23

Miércoles, 19 de julio de 1944, jardines de Monserrate, Serra da Sintra, cerca de Lisboa.


Voss estaba solo en el palacete a oscuras. Rose y Sutherland habían corrido a sus coches para volver a Lisboa. El agente de la columnata entró, redujo la llama del farol y lo recogió. Esperó mientras Voss se masajeaba las sienes con las puntas de los dedos en un intento de imbuirles energía para pensar.

Al cabo de un minuto, en el transcurso del cual el agente se dedicó a balancear el farol para ver el efecto que ejercía sobre sus sombras, Voss se levantó. El agente lo acompañó caminando entre los árboles hasta su coche. Voss se quedó mirando el volante y el agente a él.

– Tiene que meter la llave en el contacto y darle la vuelta, señor -dijo el agente-. Así se arranca el motor. Buenas noches, señor.

Voss salió de la espesura y puso rumbo a Sintra. Rebasó el palacio de Seteais, azul y silencioso a la luz de la luna. Tomó la carretera elevada que pasaba por encima del pueblo y atravesó la aldea a oscuras de Sao Pedro de camino al sur, hacia Estoril. Primero echarle un vistazo a Wilshere, pensó, pues era posible que Lazard fuese a verlo si estaban juntos en eso, y echarle un vistazo también a Anne. Después volver a Lisboa.

En el campo abierto que separaba la serra de la costa paró el coche a la vera de la carretera, bajo unos pinos. Otra idea: fuera lo que fuere lo que estaba haciendo Lazard, se trataba de una operación preparada con mucho esmero; Voss representaría una amenaza para ese plan. Fue al maletero y cogió la caja de herramientas. Sacó la Walther PPK del trapo que la envolvía, engrasada y cargada. La revisó, la dejó en el asiento del copiloto y entró en Estoril por el norte, en dirección al mar y a la plaza del casino.


Cruzó el jardín caminando hacia la casa; el aire nocturno estaba cargado de ladridos desatados por el disparo de Wilshere. Oyó cómo Mafalda le vaciaba los dos cañones a su marido. Para cuando descargó los dos siguientes en el techo Voss ya corría. Atravesó el césped y aminoró el paso para escudriñar las ventanas. Sólo luz en el estudio, después luz en el salón y Mafalda que sostenía el calibre doce con la cartuchera todavía al hombro y barría la habitación con la mirada de un cazador de montería.

Voss se agachó, atravesó el patio a toda velocidad y chocó contra la pared cerca de la última ventana. Mafalda se había subido a una mesita de café y oteaba entre el mobiliario.

– Judy -dijo bajito, como si llamara a un minino-. Judy.

Voss vio a Anne agazapada tras un sofá al fondo de la habitación, con una mancha oscura en torno al cuello y los hombros de su vestido. Corrió hasta la terraza de atrás, abrió las puertas de la cristalera y se plantó en el umbral del salón. Mafalda estaba de espaldas a él. Esgrimió la Walther PPK.

– Baje el arma, dona Mafalda.

Mafalda se volvió lentamente con el calibre doce a la altura de la cadera.

– Bájela, poco a poco -dijo Voss, mirándola a la cara.

Se puso a cubierto tras la pared del pasillo al tiempo que el disparo atravesaba la puerta abierta y destrozaba el yeso del muro. Volvió a asomarse al umbral en el momento mismo en que un gran jarrón arrojado desde el otro extremo de la habitación se hacía añicos contra el canto de la mesa sobre la que se encontraba Mafalda, que perdió el equilibrio. Cayó, la escopeta se le deslizó por la cadera y la culata chocó contra el suelo con un golpe seco. La descarga le desgarró el camisón y la mandó disparada al otro lado de la mesa, se oyó un crujido cuando chocó contra el suelo. En un instante Voss estaba sobre ella y le abría el camisón destrozado: su pecho izquierdo había desaparecido y la sangre -espesa, arterial, importante- le inundaba los pulmones hechos jirones y se le escapaba por el orificio.

