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18 de enero de 1971, Berlín Este.


Schneider llegó pronto a la oficina. Esa mañana no había querido estar cerca de su familia. Pidió que le pusieran con un viejo amigo del Departamento X de la HVA y le preguntó adonde había ido Rieff al dejar Desinformación y Medidas Activas. Le contestó que había pasado tres años en Seguridad Nacional encargado del Muro y el Telón bajo órdenes directas del secretario Erich Honecker.

Hojeó su bandeja de «pendientes» hasta llegar al informe que buscaba. Andrea levantaba la mirada hacia él. Una mala fotografía pero aun así le aceleraba la sangre. Repasó el informe de vigilancia. Todo normal. Incluso habían mentido sobre su trayecto en taxi desde el Ernst Thàlmann Park hasta el hotel, diciendo que había vuelto directamente.

A las 9:00 a.m. llamó a Yakubovski, que gruñó pero accedió a un encuentro en el pasillo frente al Departamento de Información de la Stasi. Schneider se preparó para la charla subiendo las escaleras a la carrera y llegar sin aliento, presa del pánico. Se pasó de la raya. Yakubovski le echó un vistazo desde el extremo del pasillo y a punto estuvo de volver disparado a su oficina. Schneider se calmó y llegó a su altura.

– Ya le dije que no podía ayudarle -dijo el ruso, molesto.

– Es Rieff.

– También le dije que Rieff no era amigo nuestro. De usted depende lidiar con él como le parezca.

– Pero va detrás de mí como un perro rabioso. Lo sabe todo sobre Stiller, lo que hacía en el Oeste… Incluso ha mencionado su nombre.

– ¿Y qué le dijo usted?

– Negué su implicación -dijo Schneider-. Pero ése no es el problema. Si no fuera más que eso podría sortearlo…, podríamos llegar a un acuerdo.

Pero eso no le basta. Quiere mi sangre. Me ha acusado de ser un agente doble llamado El Leopardo de las Nieves. He repasado todos los archivos de la AGA y no he encontrado ninguna referencia a ningún Leopardo de las nieves. Tiene que ayudarme con esto. Corrupción es una cosa; cárcel, o a lo mejor un campo de trabajo… Pero traición… traición significa guillotina.

Yakubovski se detuvo a la primera mención de El Leopardo de las Nieves y sus cejas prestaron a Schneider su total atención. -¿Qué dijo Rieff sobre El Leopardo de las Nieves? -También está enfadado con la KGB. -Pero ¿qué dijo, comandante?

– Dice que la KGB nunca comparte su información. Que conducen sus operaciones sin…

– Comandante Schneider -interrumpió Yakubovski, agarrándolo del hombro-, cuénteme sólo lo que dijo Rieff sobre El Leopardo de las Nieves.

– Dijo… Me preguntó por El Leopardo de las Nieves y, cuando le dije que no había oído hablar nunca de él, me contestó que no lo creía porque… y éstas fueron sus palabras: «Creo que usted es El Leopardo de las Nieves».

– Cálmese, comandante -dijo Yakubovski-. No tiene nada que temer. Usted no es El Leopardo de las Nieves. El Leopardo de las Nieves es una operación de la KGB que culminará en las próximas veinticuatro horas. No debe hablar con nadie de esto y menos que nadie con Rieff. Después hablaré yo con él en persona.

Se separaron y el ruso le dio un golpecito en el hombro con su palma mullida. Schneider bajó directamente al lavabo del piso de la AGA, apoyó el rostro acalorado contra la fresca pared del cubículo y encendió un cigarrillo que no le tranquilizó.

Al volver a su despacho llamó a uno de sus coches de patrulla y les ordenó que le trajeran a una ciudadana británica llamada Andrea Aspinall, una estudiante de matemáticas de posgrado que se alojaba en el Hotel Neuwa y asistía a las conferencias de Günther Spiegel en la Universidad Humboldt. A la hora de comer le informaron de que habían recogido a la mujer y le esperaba en la Sala de Interrogatorios número 4.

Se palpó y tanteó el pasaporte y el dinero que llevaba en el bolsillo. Comprobó que había una cinta de grabación en la Sala de Interrogatorios número 4 y entró. Andrea estaba sentada de espaldas a él, fumando.

– Soy el comandante Schneider -dijo-. ¿Le han ofrecido café?

– No -respondió ella, irritada.

