12

Domingo, 16 de julio de 1944, Estoril, cerca de Lisboa.


Anne se despertó tumbada encima de la cama, con el cubrecama áspero contra la mejilla, un disco ardiente en la sien y las rodillas casi a la altura del mentón. La ventana estaba abierta y el aire ya no estaba espeso de calor. Notaba fría la espalda. Las paredes de la habitación se teñían de agua de rosas por la luz del anochecer. Se dio la vuelta para ver un enorme embudo rosa de nube que se tragaba un segmento de la cúpula azul claro del cielo.

La almohada estaba húmeda y tenía un oído taponado por el agua y un zumbido grave. Se incorporó y sacudió la cabeza. Un chorrillo de agua caliente se le deslizó desde la oreja hasta la mandíbula. Miró a través de sus rodillas separadas mientras pedazos de conversación emergían en los desarreglados horizontes de su memoria.

– Es usted alemán, ¿verdad? -había preguntado, mientras jadeaba mirando a la arena.

– Sí, soy el agregado militar de la Legación Alemana de Lapa.

Nadie estaba allí de vacaciones.

– ¿Le conozco?

– Todavía no.

– Me es usted familiar.

– No era mi intención -dijo él-. Anoche cargué con su amigo hasta la casa.

– ¿Me estaba siguiendo?

– Su amigo estaba borracho. Sabía que necesitaría ayuda.

– Le vi antes… Estaba en el casino, mirando la ruleta. -No, no miraba la ruleta.

La caseta para cambiarse. Vestirse rodeada del olor a madera caliente, la arena que le arañaba los pies, los tablones astillados con forro en los bordes. Él… Karl, sentado fuera en la plataforma con pantalones caqui y una camisa blanca de cuello abierto, playeras sin calcetines. Volver con él por las vías del tren y a través de los jardines. Sin hablar. Sin saber qué decir. Su brazo suelto junto al de ella, tan cerca a veces que se le erizaba el vello del antebrazo. Al llegar a la puerta del jardín no se le ocurrió otra cosa que tenderle la mano.

– No le he dado las gracias.

El negó con la cabeza: no era necesario.

– Y teníamos el Atlántico entero para nadar -comentó.

Anne remontó los largos escalones que llevaban a la casa pensando: «no miraba la ruleta».

Se estiró de nuevo en la cama, juntó las manos sobre el estómago y el embudo rosa del cielo se transfiguró en algo parecido a un candelabro judío. Pensó en la gente que no hablaba: el aullido interno de silencio que dona Mafalda llevaba dentro, el hueco de ascensor negro y vacío que ocultaban los modales impecables de Wilshere y la complicada calma de Karl Voss.

Llegaban coches a la casa y sonaba el golpeteo de los neumáticos contra las losas al rodear la fuente. Se cerraban las puertas y abrían la llave de paso del alborozo. Una vivacidad histérica y mortal atravesaba las paredes revestidas de glicinia debajo de su ventana. Se encendieron las luces de la fachada de la casa, que se llevaron la luz rosa de la habitación y proyectaron barrotes y cuadrados amarillos y artificiales en el techo.

Encima de una silla, a los pies de la cama, había un traje de noche, que no era suyo, un liguero y medias. Se metió en el vestido sin pensar y dejó de lado las prendas más íntimas. Era un diseño moderno de satén azul oscuro con pronunciado escote. Hacía juego con un par de zapatos de noche de satén. Sobre la mesa había una caja larga y estrecha con un borroso nombre en oro en la parte de atrás; contenía una ristra de perlas. Se las puso de forma automática. Relucían en contraste con su piel, que había oscurecido en el par de horas transcurridas al sol. Llegaron más coches, más risas de cristal que se resquebrajaban en torno a la fuente.

– ¡Henrique! -gritó una chica.

– Françoise -fue la respuesta-, la déesse de Lisbonne.

– Dieter, wo ist meine Handtasche?

– Ich weiss es nicht. Hast du im Wagen nachgeschaut?

Y después una voz irónica por encima de la multitud.

– ¡Eh! ¡Myrtle! ¡No fuiste tú quien conmigo estuvo en los barcos de Mylae!

– Cierra el pico, Julián… ya estás borracho.

