17

A Tomás le daba miedo salir de casa al anochecer, pero sólo hasta el día en que tuvo aquel sueño. Fue un sueño lleno de fuerza y dulzura; pero también sembrado de terror, y le habría sido difícil precisar qué prevalecía en él. No habría podido encerrarlo en unas palabras, ni al día siguiente por la mañana, ni más tarde. Las palabras no recogen las mezclas de olores, o lo que nos atrae de ciertas personas, y menos aún si nos hundimos en pozos a través de los que pasamos al otro lado de la existencia que hasta entonces conocíamos.

Vio a Magdalena en la tierra, en la soledad de la tierra inmensa, en la que había estado desde hacía tiempo y para siempre. Su vestido se había descompuesto, jirones de materia se mezclaban a los huesos resecos, y el mechón de pelo que le resbalaba por la mejilla junto al fogón de la cocina, quedaba pegado a su cráneo. Pero, al mismo tiempo, era la misma, tal como la había visto aquel día al entrar en el río, y esa simultaneidad, encerraba el conocimiento de otro tiempo que no era el que normalmente nos es accesible. Una sensación como de presión en la garganta le embargaba por completo, pervivía en él en cierto modo la forma de su pecho y de su cuello, y su contacto se transformaba en una queja, en una especie de canto: «¡Oh, por qué pasa, por qué el tiempo pasa por mis manos y mis pies, oh, por qué soy y no soy, yo, quien una vez, sólo una vez, viví desde el principio hasta el fin del mundo! ¡Oh, el cielo y el sol existirán, y yo jamás volveré a existir, estos huesos son cuanto queda de mí, oh, nada es mío, nada!». Y Tomás cayó con ella en el silencio, bajo la tierra donde se escurre la piedra y los gusanos se abren camino; él mismo se convirtió en un puñado de huesos polvorientos, se lamentaba por los labios de Magdalena y descubría, para sí mismo, las preguntas: ¿por qué yo soy yo? ¿Cómo puede ser que, teniendo cuerpo, calor, manos, dedos, tenga que morir y dejar de ser yo mismo? Quizá, en realidad, tampoco se trataba de un sueño, pues, inmerso como se encontraba en el más profundo de los abismos, bajo una superficie de acontecimientos reales, sentía su propia corporeidad, condenada, descompuesta ya tras la muerte. Pero, al mismo tiempo que tomaba parte en esta aniquilación, conservaba la capacidad de poder verificar que él, aquí, era el mismo que él allá. Se despertó gritando. El contorno de los objetos formaba parte de la pesadilla, no los percibía con mayor precisión. Cayó de nuevo en el mismo sopor, y todo volvió a repetirse en distintas versiones. El amanecer lo liberó, y abrió los ojos, aterrado. Regresaba de muy lejos. Lentamente, la luz fue recobrando el travesaño que unía las patas de la mesa, las banquetas, la silla. ¡Qué alivio al comprobar que este mundo real se componía de objetos de madera, hierro y ladrillos, y que todos ellos tenían relieve y un tacto rugoso! Saludó los objetos que ayer había menospreciado, sin casi fijarse en ellos. Hoy, le parecían tesoros. Buscaba las grietas, las hendiduras, los nudos. Pero de aquello le quedó como un poso delicioso, el recuerdo de unas zonas cuya existencia nunca hasta entonces había supuesto.

A partir de entonces, decidió que, si Magdalena se le acercaba en la arboleda oscura, no gritaría, porque ella sería incapaz de hacerle daño. Incluso deseaba que se le apareciera, aunque sólo de pensarlo se le ponía piel de gallina, pero no era desagradable, como aquel día en que estuvo acariciando una cinta de terciopelo. No reveló a nadie su sueño.

Загрузка...