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El abuelo hojeó los tomos de la Historia de la antigua Lituania de Narbut; antes de que Tomás empezara a rebuscar en los armarios que contenían libros antiguos, el abuelo nunca se preocupó por saber qué contenía su biblioteca. Aconsejó a Tomás que llevara aquellos tomos a José el Negro y de él pasaran al padre Monkiewicz. Seguro que cada uno encontraría en ellos algo diferente, de acuerdo con sus propios intereses. El párroco carraspeaba irritado, moviéndose con impaciencia en su silla, cuando leía acerca de la infinidad de dioses y diosas que antiguamente se adoraban en el país, y reconocía las supersticiones que habían extrañamente perdurado hasta hoy, a pesar de sus continuos esfuerzos por erradicarlas. Es difícil saber si este tipo de lecturas es bueno para el alma. Por ejemplo, uno cierra un libro, guarda las gafas en la funda y se dedica a otro quehacer, pero, de pronto, inesperadamente, se le aparece la imagen de Ragutis, tal como lo desenterraron de entre las arenas del bosque; el adiposo dios de la borrachera y la depravación, esculpido en un grueso taco de roble, sonríe con aire burlón; sus pies enormes, calzados con zuecos, le sostienen sin necesidad de apoyo alguno, con toda las vergüenzas cuidadosamente reproducidas, in naturalibus. Y uno no puede dejar de pensar en él.

En cuanto a José, algunos capítulos parecían escritos exprofeso para él, como los que hablaban de Liethui, la diosa de la libertad, parecida, según el autor, a la Frei de los escandinavos. Después de siglos, la nación había recuperado la libertad, pero no había perdurado ni la más mínima partícula de los restos de Lejczis, que fue empalado o ahorcado por los señores. Nunca nadie encontrará algo sobre él, salvo su nombre escrito en un pedazo de pergamino, perteneciente al privilegio real del año de gracia de 1483. Por este privilegio, un noble terrateniente, llamado Rynwid, recibió unas tierras, «en recompensa por haber sofocado una revuelta campesina que exigía más libertad que la que la ley les otorgaba, así como por haber hecho prisionero al jefe de los rebeldes, Lejczis, quien, despreciando la dignidad y la autoridad de su Majestad, se había atrevido a exhibir ante él un gato, símbolo de la libertad pagana de Liethui».

El historiador Narbut, un noble terrateniente al igual que Rynwid, o Surkont, en el año 1805, regaló su reloj a un hombre que, en un día de mercado, le repitió las palabras de una antigua plegaria musical a la diosa y que despertó la curiosidad del recopilador: «¡Pequeña Liethua», dice la canción, «libertad querida! Te has ido a los cielos, ¿dónde estarás? ¿Sólo la muerte nos acogerá? Adondequiera que mire el infeliz, ya sea al levante, ya al poniente, sólo ve miseria, violencia y opresión. El sudor del trabajo y la sangre de los golpes han cubierto la vasta tierra. Pequeña Liethua, libertad querida, baja del cielo y apiádate de nosotros». Es evidente que todo esto parecía escrito para José. Y así, cada uno por su lado, hablaban de ese libro en la parroquia, en la habitación donde se oía el tic-tac del reloj, mientras las dalias asomaban la cabeza por la ventana. Magdalena había plantado un hermoso jardín, y ahora bastaba con ir conservándolo.

Cierta tarde de otoño, José, menos dispuesto a rememorar el pasado, debido a ciertas noticias desagradables que habían llegado a sus oídos en la aldea, exponía lentamente sus quejas. El párroco le escuchaba con las manos cruzadas sobre la barriga, entornando los párpados. En realidad, esas quejas siempre aparecían en sus charlas habituales, pero ahora había llegado el momento de preguntarse cómo había que actuar y la cuestión se refería también a los señores.

José hacía el recuento de los campos de cultivo, los prados y los pastos de Surkont, e informaba al sacerdote de lo que había llegado a su conocimiento. Merecía, cuando menos, un encogimiento de hombros el hecho de que el que parecía el mejor de todos también se sirviera de subterfugios.

– ¿Y para qué lo necesita? -preguntaba José- ¿Acaso cree que podrá llevarse sus bienes a la tumba? Si en todas partes tienen la misma habilidad para ayudarse entre sí, ¿de quién van a ser las tierras? ¿Por qué no quieren comprender que su tiempo ha pasado?

En Letonia, les dejaban sólo cuarenta hectáreas: esto era correcto. El párroco insinuó que el problema no consistía en el número de hectáreas, sino en que la nación estaba corrompida, y en que los funcionarios se inclinaban ante todo aquel que poseía riquezas. Según José, la decisión de cuánto había que quitar y a quién, debería estar en manos de la gente de cada región, pero el párroco replicó que esto sería anarquía. Quizás sí lo fuera, pero ¿qué otra solución cabía, si no?