– ¿Ha comenzado a retoñar el cadáver que plantaste en tu jardín?

– Ni siquiera lo recitas bien.

– Que le den por saco.

Las palmas de Anne se humedecieron cuando bajó la vista al metal reluciente de los coches, los hombres de traje oscuro, las mujeres enjoyadas a la espera de un brazo. Se cepilló el pelo, se lo recogió y se acarició con los dedos el punto de colisión en la sien, cuya hinchazón había remitido. Se pintó los labios y trató de mirarse más allá de las pupilas negras y brillantes. El vestido la hacía sentirse segura, le devolvía la sensación de ser una actriz que tenía al llegar.

Cruzó el pasillo pero retrocedió ante la explosión de carcajadas que subía por el hueco de la escalinata. De la puerta entornada de una habitación que tenía a la izquierda le llegaban unas voces. La sala estaba vacía, ni siquiera había una cama. Las voces procedían de la chimenea. Contó las habitaciones. Estaba encima de lo que debía de ser el estudio de Wilshere. Había vislumbrado las paredes cubiertas de librerías, el escritorio y la caja fuerte por la mañana. Se arrodilló junto a la chimenea y escuchó.

En la habitación de abajo había tres hombres. Wilshere, Beecham Lazard y otro que hablaba inglés con acento marcado y gutural. En ocasiones esa voz y la de Wilshere pasaban al alemán para aclarar algún punto y Beecham los atajaba raudo y veloz: «¿Qué era eso? ¿Qué has dicho?».

Saltaba a la vista, sin embargo, por lo que oyó a continuación, que Lazard, lejos de estar excluido de la conversación, en realidad unía fuerzas con el alemán para presionar a Wilshere, quien no veía la razón de tener que abandonar su posición ventajosa.

– Decid lo que queráis -manifestó Wilshere-, pero no pienso despachar la mercancía hasta que los suizos me hayan notificado que han llegado los fondos.

– ¿Le hemos fallado alguna vez, amigo mío? -preguntó el alemán.

– No, pero sabe que ésa no es la cuestión.

– Quizá piense que, a causa de la invasión aliada de Francia, tal vez estemos desviando fondos de este tipo de actividad.

– Eso es cosa suya. Lo que es cosa mía es asegurarme de que se paga la mercancía. Y, como bien sabe, no se trata sólo de mercancía mía. Represento a una serie de vendedores… y esto no es un negocio cualquiera… no una remesa de esta envergadura y calidad.

– Lo único que yo sé es que el martes por la tarde sale un vuelo para Dakar, que enlazará perfectamente con el avión de Río del miércoles por la mañana -terció Lazard-, y quiero que las piedras vayan a bordo.

– ¿A qué viene tanta prisa?

– Tenemos un comprador a la espera en Nueva York.

– ¿Y se va a ir?

– Lo que se vende podría ir a parar a otras manos.

Silencio por un tiempo. Murmullos de la fiesta. Llegaban más coches.

– ¿Los rusos? -preguntó Wilshere.

Ninguna respuesta.

– ¿Cuándo pueden estar los fondos en Zúrich?

– El viernes.

– Bueno, ya veo que esto es muy diferente de los otros negocios que hemos hecho -dijo Wilshere-. ¿Podéis darme algo que ayude a las personas que represento a entender lo inusual de las circunstancias?

– ¿A qué se refiere? -preguntó el alemán con brutalidad.

– ¿Te refieres a una prima? -aventuró Lazard, el hombre de los porcentajes.

– Quizá nos pongamos de acuerdo sobre una prima -apuntó el alemán-, si antes vemos la mercancía.

– Ahora me toca a mí -dijo Wilshere-. ¿Os he fallado alguna vez?

– Venga, Paddy -protestó Lazard.

– ¿Os he fallado? -preguntó el irlandés-. No. No os he fallado. He seguido vuestras instrucciones al pie de la letra. En la remesa no hay nada que esté por debajo de los treinta quilates.

– Lo que nos importa es el valor por quilate -dijo el alemán-. No hablamos de la habitual calidad industrial. Y, si bien la última remesa del Congo no fue completamente satisfactoria y confiamos en su producto angoleño, eso no significa que nos dé miedo volver a recurrir a Léopoldville.