– Lo siento. Esto no pretende ser amenazador. Se trata de un mero asunto de rutina, ya me entiende. Nuestros enemigos nos han obligado a erigir esta barrera protectora antifascista… -¿Así llaman al Muro? -Es lo que es, señorita Aspinall.

– Dios mío… Cuando enviaron su cerebro, comandante Schneider, se lo devolvieron más blanco que el blanco.

– Puedo, si lo deseo…, si quiere ser grosera conmigo, hacer que lo pase muy mal.

Silencio.

– Lo siento… Estaba diciendo… Me parece que estaba a punto de darme una lección sobre los enemigos del estado.

– Sí… Hemos construido este muro para proteger a nuestros ciudadanos, pero nuestros enemigos persisten en sus frecuentes intentos de penetrarlo. Envían gente para que nos espíe. Gente como estudiantes de matemáticas de posgrado de Cambridge. Mi trabajo en el Arbeitsgruppe Auslánder consiste en arrancar los falsos y dejar los verdaderos. Me han llegado dos informes contradictorios, y por eso he hecho que la trajeran para hacerle unas preguntas.

– No estaré mucho tiempo en Berlín Este, comandante. Esta interrupción interfiere en mi muy breve estancia. Le agradecería que fuese al grano.

– Desde luego. Llegó ayer, comió en su hotel, el Neuwa, fue a ver al doctor Spiegel, tomó café en la cantina, asistió a una conferencia, volvió a su hotel y después fue a cenar con el doctor Spiegel en su piso del Ernst Thàlmann Park.

– Dios mío -dijo ella-. Me gustaría poder decir que encuentro su vigilancia reconfortante, comandante, pero no es así.

– Ahora viene la causa de nuestra contradicción. Mi informe dice que tomó un taxi de vuelta al Hotel Neuwa.

– Que es lo que hice.

– El taxi la recogió a las 21:5 5.

– Probablemente.

– La recepción del Hotel Neuwa informa de que llegó usted a las 23:15. Eso supone una hora y cuarto para llegar del Ernst Thàlmann Park hasta Invalidenstrasse, lo cual deja aproximadamente una hora en blanco.

Silencio. Cerca de un minuto.

– Lo de este país es increíble.

– ¿Increíble?

– ¿Es eso lo que hacen todo el día…, vigilarse los unos a los otros? ¿Esperar a que alguno dé un tropezón para poder denunciarlo? Pregúntele al taxista. Me llevó a hacer un recorrido por Berlín Este. El Volkspark Friedrichshain, la estatua de Lenin, el teatro Volksbühne, la… la famosa torre de agua donde los nazis asesinaban a los comunistas en los años treinta. Fue todo muy instructivo y muy largo.

– Eso sigue sin explicar la hora entera, señorita Aspinall.

– Ha dicho que existía una contradicción, comandante. ¿Cuándo dice la gente de vigilancia que volví al hotel?

– A las 22:15.

– ¿Y usted a quién cree?

– Por esta vez, a la recepción del Hotel Neuwa -dijo Schneider-. Y usted no va a volver a la universidad hasta que disponga de una explicación satisfactoria para esta discrepancia.

– Antes de partir de Inglaterra me dijeron que la Stasi no era diferente de la Gestapo y, ¿sabe qué?… Se equivocaban. Son peores.

– Tengo todo el día, señorita Aspinall. El resto de la semana. Un mes. A este lado del Telón disponemos de la bendición del tiempo.

Se quedaron en silencio durante diez minutos, sonrientes, mirándose.

– Esto es ridículo -dijo ella.

Schneider se levantó y paseó por la sala. Se acercó a ella, bajó la cara hacia la suya y le metió el pasaporte y el dinero en el bolso abierto.

– Cuénteme lo que pasó en esa hora y, mientras no estuviese espiando o sacando fotos de edificios comprometidos, o entrando en contacto sin autorización con determinadas personas… podrá volver a su hotel. De lo contrario, tendré que llevármela a una celda de detención y…

– Quiero hablar con el general Oleg Yakubovski -dijo ella, grave de pronto.

Silencio mientras Schneider parpadeaba e introducía esa información en el cerebro. Andrea volvió lentamente la cabeza hacia él. Sus caras estaban apenas a centímetros de distancia, sus labios.

– ¿Me ha oído, comandante?

– Sí, sí -dijo él-. Sólo me preguntaba por qué…, es decir, cómo conoce al general Yakubovski.

– Trabajo bajo su autoridad… y la del señor Gromov, de Londres.

