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Debemos empezar por la descripción de la Región de los Lagos en la que vivía Tomás. Estas regiones de Europa estuvieron mucho tiempo cubiertas de glaciares, y en su paisaje se advierte la crudeza del Norte. La tierra, generalmente de arena y piedras, es apta tan sólo para el cultivo de patatas, centeno, avena y lino. Esto explica que el hombre haya respetado los bosques que moderan en cierta medida el clima y protegen de los vientos del mar Báltico. Los árboles más comunes son el pino y el abeto, aunque también hay sauces, encinas y arces; faltan las hayas, que crecen mucho más al sur. Se puede viajar por estos bosques durante mucho tiempo sin que se canse la vista, porque, a semejanza de las ciudades humanas, las comunidades arbóreas poseen propiedades inconfundibles; forman islas, franjas, archipiélagos, surcados aquí y allá por caminos con rodadas marcadas en la arena, alguna que otra casa, o un viejo horno para resina, cuyas paredes derruidas van siendo recubiertas por la vegetación. Y siempre, desde una colina, se abre de pronto la inesperada visión de la azulada superficie de un lago con la blanca manchita, casi imperceptible, de un somormujo y una hilera de ánades sobrevolando los juncos. En los pantanos, se crían cantidades de pájaros; en primavera, en el pálido cielo azul, resuena un intermitente rumor – el «va-va» de las becadas-, sonido producido en el aire por sus plumas remeras, cuando realizan sus monótonas acrobacias amorosas. El débil susurro y el farfullar de los urogallos, como si a lo lejos hirviera el horizonte, y el croar de millares de ranas en los prados (su número determina el de las cigüeñas, que tienen sus nidos sobre los tejados de las casas y de los pajares) componen las voces de esta estación en la que, al fundirse bruscamente las nieves, empieza a florecer el ranúnculo y el mezereón, pequeñas florecillas lila-rosáceas que brotan de los arbustos aún sin hojas. Dos estaciones caracterizan esta región, como si hubiese sido creada para ellas: la primavera y el otoño; largo, generalmente bueno, envuelto en un olor a lino húmedo y en el sonido de golpes de espadilla y de ecos lejanos. Las ocas se sienten entonces inquietas e intentan, torpemente, emprender el vuelo, como si quisieran seguir a las ocas salvajes que las llaman desde arriba. A veces, alguien trae a casa una cigüeña con el ala rota que ha podido salvarse de la muerte que, en cambio, le ha tocado en suerte a su compañera de viaje y que, incapaz de volar hasta el Nilo, es liquidada a picotazos por las guardianas de la ley. Corre la voz de que un lobo se llevó un cochinillo. Desde los bosques llega la música de los perros de caza: con voces de soprano, bajo y barítono, ladran sin dejar de correr, persiguiendo la presa y, por el tono, puede saberse si siguen la pista de una liebre o de una cierva.

La fauna de estas tierras es mixta, aún no del todo nórdica. Se encuentra algún que otro lagópodo, pero hay también perdices comunes. La ardilla, en invierno, tiene el pelo grisáceo, aún no es del todo gris. Hay dos clases de liebres: las comunes, que tienen el mismo aspecto en verano y en invierno, y las albinas, que mudan el pelaje y pasan inadvertidas en la nieve. Esta coexistencia de especies distintas ofrece un buen tema de estudio para los naturalistas, y la cosa se complica aún más por el hecho de que, como dicen los cazadores, hay generalmente dos variedades de liebres: la de campo y la de bosque, que además se cruzan a veces con la albina.

Hasta hace poco el hombre de estas regiones fabricaba en casa todo lo que necesitaba. Se cubría con un tejido grueso que las mujeres extendían sobre la hierba y rociaban con agua para que se blanqueara al sol. En la estación de los cuentos y de las canciones, ya bien entrado el otoño, los dedos extraían el hilo de la madeja de lana acompañados por el rítmico golpear del pedal de la rueca. Con este hilo las mujeres tejían paños en sus telares caseros, conservando cada una celosamente el secreto de sus dibujos: cuadritos, espigas, este color para la trama, aquél para la urdimbre. Las cucharas, las cubas, los utensilios caseros se labraban también en casa, igual que los zuecos. En verano, solían llevar un calzado trenzado con líber de tilo. Sólo después de la primera guerra mundial aparecieron las primeras cooperativas lecheras y los centros para la compra de carne y trigo: también las necesidades de los habitantes de las aldeas comenzaron a ser distintas.

Las casas, de madera, van cubiertas, no de paja, sino de tablillas de pino. Una percha transversal, apoyada sobre una horquilla, de uno de cuyos extremos cuelga un peso y del otro un cubo, sirve para sacar el agua del pozo. La gran ilusión de las mujeres es poseer un jardincillo delante de casa. Crían en él dalias y malvas: plantas altas que crecen pegadas a la pared, no las que sólo adornan la tierra y no pueden verse desde el otro lado de la cerca.

De este panorama general pasemos ahora al valle del río Issa que, bajo muchos aspectos, constituye una excepción en la Región de los Lagos. El Issa es negro, profundo, de curso lento, y sus riberas están cubiertas de mimbres; a veces, hasta desaparece bajo las hojas de los lirios de agua: serpentea por los prados, y los campos, que se inclinan suavemente sobre cada una de sus orillas, poseen una tierra muy fértil. Es un valle privilegiado, gracias a su tierra de mantillo, más bien rara en esos parajes, sus frondosos vergeles y quizá a su aislamiento del resto del mundo, que jamás supuso un inconveniente para sus habitantes. Las aldeas son más ricas que en otros lugares, situadas, o bien junto al único camino ancho a lo largo del río, o bien más arriba, en terrazas; de noche, con las luces de sus ventanas, se miran unas a otras a través del espacio, que repite, como una caja de resonancia, el repicar del martillo, los ladridos de los perros y las voces de sus habitantes; quizá por esto sea tan conocida esta región por sus canciones antiguas que se cantan a voces, nunca al unísono, rivalizando con la aldea de en frente, en busca de un final más bello, dejando que la frase se extinga lentamente. Los estudiosos del folklore han recogido junto al Issa muchos temas que se remontan hasta los tiempos paganos, como la historia de la Luna (que, entre nosotros, es de sexo masculino) que sale del lecho nupcial donde ha dormido con su esposa, el Sol.

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