– Pero mi mercancía está aquí… y ahora -observó Wilshere-. Lista para partir rumbo a Dakar nada más…

– ¿Cuánto? -preguntó el alemán; la palabra cayó con peso de guillotina.

– ¿Qué pueden darme… por adelantado? Como muestra de buena voluntad.

– Escudos -dijo Lazard.

– No quiero escudos, pero… ¿quizás esa mercancía que emplean para comprar sus escudos?

– ¿Oro? Está todo contado en el Banco de Portugal, sería imposible…

– ¿De verdad? -lo atajó Wilshere-. He oído que se han producido una serie de desvíos interesantes desde el seis de junio.

Silencio. Un silencio crispado y duro como una helada. Anne contempló la chimenea, donde una pina solitaria reposaba de lado con las escamas abiertas y los piñones marrones y negros a la vista. En el pasillo crujió una tabla del suelo. Volvió la cabeza poco a poco, con el corazón en lucha entre las dos bolsas de sus pulmones. Un trozo de camisón revoloteó por el hueco de la puerta.

Se quitó los zapatos y se asomó al pasillo. Una extraña conexión de su cabeza le recordó el brillo de las perlas sobre su piel y las tapó con la mano.

Mafalda estaba plantada en el umbral del dormitorio de Anne con la vista puesta en la escalinata sin iluminar. ¿Más paseos nocturnos de neurótica?

– ¿De qué hablas, Paddy? -preguntó Lazard, desde abajo.

Anne cerró los puños cuando Mafalda entró en su cuarto.

– De una coincidencia. Los aliados invaden Normandía. Salazar embarga las exportaciones de volframio.

– Bueno, ya lo ha hecho otras veces.

– Pero esta vez el embargo se aplica. Ya no le preocupa que le invadan. Se ha subido al carro de los ganadores. Han clausurado mis tres minas de la Beira… oficialmente. Las han tapado con tablones. Hay un inglés que se pasea por el campo para asegurarse. Y aun así… aun así…

– Escúpelo, Paddy.

– El oro sigue llegando. Dos envíos el mes pasado. Si el precio de las sardinas en lata hubiese subido tanto, me parece que me habría enterado y me habría apuntado.

Silencio una vez más mientras el alemán digería la perfecta información de Wilshere. El cuello de Anne temblaba de tensión. Fue de puntillas a su dormitorio, que estaba iluminado y bullía del ruido que entraba por las ventanas abiertas. Mafalda había retirado las sábanas. Las olfateaba como un chucho haría sobre el suelo recién manchado por una perra.

Anne encendió la luz. Mafalda estaba de pie entre la cama y la ventana, parpadeando y desconcertada. Anne dio un paso atrás con fingida sorpresa.

– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Mafalda.

– ¿Acaso no es mi cuarto?

– ¿Por qué has vuelto?

– ¿Sabe quién soy, dona Mafalda?

La otra mujer avanzó hasta el centro de la habitación con los pechos y la carne de los muslos temblorosos bajo el camisón de algodón.

– Si las jóvenes tuvierais el más mínimo sentido del honor, sabríais cuando manteneros alejadas.

– Me llamo Anne Ashworth. Soy inglesa. No soy Judy Laverne.

Mafalda se estremeció al oír el nombre y alzó las manos como si quisiera taparse las orejas, aunque ya hubiera oído el nombre del delito. Caminó hacia la puerta, pasó rozando a Anne y revoloteó pasillo abajo como una polilla que buscara otra fuente de luz contra la que desconcertarse.


Anne echó un vistazo a los pasillos y volvió a la habitación vacía. Alguien retomaba su asiento en la sala de abajo. Wilshere y Lazard estaban solos.

– ¿Cómo sabías que esos envíos iban a parar al Banco de Océano e Rocha?

– ¿Por qué? ¿Tú no?

– Claro que sí -faroleó Lazard.

– Entonces seguramente sea por la misma fuente -dijo Wilshere-. La cuestión es: ¿sabes lo que se va a comprar con los diamantes en Nueva York?

– Dólares -respondió Lazard, gustoso.

– ¿Y con los dólares…? -insistió Wilshere.

– No te sentirás culpable, ¿verdad, Paddy?

