquiera comparársele?

Pero la ardilla sufrió. Mirándola con ojos distintos ¿acaso no veríamos que estábamos equivocados y que ella, en realidad, no sufría? Nadie podría afirmarlo, ni siquiera Dios.

Sea como fuere, el ayuno abrió una brecha para Tomás, por la que entró un rayo de luz que se incorporó a él. Tocaba con la mano el tronco de un arce y se extrañaba, a decir verdad, de que no fuera posible penetrar en él. Allí, en el interior del arce, le esperaba un país en el que habría podido deambular, minúsculo, durante un año entero: habría podido llegar hasta el mismo corazón, hasta los pueblos y las ciudades allende la frontera de la corteza, hasta la substancia misma del bosque. Pero no del todo. Allí no hay ciudades, pero uno trata de imaginarlas, ora de una manera, ora de otra, pues el tronco de un arce es algo inmenso, conlleva -y no sólo gracias a la mirada humana- la posibilidad de ser ahora esto, ahora aquello.

Tomás se sentía muy solo, pero a lo que él aspiraba era a disolverse y también a un entendimiento sin palabras. Sus exigencias eran desmesuradas. Sí, estaba la abuela Misia, pero no se sentía capaz de confiarle nada, no servía para eso. En cuanto a la confesión, no le atraía en absoluto. El examen de conciencia, según las preguntas escritas en el libro de oración, a las que se responde con afirmaciones o negaciones, pero que siempre se dejan lo esencial, le apartaban de ella. Su culpa la llevaba dentro de sí mismo, era general y escapaba a la clasificación en pecados.

Dios mío, haz que sea igual que todos, rezaba Tomás, y los demonios aguzaban el oído, imaginando nuevos métodos para su actuación ulterior. Haz que sepa tirar bien y que nunca olvide mi decisión de ser naturalista y cazador. Cúrame de esa repugnante enfermedad (aquí, resulta difícil asegurar, teniendo en cuenta el bajo nivel de los demonios en las orillas del Issa, que no soltaran una silenciosa carcajada). Permíteme, cuando a Tí te plazca iluminarme, que pueda comprender tu Universo, tal como es en realidad, no como a mí me parece que es (aquí se pusieron más serios, porque el asunto de todos modos era importante).

Las numerosas contradicciones que manifestaban los deseos de Tomás, para él no lo eran. Deploraba la muerte y el sufrimiento, pero como características del orden en el que él mismo había sido colocado. Puesto que tal cosa no dependía de su voluntad, tenía que velar por su posición entre los mortales, y esto se conseguía gracias a la destreza para matar. Ahora bien, habría preferido seguir siendo amigo de Romualdo y adquirir el derecho a ir de excursión al bosque sin tener que derramar sangre, pero se sacudía de encima la responsabilidad, aunque no lo conseguía del todo.

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