Schneider se levantó y volvió a sentarse con el corazón desbocado, aunque sabía lo que venía a continuación.

– ¿Qué operación es ésta?

– Se llama Operación Leopardo de las Nieves y eso es todo lo que pienso decir hasta que se informe al general Yakubovski.

Schneider se levantó y al hacerlo apartó la silla de una patada. Le tendió la mano.

– Le ruego que acepte mis disculpas -dijo-. No estábamos informados de su presencia aquí. Espero no haberla molestado sin motivo.

– Lo ha hecho, comandante -replicó ella-. Y me pregunto por qué no llama al general Yakubovski.

– No es necesario, señorita Aspinall. Y… le quedaría muy agradecido si por favor no mencionara esto al general en caso de que hable con él.

Andrea se levantó, cogió el bolso y rehusó la mano que le tendía.

– Me lo pensaré.

– ¿Me permite que la acompañe de vuelta a la universidad o su hotel?

– Es usted bastante patético, comandante -dijo ella, y salieron de la sala.

Schneider llamó a un coche y, mientras esperaban, retiró la cinta de la conversación. Llevó a Andrea a la universidad y volvió a su despacho. Llamó al general Rieff. El general había salido y no se le esperaba hasta las cuatro en punto.


La secretaria del general Rieff le tuvo esperando con su cinta y su expediente durante media hora antes de pasar su llamada. Rieff añadió otros quince minutos antes de llamar para que entrara. Schneider depositó el archivo de Andrea sobre la mesa y pidió permiso para poner la cinta. La rebobinó y se recostó para observar mientras el general tamborileaba o golpeaba de forma alternativa el brazo de la silla escuchando la cinta, medio aburrido por lo que parecía ser el interrogatorio de costumbre hasta que oyó la mención al general Yakubovski. Después se quedó quieto y escuchó atentamente hasta el final.

– ¿Por qué no llamó al general Yakubovski?

– Ya había hablado con él.

– ¿Por qué?

– Le había pedido que me ayudara. Le conté que usted me había acusado de ser El Leopardo de las Nieves. Estaba desesperado por que intercediera en mi favor. Lo único que hizo fue preguntarme cómo sabía usted lo de El Leopardo de las Nieves. Yo, por supuesto, no lo sabía. Después me puso la mano en el hombro y me dijo que no me preocupara, que yo no era El Leopardo de las Nieves, que El Leopardo de las Nieves era una operación de la KGB que estaría concluida en las próximas veinticuatro horas. Me ha dicho que no hablara con nadie, y menos que nadie con usted.

– ¿Eso hizo?

– He indagado sobre la señorita Aspinall y regresa a Londres mañana en el vuelo de las 11:00 a.m. -dijo Schneider-. También la acompañé en persona hasta la universidad para congraciarme con ella, para que no diera parte del incidente al general Yakubovski. Ha accedido a que lo ocurrido quede entre nosotros.

– El Leopardo de las Nieves no es una operación de la KGB -dijo Rieff-. Se trata del nombre en clave de un agente doble y nosotros tenemos el mismo derecho a descubrirle que la KGB. Más derecho que ellos, porque está aquí, ahora, en este edificio, pasando al Oeste los nombres de nuestros agentes, ayudando a los desertores…

– Intervendré el teléfono de Aspinall y pondré vigilancia en el Hotel Neuwa.

– Usted y sólo usted, comandante, escuchará el teléfono intervenido, y la vigilancia le informará a usted si se mueve. Nadie más de este edificio tiene que enterarse -dijo, al tiempo que cogía el expediente-. ¿Es el de ella? ¿Ha efectuado una comprobación de sus antecedentes?

– Sí, señor. Nada fuera de lo normal. Se ha pasado los dos últimos años haciendo investigación básica en matemáticas puras en Cambridge y antes fue estudiante de posgrado en la Universidad de Lisboa. También me he interesado por el señor Gromov, a quien menciona en la cinta. Tiene estatus diplomático en la embajada soviética de Londres, pero también tiene el rango de coronel de la KGB.


A las 7:30 p.m. Andrea volvió al Hotel Neuwa desde la Universidad Humboldt. Se sentó en la cama con la cabeza entre las manos y miró el teléfono. Le picaban las encías y tuvo un acceso de bostezos. Cogió el auricular y marcó el número de Yakubovski.

– El Leopardo de las Nieves ha establecido contacto de nuevo -dijo.