– Sé que te gusta «Paddy», pero yo prefiero «Patrick», ¿de acuerdo, Beecham?

– Claro, Patrick.

– Y ¿de qué me tengo que sentir culpable? -dijo Wilshere, al compás de una cerilla que se encendía-. Sólo me inspira curiosidad la tensión subida, la urgencia prefijada de este trato en concreto. Y, por supuesto, los muy específicos requisitos relativos a la calidad de la mercancía, que están claramente pensados para producir un valor de mercado cercano al millón de dólares.

– La respuesta es que no lo sé -dijo Lazard.

– ¿Tú no lo sabes?

– Eso he dicho.

– Entonces nadie lo sabe -dijo Wilshere-, ni siquiera tus viejos amigos de American IG.

– A lo mejor… ¿lo has pensado, Patrick? A lo mejor es información que no nos conviene saber.

– La edad de la inocencia, Beecham, quedó atrás hace mucho.

Anne bajó por la escalera hasta el vestíbulo a oscuras y recorrió el pasillo que llevaba a la terraza de atrás, donde la fiesta zumbaba a la luz amarilla procedente del césped. Cardew la saludó a cierta distancia. Anne se adentró en el entrechocar de cuerpos de esmoquin, pescó al vuelo una copa de champán de una bandeja y descubrió que le asían el codo desde un costado. Se volvió para encontrarse con la camisa blanca y la holgada chaqueta negra de Hal Couples.

– Has hablado con mi esposa en la playa -dijo, ya más amistoso.

– Me ha tenido incluso más cerca, señor Couples.

– Hal -dijo él, intrigado-. Llámame Hal.

– ¿Ha venido tu mujer?

– Por ahí andará -respondió, quitándole importancia, y sacó un paquete de Lucky Strike.

Fumaron y bebieron de sus copas mientras se estudiaban.

– Trabajas para la Shell. Me lo ha dicho Mary. 5

– Es verdad… A mí no me ha dicho a qué te dedicabas, aparte de a ser simpático con Beecham Lazard.

– Trabajo para una empresa llamada Ozalid. Vendemos máquinas reproductoras de planos, ya sabes, dibujos arquitectónicos, ese tipo de cosas. Lisboa atraviesa un auge de la construcción de modo que pensamos que debíamos estar aquí para vender nuestros equipos… y esperar a que terminen de pelear en el resto de Europa para después entrar nosotros… y ganar un montón de dinero por el camino.

– Interesante.

– Te seré sincero, Anne, y te diré que… no lo es. Pero sí es un modo de ganarse la vida y cuando Ike llegue a Berlín… me la ganaré mejor todavía. El estado en que estará ese sitio… -dijo, y sacudió la cabeza al contemplar las posibilidades.

– ¿Sabes que soy inglesa?

– ¿De verdad? -preguntó él, no tan sorprendido pero sintiendo que tenía que estarlo.

– ¿Sabes una cosa de los ingleses? Pasamos cientos de años erigiendo nuestro imperio y en todo ese tiempo amasamos montones de dinero y aun así, y eso es lo raro, no se nos permite hablar de ello. Es curioso eso… Nos han enseñado a pensar que es de mala educación.

– Oye, Anne, lo siento.

– No hace falta que te disculpes. No es más que algo que he descubierto sobre los estadounidenses. Vosotros habláis de ello, nosotros no. Me parece que es porque… bueno, mi madre lo llamaría alardear, llamar la atención, lo cual es casi un delito criminal en Inglaterra.

– ¿De verdad?

Recordó otra regla del adiestramiento: nada de ironía con los americanos.

– Es el único motivo por el que conservamos la pena de muerte.

– Dile a tu madre de mi parte -dijo Hal en tono de complicidad por encima de su copa-, que lo que cuenta es ganar dinero y si uno no habla del tema… pues no lo gana. No sé cómo llegáis a enamoraros siendo tan ingleses.

Eso hizo que Anne se planteara el modo en que su madre abordaría la cuestión con Rawlinson, mientras le ayudaba a quitarse la pierna de madera. Había cosas en las que era mejor no pensar.

– No lo sé -replicó, de repente trabada por la idea.

– Estirados -dijo Hal, poniéndose tieso para ejemplificarlo.

