24

El hielo se agrietaba sobre el Issa produciendo un estruendo parecido al disparo de un cañón. Luego bajaban los témpanos arrastrando paja, maderos, haces de leña, gallinas muertas, y las cornejas se paseaban encima de ellos, a pasitos menudos. La perra Murza había parido, en la granja, varios cachorros, pero no pudo mantener oculta por mucho tiempo su carnada, porque los cachorrillos empezaron pronto a chillar. Tomás acercaba a su mejilla los cálidos cuerpecillos y observaba sus ojos cubiertos aún por una nubecilla azulada. Murza, pelirroja, mitad lobo, mitad zorro, con el hocico oscuro y manchado, aceptaba con indulgencia su visita, jadeando con la lengua fuera.

Pakienas colocó los cachorros en un cesto, y a Murza la encerraron en la leñera junto al cachorro más grande y más fuerte, el único que le dejaron. Tomás corrió detrás de Pakienas y lo alcanzó junto a la escarpa sobre el río, allí donde se abrían las terreras de arcilla amarilla, con agujeros excavados por las golondrinas zapadoras. Los hielos ya habían bajado, y, sobre la cóncava superficie, giraban los embudos de los remolinos.

Pakienas tomó impulso y lanzó al cachorro. Un chapoteo, nada, la corriente rompió y empujó el círculo, y la cabeza del perrito apareció más abajo: movía las patitas, desapareció y se le volvió a ver aún en el recodo del río. Ahora, Pakienas los sacaba del cesto de dos en dos y, mientras lanzaba a uno, el otro lo mantenía apretado contra el pecho. El último se hundió tan sólo un segundo, luchó valientemente hasta que la corriente lo empujó hacia el centro: Tomás lo acompañó con la mirada.

Del calor, de entre las cosas que aún no eran capaces de distinguir, caían al agua helada: no sabían siquiera que existiera agua en algún lugar. Tomás volvió pensativo. En su curiosidad se introdujo la sombra de aquel sueño sobre Magdalena. Abrió la puerta de la leñera y acarició a Murza que gemía, intranquila, y que se escabulló de entre sus manos, husmeando.

Llegaron los primeros días claros. En el corral, las gallinas escarbaban la tierra y el viejo Grzegorzunio se sentaba en su banqueta y afilaba algo -su navaja, tan gastada por el uso que su hoja se iba estrechando hasta casi convertirse en una lezna, cortaba la rama de un solo movimiento rápido-, no como Tomás que incluso con la misma navaja tenía «que hacer una incisión a uno y otro lado para que la rama se rompiera.

La señora Malinowski fue a visitar al abuelo Surkont porque quería arrendar su vergel. Era una propuesta insólita, pero dijo que quería probar, pues su hijo Domcio ya había cumplido los catorce años y creía que entre los dos podrían arreglarse. El abuelo le prometió el vergel, y ella salió ganando por haber venido pronto. Días más tarde, retumbó en el patio el carruaje de Chaim quien quería proponer como arrendatarios a unos parientes suyos. A su favor tenía las garantías profesionales y la costumbre, porque los arrendatarios siempre son judíos. Pero la palabra obliga, y todo terminó con el aparatoso gesto de mesarse el pelo, gritos y puños clamando al cielo.

La señora Malinowski, que era viuda y la más pobre de todo el pueblo de Ginie, no sembraba ni cosechaba, y poseía tan sólo una casucha junto a la balsa, sin terreno alguno. Era baja y ancha, y el pico de su pañuelo le quedaba levantado sobre la frente pecosa formando como un tejado casi más alto que su cabeza. Su visita marcó para Tomás el comienzo de una nueva amistad.

Unos meses más tarde, Tomás llegó hasta aquella parte del vergel que quedaba detrás de las hileras de colmenas (para llegar hasta allí había que pasar muy cerca de las colmenas y, las abejas a menudo atacaban) y descubrió una cabaña. Una cabaña magnífica, no como las que construyen los pastores para pasar la noche en los prados. En el centro, uno podía ponerse de pie sin tener que inclinar la cabeza y, para cubrirla, se habían utilizado haces enteros de paja, sujetos con varas. El punto de unión, que correspondía al vértice de esta V invertida, estaba reforzado con clavos. A la entrada, habían encendido un fuego junto al que estaba sentado un mozalbete que asaba manzanas verdes clavadas en un palo; fue él quien enseñó la cabaña a Tomás, por dentro y por fuera.