Anne cruzó la habitación a trompicones. Voss guardó la pistola en la cintura. En el exterior empezó a sonar un coche de policía en la distancia. Anne, poseída por una extraña calma que le permitía verlo todo con pausa, volvió con paso rápido al estudio. Abrió el maletín de Lazard, depositó el sobre encima de la bolsa de terciopelo de gemas de alta calidad, tiró dentro el contenido de la caja fuerte, que incluía unos cuantos saquitos de papel llenos de diamantes y algunos documentos, cerró el maletín y dejó abierta la caja, que todavía guardaba los lingotes de oro. Unos faros alumbraron el vestíbulo desde la entrada. Ella y Voss salieron corriendo a la terraza de atrás y atravesaron el seto hasta llegar al muro que acotaba la finca por la parte trasera. Lo sortearon y caminaron colina abajo a paso ligero, en dirección al casino, que evitaron porque a sus puertas se había congregado una multitud. Los perros de la ciudad seguían ladrando y aullando en la noche.

Subieron al coche y tomaron la Marginal sin cruzar palabra. Voss se aferraba al volante como si fuera la pared de un precipicio; Anne subió los pies al asiento, se acurrucó en una esquina y se abrazó las rodillas, temblando. Lisboa estaba envuelta en niebla y un extraño frescor. Llegaron a Estrela, aparcaron y caminaron hasta el piso. Voss preparó un baño, encendió cigarrillos y sirvió un poco del fuerte bagaço que guardaba en la cocina. La llevó al baño, le quitó el vestido y lo dejó en el lavabo para que se empapara. La bañó como si fuera una niña y la secó con la toalla. Después la llevó a la cama, donde Anne lloró durante una hora; las imágenes de la mujer en llamas, la inocente en llamas con amor y gasolina en la garganta dentro del horno del coche, se negaban a abandonarla. Voss le lavó el vestido y lo colgó de la ventana. Se desnudó, se metió en la cama junto a ella y atrajo su espalda hacia su pecho. Se quedaron mirando la esquina oscura de la habitación. Anne le contó todo lo que había sucedido.


El amanecer llegó pronto con una tenue niebla y a través de la ventana despertó, de un sueño breve y profundo, a la realidad implacable. Anne tenía la frente apretada contra la espalda de Voss y el brazo sobre su pecho. El tenía la mano apoyada en su cadera. Anne sabía que estaba despierto, oía el tictac de su cerebro.

– Lazard y Wilshere sabían que eras un espía doble -dijo; las palabras reverberaban en la columna del alemán-. Me lo dijo Lazard anoche. ¿Significa eso que Wolters lo sabe?

Voss no contestó y le pasó el pulgar por el hueso de la cadera, arriba y abajo. Tenía la vista fija en el maletín que había debajo de la mesa. Se imaginaba al coronel Claus Schenk von Stauffenberg entrando en la sala de mando de la Wolfsschanze (o sería en el nuevo bunker, cuyos muros de cinco metros de grosor no había llegado a ver), colocando el maletín, recibiendo el aviso de que lo llamaban al teléfono, la explosión y después el final de todo aquello y el regreso a la vida real; lo cual, por supuesto, no sería posible: volver, regresar. En la vida sólo había una dirección que llevaba hacia delante sin descanso, lejos de antiguos estados de comparativa inocencia hacia nuevas etapas, recopilando imágenes en el cerebro para reproducirlas en un atroz destello si uno tenía la mala fortuna de ahogarse.

– ¿Me has oído? -preguntó ella-. No puedes volver.

– ¿Volver? -repitió él, confuso por un momento.

– A la legación -aclaró ella-. Saben que eres un agente doble.

– No tengo elección -dijo él-. Tengo que volver.

– Si vienes ahora conmigo a la embajada…

– No puedo. Tengo que cumplir mi deber.

– ¿Qué deber?