– No creo que nos guste tener esa pinta de idiotas.

Hal ya la miraba de otra manera. Anne echó un vistazo a los invitados y sintió una oleada de libertad. Nadie la conocía. No conocía a nadie. Podía ser quien más le apeteciera… siempre y cuando respondiera al nombre de Anne Ashworth.

– ¿Juegas a la ruleta? -preguntó Hal.

– Ya hemos jugado.

– ¿Los dos?

– Anoche. Yo estaba al otro lado de su petite grive.

– Mi petite ¿qué?

– Tordo -explicó Anne-. Y yo no jugaría a la ruleta, Hal. Las probabilidades son escandalosas.

– Sí, ya me lo había imaginado. No tienes pinta.

– Por fin os habéis conocido -dijo Mary, y se interpuso entre los dos.

– Sí -afirmó Hal, de súbito vacilante, mientras cambiaba el peso de pie para ver qué rumbo tomaba aquello.

– Iba a convencer a Hal de que dejara la ruleta -dijo Anne-. Le hablaba de las probabilidades.

– Me encantaría que lo hicieras.

Apareció Beecham Lazard en la cristalera. Hal rodeó a Mary con un brazo y la encaró hacia él.

– Discúlpanos, Anne. Cariño, allí está Beecham, vamos a hablar con él -dijo-. Hasta luego, Anne.

– Adiós, Hal.

Mary puso los ojos en blanco. Alcanzaron a Lazard, que envolvió a Mary con un brazo y le frotó el hombro. Anne acabó el cigarrillo y apuró el champán tibio de un trago, complacida consigo misma. Una mano cogió la copa vacía y la sustituyó por una llena.

– El chichón ya ha bajado -dijo Karl Voss.

– He dormido. Ahora me encuentro bien -replicó ella, mientras en su interior se congelaba el desenfado social que había experimentado con Hal.

Se plantaron hombro con hombro al borde de la terraza y contemplaron la fiesta.

– Antes quería preguntarle una cosa, pero no pretendía parecer… insensible.

– Cuando en realidad es insensible, quiere decir -apuntó ella, pero la gracia le salió mal, grosera en vez de jocosa.

El se rió; los dos estaban nerviosos.

– Quiero decir que hubiese parecido… esto… científico plantearle la pregunta… o clínico.

– ¿Qué era?

– Si al ahogarse vio su vida pasar ante sus ojos. Es lo que dice todo el mundo.

– ¿Significa eso que la gente mayor tarda más en ahogarse? -preguntó ella-. Todos esos rollos de película que repasar.

– No lo había pensado así.

– Sí que vi unas cuantas cosas, pero no es lo que yo llamaría una vida entera… Más bien un parte de noticias. Y bastante soso, además. ¿Cómo sería el suyo?

– Bueno, no sería Lo que el viento se llevó, si a eso se refiere.

– No la he visto.

– Lisboa es la única ciudad de Europa donde se puede ver, quizá… -Se refrenó al recordar en el último minuto dónde estaba, quién era y con quién hablaba-. Quizá cuando la vida sea menos complicada…

– ¿La vida llega a hacerse menos complicada?

– Es posible que no -reconoció él-, pero hay complicaciones buenas y malas.

– ¿Y nosotros tenemos elección?

– No, pero hay que aprovechar las buenas cuando se presentan, ésa es la cuestión… como esta tarde.

– Eso ha sido un accidente, ¿o no? -le preguntó ella mirando al suelo.

– ¿Lo ha sido? -inquirió él, y volvió la cara hacia las luces que alumbraban la fachada desde el césped.

Los insectos trazaban círculos por encima de sus cabezas. La luz reducía la cara de Voss a un tono monocromo, blanca con rayas negras y sombreado gris. Una perspectiva de artista. De geómetra. Anne lo miró en ese momento, lo contempló con los ojos abiertos como una niña, hasta que recordó en algún rincón ridículo de su cerebro que mirar fijamente era una grosería, al igual que era grosero señalar y grosero hablar de dinero o comida y grosero levantarse de la mesa sin pedir permiso. Las reglas de la grosería. ¿Cómo podía haber tantas?

– ¿En qué piensa? -preguntó él, volviendo la cara hacia ella.