– ¿Dónde?

– Me pasaron una nota en la cantina de la universidad. -¿Ha solicitado un encuentro? -Por supuesto, tiene que hacerlo, necesita mi ayuda. -¿Dónde?

– Recuerde lo que le dije… No quiero ver a nadie. Tenemos que tomarlo como el tipo de animal que es.

– Por supuesto, pero tendré que hacer un informe.

– El encuentro tendrá lugar sobre el arco del tercer piso del dreiterhof en la Mietskasern del número 11 de la Knaackestrasse, en Prenzlauer Berg, a las 22:00.


A las 7:38 p.m. Schneider reprodujo la conversación intervenida para el general Rieff.

– ¿Qué cree que significa eso? -preguntó el general-. Cuando dice: «No quiero ver a nadie».

– Tal y como yo lo entiendo, señor, quiere decir que piensa encargarse de El Leopardo de las Nieves ella sola.

– No.

– ¿No?

– No pienso tolerarlo. El Leopardo de las Nieves debe ser interrogado. Tenemos que descubrir hasta qué punto ha puesto en peligro a nuestros agentes y a quién tiene planeado ayudar a desertar. Si lo mata perderemos esa información tan valiosa. Perderemos la oportunidad de convertirnos nosotros en El Leopardo de las Nieves… las posibilidades de desinformación son ilimitadas. No lo permitiré.

– ¿Conoce el lugar donde dice que van a verse?

– Vagamente.

– Entonces sabrá por qué se propone acabar ella con El Leopardo de las Nieves -dijo Schneider-. Es el único modo de asegurarse.

– Ahora déjeme; lo pensaré y decidiré un curso de acción.

– Para controlar una de esas Mietskasernen yo le recomendaría cien hombres, y si se presenta con cien hombres estoy seguro de que no verá a El Leopardo de las Nieves.

– Gracias por el consejo, comandante… Ha sido usted indispensable.

– ¿Puedo añadir otra cosa, general Rieff? Me permitiría sugerir que si interfiere podría generar mucha mala sangre entre nosotros y la KGB.

– ¿Herr comandante?

– Sí, señor.

– Yo me cago en la KGB.


A las 9:00 p.m. Andrea comprobó la pistola. Todavía tenía el cargador lleno, al igual que las cincuenta últimas veces que lo había comprobado. Salió del hotel y cogió un taxi libre, al que pidió que la llevara al cementerio judío cerca de Kollwitzplatz. Se detuvo en una esquina oscura y observó. Nadie la seguía. Yakubovski parecía haber sido fiel a su palabra y Schneider se había asegurado de que nadie la siguiera desde el hotel. Subió por Husemannstrasse y dobló a la izquierda por Sredzkistrasse.

Su aliento formaba una nube en el aire y se dispersaba en la noche apacible y gélida. Sus tacones sobre los adoquines plateados eran el único sonido de la calle. Al llegar a Knaackestrasse giró a la izquierda y se dirigió directamente a la entrada de la Mietskasern. Se apoyó en la pared y tragó aire helado por la nariz para tratar de aclarar la mente, rezando por que fuese veinticuatro horas más tarde y todo hubiera acabado.

El le había dicho que no pensara en ello. Que siguiera adelante, sin parar nunca, sin detenerse nunca por una fracción de pensamiento momentáneo. Cuando ella le dijo que era incapaz, él le recordó la crueldad con la que actuaban todos los demás.

– Lo único que tienes que hacer es encontrar tus propios valores -le había dicho-, los que estés dispuesta a proteger con la misma crueldad.

Se le apareció una imagen de Dios no sabía en qué oscuro lugar de su memoria. Una que no había visto nunca. Judy Laverne en la jaula incendiada de su coche precipitado por el barranco. Lazard había sido cruel. Sí. Beecham Lazard. La visión de esa bala que le desgarró la garganta, el estallido de la pistola, la sangre. Era la única ocasión en que había visto matar a alguien de cerca, tan cerca como iba a estar de aquel hombre. Aquel hombre al que no conocía. El que iba a salvarlos. El le había explicado cómo reconocerle, cómo estar segura de que estaba allí y de que se trataba del hombre en cuestión. También le había explicado las cosas terribles que tenía que hacer, cómo hacerlo real, cómo hacerlo verosímil. Iba a exigirle más que cualquier otro acto de su vida. Sí. Actúa, le había dicho él. Actúa siempre. No serás tú, le había dicho, pero era ella.