– Con suerte, mañana será el principio del fin y tengo que estar allí cuando llegue. Tengo que desempeñar mi papel.

– Llévate el maletín -dijo Anne-. Está todo dentro: los diamantes, el sobre con los planos, todo lo que necesitas para sobrevivir.

– No puedo llevármelo. No puedo hacer eso. Si Wolters se hace con esos planos, todo aquello por lo que he trabajado habrá sido en vano.

– Entonces llévatelo y déjame a mí el sobre. Al menos rescatarás los diamantes.

– Si me llevo el maletín me sitúo en el lugar de los hechos. Sabrán que estaba en la casa. Hay tres cadáveres incluido el de Lazard, que se suponía que nos representaba en un trato. Sería difícil.

– Inventa algo. Si vuelves con las manos vacías no sé cómo te las apañarás para sobrevivir. No tendrás nada con lo que negociar. Nada que demuestre que no eres un agente doble.

– Eso no supondría ninguna diferencia. Mi única oportunidad de quitarme a Wolters de encima, en el caso de que sepa que soy un agente doble, sería darle el maletín con todo lo que contiene y salvar su jugada de espionaje del desastre. No pienso hacerlo.

Voss se levantó y preparó café, que tomaron sin azúcar porque no había ido a recoger su ración. Compartieron una galleta seca. Parecía la sobria comida de un condenado que hubiera perdido las ganas de vivir. Voss miró el reloj y después por la ventana.

– El sol evaporará esto en un visto y no visto.

– ¿Cuándo te veré? -preguntó ella, desesperada de repente por el desapego de Voss.

– Va a ser difícil. Tú también vas a tener problemas. Habrá mucho que explicar. Estaré aquí por las tardes, si puedes venir… Ven, pero no mañana. Estaré el viernes a las cinco y media. Si pasa algo…, si no estoy…, llama a este número y pregunta por Le Pere Goriot. Él te dirá.

Le dio un número y las frases de la clave. Anne no quería oírlas. Le daban sensación de tenebrosidad, de caverna. Voss le dio una copia de las llaves del piso. Se besaron, un roce de los labios, y le entregó el maletín. La acompañó a la entrada y la miró mientras bajaba por las escaleras, con la vista levantada hacia él, hasta que su rostro desapareció por el hueco oscuro.

Fue a la ventana y esperó a que saliera. Anne remontó la ligera pendiente de detrás de la basílica y en la cima se volvió y le saludó, un ademán con el brazo estirado, que él le devolvió.


Anne fue directa al trabajo y a una reunión informativa de una hora con Cardew, que insistió en que le contara todo lo concerniente no sólo al desastre en la residencia de los Wilshere sino también a Voss. En cuanto Wallis la perdió, Rose y Sutherland se le tiraron al cuello, y en esa ocasión quería proporcionarles la información más completa posible acerca de sus movimientos. Estaba molesto.


A las 9:30 a.m. estaba sentada en la sala de la casa franca de la Rua de Madres, en Madragoa. Rose y Sutherland la acompañaban, y también dos americanos, hombres de la OSS del Consulado de los Estados Unidos.

Los hombres ocuparon sus puestos en torno a la habitación, Sutherland y Rose en sendas sillas y los americanos de pie y apoyados en la pared. No hubo explicación por la presencia de los estadounidenses.

Le dijeron que les contara lo sucedido, lo mismo que le había contado a Cardew, desde el momento en que había salido del edificio de la Shell la tarde anterior. Eso suponía que debía empezar por donde no quería: por Karl Voss. Sutherland seguía molesto tras recibir el informe de Cardew. Rose quería morbo. Los americanos estaban desconcertados.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con él? -preguntó Sutherland.

– Unas cinco horas.

– ¿Dónde?

– Parte del tiempo en su piso, pero también fuimos a dar un paseo por el Bairro Alto. Después me llevó a Estoril. -¿Cuánto tiempo pasó en su piso? -De dos a tres horas.