Anne encauzó su mente y la revolvió en busca de alguna idea inteligente.

– En el destino -mintió-, ya que usted lo ha sacado a colación.

– No estoy seguro de que en tiempos de guerra pueda haber destino -dijo él-. Es como si Dios hubiera perdido el control del juego y los niños hubiesen tomado las riendas… niños traviesos. ¿No le parece…? Estamos en manos de…

– Ah, Voss, no me ha presentado a su encantadora acompañante.

La voz pertenecía al alemán a quien había oído en el estudio de Wilshere, una voz tan cortada como el sonido de unos cascos sobre adoquines. Voss extendió la mano hacia ella mientras su cerebro hojeaba frenético las páginas de la memoria. Todas en blanco. Abrió su otra mano en dirección al recién llegado, que era alto, medio calvo y sostenía unos quevedos ante su rostro rollizo, que estaba interrumpido por una perilla que le confería apariencia de académico, de historiador del arte tal vez.

– General Reinhardt Wolters, permítame presentarle a… -Se volvió hacia ella, con la mente aún atascada.

– Anne Ashworth -dijo ella-. Me alojo aquí, en casa de los Wilshere.

– Hermosa casa -comentó Wolters, aunque no lo fuera-, una noche estupenda. ¿Es usted inglesa, señorita Ashworth?

– Sí -respondió Anne, refrenando el tono de desafío.

– Perdone que se lo haya preguntado. Habla como una inglesa pero no lo parece.

– He tomado el sol -explicó Anne.

– Me parece que es nueva aquí… ¿no? Debe de estar bastante sorprendida, al llegar de Inglaterra a este… -Extendió los brazos por delante sin señalar nada en particular.

– ¿Se refiere a las luces?

– Las luces -concedió él-, y el nivel de… confraternidad con el enemigo. En Lisboa podemos ser todos amigos.

Wolters sonrió con dientes amarillentos y un hueco junto a un colmillo. Se equivocaba. A Anne no le gustaba estar tan cerca del enemigo, o al menos de esa versión del enemigo, aunque bien pensado Voss también era el enemigo.

– Tiene razón, señor Wolters, pero aquí no parece que estemos en guerra -dijo-. Quizá si nos cayeran bombas encima nos veríamos con otros ojos. Pero así…

Hundió la boca en la copa de champán.

– Por supuesto, por supuesto -dijo Wolters-. Capitán Voss, un minuto, por favor.

Voss y el general se despidieron de ella con sendos ademanes de cabeza, bajaron de la terraza y desaparecieron más allá de las luces de la fachada en la negrura mate del jardín. Anne se palpó el chichón mientras pensaba que aquélla podía ser una escuela muy dura. No había previsto que las líneas estuvieran tan borrosas. No había previsto a alguien como Karl Voss, agregado militar de la Legación Alemana, a quien incluso en ese momento sabía que buscaba y cuyo regreso esperaba.

– Algunos invitados se quedan a cenar -le dijo Wilshere, tocándole el hombro con dos dedos. Siempre tocando-. Nos acompañarás, ¿verdad?

No esperó su respuesta porque se le vino encima la manada de mujeres que Anne recordaba colectivamente como las rumanas. Retrocedió unos escalones y se retiró en la oscuridad. La fiesta ya se dispersaba.

Je vous remercies infinement -oyó que decía una voz de mujer estridente en la noche apacible-, mais on étés invités de diner par le roi d'ltalie

Se volvió de espaldas y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. No había nadie en el jardín. Se encaminó hacia los arbustos, hacia unos ruidos humanos que cuando tuvo cerca la hicieron cambiar de rumbo al instante. Gruñidos, jadeos, entrechocar de piel. Se ocultó al abrigo de las matas, confusa. Los ruidos cesaron. Momentos después apareció Beecham Lazard por un hueco en el seto, peinándose hacia atrás hasta conferirle a su pelo el habitual formato imperturbable y estirando el cuello por encima de la camisa. Volvió al trote hacia la casa. Un minuto después se materializó Mary Couples en el mismo espacio. Se alzó el vuelo del vestido y se sacudió las rodillas. Echó la cabeza hacia atrás y se insufló algo de vida en el pelo.

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