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La vida de las personas que, al salir por la mañana de su casa, no han oído el gorgoteo de los urogallos, debe ser más bien triste, porque no saben, en realidad, qué es la primavera. En momentos de desazón, no les llega el recuerdo de los festejos nupciales que tienen lugar en algún lugar, independientemente de lo que pueda atormentarlas a ellas. Y, puesto que el éxtasis existe, ¿importa mucho que no sean ellas las que lo sientan, sino otros? Unas florecillas lilas, con un polvillo amarillo en el centro, asoman por entre los pinos, erguidas en sus tallos cubiertos de una pelusilla aterciopelada: es la época en que los urogallos machos bailan en los calveros, arrastrando las alas por el suelo e irguiendo sus colas en forma de liras, color tinta, blancas por debajo. Sus gargantas no logran contener el exceso de canto, y se hinchan a cada oleada de sonido.

Romualdo no los cazaba en los bosques Borkuny, pues procuraba proteger la caza en los alrededores. El bosquecilio de abedules, frecuentado por las víboras, lindaba con un pinar joven y era el lugar elegido por los urogallos para sus cánticos nupciales. Los arbolitos crecían allí más bien espaciados pero frondosos, y sus ramas se arrastraban a ras del suelo. Entre ellas, como un parqué, musgo rastrero, líquenes grisáceos y, aquí y allá, matas de arándanos. En aquellas regiones, se construían para la caza unas cabañas que, por fuera, más parecían arbustos; el cazador se ocultaba allí antes del amanecer y esperaba, teniendo al frente la pista de baile de los urogallos. Tomás se imponía el pundonor de no hacer uso más que de su propia destreza. Cazaba sin escopeta, y su objetivo consistía en llegar rastreando tan cerca que, en caso de llevar un arma, no pudiera fallar el tiro.

Nieblas lechosas y rosa infantil del cielo… Nieblas que pueden aparecer en cualquier época del año, pero ¿en qué se distinguían aquéllas de las demás para que su placidez cortara el aliento? Entre ellas, sobre la blancura del rocío o de la escarcha, los negros y relucientes gallos, son como enormes escarabajos de metal. Eligieron como terreno para sus escarceos amorosos un auténtico jardín encantado. Tomás avanzaba a gatas tratando de espiarles, pero sólo una vez consiguió acercarse del todo. En otra ocasión, un urogallo emitía su reclamo en lo alto de un pino: las gotitas transparentes que colgaban de las agujas brillaban con destellos tornasolados, y el pájaro ocupaba el centro del espacio; a los ojos de Tomás, era como un planeta. Y lo más importante, se marchó volando, por sí solo, sin que ningún paso imprudente lo asustara. A Tomás le hubiera gustado poseer un gorro que lo volviera invisible, como ocurre en los cuentos, pero incluso sin él a veces también conseguía pasar inadvertido.

La primavera iba afirmándose, y los cerezos empezaron a florecer en tal cantidad a orillas del Issa que su amargo aroma llegaba incluso a marear. Las chicas, de puntillas, cortaban ramos de esas frágiles flores que se deshojan tan fácilmente; al anochecer, detrás del pueblo, la trompeta y el tamboril iban dando vueltas por el prado, marcando el ritmo monótono del suktinis, baile de la región. La casa de Ginie quedaba entonces casi sepultada bajo compactas nubes de lilas en flor.

Aquel año, Tomás no hizo uso ni una sola vez del arpón de cuatro dientes, con su larga asta, que llevaba, cuando Pakienas o Akulonis iban a pescar lucios en la época del desove, y la herrumbre de los anzuelos manchó el sedal de sus cañas de pescar. Llegó a sentir remordimientos por ello. Pero ahora tenía demasiadas ocupaciones apremiantes, tanto en casa del señor Romualdo como en Borkuny, en la de la vieja Bukowski, hacia donde se sentía atraído no tanto por ella misma, ni por Dionisio o Víctor, sino por el lago.

El lago era pequeño, pero no lo bordeaba ningún campo, ni conducía a él camino alguno y en eso estribaba su valor. Rodeado de tierras pantanosas, se podía llegar hasta él tan sólo siguiendo un estrecho sendero, y, aun así, hundiéndose en el agua hasta el tobillo. En sus riberas crecían juncos altos, pero Tomás descubrió una pequeña ensenada con amplia visibilidad y allí permanecía largas horas inmóvil, sentado en el tronco de un aliso. La superficie del lago era totalmente lisa, como un pedazo de cielo, surcada de vez en cuando por un ave acuática que dejaba a su paso largos pliegues. El lago tenía sus propios habitantes, y Tomás ansiaba siempre que aparecieran. Los ánades se zambullían en el aire lanzando un largo silbido y sobrevolaban largamente la superficie, rozándola apenas con el triángulo de sus alas; al remover el agua, se formaban unas suaves olas que llegaban hasta él. Los gavilanes espiaban a los patos, piando desde las alturas, y Tomás presenció una vez el ataque de un gavilán a un ánade macho de plumas multicolores, que consiguió refugiarse entre los juncos. Pero lo que más llamaba su atención eran las costumbres de los somormujos. A veces, emergían tan cerca de él que habría podido alcanzarlos de una pedrada: tenían el pico rosado, un moño y una golilla de color castaño sobre el cuello blanco. ¿Qué significaban sus extrañas ceremonias en el centro del lago? Los cuellos, convertidos en serpientes, surcaban la superficie a gran velocidad y, con la cabeza baja, curvaban estas serpientes en forma de arco. Su velocidad era asombrosa, pero ¿cómo la adquirían, si no volaban y apenas si tocaban el agua? Pues seguramente como las barcas de motor que había visto en las ilustraciones de la abuela Dilbin. ¿Y para qué? Se lo preguntó a Víctor, pero éste se rió y contestó, tartamudeando como siempre: «Se persiguen porque son tontos», lo cual, evidentemente, no le pareció una explicación suficiente para un naturalista.

