65

En el mes de mayo, los bosquecillos de abedules adquieren un color verde claro que, sobre el fondo oscuro de los bosques de abetos, se destacan como esas estelas de luz con las que solemos adornar el planeta Venus. En otoño, cuando asumen un tono amarillo claro, brillan como pedazos de sol. La púrpura de los álamos resplandece en las copas de aquellos inmensos candelabros. El mes de octubre tiene todavía en los bosques la tonalidad de las serbas maduras, de los pálidos vellones vegetales y de las hojas caídas en los senderos.

Cazaban allí donde las pequeñas colinas descienden hacia los pantanos y contemplaban las laderas en toda su apiñada belleza. El aire de aquella mañana era frío y transparente. Romualdo cerró las manos en forma de trompeta y llamó a los perros:

– ¡Halitoli! ¡Halitoli!

– Ooooliii -respondía el eco.

Tomás estaba junto a él. De sus dudas y de las torturas que se infligía, no quedaba ni rastro; le parecieron irreales a partir del momento en que Barbarka, después de misa, le comunicó un día que Romualdo le esperaba el domingo siguiente para una cacería con los perros. La verdad es que no sabía cómo tratar a Barbarka después de la noticia de su boda, noticia que, en su casa, fue recibida con indiferencia y comentarios más bien poco halagadores. Aunque, bien pensado, nunca había sabido cómo tratar a Barbarka. Lo más importante ahora era que Romualdo lo había llamado.

No había habido, pues, desprecio alguno por su parte, y sólo había sido imaginación suya. Romualdo lo recibió extrañándose por no haberle visto en tanto tiempo y le preguntó qué había estado haciendo.

Tomás se sentía feliz. Aspiraba los ásperos olores, y sus pulmones se henchían en un sentimiento de fuerza. Echó los hombros hacia atrás y le pareció que, después de tomar impulso, habría podido saltar cien o doscientos metros, aterrizando donde le viniera en gana. Acercó las manos a los labios e imitó a Romualdo:

– ¡Hali! ¡Toli!

– Ga go-gueg -balbuceó Víctor-. Gaguí -y señaló el lugar con el dedo índice.

Los perros corrían por un prado hacia el bosque. Delante, iba Lutnia, seguida de Dunaj y Zagraj. No habían encontrado nada allí y había que llamarlos para buscar otros puestos.

El mundo se le aparecía a Tomás claro y simple; la cadena que le mantenía atado a sí mismo y a sus pensamientos se había roto. ¡Adelante! Palpó a sus espaldas el cañón de su escopeta, cuyo contacto frío le produjo placer. Todo lo que el destino había preparado para aquel día debía ser bueno a la fuerza.

El futuro siempre había sido para él como un almacén de hechos a punto de realizarse. A él se llega mediante el presentimiento, porque, de algún modo, está ubicado en el cuerpo. Algunos seres vivientes aparecen a veces en calidad de representantes suyos; por ejemplo, un gato cuando atraviesa la carretera. Pero, ante todo, hay que escuchar la voz interior, cuyo timbre es a veces alegre, a veces sordo. Si el destino está preparado ya de antemano y no se va creando a cada instante brindándonos la posibilidad de ser de ésta u otra manera, entonces ¿qué parte le queda a nuestro deseo y a nuestro esfuerzo? Tomás no acertaba a encontrar una respuesta. Sólo le quedaba someterse a las resoluciones que se cumplían a través de él, de modo que cada uno de sus pasos a la vez le pertenecía y no le pertenecía.

Se sometía. La voz le llamaba, llena de júbilo, como un tintineo de cristal. Sus pies se posan sobre una capa de hojas en descomposición, el metal de la escopeta choca contra una argolla del cinturón, reina el silencio entre los abetos, un cascanueces asoma por un instante su cuello salpicado de blanco; por encima de los grandes hormigueros no se aprecia movimiento alguno, se habrá retirado a otro lugar, a lo más hondo, al corazón mismo de las ciudades que empiezan a caer en su sueño invernal. Tomás habría caminado así durante horas enteras, pero Romualdo se detuvo y, acariciándose las mejillas, discurrió por dónde convenía seguir. En aquel punto, se reunían tres caminos, y eligieron el que conducía por el borde de un declive bastante abrupto. De vez en cuando, las puntas de los abetos aparecían debajo de ellos, a sus pies, y el bosque bajaba por una pendiente suave, cortado por barrancos bordeados de avellanos medio desnudos, al fondo de los cuales se destacaba el verde chillón de la hierba. Romualdo dejó a Tomás apostado junto a uno de esos barrancos. Le encargó que no perdiera de vista ni el sendero, ni el paso allá en el fondo. Tomás vio alejarse apenado las espaldas de Romualdo y Víctor, porque siempre parece que lo que espera a los compañeros que siguen adelante será mucho más interesante.

