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Las obligaciones y las diversiones no están repartidas por igual. Adornado de magníficas plumas, el pato macho prefiere la soledad al aburrimiento de empollar los huevos y cuidar de los pequeños. Durante los mejores meses del año (mayo, junio y julio), la hembra se acurruca en el nido y, más tarde, arrastra tras de sí una cadena de pequeños seres cloqueantes, cuya velocidad queda frenada por el último eslabón de la cadena, que mueve con dificultad las patitas. La primera actividad seria que aprenden los polluelos es la de esconderse, en caso de alarma, bajo las hojas flotantes, dejando fuera tan sólo la punta del pico. Más adelante, aprenden a volar, que no consiste únicamente en mover las alas: lo más importante es saber despegar del agua. Tardan tiempo en aprenderlo y levantan un polvillo de gotas mientras avanzan en el aire, pero aún no del todo. El principio de la época de caza les sorprende generalmente en esta fase.

Las canoas olían a brea. Tomás se acurrucó en la proa, tras él se sentó Romualdo con el perro y, a continuación, el batelero, que pasaba rítmicamente el remo de una mano a otra. Avanzaban suavemente en el espacio virgen, pequeñas olas golpeaban contra el borde; la otra canoa y las cabezas de los hombres se recortaban sobre la niebla y los rayos, como si estuvieran suspendidas en el vacío. Se dirigían directamente a la orilla opuesta. Ya podían distinguir los macizos de juncos cuando el batelero se levantó, dejó el remo, cogió la pértiga y la apoyó en el fondo, inclinándose a cada nuevo impulso.

Una ciudad flotante, una aglomeración de puntos oscuros entre el humo de las aguas y una bandada de ánades. La canoa cogió nuevo impulso, cortándoles la huida hacia los juncos; los patos formaron un cordón siguiendo a la madre, pero en seguida perdieron el orden intercambiando gritos que tal vez querían decir: «¿Qué hacemos ahora?». Riendo, Romualdo le avisó: «¡Cuidado, vas a caerte!». Tomás se afianzó en la proa, preparado para disparar. Alzaron el vuelo cuando ya estaban cerca. Fue como una tempestad de aleteos y surtidores de agua: ¡pum!, disparó Tomás; ¡pum, pum!, Romualdo. La superficie vibró bajo la metralla, y quedaron unos círculos, tres líneas inmóviles y la cuarta dando vueltas sobre sí misma.

Quien nunca haya recogido un pato matado por su propia mano, difícilmente podrá entenderlo. Conviene, además, saber distinguir: o bien nos acercamos a él a nado, después de dejar la ropa en la orilla, y entonces lo vemos crecer al nivel de los ojos, balanceado por la ola que nosotros mismos hemos levantado; o bien maniobramos de manera que lo encontremos justo al lado del borde de la canoa, y entonces alargamos el brazo para cogerlo. Tanto en un caso como en el otro, todo se realiza entre el acto de verlo de cerca y el de tocarlo. Primero, es tan sólo un objeto que flota en el agua, hacia el que nos empuja la curiosidad. Una vez que lo hemos tocado, se convierte en un pato muerto y nada más. Pero el momento en que se encuentra allí mismo, al alcance de nuestra mano, meciéndose con la redondez de su pequeño vientre moteado, nos promete una sorpresa, ya que no sabemos a qué hemos dado muerte, si a un pato-filósofo o a un pato-científico, y esperamos vagamente (sin creerlo del todo) encontrar junto a él su diario. Por lo demás, cuando se trata de pájaros acuáticos, a veces, aunque no muchas, la espera tiene su recompensa: en una pata, encontramos una anilla y, escritos en ella, unas cifras, o los signos de alguna estación científica de un país lejano.

Levantaron cuatro ánades reales y, siguiendo los juncos, exploraron las ensenadas. Tomás vio un ánade entre tallos enmarañados: disparó, el pato aleteó y cayó de lado. «¡Vaya vista!», le animó Romualdo; en aquel mismo instante, todo pasó a ser un hervidero, porque una columna de jóvenes patos que ya sabían volar levantó el vuelo. Romualdo abatió dos con su escopeta de doble cañón. Cerca, resonaron los disparos de Dionisio y Víctor.

El límite entre la tierra firme y el agua se distinguía poco en aquel punto; no era una orilla propiamente dicha, sino una capa de hierbas encharcadas. Soltaron a Zagraj. Hundiéndose a cada paso, andando o nadando, avanzaba laboriosamente, ladrando. Los patos jóvenes se dispersaban en todas direcciones, como ratas, y casi no les daba tiempo a disparar. Los juncos hollados crujían, el batelero los empujaba hacia una ensenada poco honda, que las raíces podridas llenaban con su olor. En uno de esos estanques, mientras Tomás buscaba a su alrededor un nuevo blanco, descubrió (demostrando con ello tener mucha vista) que la ligera doblez de una hoja ocultaba la cabeza de un pájaro. Lo traicionó el hecho de que, en vez de quedarse inmóvil, trató de mejorar su posición. Tomás alzó el fusil, pero cambió de idea y le perdonó la vida. ¡Lo sintió tan asustado y al mismo tiempo tan seguro de haberse escondido bien! Al no matarlo, demostraba tener mayor poder sobre él que si lo hubiera matado. Cuando decidieron salir de entre los juncos, tirando de ellos para ayudar al remero, y se encontraron de nuevo en el lago, se alegró de saber que el pájaro seguía allí y que jamás sabría nada del regalo que un hombre acababa de hacerle. A partir de entonces, los dos quedaron en cierto modo unidos para siempre.