Echó a andar y cruzó la explanada que separaba el ersterhofy el ztveiterhofy atravesó el arco que llevaba al siguiente patio. Desvió sus pasos hacia la esquina izquierda. Sacó la linterna que llevaba, subió las escaleras hasta el tercer piso y aminoró el paso. Apagó la linterna. Esperó. Olió el aire gélido atravesado por la humedad del yeso en mal estado, el moho de la madera podrida. Cerró la mano en torno a la pistola que llevaba en el bolsillo derecho. Recorrió el pasillo paso a paso hasta situarse encima del arco. Miró el reloj. Las diez y un minuto. Paseó el haz de la linterna por la habitación y enfocó las dos pilas de bloques de hormigón que había a los lados de la mesa. Se sentó en una de las pilas, palpó bajo la mesa y encontró el pasamontañas de lana, que guardó en el mismo bolsillo que el pasaporte y el dinero. Esperó, desesperada por fumar aunque quería mantener el aire limpio. Las diez y seis minutos. Apagó la linterna y se quitó los zapatos.

Se acercó a la puerta a tientas y giró a la izquierda por el pasillo con una mano en la pared mientras con la otra sostenía la pistola a la altura de la cintura. Llegó a la primera puerta, asomó la cara a la penumbra de la habitación y respiró. Avanzó hasta la siguiente. Nada. Antes incluso de alcanzar la tercera le llegó el inconfundible aroma del tónico capilar. Se detuvo en el umbral y encendió la linterna. Rieff estaba en una esquina, con la pistola a un costado y los ojos abiertos a la luz de la linterna. Andrea disparó rápido, tres veces. Tres impactos en el abrigo grueso. La pistola de Rieff cayó al suelo. Andrea corrió hacia él en cuanto lo vio caer hacia delante y le embistió con el hombro, de modo que Rieff dobló las rodillas y se derrumbó de lado contra la pared. Sacó el pasamontañas del bolsillo y se lo pasó por la cabeza, sin pensar, sólo actuando, y para que pareciera real, para que fuera verosímil, le atravesó el pasamontañas con un cuarto disparo en la cara. La pesada cabeza de Rieff retrocedió con una sacudida, le desestabilizó y le empujó hacia delante, separado de la pared y quedó boca abajo en el suelo. Andrea le quitó la pistola de la mano y la metió en un bolsillo de su abrigo ensangrentado. Sacó el pasaporte y el dinero y se los puso en el otro bolsillo. Salió corriendo de la habitación, retrocedió por el pasillo y entró en la habitación de encima del arco. Se puso los zapatos, se sentó en los bloques de cemento, apoyó la frente en la mesa y vomitó entre sus pies.

Unos pasos cruzaron el patio y corrieron escaleras arriba. Los siguieron otros pasos, más lentos. Haces de linterna rebotaban por el pasillo. Aparecieron en la puerta dos hombres armados y pertrechados para el combate. Uno se quedó y el otro siguió adelante. A los pasos más lentos les llevó una eternidad remontar las escaleras. Avanzaron pesados por el pasillo. Hubo un intercambio de palabras en ruso. Yakubovski le echó un vistazo a Andrea y se acercó al soldado que montaba guardia.

Dio una orden. El soldado reaccionó. Sobrevino un silencio de asombro. Ladró otra orden. Yakubovski desanduvo sus pasos por el pasillo y apareció en el umbral con el pasaporte en la mano. Farfulló algo más y los soldados pasaron tambaleándose con el cadáver entre ellos. Desenganchó los dedos de Andrea de la pistola y se la guardó en el bolsillo con el pasaporte. Recogió la linterna, le tendió el brazo y salieron del edificio.

– Siempre es traumático -dijo- descubrir que uno de nuestros más apreciados colegas es, en realidad, un charlatán.


Por la mañana, como muestra del respeto debido a una valiosa servidora de la Unión Soviética, el general Yakubovski ordenó al comandante Kurt Schneider de la AGA que acompañara a Andrea al aeropuerto. Schneider la recogió en el hotel y juntos se dirigieron a la salida sur de la ciudad, sin hablar durante los primeros minutos del trayecto. Desde el asiento de atrás Andrea contemplaba la gama de grises del paisaje urbano enmarcado.

– Ahora te culpas tú por lo que tuve que hacer, ¿o no? -le dijo a la nuca.

– No dejo de pensar que debía de haber otra manera.