Silencio mientras el aburrimiento de los estadounidenses se apaciguaba. Ése no era el motivo de su presencia.

– ¿Mantuvieron… relaciones? -preguntó Rose.

– Sí, señor -respondió ella, recuperado su atrevimiento, y uno de los estadounidenses alzó las cejas, esbozó una sonrisita y se enderezó la corbata-. Somos amantes, señor -añadió.

– ¿No fue más que eso? -inquirió Sutherland.

– ¿Y qué más podría haber sido, señor? -replicó Anne.

Pasaron a Estoril. Repasaron lo sucedido en casa de Wilshere cuatro o cinco veces, hasta que los americanos se dieron por satisfechos y se incorporaron.

– ¿Le importa? -preguntó uno de ellos a nadie en particular.

Abrió el maletín, retiró el sobre, le echó un vistazo y le dio unos golpecitos con la uña.

– Lástima -dijo, y los dos estadounidenses salieron de la habitación. Rose ocupó la silla libre y ejecutó una pieza rápida en los brazos, nada de tamborileo, sonaba a Mozart. A Sutherland le molestaba. -¿Lástima? -preguntó Anne.

– La OSS llevaba a cabo una operación de la que no estábamos avisados -informó Sutherland, más agotado que nunca-. Cuando oí que Lazard no estaba en el vuelo de Dakar me puse en contacto con ellos. Para entonces tenían permiso para hablarnos de Hal y Mary Couples. Me preguntaron qué hacía usted y yo les expliqué que era una «observadora». Su único comentario fue que debía «mantener esa condición».

– ¿Y qué hacían los Couples? -preguntó ella.

– Hal Couples trabajaba para Ozalid. Espiaba las instalaciones militares mientras les vendía máquinas de su empresa. La OSS lo destapó y él limpió el chiringuito de American IG para ellos. Este era su último trabajo. Le asignaron uno de sus agentes y lo enviaron a Lisboa con un juego de planos. Me parece que ya le expliqué que Bohr informó a los americanos sobre el programa atómico alemán. Llevaba consigo un boceto que Heisenberg le había dado el año anterior. Él pensaba que se trataba de una bomba atómica. Los científicos americanos vieron algo distinto: no una bomba sino una pila atómica… capaz de producir material fisionable para usarlo en grandes cantidades en una bomba.

– Wilshere lo llamó el corazón de la manzana atómica.

– Tenía temperamento artístico, ese Wilshere -comentó Rose.

– A los americanos les preocupaba la calidad de la física procedente de Alemania en los últimos cinco años. Después del informe de Bohr les inquietaban las lealtades de Heisenberg. ¿Estaban del lado de la física o del Führer? Decidieron que, aunque tal vez no fuera un nazi fanático, la emoción del progreso le atraía lo suficiente para desarrollar una bomba. Eso, unido a la capacidad de producción de cohetes de los alemanes, constituía una perspectiva más bien preocupante.

– Entonces, si los Couples trabajaban para la OSS, ¿qué era lo que vendían?

– Planos, diseñados por una mente hábil, que habrían servido para construir una pila atómica muy peligrosa. La información que obtuviesen los americanos tras la entrega de los documentos les habría proporcionado una idea clara de lo cerca que se hallan los alemanes de coger sus cohetes con explosivos no convencionales.

– ¿Quiere decir que Karl Voss podría haberse llevado el maletín, le podría haber dado el sobre al general Wolters, que era lo que querían los americanos, y que hubiera sido una solución ideal?

Sutherland y Rose no dijeron nada. A Anne le afloraron lágrimas a los ojos, que se precipitaron por su rostro, toparon con las comisuras de su boca y le gotearon de la mandíbula sobre el vestido, todavía húmedo, quedas como llovizna que se desprende de los aleros.