Tomás no disparaba contra los patos que pasaban volando sobre sus cabezas: una vez lo probó, pero falló ignominiosamente. Admiraba a Romualdo, al que ni siquiera el balanceo de la barca molestaba. Le admiraba sobre todo por su habilidad con las cercetas. Estas vuelan rápidas, emitiendo un silbido en el aire, y son más pequeñas que los ánades. Romualdo no falló ni una sola vez, y ya tenía tres debajo del banco.

– ¿Qué tal os ha ido? -preguntó Romualdo a sus hermanos.

Víctor tartamudeaba y Dionisio contestó en tono burlón:

– Pues, mira, con lo que tarda en cargar su fusil, los patos pueden hasta sentarse en su cabeza -esta observación le estropeó a Tomás la fiesta durante un rato, pues se sintió culpable de haber privado a Víctor de su escopeta.

Un vientecillo suave erizaba la superficie del lago, que ahora, a plena luz, era de un azul intenso. En Alunta, sonaba la campana llamando a misa. Las gaviotas chillaban sobrevolando en círculo unas estacas que emergían oblicuamente del agua. Un ratonero agitaba pesadamente las alas bajo una nubecilla, en dirección al bosque.

Los bateleros aconsejaron dar una vuelta por el río antes de volver. Éste sale del lago, por detrás del castillo, de manera que la aldea, situada junto a su extremo más estrecho, queda aprisionada entre la pequeña colina de la antigua fortaleza y el río. Allí donde empezaba el túnel de juncos, ahuyentaron unos cuantos pájaros de vuelo tumultuoso. Romualdo mató a una cerceta común, que es la especie más pequeña de patos.

Un agua lisa, protegida de los vientos y de las tormentas, un lugar como los que se encuentran en lo más hondo de África, donde Tomás construía sus poblados inaccesibles a los seres humanos. Emergían gruesas estacas negras cubiertas de largas algas que se balanceaban con el movimiento del agua: antiguamente, había habido allí un puente. Más allá, unas cabañas junto a una franja de ácoros, pisoteados y pelados allí donde entraban las canoas. Frente a huertos de manzanos, habían puesto a secar redes colgadas de unas estacas, y, por el suelo, había unas nasas. Patos blancos y ocas chapoteaban junto a las pasarelas donde las mujeres lavaban la ropa. Una aldea, vista desde la placidez de un río, crece hasta adquirir las proporciones de una región, o de un país; descubrimos en ella cantidad de detalles que, cuando paseamos por sus calles, pasan inadvertidos, o que consideramos muy normales.

Víctor y Dionisio iban ahora en cabeza. Divisaron unos patos, pero no se atrevieron a disparar por temor a que fueran domésticos. Sin embargo, de pronto, éstos se alzaron con el desgarbado vuelo de los jóvenes, y los dos hermanos mataron a uno, disparando con sus tres cañones. Allí terminó la cacería. Dieron media vuelta y procedieron al recuento. Romualdo y Tomás tenían veintitrés, de los cuales siete correspondían a Tomás. Los otros tenían quince, y no sólo ánades, sino también un porrón común y una serreta gris con la cabeza color castaño y el pico curvado en la punta.

Ya en dirección de la colina del castillo, guiñaban los ojos, cegados por el sol. Las ruinas se acercaban, vibrando entre la neblina llena de luz. La sacerdotisa pagana, que antaño había habitado el castillo y que, de noche, se hacía tan presente, quedaba relegada para siempre al mundo de los espíritus y de las leyendas. Tomás se volvió para retener por el collar a Zagraj, que no paraba de moverse y apoyaba las patas en el borde de la barca. Tomás llevaba la culata de la escopeta arrimada al banco y el cañón junto al pecho: era ya todo un cazador. Pero allí, junto a la otra orilla, había quedado su pato. ¿Qué estaría haciendo ahora? Se limpiaría las plumas con el pico, movería las alas graznando y agradecería la alegría que sigue a los momentos de peligro. ¿A quién agradecería? ¿Había sido Dios quien había decidido que hoy no debía morir? De ser así, Dios le habría sugerido a Tomás que no disparara. Y, en tal caso, ¿por qué a él, a Tomás, le parecía que aquel gesto sólo había dependido de su propia voluntad?

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