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Nada puede compararse a la calma de la abuela Misia. Se balancea sobre las olas de un ancho río, en el silencio de las aguas intemporales. Si nacer supone el paso de la seguridad del seno materno a un mundo lleno de objetos que cortan y hieren, entonces la abuela Misia aún no había nacido; había existido siempre envuelta en el sedoso capullo de lo que es.

El pie roza la suavidad de la manta, se envuelve en ella, complaciéndose en sí misma y en el don del tacto. Su mano estira la materia esponjosa hasta debajo de la barbilla. Detrás de la ventana, la blancura de la niebla y el grito de las ocas. El amanecer otoñal se desliza por los cristales de la ventana en forma de gruesas gotas de rocío. Seguir durmiendo, o existir en la frontera del sueño. Entonces, nada de lo que capta un pensamiento o una palabra podría alcanzar el punto que se halla en lo más hondo de nosotros mismos; desaparece la diferencia entre la manta, la tierra, las personas y las estrellas, y queda tan sólo una cosa, una sola, que no participa siquiera del espacio -y la admiración.

A partir de esa repetida experiencia matutina, la abuela Misia comprendía la relatividad de los nombres que damos a los objetos, así como la de todos los asuntos humanos. E incluso, atrevámonos a decirlo, las verdades que nos impone la Iglesia no correspondían a aquella otra verdad, más elevada, que ella presentía; la única oración que realmente necesitaba se reduciría a repetir: «¡Oh!».

«Esta pagana», decía de ella la abuela Dilbin, con razón. Las culpas que el hombre descubre en sí mismo al actuar, no le pesaban a Misia lo más mínimo. En vez de poner su voluntad al servicio de algún objetivo, se inhibía, pues ninguna meta le parecía digna de esfuerzo. No es de extrañarse, por tanto, que no supiera penetrar en las necesidades y los problemas de los demás. Desean, necesitan, pero ¿por qué?

Cuando se despertaba del todo, se quedaba acostada con los ojos muy abiertos y pensaba en toda clase de detalles relacionados con la vida diaria, pero sin darles mucha importancia: la abuela Misia jamás se levantaba aprisa para hacer algo que había olvidado hacer el día anterior, o que exigía su presencia. Saboreaba el recuerdo de su permanencia en el infinito y ronroneaba, acariciada todavía por una mano gigantesca. Lo que para otro representaría una sarta de problemas, para ella simplemente ocurría, nada más. Por ejemplo, Lucas (¡vaya matrimonio!), o los devaneos de Helena -aunque, al parecer, la historia con Romualdo ya había terminado- y ahora aquella reforma. Y también Tecla, anunciando indefinidamente su llegada, en la que ya nadie podía creer.

Los Seres Invisibles, que se paseaban por el suelo crujiente de la casa, entre los estallidos de los muebles del «salón», se mostraban sin duda más preocupados que ella, precisamente porque ella no se preocupaba en absoluto. Habrían podido ya hacía tiempo admitir que con ella habían perdido la partida. Para su desgracia, es difícil atacar a los inocentes que no tienen conciencia del pecado. Pero quizás haya que atribuir precisamente a esta experiencia el que empezaran a atosigar a Tomás con un nuevo tipo de tentaciones.

Hurgándose la nariz con el dedo, gesto que se aviene a las reflexiones otoñales, Tomás pensó por primera vez en Misia como en una persona, y empezó a juzgarla con dureza. Era una tremenda egoísta, sólo se amaba a sí misma. Pero, en cuanto se lo hubo dicho, de un modo extraño, le entraron toda una serie de dudas. Veamos: bastaba con mirarla para ver lo contenta que estaba con sus rodillas, con el hueco de su almohada, y cómo se sumía en sí misma, como en un confortable edredón (Tomás sentía a Misia desde dentro, o le parecía sentirla). ¿Acaso él mismo no se parecía mucho a ella? ¿No le ocurría como a ella que, cuando mejor estaba era cuando olía su propia piel, se acurrucaba formando un ovillo y disfrutaba con la conciencia de que él era él? Era el momento de sentir agradecimiento hacia Dios, era el momento de rezar. ¿Pero no había en todo ello algo engañoso? La abuela Misia era piadosa. Pero, veamos, ¿acaso no celebraba su culto ante sí misma? Se suele decir: Dios. ¿Y si fuera tan sólo el amor hacia nosotros mismos lo que ocultamos tras esta palabra, para causar buena impresión, pues lo que amamos realmente es nuestro propio calor, el latido de nuestro corazón y nuestra manera de envolvernos en la manta?

Nadie puede negar que los demonios suelen ser astutos. ¡Qué satisfacción despojar a Tomás de la confianza en su voz interior y quitarle la tranquilidad apelando a su escrupulosa conciencia! Ya no podrá dirigirse a Dios para pedirle que aclarara sus pensamientos y, al caer de rodillas, creerá que cae ante sí mismo.

Tomás deseaba confiarse al Verdadero, y no a esa especie de vapor que se eleva por encima de nosotros, alimentado por lo que vive en nuestro interior. Pero apenas se hubo liberado, tras aquel ayuno, de las torturas que él mismo se había infligido, apenas hubo disfrutado de unas pocas mañanas llenas de dulzura, volvió a perder pie y, pintando garabatos sobre los cristales empañados, le surcaron la cara lágrimas de abandono.

Mientras tanto, la abuela Misia cada día, de madrugada, se sumía en sus delicias, y no le pasaba siquiera por la cabeza que pudiera con ello escandalizar a nadie.

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