Voss había estado en lo cierto. Para cuando llegó a la legación el sol había evaporado la niebla y la temperatura alcanzaba ya cerca de los treinta grados. Llamó al aeropuerto de Dakar y solicitó información sobre el vuelo a Río. Aún no había despegado. Acudió directamente al despacho de Wolters con su fragmento de información de distracción y se quedó anonadado al encontrarle alegre y comunicativo.

– Puede que hoy refresque un poco, Voss -le dijo.

– No lo sé, señor -dijo él-. Sólo quería decirle, señor, que el vuelo Dakar-Río todavía no ha despegado.

– Gracias, Voss, ya me lo habían comunicado. Espero que no se trate de un informe que ha recibido.

– No, señor, mantuve alejados del aeropuerto a todos nuestros hombres.

– Siga así.

Le dio permiso para salir. Voss fue a su despacho, ligero una vez más, y se derrumbó sobre su silla. Feliz.

– ¿Está enamorado, señor? -preguntó Kempf.

Voss se volvió bruscamente; no lo había visto en la esquina de la habitación, apoyado en la ventana.

– He dormido bien, eso es todo, Kempf. La primera noche fresca desde hace semanas. ¿Y usted?

– ¿Qué, señor? ¿Si he dormido bien?

– O si está enamorado.

– No es ese tipo de amor, señor. No del tipo que le hace feliz a uno.

– ¿De qué tipo, Kempf?

– Del tipo que convierte la primera meada de la mañana en una completa agonía, señor. Creo que me he procurado una dosis. -Tómese la mañana libre, Kempf. -Gracias, señor.

Voss encendió un cigarrillo, estiró las piernas y contempló el violoncelo del cuerpo de Anne en la ventana, la gruesa banda de melena negra sobre un hombro. Sonó el teléfono. Escuchó, colgó y salió de la legación; de camino compró su periódico habitual.

Fue caminando hasta la Pensáo Rocha sin nada en la cabeza excepto el

Tajo azul ante sus ojos y los barcos que se hacían visibles al pasar por los huecos entre edificios con rumbo al Atlántico.

Se sentó en el patio a su mesa de siempre, dejó el periódico encima y vio un breve al pie de la portada. La PVDE anunciaba la captura de una célula comunista en una casa franca de la Rua da Arrábida. El mismo sitio al que acudía Mesnel y al que había enviado a Paco a vigilar. «Paco -pensó Voss-. Tienes que ir con cuidado con Paco. Sólo es leal a una cosa: el dinero.» Unos minutos después Rui se sentó en la silla de delante.

– Anoche dispararon a su francés. Muerto -dijo Rui.

– Cuenta.

– Le seguimos hasta las cuevas, como de costumbre. Fue a lo suyo y nosotros nos quedamos, pero oímos un disparo, dos disparos. Esta mañana hemos subido hasta allí. Alguien ha encontrado el cuerpo sobre las seis. Estaba la PVDE porque se trataba de un extranjero, de modo que no me he acercado demasiado. Le pegaron un tiro en la cabeza en el mirador del Alto da Serafina.

– ¿Eso es todo?

– He oído que le han encontrado encima una pistola -añadió Rui-, y unos hombres de la PVDE hablaban de un triple asesinato en una casa grande de Estoril. Dos extranjeros y una portuguesa de una familia importante.

Voss tamborileó con los dedos en la mesa y le ofreció un cigarrillo que Rui se guardó en el bolsillo sin pensar. -¿Hacemos algo? -preguntó Rui. -Esperar -dijo Voss, y dejó el periódico en la mesa.


La PVDE llevaba trabajando sin descanso desde que llegaran a la Quinta da Águia, cerca de las 2:15 a.m. Se aplicaban a conciencia para disimular su incompetente tardanza en llegar al lugar de los hechos. La primera llamada de aviso sobre ruido de disparos en la residencia de los Wilshere había llegado a la 1:50 a.m. y había sido pasada por alto como una falsa alarma. A las 2:00 a.m., sin embargo, se habían producido otras cuatro llamadas, y todas coincidían en el relato de lo sucedido: disparos, uno bastante ruidoso, seguido de dos muy ruidosos y después otros dos no tan ruidosos; y así fue que dos hombres de la PVDE y dos agentes de la GNR se subieron a un coche a regañadientes y fueron hasta la Quinta da Águia tocando la sirena, con el único fin de despertar a todo el vecindario y sentirse importantes.

