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Barbarka propinaba sonoras bofetadas en la jeta del señor Romualdo, tan fuertes que su eco se extendía por el vergel. «¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?», repetía él, retrocediendo. El ataque al adversario por sorpresa es una táctica en general muy recomendada, y, en este caso, la sorpresa fue total. En aquella mañana de domingo, sin haber mediado ninguna discusión ni malentendido, de pronto: «¡Cerdo! Ahora te da por ir con viejas! ¡Toma! ¡Toma! ¡Por el daño que me has hecho! ¡Toma!». La aparición de un cometa no hubiera sin duda suscitado en Romualdo más estupefacción que aquel ataque. Claro que él habría podido agarrar un palo y echarla inmediatamente de Borkuny, pero, por el contrario, se iba ablandando y se preguntaba si ella no se había vuelto loca. Pero Barbarka ya salía corriendo por un sendero, llorando desconsoladamente.

Su llanto era sincero. En sus golpes convergían la ira y el cálculo. Barbarka sentía que era así y no de otra manera cómo tenía que actuar y que, al hacerlo, se exponía a ganarlo, o a perderlo todo. Enfurruñarse e ir rezongando por los rincones de la casa ya no serviría de nada. Además, cuando se da un salto, no se aprecia la distancia mediante la aritmética. Romualdo era un adversario, pero no únicamente eso. Él estaba a gusto con ella, y ella lo sabía. En primer lugar, no le sería fácil encontrar una sirvienta como ella, tan limpia, ordenada y dispuesta para toda clase de trabajos, incluso para arar: en cierta ocasión, había arado ella sola casi todo un campo, cuando él estuvo enfermo y el jornalero se marchó después de una discusión. Además, cocinaba mejor que las demás. Él ya no era jovencito, tenía sus manías y a una nueva tendría que volver a enseñarle todo. Además, había otros motivos por los que podía sentirse segura de sí misma.

Aquella vida, lejos de todo, les satisfacía plenamente, porque vivían juntos. La primavera y el verano pasaban aprisa, cargados de toda clase de ocupaciones; tantas, que casi no podían con todo. En otoño, ella hacía mermeladas de arándanos y manzanas y, cuando comenzaban las lluvias, se sentaba a la rueca. Sabía hilar fino. Cultivaban su propio lino y compraban lana a Masiulis. Con lo que había hilado, tejía lienzos de lino y paños de lana en su telar. Lo hacía cada día hasta el anochecer (se oía el ruido seco de la lanzadera); se puede hilar de noche, casi a ciegas, pero, para tejer, es preciso tener luz y prestar mucha atención. Ese telar de madera y unas cuantas faldas guardadas en un baúl, constituían la única dote de Barbarka.

Su laboriosa semana terminaba, el sábado, con la ceremonia del baño y, el domingo, con su ida a la iglesia, a pie o en coche. Romualdo no era muy piadoso y faltaba a misa muchos domingos, pues prefería ir de caza.

Romualdo había construido con sus propias manos la caseta para el baño, junto al río, y lo había hecho a conciencia. Se componía de dos cuartos. En el primero, había clavado en la pared unas perchas de madera, para poder colgar la ropa, e incluso talló un banco, para que fuera más cómodo vestirse y desnudarse. Allí también instaló un hogar en el que se introducían unos troncos gruesos que calentaban de tal manera una piedra plana colocada al otro lado del tabique que, si se vertía sobre ella un cubo de agua, desprendía al instante torbellinos de vapor. En la otra habitación, de pared a pared y unos encima de otros, había tres estantes, unidos entre sí para formar unos peldaños. Nada hay más desagradable que una caseta de baño en la que entra el viento, de modo que todos los años recubrían con musgo las rendijas que se formaban entre los troncos de las paredes.

Al principio de la ceremonia, Barbarka le lavaba la espalda a Romualdo. A continuación, éste añadía vapor, pues le gustaba muy caliente. Se encaramaba directamente en el último estante mientras ella colocaba a su lado, al alcance de su mano, un cubo de agua fría: si uno se va echando agua fría a la cabeza, puede aguantar más tiempo allí arriba. Barbarka cogía un azote de varitas de abedul y, desde el peldaño inferior, se las pasaba por el pecho y la barriga, lo cual exigía mucha pericia: por efecto del vapor, la piel se vuelve sensible y el más pequeño roce quema como si de hierro al rojo vivo se tratara; un roce suave duele más que un golpe, y el arte consiste precisamente en saber pegar y rozar alternativamente. Romualdo resoplaba y gritaba: «¡Ay! ¡Más! ¡Más!». Hasta que se levantaba de un salto, rojo como un cangrejo cocido y salía corriendo afuera: allí, se dejaba caer en la nieve, se revolcaba en ella unos segundos, lo justo para recibir un latigazo y no sentir frío. Volvía y se subía otra vez al estante, porque le tocaba el turno a Barbarka. La tenía allí arriba tanto tiempo que ella acababa gimiendo: «¡Ay, ay! ¡No puedo más!». «¡Claro que puedes! Date la vuelta» y la azotaba, mientras ella gritaba, riendo: «Basta ya, ¡suéltame!».

Si Romualdo la despidiera, ¿con quién iría a bañarse y quién le frotaría la espalda?