Se apoyó en el tronco de un pino. Luego se sentó, con la escopeta en las rodillas. Frente a él, un murmullo; miró y vio una rata que asomaba el hocico de su madriguera, debajo de unas raíces planas. El hocico husmeaba, alzándose en un modo muy cómico. Decidió que no había peligro y se alejó aprisa. Tomás la perdió de vista entre las hojas amarillas. Otro pequeño ruido llamó su atención, como si, allá arriba, entre las ramas, algo se estuviera deshaciendo suavemente. Se puso de pie levantando la cabeza, pero el abeto del que caían fragmentos de piñas era enorme. Unos pajarillos revoloteaban en lo alto; por un instante, avistó un ala atravesada por un rayo de sol, pero, excepto aquel aleteo, no pudo distinguir nada más. Dio la vuelta al árbol, sin resultado. Aquello excitaba su curiosidad, pues desconocía su nombre. A aquella distancia, no podía verlos bien; en general, esos pajarillos eran los que le creaban más problemas. Cuando, por ejemplo, le preguntaba a Romualdo a qué especie pertenecían, éste sólo sacudía una mano: «¿Quién sabe?».

Se estremeció, como quien despierta de un sueño, pues, inesperadamente, desde las profundidades del bosque, le llegaron los sonidos de la cacería. Era como si, de pronto, hubiera resonado el órgano de una iglesia. No eran voces individuales, parecía como si alguien hubiera pisado el pedal, como si arrancara a cantar un coro desde los primeros compases, en una línea ascendente y descendente. El eco lo potenciaba, y Tomás apretaba su escopeta fijando la mirada ora en el sendero rojizo, ora en el fondo del barranco. No captaba por dónde corrían los perros, su coro se hacía alternativamente más fuerte o más tenue, y su regularidad, así como aquella espesura convertida en un pecho henchido de profundos clamores, le impresionó de tal manera que hasta dejó de preguntarse de dónde venían las voces. De haber estado con Romualdo, él le habría explicado el sentido de aquella música y habría vibrado de exaltación, pero, por el momento, aquel lenguaje no significaba nada para él y lo colmaba por lo que era en sí.

Al parecer, ahora se alejaba. No esperaba que el animal apareciera allí, frente a él; se dejaba dominar por esa especie de pereza que le embarga a uno cuando se hacen cálculos y todo concuerda, de tal manera que ya no se sienten deseos de seguir comprobando, o bien cuando se excluye de antemano cualquier posibilidad de accidente. El verdor en el fondo del barranco y el sendero negaban con toda la fuerza de su existencia la posibilidad de que algo más se añadiera a ellos. De todos modos, Tomás no andaba muy equivocado: Romualdo, quien no confiaba demasiado en la precisión de su tiro, le había apostado en un lugar donde esa posibilidad era más bien remota (conociendo aquella pista, sabía que los conejos la utilizaban raramente).

Aquella participación pasiva en la llamada del bosque acabó hundiéndolo en un mundo de ensueño. Libre de responsabilidad, tranquilo, se puso a jugar, esparciendo la capa de hojas secas y agujas que cubrían el suelo y practicando pequeños hoyos en la tierra con la punta del zapato. Se le aparecieron imágenes totalmente inadecuadas para su edad: aquel hoyo era un canal, éste un río y allí faltaba otro canal. Entretanto, la cacería proseguía su diálogo con el espacio; un murmullo, más allá de su eco, se propagaba en la cima del bosque.

¿Por qué no se dio cuenta Tomás de que los perros no ladraban como de costumbre y de que en sus voces resonaba una advertencia?: «¡Atención! ¡Atención!». No. Pensando en las musarañas, es decir en nada, ensimismado, no sospechaba que la sentencia se había pronunciado y que la tragedia se avecinaba.