A las 6:00 a.m., dados los nombres de los fallecidos que encontraron en la casa, el capitán Lourenço fue informado y de inmediato se interesó por el caso. Reunieron a los criados y, más avanzada la mañana, se inició la búsqueda de la mujer inglesa en cuya solicitud de visado constaba la Quinta da Águia como dirección. La esperaban en el edificio de la Shell cuando regresó de la Rua de Madres. La subieron a un coche y se la llevaron al cuartel de la PVDE de la Rua Antonio Maria Cardoso, que era un hervidero de actividad puesto que se estaban presentando los informes de otros tres asesinatos.

Sutherland y Rose habían repasado la historia de Anne y habían topado con una seria dificultad: las horas transcurridas en la cafetería después de que Voss la dejara en Estoril. Su primera idea había sido afirmar que se encontraba en casa de Cardew: cena y después, demasiado cansada para ir a casa, se quedó a dormir. La estancia en la cafetería se lo imposibilitaba. Fantasearon con la idea de decir la verdad, exceptuando su presencia en la residencia de los Wilshere pero confirmando que había pasado la noche con Voss, pero eso pondría en peligro al alemán. Se habían devanado los sesos hasta que Anne propuso la idea de Wallis.

Dieron con Jim Wallis. Había pasado la noche solo. Le endosaron una historia: que Anne había cenado con los Cardew, la habían dejado en la quinta, había bajado a la cafetería, lo había esperado durante mucho tiempo, había salido, se lo había encontrado fuera y se habían ido juntos a su apartamento de Lisboa. Quedaban algunos elementos endebles, entre ellos el que Anne nunca hubiese estado en el piso de Wallis y el que éste tuviese casera. Anne recibió instrucciones de comportarse de forma tímida y reticente en el interrogatorio hasta que se la informara de los asesinatos y entonces, los instintos naturales se impondrían. De camino al edificio de la Shell fue elaborando el germen de la mentira hasta que se convirtió en una infección de perfecta realidad en su cabeza. Estaba desesperada porque funcionase, y su mayor temor era que la encerraran sin cargos durante el tiempo que les apeteciese.

La PVDE la interrogó a lo largo de toda la mañana a medida que iba llegando más información. El francés, Mesnel, cuyo revólver no había sido disparado, había recibido dos tiros, uno un rasguño y el otro mortal. La bala que encontraron en su cuerpo coincidía con las de la Smith & Wesson que hallaron cerca del cuerpo de Lazard, con sus huellas, en casa de los Wilshere. Los costados y los bajos del coche de Lazard, encontrado delante del casino, estaban cubiertos de polvo de cemento y arena, y las marcas de los neumáticos encajaban con las presentes en los terrenos de la villa a medio construir propiedad del estadounidense donde se habían descubierto los cuerpos de los Couples. El inspector de la PVDE no quedó convencido, por la disposición de los cuerpos, de que Hal Couples le hubiera hecho lo que no tenía nombre a su esposa, la hubiese estrangulado y después se hubiera volado la cabeza. No le parecía verosímil como hipótesis, y así lo hizo constar en su informe preliminar a Lourenço, quien gozó de la ventaja de la autopsia de Lazard, que reveló la presencia de sangre en su pene y calzoncillos.