No había la menor duda de que Romualdo, en el baño, la miraba con suma complacencia. Era la encarnación misma de la salud y de la juventud, los senos ni demasiado pequeños ni demasiado llenos, la espalda y las caderas fuertes. Al lado de él, ella era de un rosa pálido, casi blanca. Y, sea por lo que fuere, le daba muchas ocasiones de sentir su orgullo viril.

Sea por lo que fuere. Cuando se sometía al rito amoroso, Barbarka (lo cual no es quizá demasiado idóneo, pero en aquel momento no se piensa en lo que es o no es adecuado) invocaba los santos nombres del Evangelio y, al rendir el último suspiro, gritaba en un susurro: «¡Ro-muaaaldo!». Él, inmóvil, contemplaba aquella oleada que chocaba contra él, y que él mismo había provocado. Tenía el prurito del trabajo bien hecho. Le satisfacía comprobar que, poco después, ella volvía a jadear y a emitir su confusa letanía. Si esto se repetía una y otra vez, ella no se quejaba nunca. Y no podía siquiera imaginar que pudieran separarse un día. Si algunos antiguos métodos no dieran resultado y viniera un niño, pues bienvenido sería. El mundo parecía renovarse cada mañana, el cristal bañado de rocío, un ligero temblor en las rodillas. De ahí tantas canciones junto al telar, por un exceso de alegría.

Pero ahora lloraba y pensaba a la vez en lo que él debía de estar haciendo en el vergel. Camina por el sendero, dentro de un momento oirá el chasquido de las tablas, él entrará y dirá: «¡Fuera!», pese a que, si la echara así, en un arranque de cólera, actuaría en contra de sí mismo. No necesitaba para nada toda esa historia con Helena Juchniewicz. Barbarka consideraba sus caprichos de nobleza como parte de la tontería masculina, distinta en cada hombre, y que hay que soportar tal como es. No es más que un disfraz, por debajo es como todos. Pero debería darse cuenta de que correteando detrás de una verdadera dama, sólo para demostrar que no era peor que los demás, lo estropeaba todo.

¡Si no fuera por la vieja Bukowski!… Esa era el enemigo. No se oponía a que Barbarka viviera en casa de Romualdo, pues él no podía vivir solo, pero los vigilaba. A veces, él sentaba a Barbarka junto a él en el carruaje e iban así hasta la iglesia; entonces, la madre le reprendía: «¡Qué dirá la gente! Una sirvienta debería saber cuál es su sitio».

Sí, la Bukowski era un obstáculo. Ella tenía la culpa de que le estuviera vedada la felicidad suprema, el sentirse dueña y señora de Borkuny, con la seguridad de que nadie podía ya echarla de allí. Nunca ningún Bukowski se había casado con una campesina, ni siquiera una campesina rica, no como ella. Con la mirada baja, fija en sus rodillas, sentada con las piernas separadas, que tensaban la falda, Barbarka se abandonaba a su desesperación. Los demás obstáculos le parecían ahora una preocupación innecesaria. Si él entrara ahora, ella caería de rodillas ante él y le pediría que la perdonara, con tal de que todo siguiera como hasta entonces.

La nuca robusta de Romualdo estaba surcada de pequeños rombos. Ahora se había puesto roja como un moco de pavo. Estaba de pie, inmóvil. De pronto, empezó a caminar aprisa, en dirección a la casa, pero se detuvo junto al porche. Al cabo de un instante, subió despacio la escalera y, ya en su habitación, descolgó su escopeta.

El bosque, cuando se pasa en él muchas horas escuchando su murmullo, es buen consejero. Sus consejos o el hecho bien conocido de que la dureza de los hombres es tan sólo aparente, hicieron que, cuando volvió por la tarde, no dijera ni una palabra. Hasta la noche, cuando ella hubo ordeñado las vacas, no se oyó su rotunda llamada:

– ¡Barbarka!

Entró en la habitación temblando.

– ¡Acuéstate!

Romualdo sostenía en la mano la fusta con la pezuña de ciervo. Le levantó la falda y le azotó el trasero desnudo, sin prisa, pero haciéndole daño. A cada golpe ella lanzaba un gemido, se retorcía, y mordía la almohada, pero se sentía feliz. ¡No la había rechazado! ¡La castigaba, por lo tanto la consideraba suya! Su castigo era justo. Se lo tenía merecido.

Lo que pasó a continuación puede ser considerado un premio, tanto más cuanto que el amor se vuelve más dulce cuando va unido a las lágrimas y al dolor. Aquí conviene señalar uno de los rasgos más curiosos del ser humano: incluso cuando se acerca a la cima del éxtasis, no le abandona el pensamiento, que sigue fluyendo independientemente del frenesí carnal. Entonces, más que en ninguna otra circunstancia, siente como una doble naturaleza. Los labios de Barbarka iban soltando nombres de santos, testimoniando así su filial fidelidad a la Iglesia, así como su incapacidad para expresar la vehemencia de sus sentimientos en otro lenguaje que no fuera aquél, mientras el pensamiento seguía calibrando su triunfo. Ella, quien unos momentos antes se conformaba totalmente con que las cosas siguieran tal como habían sido hasta entonces, iría ahora más lejos y se disponía ya a luchar contra la vieja Bukowski. La Barbarka visible deseaba que él la desgarrara y la colmara, mientras la Barbarka invisible le insinuaba que, si de todo ello nacía un niño, tampoco estaría mal. Y las dos mantenían entre sí cierta complicidad.

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