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Cuando era aún muy pequeño lo sentaban sobre una piel de oso y, entonces, reinaba una santa paz, porque levantaba los brazos para no tocar al peludo animal y quedaba inmóvil en esa postura, entre asustado y encantado. La piel, gastada y apolillada, pertenecía al que fue seguramente el último oso de la región; lo habían cazado durante la infancia del abuelo. Los osos, que Tomás conocía gracias a aquella piel y a los dibujos, despertaban en él sentimientos de ternura. Quizá no sólo en él, porque los mayores hablaban de ellos a menudo. Antiguamente, los había en las grandes casas de campo, y les enseñaban a realizar algunos trabajos, como, por ejemplo, a dar vueltas al molino, o a acarrear leña. Contaban historias divertidas sobre ellos. En Ginie, quedaba el recuerdo de un oso ambicioso: le gustaban las peras dulces y, si su amo dejaba que le acompañara a la hora del almuerzo, tenía que ser muy equitativo al repartir la fruta: si el oso recibía alguna pera medio podrida o verde, se ofendía y se ponía a chillar. Tomás se movía impaciente sobre su silla cuando le hablaban de la astucia de otro oso que se dedicaba a matar gallinas y al que tuvieron que atar con una cadena. Pero el oso había encontrado un medio para continuar haciéndolo: se sentaba y, con las patas delanteras, hacía llover arena; las tontas de las gallinas se acercaban hasta entrar en su radio de acción, entonces él las mataba de un manotazo y, guardándose la presa debajo de las posaderas ponía cara de inocente. Pero el héroe de la más divertida historieta (contada por la abuela Dilbin) fue un oso que, cierto día, en ausencia del cochero se montó al carruaje que estaba estacionado frente a una casa. Los caballos se asustaron y arrancaron al galope; el oso asustado también, no tuvo tiempo de bajarse y llegaron así a la carretera principal. En el cruce, había una cruz a la que el oso se agarró al pasar, pero, como se sujetaba al coche con la otra pata, arrancó la cruz de cuajo y, así, con los caballos al galope, entraron en el pueblo, donde provocaron escenas de pánico, porque realmente el espectáculo tenía algo de diabólico.

Un gran señor se sirvió de unos osos para demostrar su desprecio por los rusos. El gobernador fue a visitarle y presenció la siguiente escena: ante la terraza, dos osos con alabardas, y, en la escalinata, el gran señor vestido con una blusa rusa de campesino, haciendo profundas reverencias. El gobernador comprendió el significado: «Nosotros, los salvajes súbditos del emperador, mitad animales mitad hombres, os damos la bienvenida a nuestra casa». El gobernador se mordió los labios, ordenó dar media vuelta y se marchó.

En todas estas historias, los osos aparecían como animales de una inteligencia casi humana y sin duda los martirizaban sin razón, como ocurría en la Academia de Smorgon, según contaba el abuelo. El suelo era allí de palastro, y, por debajo, encendían fuego y hacían pasar a los osos que llevaban zuecos de madera en las patas traseras. Ponían una música, y como el suelo quemaba, los pobres osos se ponían de pie ya que las patas delanteras no estaban protegidas. Luego, siempre que oían aquella música, recordaban el suelo ardiendo y bailaban.

Lo que también ayudaba a hacerlos simpáticos era el hecho de que, aun siendo tan grandes y fuertes, tenían una naturaleza tranquila e incluso miedosa. Un ejemplo de ello es lo que le ocurrió cierta vez a un campesino, en la época en que aún se encontraban muchos osos en la región. Se le perdió una vaca, que era muy arisca y se apartaba a menudo del rebaño. Furioso, cogió un bastón y, cuando la encontró por fin tranquilamente recostada entre unos arbustos de frambuesa, le propinó una gran paliza. Se oyó un tremendo rugido, pues se trataba en realidad de un oso. El campesino huyó a toda velocidad en una dirección, el oso en otra y, en su escapada, ensució de estiércol todos los arbustos de frambuesas. Incluso hoy en día, a la diarrea producida por el pánico se le llama «enfermedad del oso».

El abuelo recordaba que, cuando mataron al oso, cuya piel corría aún por casa, y ahumaron sus jamones, los perros reconocían su carne por el olor y se les erizaba el pelo.