A finales de la mañana Lourenço lo veía del siguiente modo: Lazard había matado a Mesnel en Monsanto, había ido en coche hasta Malveira, violado y estrangulado a Mary Couples y disparado a Hal Couples con su propia pistola. Después se había dirigido a Estoril, donde se había producido una disputa, que acabó en un disparo de Wilshere con una pistola que probablemente guardaba en la caja fuerte. A Wilshere le había abatido Mafalda en las escaleras y, al parecer, después ella se había disparado de forma accidental en el salón. Quedaban unas cuantas preguntas. ¿Por qué vació Mafalda los dos cañones en el techo? ¿Había realizado un primer intento de asesinar a su marido tirándole encima la araña? Parecía improbable. ¿Por qué apestaba a coñac el estudio y había una botella y una mancha en el suelo, pero ninguna en los cuerpos? ¿Por qué, si el móvil era el robo, estaba abierta la caja fuerte con cuatro lingotes de oro dentro? No pasó mucho tiempo antes de que Lourenço se convenciera de que faltaba alguien en la escena del crimen.

Ninguna de esa información llegó a oídos de Anne, que se encontraba en la Sala 3 con un único interrogador que hacía muchas preguntas y tomaba abundantes notas. Le dijo que había cenado con los Cardew (sopa de tomate, estofado de cordero y queso), había ido a tomar algo a la cafetería y después había vuelto a casa de los Wilshere, donde se le habían pegado las sábanas por la mañana; después había tomado el tren a Lisboa y había llegado tarde al trabajo. El volvió a sonsacarle la historia para arrancarle más detalles, que obtuvo en cantidades ingentes. Lo que se había puesto para dormir, sus sueños, si había oído algo por la noche (no), su desayuno con el señor Wilshere (dona Mafalda rara vez se presentaba), el trayecto hasta la estación, la belleza del sol de la mañana que atravesaba la niebla, el frescor tras días de insoportable sofoco. Pero cuando le solicitaron una tercera narración, Anne empezó a dar muestras de preocupación.

El hombre de la PVDE reunió sus copiosas anotaciones y salió de la sala. Anne estuvo allí a solas durante una hora (comida a medio día de los interrogadores) y en ella creció la preocupación, algo por otra parte natural.

A las 12:15 entraron dos hombres y todo fue diferente desde el principio. El aliento les olía a alcohol y café, y las palabras que surgían con él eran desagradables: mentirosa, ladrona, asesina. Pidió un cigarrillo. Ellos dieron puñetazos sobre la mesa. Se le plantaron uno a cada lado, con una mano apoyada en el respaldo de su silla y la otra sobre la mesa. La acosaron, respiraron encima de ella y le contaron lo que había pasado en la Quinta da Águia la noche anterior. Ella se estremeció, se encogió, palideció y bajó la vista hacia sus manos, con hombros temblorosos y un escalofrío en la espalda bajo la mirada implacable de los dos agentes de la PVDE.

Le dieron un cigarrillo, arrastraron sus sillas a un lado de la mesa y fumaron con ella. Uno le prestó su pañuelo y fue a él a quien le reveló su romance con Jim Wallis. Enviaron a dos agentes. Atraparon a Wallis en menos de una hora. En ese lapso Lourenço recibió un informe en el que se le comunicaba que oficialmente Lazard había abandonado el país desde el aeropuerto de Lisboa en un vuelo a Dakar la tarde anterior. Ese giro, que complicaba las cosas, tuvo el efecto de aclarárselo todo al jefe de la PVDE, que consideró aquel detalle la confirmación de que sólo los servicios de espionaje extranjeros podrían haber organizado semejante embrollo.

Voss regresó a la legación y llamó a su contacto de la PVDE, que le dio los nombres de los tres asesinados en la Quinta da Águia. Fue directamente al despacho de Wolters y solicitó hablar con él urgentemente. Se sentaron en la oficina, cuyas persianas cerradas sólo permitían el paso de un resquicio de luz intensa por los bordes.

