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Dentro de una semana tendría lugar una cacería de urogallos, y la aventura de tía Helena sumió a Tomás en la mayor de las perplejidades. Aunque por muchos motivos no le era simpática, se sentía atado por la solidaridad familiar. ¿Qué había ocurrido? Helena iba a Borkuny en el carruaje, y Tomás no dejó escapar la ocasión. Sostenía las bridas y el látigo, iban sentados uno al lado del otro, ya estaban en el bosquecillo, el caballo empezaba a remontar la cuesta, cuando de pronto… Era difícil saber si primero vio, u oyó. Por detrás de un joven abeto, hubo un destello blanco, seguido de unos gritos que salían de la garganta de Barbarka, a quien jamás había visto de aquel modo. Quedó petrificado de estupefacción. Sofocada, con las cejas fruncidas, agitaba una vara de avellano y vociferaba:

– ¡Perra! ¡Ya verás! ¡Te enseñaré yo a ir por ahí con tus amoríos!

Y siguió toda una sarta de maldiciones en los dos idiomas.

– ¡Que te vea yo una vez más en Borkuny! ¡Que te vea yo!…

Restalló la vara, y Helena llevó las manos a las mejillas; restalló otra vez la vara, y Helena se cubrió con el brazo. Cómo comportarse en esos casos superaba todos los conocimientos de Tomás. Tan sólo supo golpear al caballo; las ruedas giraron ruidosamente.

– ¡Da la vuelta! ¡Da la vuelta! ¡Dios mío!, pero ¿por qué, por qué? -se lamentaba Helena-. ¡Da la vuelta, Tomás, no volveré a pisar esa casa!

Sí, era fácil decirlo, pero el camino era estrecho e iban aplastando arbustos, y la rueda chirriaba contra el flanco del carruaje; estuvieron a punto de volcar. Gruesos lagrimones resbalaban por la cara de tía Helena. Estaba colorada y, sobre todo, expresaba en voz baja su estupor. Juntaba las manos como si rezara, y el azul de sus ojos clamaba al cielo venganza por aquel ultraje inmerecido.

– ¡Qué horror! ¡No entiendo nada! ¿Pero por qué? ¿Cómo se ha atrevido? Debe estar loca.

Tomás se sentía incómodo y procuraba no volver la cabeza, simulando concentrarse en los caballos. Además, tenía bastante tema de meditación. Amoríos… eso, sí, era cierto. Todas aquellas muecas acarameladas que dirigía a Romualdo. Cuando estaba con él, los ojos se le volvían como dos ciruelas húmedas. ¿Pero a qué venía aquella intervención de Barbarka? No podía entenderlo. ¿Acaso se había hartado él de las tonterías de Helena y le había ordenado a Barbarka que la esperara en el bosquecillo? ¿Cómo podía aliarse con su sirvienta en contra de su tía? ¿Qué le importaban a Barbarka los asuntos de Romualdo?

Tomás había quedado con él para ir de caza. Aquella amistad masculina no se resentiría por culpa de una tontería como aquélla, una discusión muy poco seria de gente mayor. Lo malo es que ella ya no volvería a Borkuny y le prohibiría ir a él, y, si él, a pesar de todo, iba, podría parecer feo. ¿Se lo prohibiría? Quizás no. En todo ello, había algo vergonzoso y, deteniéndose en la frontera de las cosas poco claras, Tomás adivinaba que su tía no tenía motivos para vanagloriarse. Aunque Helena no dijo ni una palabra, de su silencio nacía una especie de acuerdo entre los dos. Su rostro se volvió lúgubre, dos pliegues se formaron junto a los labios, se tambaleaba en el carruaje como una lechuza.

– ¿Cómo? ¿Tan pronto? -preguntó la abuela Misia.

– Pues sí. Bukowski no estaba en casa -mintió Helena, como sin darle importancia.

Así fue cómo se afirmó una especie de supremacía de Tomás y, al mismo tiempo, se estableció la complicidad entre los dos. Desgraciadamente, al recuerdo de Barbarka enfurecida se mezclaba otro recuerdo, que le afectaba tan sólo a él. No hacía mucho, en una de sus salidas con la escopeta, mientras iba paseando por la linde del bosque, salió de la espesura, muy cerca ya de los campos del pueblo de Pogiry. Un viejo campesino, subido a un carro, colocaba las gavillas que un joven le pasaba desde abajo con la ayuda de una horquilla. Al ver a Tomás, quien lo saludó amablemente con un Padék Dévu (o sea «Dios le ayude»), interrumpió su trabajo e, irguiéndose sobre su montón de gavillas, empezó a insultarlo agitando al sol su puño cerrado. Tomás no se lo esperaba en absoluto, apenas si lo conocía de vista, y sentirse así, de pronto, objeto de semejante odio inmerecido fue para él una experiencia muy dura. Si la ira se enfrenta a la ira, es más soportable, pero allí la ira se había desatado contra su amabilidad, sólo por el hecho de ser él hijo y nieto de señores. No sabía dónde meterse, se alejó despacio para que no pareciera que huía, el rostro le quemaba de vergüenza y pena, y sus labios, aunque no lo hubiera confesado a nadie, temblaban y se doblaban en forma de herradura.

Algo en el repentino ataque de Barbarka le recordó aquel día. Al fin y al cabo, él, con Helena encima del carruaje, era una cosa, y Barbarka otra. Pero ante todo sobre Romualdo recaía la responsabilidad por aliarse con… e inesperada y obstinadamente, se le apareció de pronto el amado y sacrílego Domcio, con quien había soñado varias veces bajo la forma de Barbarka. «¡Vaya compañía ese señor Romualdo! -y la abuela Misia recalcaba la palabra "señor"-. ¡Con todos esos desharrapados que entran en esa casa!»

Romualdo olía a tabaco y a fuerza. Tomás no quería perderle. De pronto, se dio cuenta de que de lo que se trataba era de los urogallos, la escopeta, todo, y se asustó de cómo por unos instantes pudo tener semejantes pensamientos. A fuerza de insistir, arrancó a la abuela Misia unas tiras de lienzo para envolverse los pies y se procuró unas sandalias de líber de tilo, pues no se metería con botas en las marismas.

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