Sin embargo, ahora la cuestión era hacer algo. José no era partidario de las denuncias, ni de otro tipo de trámites que, aun bajo otro nombre, vienen a ser lo mismo. Pero, a veces, ocurre que no queda otra salida. En tal caso, hay que pensarlo muy bien: ¿convertirse en culpable por indiferencia, o cumplir con el deber por desagradable que sea? Hay que prever también qué consecuencias puede todo eso acarrear al prójimo. De todos modos, a Surkont no le matarían, ni lo mandarían a la cárcel, ni le confiscarían sus propiedades; sencillamente, tendría menos tierras. Más o menos, esto es lo que José trataba de explicar al sacerdote, pidiéndole al mismo tiempo su opinión.

El párroco reflexionó, se acarició la calva y dio al fin la respuesta acertada.

– ¿Ha prometido Surkont dar el maderaje para la construcción de la escuela? -preguntó.

– Sí, para cuando empiecen las primeras heladas.

– Después de que él y los demás propietarios hayan dado su parte, ¿cuánto va a faltar todavía?

– Pues, alrededor de 120 estéreos.

– Hmmm.

En este «hmmm» se encerraban muchas cosas. Hasta entonces, a José no le había pasado por la cabeza semejante solución, pero ahora lo veía clarísimo. Bastaría sentarse a una mesa con Surkont y, sin otorgarle demasiada importancia, como si nada, darle a entender que él estaba al corriente de todo y firmemente decidido a no permitir que eludiera la parcelación. Entonces el otro, para ganárselo, estaría dispuesto a todo y el asunto del maderaje quedaría al mismo tiempo resuelto.

No preguntó más, y entablaron una discusión política; es decir, discutieron acerca de si el Gran Duque habría podido salvar a la patria de haber luchado del lado de los caballeros teutones en contra de los polacos en vez de ir con los polacos contra los caballeros teutones. Cuestión importante, si nos atenemos a las consecuencias de la segunda elección. Aunque sólo fuera por la existencia de una Michalina Surkont, que habría preferido morir antes que reconocerse lituana, sin olvidar la del mismo Surkont y de muchos miles como él. Así es cómo, después de un hecho acaecido hacía algunos centenares de años, los círculos iban ensanchándose, como ocurre cuando se echa una piedra en el agua.

– ¿Y qué hay del padre de Tomás? -preguntó el párroco.

La sonrisa de José fue mas bien amarga.

– No vale la pena hablar de eso. Ese no volverá. Por el solo hecho de haber servido en su ejército, aquí iría a la cárcel. Seguramente también se llevará al hijo a su Polonia.

El párroco suspiró.

Se avergüenzan de pertenecer a un país pequeño. Sólo les importa ahora la cultura, las grandes ciudades. Pero Narbut sí que se sentía de allí. Aunque, en aquellos tiempos, la nacionalidad era otra cosa.

– Es como si la gente fuera presa de un encantamiento.

El padre Monkiewicz movía la cabeza en señal de desacuerdo.

– No, lo que ocurre es que, en el país, hay demasiadas mezclas. La vieja Dilbin, la abuela de Tomás, es de origen alemán. Y Prusia está llena de apellidos lituanos o polacos, cuando allí todos son alemanes. Esperemos que no salga nada malo de todo este lío.

José devolvió a Tomás la Historia de Lituania después de unos meses, y las conversaciones a las que su lectura había dado lugar indudablemente no quedaron registradas ni en la piel del lomo, ni en las rígidas páginas. Vuelta a colocar en el armario, la obra siguió impregnándose de olor a moho, mientras la recorrían pequeños insectos a los que les gusta la vida en la humedad y la penumbra.

José nunca fue a ver a Surkont para proponerle su silencio a cambio del maderaje para la escuela, aunque está comprobado que, durante mucho tiempo, llevó intención de hacerlo. La decisión no era fácil: a un lado de la balanza, había que poner la propia finalidad inmediata del acto, o sea, la escuela y, al otro lado, unos principios y el bien de los más necesitados, que recibirían tierras, de haber parcelación. Se impusieron los principios. Pero esto no determinaba en absoluto qué medios se emplearían. Cabían tres posibilidades: una, comunicar abiertamente a Surkont que estaban al corriente de todo y que, en la ciudad, se diría, a quien había que decirlo, que lo que no es verdad, no es verdad. Es decir, sería como declarar la guerra; dos, no demostrar nada, actuar en secreto, y en secreto presentar la queja a las autoridades; y tres, esperar y, antes de entrar en acción, observar qué saldría de todas aquellas estratagemas. Esta última solución parecía la mejor, pues la precipitación es enemiga del sentido común y más de un problema se resuelve favorablemente con tan sólo un poco de paciencia.

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