En general, la compañía de Víctor no era la más indicada, tanto por su tartamudez como por su rudeza. Sin embargo, araba, rastrillaba, echaba comida a los caballos y a las vacas e incluso las ordeñaba con una criada que habían contratado, siempre ocupado y siempre mandado por todos. Quizás haya empezado a tartamudear por temor a su madre. Al sentarse, la vieja Bukowski separaba las piernas, entre las que asomaba su abultada barriga, y apoyaba las manos con los puños cerrados sobre las rodillas. Entre esa postura, natural en ella, y aquella manera de tocar la guitarra entornando los ojos, cuando estaba de buen humor, había un abismo, y sus cantos le parecían a Tomás desagradables, como si un buey imitara a un ruiseñor.

La señora Bukowski criaba gran cantidad de patos. Un detalle dio que pensar a Tomás. Los patos se paseaban alrededor de la casa picoteando la hierba, o bien procuraban revolcarse en una pequeña concavidad que se llenaba de agua después de las lluvias; aparte de esto, no tenían más que barro húmedo, que, en tiempo seco, se resquebrajaba en grietas zigzagueantes. «¿Por qué no se acercarán al lago?» preguntó. Víctor hizo una mueca algo despreciativa, y su respuesta, una vez extraída de su balbuceo habitual, venía a decir; «¡Bah. si lo supieran!». Ignoraban que allí mismo existía un paraíso donde podrían bucear en un agua cálida llena de algas, de anchas hojas desparramadas sobre las soñolientas profundidades y de escondrijos entre los juncos. Al contemplar sus picos planos, que avanzaban dando chasquidos, y aquella expresión en las mofletudas mejillas, Tomás sentía compasión de su ridícula limitación. ¿Había algo más fácil que ir paseando hasta el lago? Llegarían allí en diez minutos. Hasta unos años más tarde, Tomás no fue capaz de llevar hasta el final su incipiente y poco claro pensamiento filosófico: los hombres eran unos infelices. Igual que aquellos patos.

La belleza de aquella primavera en la que cumplió doce años no escatimó a Tomás ciertas inquietudes, y quizás, en cierta medida, incluso contribuyó a fomentárselas. Por primera vez, advirtió que él mismo no era del todo él mismo. El uno era tal como él lo sentía en su interior, y el otro, el exterior, el corpóreo, era tal como había nacido, y en éste nada dependía de él. Cuando Barbarka lo llamó «tonto» desconocía su admiración por ella, porque, de haberla sabido, no le habría herido de aquella manera. Lo juzgaba por su exterior, y esa dependencia de su propio rostro («Tomás tiene la cara como un culo tártaro»), de sus gestos y de sus movimientos, que deben asumirse, le pesaba cruelmente. ¿Y si él no fuera como los demás, sino peor, organizado de otra manera? Romualdo, por ejemplo, es musculoso, seco, tiene las rodillas prominentes. Tomás se tocaba los muslos y los encontraba demasiado gruesos. Se ponía de perfil frente a un espejo y se miraba el trasero demasiado saliente, pero, si oía de pronto unos pasos, fingía que sólo pasaba por allí, sin detenerse a mirarse. El pelo de los demás crecía a ambos lados de la raya, pero por mucho que él se cepillara y tratara de peinarse, tenía tan poco éxito como si se tratara de peinar un perro a contra pelo.

De modo que vivía dentro de sí, como en una prisión. Si los demás se burlan de nosotros es que no son capaces de penetrar en nuestra alma. Llevamos en nuestro interior nuestra propia imagen, unida al alma, pero, a veces, una sola mirada peculiar puede romper esa unión y mostrarnos que no, que no somos como nos gustaría ser. Además, se vive dentro de sí mismo y, al mismo tiempo, observándose desde fuera, con dolor. Así pues, Tomás añoraba aún más su Reino de la Selva, cuyo plano guardaba en un cajoncito cerrado con llave. Tras pensarlo con detención, llegó a la conclusión de que no admitiría en él a mujer alguna, ni Helena, ni la señora Bukowski, ni Barbarka. Los hombres también saben entornar los ojos y mirar fríamente, pero lo hacen tan sólo cuando establecen esa especie de relación con las mujeres y únicamente en su presencia. Cuando su espíritu se dirige a nobles fines, los hombres no se preocupan de pequeñeces, como por ejemplo, del aspecto externo de la gente.

Las hojas de los tilos junto a la casa de Ginie se transformaron de menudas yemas en grandes manos verdes, y taparon la campanilla colgada en el interior de una casita carcomida, colocada muy alto en la bifurcación de un tronco.

Tomás no recordaba que la hubieran usado nunca; jamás se colgó de ella ninguna cuerda y nadie hubiera podido alcanzarla Por la tarde, durante los oficios del mes mariano, la luz que penetraba en la iglesia a través de la ventana era amarilla, y las flores exhalaban un suave perfume alrededor de la imagen azul de la Virgen.

Llegan las lluvias veraniegas, tras las cuales los caminos quedan encharcados en un barro color chocolate, en los que se abren paso los últimos hilillos de agua. Al pisar con el pie desnudo, entre los dedos aparece como una pasta blanda. Luego, el agua rellena la huella cóncava dejada por el talón.

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