– La estratega soy yo, recuerdas, y no había otro camino. La única incógnita era que se presentase allí. Al verlo, hice lo que me habías dicho. Fue irónico, nada más.

– ¿Irónico?

– Mi profesor de piano murió por un impacto directo en su casa durante los bombardeos de 1940. Yo tenía dieciséis años y en ese momento me prometí que mataría a un alemán. Al llegar el momento de saldar esa cuenta… me vi incapaz de encontrar nada de ese antiguo odio: sólo miedo y certeza. Lo hice y no me causó satisfacción.

– ¿Certeza?

– Por esa crueldad de la que me hablaste.

– No tendrías que haberte visto en esa situación, para empezar.

– Ahora vas a echarle la culpa a Jim Wallis.

– Sí.

– Tal y como yo lo veo, fui yo la que me puse en esa situación. Accedí a trabajar para Gromov en Londres. Di el paso de volver a la Empresa. Jim Wallis se limitó a hacer su trabajo -dijo ella-. Me ha sorprendido descubrir que era tan duro. Lo tenía por un hombre débil…, bonachón.

Schneider sacó un sobre acolchado del bolsillo y se lo pasó por entre los asientos.

– Tu seguro -dijo.

– ¿Qué es?

– No lo abras. No lo mires. Sólo dáselo a Jim y dile que el negativo está a buen recaudo en Berlín Este. -¿Qué es?

– Es otra de las tristes y sórdidas baratijas de nuestra magnífica industria de espionaje -dijo Schneider-. Se trata de una foto de Jim Wallis sodomizado en unos baños públicos de Fulham.

– ¿Jim? -preguntó ella, atónita-. Jim va por el segundo matrimonio.

– A lo mejor por eso no funcionó el primero -replicó él-. El pegamento que nos mantiene unidos es, con no poca frecuencia, nuestra vergüenza.

– Aun con eso las voy a pasar canutas por haber sacrificado la deserción de Varlamov.

– Varlamov -dijo Schneider para sí-. Varlamov me daba mala espina desde el principio.

– ¿Esto es inspiración retrospectiva?

– Probablemente. Cuando me encargaron que organizase la deserción se mostraron muy firmes en un aspecto: que en ningún caso debía establecer contacto con el sujeto hasta que me dieran luz verde. Todavía estoy esperando. Varlamov iba a partir hoy.

– Yakubovski dijo que se lo llevarían de vuelta a Rusia cargado de cadenas.

– No creo que Varlamov pensara desertar. Jim Wallis lo usó para tener distraída a la KGB. Se creyeron que era el objetivo de la operación cuando… Bueno… Todo ha salido bien. Mi tapadera sigue intacta, al igual que la tuya con los rusos, y Varlamov, un gran servidor del estado, ha quedado desacreditado.

Pasaron por debajo de la S-bahn entre Schòneweide y Oberspree y el tráfico se despejó al subir a la Adlergestell. El tendió la mano hacia atrás entre los asientos y Andrea la cogió y le acarició los nudillos con el pulgar.

– ¿Por qué me hablaste del intercambio de disidentes que vas a hacer el domingo por la noche?

El entrelazó los dedos con los de ella.

– Me planteé irme con ellos -dijo, y ella le apretó la mano, de repente nerviosa-. Me planteé conducir hasta el centro del puente para el intercambio y entonces seguir adelante. Sería…, sería posible… en mi mente.

– De modo que no vas a hacerlo.

Sus ojos se encontraron en el retrovisor.

– Elena y las niñas -dijo él-. Las abandonarían a su suerte.

Andrea volvió la cabeza y dejó que su mirada cayera en las líneas de la carretera que pasaban veloces, la nieve sucia, los árboles desnudos.

A la altura de Grünau Schneider retiró la mano y se separaron de la Adlergestell; dieron la vuelta para pasar por debajo y pusieron rumbo sudoeste por la autobahn hacia Schónefeld. Atravesaron un control de documentos en el puesto de policía que marcaba el final de la zona metropolitana de Berlín y desde allí quedaban unos escasos minutos hasta el aeropuerto.

– Entonces ¿se acabó para nosotros? -preguntó ella-. Puede que un día estemos en el mismo bando.

– Nuestra ración para el próximo cuarto de siglo -dijo él, mientras volvía a poner la mano entre las de ella-. Y sí estamos en el mismo bando…, el nuestro…, donde no importa nadie más.