Dominico Malinowski, pecoso como su madre, pero alto y con mechones pelirrojos, se hizo en seguida amigo de Tomás, quien, al tutearle, se sentía como avergonzado, algo así como a disgusto, por aquel privilegio que le concedía un chico casi adulto. Domcio le enseñó a fumar en pipa: la había construido con una bala de carabina, a la que había practicado un orificio en el que introdujo una embocadura. Era la primera vez que Tomás fumaba, pero, aunque sentía una quemazón en la garganta, daba fuertes chupadas para mantener encendida la hoja doblada del tabaco casero. Con todas sus fuerzas trataba de merecer -y a partir de entonces para siempre- la aprobación de aquellos ojos grises y fríos.

Antes, cuando no aparecía, Antonina contestaba invariablemente: «Tomás ha vuelto a ir a casa de los Akulonis», en cambio ahora decía: «Tomás está en la cabaña». El irresistible encanto de la pequeña columna de humo entre los árboles y, en el interior, el olor a manzanas semipodridas y a paja. ¡Cuántas horas junto al fuego! Domcio sabía lanzar los salivazos a gran distancia, sacar el humo por la nariz (dos columnas que ascendían lentamente en el aire) y preparar trampas para pájaros y martas (en el parque, una marta perseguía a una ardilla alrededor del tronco del tilo, pero, para colocar las trampas, habría que esperar hasta el próximo invierno); le enseñaba además toda clase de maldiciones. A cambio, le exigía que le contara lo que está escrito en los libros. No sabía leer y se interesaba por todo. Al principio, Tomás sintió vergüenza, la ciencia adquirida por medio de la letra impresa le parecía inferior (una vergüenza parecida, por ejemplo, a la que sentía por su solidaridad con la abuela Dilbin), pero Domcio se lo exigió y su curiosidad parecía inagotable: «¿Para qué?», «¿cómo?», «¿y, si es así, por qué?», y no siempre Tomás podía explicárselo, porque nunca antes se había detenido a pensarlo.

Atracción, sumisión. ¿Atracción por lo que era rudo y malicioso? Domcio le parecía el sumo sacerdote de lo verdadero, puesto que sus ironías y sus burlas solapadas roían la superficie de los conocimientos de Tomás, pero éste intuía que, debajo de ella, se agitaba lo que era realmente auténtico. Pero no se trataba de aquellos largos caracoles sin cáscara que cazaban, para luego acercarlos al fuego y ver cómo se encogían, ni de los abejorros a los que colocaban una paja en la parte posterior y dejaban otra vez en libertad, ni siquiera de una rata a la que Domcio metió en un túnel, entre carbones encendidos. Era algo más distante, más hondo. Cada una de sus visitas a la cabaña del vergel traía una promesa.

Y no le quedaba más salida que tratar de adivinar qué ocurría, porque Domcio no le desvelaba sino una faceta de su naturaleza, y lo trataba con cautela. No necesitaba demostrarle claramente a Tomás que estaba por encima de él, lo aceptaba con la condescendencia del que se siente más que respetado. Además, trataba de no propasarse. Quizá porque una ingenua confianza desarma, o porque le parecía más prudente no crearse mala fama en casa de los señores. Así, en su gruñido, «hmmm», y en su manera de burlarse, con las manos en las rodillas, cuando Tomás insistía en penetrar en los conocimientos prohibidos, a los que no podía acceder, radicaba precisamente gran parte de aquello que el pequeño quería saber. Pero, si, en cierta ocasión, esta reserva se rompió de pronto fue por culpa de los demonios del Issa, o de la inexperiencia de Tomás, quien despreció la regla según la cual no hay que seguir siempre y a todas partes a la persona a la que se adora. Pero ¿de dónde le habría venido el tacto suficiente, si vivía solo con sus ensueños y, en realidad, nadie le había enseñado a comportarse?

La señora Malinowska iba pocas veces a la cabaña. Al mediodía, le llevaba la comida a su hijo, pero no siempre, y Domcio se cocinaba él mismo la sopa de col, cortaba con la navaja grandes rebanadas de pan negro y se las comía acompañadas de tajadas de tocino. Y, además, manzanas y peras asadas: las peras asadas en ceniza son lo mejor del mundo, y las patatas, que también se preparaban, se cubrían de una corteza crujiente; para probar si ya estaban cocidas, clavaban en ellas unos palitos afilados. Antonina sólo iba allí para llevarse a Tomás por el pescuezo, o para cargar con las «cestas de la inspección» -así se llamaba la porción de frutas que el arrendatario cedía al señor para el consumo diario de su casa-; en tal caso la ayudaban a llevarlas. A Domcio le llamaba con un nombre tan divertido como feo: napuzuk, que significa «pariente de todos los sapos».

Загрузка...