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Lucas Juchniewicz lloriqueaba, sentado en un rincón del sofá. Se enternecía con la misma facilidad con que caía presa de la tristeza.

– Pero, querido Lucas -trataba de consolarlo la abuela Misia-, aún no ha ocurrido nada, a lo mejor no procederán a la parcelación.

– Sí, la harán -gemía-. Seguro. ¡Sinvergüenzas, ladrones, nos echarán a la calle con un saco a la espalda! ¿Dónde nos meteremos, pobres de nosotros? -y se secaba los ojos con el revés de la mano.

La hacienda, que desde hacía tiempo arrendaban los Juchniewicz, tenía, de hecho, que ser parcelada por no se sabe qué ley de reforma agraria, y no era fácil negarle a Lucas la razón. Tía Helena estaba sentada a su lado con una sombra de suave resignación en la mirada. El abuelo, sentado frente a ellos en una silla, carraspeaba.

– Os trasladaréis a vivir aquí, naturalmente. Incluso será mejor; nos ayudaréis en la hacienda. Además, con esta reforma, es preferible que Helena viva aquí.

– Pero José nos ha denunciado -suspiró Helena.

– Ese sinvergüenza, ya os lo decía yo. Tus lituanos son todos así -la abuela Misia se dirigía al abuelo, imitando burlonamente su modo de hablar-: esa gente buena, querida, no hará nada malo. ¡Sí, yo les daría con un látigo -¡con un látigo!-, y ya veríais si aprenderían!

El abuelo se ajustaba los gemelos de los puños, cosa que hacía siempre que se sentía inseguro.

– El funcionario me prometió que lo arreglaría. Claro, habrá que untarle bastante. Ese José no conseguirá nada.

– A mí, lo más sensato me parecería trasladarnos a la casa forestal. Para que vieran que usted, padre, vive en lo que es suyo, y yo en lo que es mío. En estas circunstancias, lo mejor es estar en su casa-afirmaba Helena.

Tomás apartaba la vista del libro, los escuchaba unos momentos, y, en seguida, sus voces volvían a ser un murmullo sin sentido. Se había calentado un hueco en la fría piel del sofá bajo la ventana. Detrás de la ventana del comedor, los gorriones piaban en la viña virgen, cuyos filamentos alcanzaban ya los bastidores. Las hojas de las agaves se erguían en el césped, doradas en el sol de la tarde.

– Pobrecito, chiquitín, se morirá -se burlaba la abuela Misia-. Bah, el toro ése no hace nada allí, se fabrica su alcohol casero para venderlo en Pogiry y andar borracho perdido todo el día. Está tan gordo que da asco verle. ¡Fuera! Echadlo y basta.

– Pero… se ha construido la casa con sus propias manos -trataba de justificar el abuelo-. También cuida del bosque. ¿Cómo quieres tratar así a un hombre?

– ¡A un hombre! Aquí está la cosa, que no se trata de un hombre, sino de tu queridísimo Baltazar, de ese tesoro, de ese ojito derecho tuyo al que aprecias más que a tu propia hija.

– ¡Pero Dios me libre de hacer daño a quien sea! -exclamaba Helena levantando los brazos con expresión de horror-. No lo he pensado ni por un momento. Podría encontrársele una vivienda aquí mismo, en la casa, y ayudaría. Szatybelko ya está muy viejo. O bien habría quizás una casa para él en la kumietynia.

Aquí, Tomás volvió a prestar atención, curioso de saber qué respondería el abuelo a esto.

– Sí, quizás la habría -asintió el abuelo-. Incluso sería una buena idea. Sólo que, sabes, Helena… eh… vivimos tiempos en que… eh… tú misma lo sabes tan bien como yo, si se disgustara y se enfadara… Tú misma debes comprender que lo más importante ahora es que… se apruebe la parcelación. De modo que… eh… no es el momento de crearse enemigos. Él conoce bien el bosque y podría… Ya tenemos bastantes problemas con José.

La amenaza de peligro actuó eficazmente sobre Helena y la abuela, de modo que no contestaron, Lucas se cogía la cabeza con las manos.

– ¡Qué tiempos tan horribles nos ha tocado vivir! ¡Andar con pies de plomo con esos brutos, y hasta mimarlos! ¡Qué pesadilla!

– Pobre Lucas, ¿y si le diéramos un poco de valeriana? -insinuó la abuela, pero Helena no le hizo el más mínimo caso.

Para Tomás, Lucas era un personaje misterioso. Ningún adulto se comportaba como él, y sólo con verle le entraban ganas de reírse, pero allí nadie se reía, lo cual le hacía dudar de sí mismo. No obstante, Lucas llevaba pantalones largos, era el marido de Helena, sabía qué, cuándo y dónde había que sembrar y recoger. De modo que Tomás abrigaba la sospecha de que, detrás de aquel rostro, como de gutapercha, que tan pronto se deshacía en sollozos por exceso de ternura como se contraía en un gesto de desesperación total, se escondía otro Lucas, el auténtico, no tan tonto como parecía a primera vista. Sin embargo, nunca había podido tratar con aquel otro Lucas, más listo. Pero le parecía imposible que todo él fuera realmente sólo éste, y Tomás le atribuía una astucia especial: todo en él debía ser puro simulacro. Lucas se vestía también, para ciertas ocasiones, de distinta manera, como para ayudarse un poco en aquella comedia: llevaba pantalones estrechos a cuadros marrones, con una tira que le pasaba por debajo de la suela de los zapatos y un sombrero como los que se guardan en el fondo del viejo baúl, cubiertos de naftalina, de antes de la guerra del catorce.

Tía Helena lo trataba con afecto, pero, como pudo observar Tomás, lo menospreciaba totalmente. Lucas jamás expresaba una opinión propia.

– Si en casa de Baltazar pudiéramos disponer de una sola habitación, ya sería suficiente. Una sola habitación.

Para los funcionarios… ¡que vengan, que miren! -decía ahora Helena.

La abuela rezongó escandalizada.

– Pero Helena, ¿qué dices? ¿Así, en el bosque, como por caridad en casa de ese patán? ¡Qué horror!

– Bueno, no para siempre. Sólo así, de vez en cuando; convendría que corriera la voz de que la Juchniewiczowa vive en su propia hacienda. Papá podría exigirle esto, como mínimo.

– Está bien, hablaré con él, sí, lo haré. Claro que le hablaré -repetía inseguro el abuelo.

Tomás volvió a su libro, pero en seguida su atención se vio atraída por las invectivas que lanzaban contra José. Que si era un chauvinista, un fanático; que, si pudiera, los mataría; que si mordía por sorpresa, como los perros; que si le regalaban leña tan sólo por enseñarle aritmética al chico y que si le habían hecho tantos favores. Únicamente el abuelo no dijo ni una palabra, y sólo al cabo de un buen rato murmuró tímidamente:

– Desde su punto de vista, quizás tenga un poco de razón.

La abuela Misia juntó las manos y levantó los ojos al techo, tomando al cielo por testigo.

– ¡Dios mío!

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