– Veinticinco años. Eso será en 1996 -calculó ella-. Tendré setenta y dos años. A esas alturas ya me habrán dejado salir de la cárcel.

– No te enviarán a la cárcel, y siempre está la distensión -dijo él-. Debemos tener fe en la distensión. Londres cree que Ulbricht está acabado. Yakubovski dijo que Rieff estaba bien situado. Rieff trabajaba con Erich Honecker. Me parece que Honecker será el nuevo hombre de Moscú.

– ¿Y cómo es?

– Un hombre seco pero no arrogante, como Ulbricht, no tan lleno de vanidad ni de odio hacia Willi Brandt… Un mejor candidato para la distensión… posiblemente.

– O un mejor candidato para que los rusos mantengan el control -dijo ella-. Lo de seco no me suena muy flexible.

– Quizá sea mejor…, quizá sea quebradizo…, fácil de desmigajar.

– Al final, será lo que diga Brezhnev -observó ella, que de súbito se sentía deprimida-. ¿Sabes por qué emplean la palabra «distensión»? Yo creo que es porque no suena tan fácil como «relajación».

Schneider entró en el aeropuerto y aparcó cerca de Salidas.

– Podemos añadir unas dos horas a nuestro total -dijo-. Una vez lo calculé mientras estaba en Krasnogorsk. Todavía no hemos llegado a pasar un día entero juntos… aún.

Le apretó la mano. De repente eran muy conscientes del momento.

– Sé que no ha sido ni un día -prosiguió él-, pero te conozco. Una vez me lo dije en voz alta en el piso de Lisboa. No estoy solo. Suena estúpido, como todas estas cosas, pero es lo que me ha importado todo este tiempo, que al menos ha habido alguien.

– En el vuelo de regreso de Lisboa, después de dejar a Luís y Juliáo en el mausoleo familiar, me entró el pánico. Pensaba que me había entrado miedo a volar. Pero entonces me di cuenta de que era el miedo de encontrarme sola de repente. Fue un acceso súbito de pánico a tener un accidente y morir en compañía de extraños…, conocida y querida por nadie.

– Todos somos extraños -dijo él-. Más aún en este negocio.

– Esa es la cuestión, Karl…

– ¿O es Kurt? -dijo él, con la ceja operativa alzada, y los dos se rieron.

Andrea estiró la mano hacia la puerta del coche y él le pidió un último vistazo al retrato de Juliáo. Lo grabó en la mente mientras asentía con la cabeza.

Schneider cogió la maleta y cruzó el asfalto seco y helado; la nieve que habían retirado se apilaba a los bordes en sólidas escarpaduras. Le dio la maleta a un empleado. Se detuvieron los dos en la entrada, con los alientos unidos en el aire gélido. El le estrechó la mano, le deseó un buen vuelo, dio un paso atrás y saludó. Se alejó sin mirar atrás, subió al coche y partió hacia su mundo incoloro.


Wallis fue a buscarla al aeropuerto y la cogió del brazo como si se la llevara directamente a un coche de policía reservado para ella. Subieron a un taxi.

– Clapham -dijo él, y se recostó, complacido. '

– Hay una comisaría al principio de Latchmere Road -dijo ella. -Venga, Andrea. Eso no viene a cuento. Has hecho un gran trabajo. -Por accidente, más que de forma intencionada. -Oh no, no, no, yo creo que fue intencionado. -¿Y ahora?

– Esto no es Rusia, sabes. No somos la KGB. Aquí no hay minas de sal, amiga mía. Cuidamos de ti. Vuelve a Administración, trabaja duro, consigue tu medalla, recauda tu pensión.

Lo miró para ver si era sincero. Él le devolvió la mirada. Karl tenía razón, seguía siendo joven bajo esa cara regordeta, dispuesto y ansioso por agradar. Hacía que todo sonara acogedor.

– Y, desde luego -añadió él-, a cambio, esperamos que te muestres razonable respecto a tu relación con el señor Gromov.

– ¿Y si no?

– No pase por la Salida. No cobre las doscientas libras. Vaya a la Cárcel. -Le dije a Gromov que sólo haría un trabajo para él.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– Quería esa pensión de la que me hablas. No quería vivir sudando a todas horas. Y, además, el odio ha desaparecido. Ya no queda nada que me motive.

– ¿Odio? -preguntó Wallis-. No sé muy bien de qué me hablas, vieja amiga.

– El modo en que Louis Greig consiguió que trabajara para Gromov, para empezar.