En invierno, la abuela Misia colocaba junto a su cama una alfombrita de alce. Lo mejor del alce es su piel curtida, gruesa y flexible; cuando a Tomás se le gastaban las suelas de las babuchas, la abuela sacaba una pieza grande de esa piel, medía y marcaba con un lápiz el contorno exacto, que luego recortaba con unas tijeras. Esto también era un recuerdo de tiempos remotos, porque ya por aquel entonces quedaban pocos alces. En los bosques, a unas veinte verstas de Ginie, los cazadores furtivos todavía mataban alguno de vez en cuando.

Las pieles se relacionaban en la casa con uno de los amores de Tomás. Cierto día, en otoño, llegó Baltazar, le dijo que le había traído un regalo y que bajara a verlo al carro. Allí, sobre un lecho de paja, había una jaula de varitas metálicas y, dentro, un búho real.

Naturalmente la abuela Surkont protestó, porque aquel pajarraco ensuciaría la casa, pero el búho se quedó. Baltazar lo había recogido cuando todavía no sabía volar y lo había criado. No era demasiado salvaje, se dejaba coger por debajo de la barriga y, entonces, piaba con voz fina, como un pollo. Por eso, Tomás lo llamó Cuícuí. Parecía increíble que pudiera salir de él aquella voz. Aunque no mucho mayor que una gallina, de una punta a la otra de las alas era más largo que Tomás con los brazos abiertos; el pico encorvado y potente, y las garras de un asesino. Tomás se dedicó a buscarle ratones en todas las ratoneras. Cuícuí sostenía la carne entre las garras y la despedazaba con el pico. Lo abría amenazadoramente cuando Tomás acercaba la mano a su jaula, pero nunca le pilló un dedo. Al atardecer, Tomás lo soltaba en la habitación. Un vuelo silencioso, una corriente de aire, nada más. En el centro, dejaba caer un húmedo montón de estiércol que se esparcía con un chapoteo (había que secarlo corriendo con un trapito para no irritar a los mayores) y, subido en la estufa, ululaba con voz profunda. Cuando ya había volado lo suficiente, volvía a la jaula.

Tenía el plumaje suave, los ojos anaranjados con destellos dorados, y movía la cabeza de arriba abajo como un miope cuando quiere leer una inscripción. Tomás le cogió afecto y observó muchas de sus costumbres. Si lo ponía sobre la alfombrita de alce, su comportamiento era tan divertido que uno tenía que reírse a carcajadas: le cogían como unos espasmos nerviosos, las garras se cerraban solas y parecía como si estuviera amasando, ora con una pata ora con la otra. El contacto con aquella piel de pelo corto evocaba sin duda el recuerdo de todos sus antepasados, que destrozaban ciervas y liebres. En cambio, colocado sobre la piel de oso, no ocurría nada particular.

A Tomás le hubiera seguramente dado vergüenza confesar alguna que otra asociación de ideas, que no quedaban muy claras en su mente. Así, por ejemplo, pensaba en todo lo que tiene pelo, en general. ¿Por qué, como le habían explicado, levantaba los brazos sentado en aquella piel? ¿Por qué todos consideran que los osos son unos animales tan simpáticos? ¿No será, acaso, porque son tan peludos? Magdalena, aquel día en el río. Y el búho, al sentir aquellos espasmos, ¿no sentía acaso lo mismo que él, aquel escalofrío durante el sueño? Identificándose hasta cierto punto con el búho, transformándose en él cuando daba saltos sobre el alce, le hubiera faltado poco para preguntarle si también sentía deseos de desgarrar a Magdalena, o si aquello tan dulce que sentía era porque ya había muerto. Si no se lo preguntó, tanto mejor.

Los pollos también pían, pero son lo que son. En cambio, en la naturaleza del búho había aquella duplicidad: indefenso, confiado, su corazón late bajo los dedos y sus patas cuelgan, desgarbadas; los párpados cubren sus ojos de abajo arriba cuando se le rasca detrás del oído. No obstante es el terror de los bosques por la noche. ¿Y si no fuera, como dicen, un bandido? Pero, si lo fuera, es como si eso no cambiara en nada su naturaleza íntima. Quizás todo Mal conlleve en sí la indefensión: era tan sólo una sospecha, apenas la sombra de un pensamiento.

Cuando llegó tía Helena, en primavera, y vio el búho, se puso a cuchichear con la abuela Surkont. Decidieron venderlo, porque los cazadores pagarían bien por él: lo colocan en lo alto de un palo y se esconden en una cabaña cubierta de ramas; desde allí, disparan contra toda clase de pájaros que bajan para picotear al búho. Tomás aceptó el veredicto sumisamente, como comprendiendo que no hay que alargar los amores más allá de su término. Pero del dinero prometido no vio ni un céntimo.

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