Todo había sido preparado para que el golpe le alcanzara del modo más doloroso. La confianza del héroe. Había largo tiempo alimentado su miedo, luego se había librado de él y, ahora, se encontraba, pues, en aquel punto de debilidad, de amor y deseo, sin el que el hombre jamás se convertiría en el blanco de los golpes del destino. Y aquella alegría engañosa y aquella promesa según la cual jamás volvería a reproducirse el dolor que sintió en el pasado. Sin ignorancia no hay, sin duda, tragedia auténtica; de pronto, los haces luminosos de los focos se proyectan sobre él, y ya, envuelto en ellos, empieza a moverse bajo la mirada atenta de los espectadores que contienen la respiración: un loco que no sospecha nada, demasiado entregado a la magia de los sonidos, cavando los hoyos que serán su perdición.

Los perros perseguían un gamo. En su carrera, trazaron un amplio arco, y la algarabía de sus voces alcanzó a Tomás desde algún punto del valle. Al oírla, levantó la cabeza y dirigió su mirada distraída hacia la lejanía. Y, en aquel instante, justo debajo de él, saltó el relámpago y lo que le dejó petrificado no fue lo que vio: sintió con todo su cuerpo que la materia del barranco resurgía para convertirse en algo nuevo, desconocido. Todo ocurrió a la vez: el estupor, el gesto de apuntar, el disparo y el pensamiento: «es un gamo», pero todo ello en una especie de inconsciencia, con la desolación del acto consumado, cuando, al apretar el gatillo, se sabe ya de antemano que se ha fallado.

Tomás se quedó boquiabierto. Todavía no había captado el sentido de lo que acababa de ocurrir. A continuación, se le escapó un gemido y arrojó furioso la escopeta; todo a su alrededor quedó vacío de contenido. Se sentó, sollozando, traspasado por la crueldad del destino.

La brisa balanceaba sobre su cabeza las ramas suaves de los pinos. Los perros se habían callado. De modo que su serenidad no había sido más que una trampa. ¿Por qué, por qué aquella voz interior le había inspirado seguridad? ¿Cómo podrá soportar ahora aquella humillación sin límites? Ahora, sólo ahora, el gamo cobraba vida bajo sus dedos que oprimían los párpados: inmovilizado en un salto, doblando las patas delanteras y el cuello hacia atrás. ¡Si lo hubiera visto un segundo antes, sólo un segundo! Pero aquello le había sido negado.

Los arbustos se movieron. Lumia saltó aullando y volvió los ojos hacia él; detrás de ella, los otros dos perros parecían no entenderlo. Y, por si fuera poco, ahora el desengaño de los perros: el hombre había disparado y había rebajado el prestigio del hombre. Tomás permaneció sentado en un tronco, inmóvil, con las manos apoyadas en las mejillas. Una rama crujió bajo un zapato; los jueces se acercaban.

Romualdo se detuvo junto a él:

– ¿Dónde está el gamo, Tomás?

No se movió, ni le miró.

– He fallado.

– ¡Pero si iba directo hacia ti! Habría podido dispararle a tiempo, pero pensé: déjaselo a Tomás.

Y, dirigiéndose a Víctor, que se acercaba, le dijo con irritación:

– Tomás ha dejado escapar el gamo.

Cada palabra se hundía en Tomás como una fría hoja de acero. No tenía salvación. No se atrevía a mirarles a la cara. Hundido en sí mismo, en su cárcel, en el cuerpo que le había traicionado y del que no podía renegar, apretaba los dientes.

Volvieron en silencio. Los mismos cruces, las mismas curvas del sendero, hasta hace unos minutos tan llenas de encanto, le parecían ahora esqueletos sin color. ¿Por qué había merecido aquello? Más doloroso aún que la vergüenza era el rencor que sentía contra sí mismo, o contra Dios, porque el presentimiento de la felicidad no significa nada.

En los prados, allí donde hubieran tenido que torcer en dirección a Borkuny, se excusó diciendo que le esperaban en casa y se despidió.

– ¡Tomás, la escopeta! -le gritaron.

La había dejado junto a ellos, apoyada en un aliso. No volvió la cabeza, metió las manos en los bolsillos y trató de silbar.

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