– Pero ¿«odio»? ¿A quién odias? ¿A Louis Greig?

– Louis acabó siendo patético -dijo ella y, tras una pausa cargada de tensión-: A lo mejor odio a la misma persona que tú.

– Yo no odio a nadie -objetó Wallis, desplazándose hasta la esquina del taxi y mirándola-. El odio…, ya sabes, Andrea, no es muy británico, ¿verdad? No tenemos ese tipo de… sentimientos.

– Lo sé, Jim, tú no odias ni siquiera a tus traidores, ¿verdad? O a lo mejor lo harías si estuvieran cerca de verdad, bien adentro…, vamos, en la Sala Reservada…, tan adentro digo.

– Hemos hecho limpieza. Los sesenta fueron un cromo, pero ahora estamos limpios como una patena -dijo Wallis, a la defensiva, tomándoselo como un extraño ataque personal.

– ¿Tú lo estás? -preguntó ella, distraída por un momento-. Sabes, cuando le comenté a Gromov el contenido del archivo de Cleopatra…, los nombres.

– Sí, Cleopatra -dijo Wallis, tomando el relevo, aliviado, de nuevo con las riendas-, eso era una pura cortina de humo, sólo para probar las… líneas de comunicación entre Londres, Moscú y Berlín. Moscú quería debilitar a Ulbricht y depurar a sus amigotes, incluido Stiller. De modo que Yakubovski lo metió en la lista. Tú lo descubriste y se lo contaste a Gromov. Gromov presenta el caso ante Moscú. Moscú le pregunta a Mielke qué demonios pasa. Yakubovski obtiene la orden de ejecución. Andrea Aspinall aprueba su examen de iniciación con Gromov.

– Ya veo… De modo que fuiste tú quien dejó el archivo Cleopatra en mi mesa y después me dejaste entrar en la Sala Reservada.

– Tú le birlaste a Speke la tarjeta.

– ¿Cómo supiste que trabajaba para Gromov?

– Porque llevamos cinco años vigilando a Louis Greig.

Andrea asintió al acordarse del interés de Rose en la fiesta del funeral.

– Todavía no me has dejado contarte lo que me dijo Gromov.

– ¿Después de que le dieras el nombre de Stiller?


– Me dijo que habría que contrastar la información. Yo estaba molesta después del calvario que había pasado y le pregunté que qué quería decir. Me dijo: «Que lo contraste alguien de Grado 10 Rojo».

– Pura maldad -replicó Wallis.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

Wallis se dio unos golpecitos en los labios con el índice; algo no iba del todo bien. El día echado a perder. Una pena.

– No vas a usarme contra Gromov -dijo Andrea-. No tendría sentido hasta que hayáis limpiado vuestra casa.

– Te sacarán a patadas, Andrea.

– No, no lo harán -dijo ella-. Porque tú vas a darme todo tu apoyo, Jim.

– Sólo hasta cierto punto.

– No… del todo -dijo, y le pasó el sobre-. Hasta la empuñadura. -¿Qué es esto?

– Un regalo de El Leopardo de las Nieves. Me dijo que el negativo está a buen recaudo en Berlín Este. También me dijo que quizá no te apeteciera mirarlo. A mí me dijo que no lo hiciera y no lo he hecho.

– Una vez más, no te sigo, amiga mía -dijo él-. Jodidamente misteriosa, ¿eh? Siempre lo has sido.

– Hablamos de nuevo de esa persona, la que odiamos, la que nos acompaña a todas horas, de la que nunca podemos alejarnos, la única que nos es posible conocer si alguna vez lo permitimos.

Jim Wallis sacudió la cabeza. Chiflada.

– ¿Te pusieron en Berlín algo en el agua? ¿Te quitaron un tornillo? ¿Te lavaron el cerebro?

Metió el dedo bajo la solapa y tiró. Sacó la fotografía poco a poco, como si esperase que fuera el naipe que necesitaba, y ni sus treinta años de fingimiento profesional evitaron que palideciera.


El 3 de mayo de 1971 Walter Ulbricht vio retrasada su asistencia a la 16a Sesión Plenària del Comité Central por dos nuevos guardaespaldas nombrados por el general Mielke, jefe de la Stasi. Le llevaron a dar un paseo largo y exasperante por la orilla del río Spree. Cuando llegó a la asamblea, Erich Honecker había sido elegido secretario general del Comité Central y presidente del Consejo de Defensa Nacional.

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