– He recibido noticias inquietantes que no acabo de entender -dijo Voss-. Uno de los agentes que he estado empleando para seguir a Olivier Mesnel me ha informado de que lo mataron a tiros anoche. El agente ha subido al Monsanto por la mañana hasta el lugar donde encontraron el cuerpo y ha oído que dos hombres de la PVDE comentaban un triple asesinato en una casa grande de Estoril. Acabo de ponerme en contacto con la PVDE y me han confirmado los nombres de los tres fallecidos: el señor Patrick Wilshere, la senhora Mafalda de Carmo Wilshere y el señor Beecham Lazard.

El rostro de Wolters estaba completamente rígido; el único movimiento que había en la habitación era el del humo que flotaba del puro que sostenía entre los dedos. Sonó el teléfono, más acuciante que de costumbre a oídos de Voss, que se recostó en la silla a contemplar el derrumbe del mundo de Wolters.

La llamada era del capitán Lourenço, que requería la presencia de un representante de la Legación Alemana en su oficina de la Rua Antonio Maria Cardoso. Así fue como Voss llegó a estar, en el punto más caluroso del día, con la vista puesta en la espalda del jefe de la PVDE, que miraba por la ventana sin persianas en la dirección aproximada del teatro Sao Carlos. Voss seguía pensando en Wolters, convencido de que el general estaba tan desconcertado por el asesinato de Lazard allí, en Portugal, como la propia víctima.

– Ha hecho mucho calor estos últimos días -dijo Lourenço-. Me he alegrado de que mi despacho dé al este… aunque no es que haya tanta diferencia. En Lisboa, lo que estrangula es la humedad, ¿sabe?

– Le convendría salir más de la ciudad, señor -sugirió Voss. -Y lo haría. Me encantaría… si la gente me dejara tiempo. -Seguro que…

– Gente como usted, senhor Voss.

– ¿Yo, capitán?

– ¿Qué está pasando, senhor Voss? -Ahora me confunde, señor.

– No lo creo, senhor Voss. No me da la impresión de ser un hombre que se confunda con facilidad -observó Lourenço-. Me enfrento a seis asesinatos, cinco de ellos de extranjeros. Estoy bastante seguro de que se trata de un récord para una noche en Lisboa y no es un récord que me enorgullezca ostentar.

– ¿Alguno era alemán? -preguntó Voss-. ¿Es por eso por lo que…?

– No, ninguno era alemán. No está aquí por eso -dijo Lourenço-. Me resulta interesante que hayan enviado al agregado militar, ¿a usted no?

– Me han enviado a mí porque estaba a mano -explicó Voss, preguntándose cuánto tiempo aguantaría haciéndose el tonto.

– Esto es cosa de espionaje, senhor Voss -dijo Lourenço, mientras se sentaba detrás de su escritorio y se alisaba el bigote con las puntas de los dedos-. Así que, por favor, procuremos no marear la perdiz durante una hora.

– Estamos tan asombrados por lo sucedido… -Sí, sí… Por favor, senhor Voss, al grano.

– Esperábamos recibir cierta mercancía del senhor Lazard, es cierto -reconoció Voss-. Pero esperábamos que saliera del país para conseguirla. En realidad, sabemos que salió del país y nos ha sorprendido mucho descubrir que seguía aquí, y todavía más…

– ¿De qué mercancía se trata?

– En fin, dije «mercancía»… Lo que quiero decir es que se fue con diamantes para comprar dólares. En Europa tenemos un grave problema de divisas.

– ¿De modo que tendría que haber llevado encima los diamantes?

– No sé si encima, pero deberían estar en su poder, a menos que los transportara el hombre que embarcó en el vuelo de Dakar haciéndose pasar por el señor Lazard.

– No trate de complicar el asunto, senhor Voss. Lo tengo muy claro. Lo único que quiero saber es por qué Lazard disparó a un francés en Monsanto, fue hasta la Serra da Sintra, violó y estranguló a la senhora Couples, mató al senhor Couples y después volvió a Estoril, donde estoy seguro de que se disponía a disparar al senhor Wilshere.

– Me gustaría proponer la teoría de que el senhor Lazard actuaba por iniciativa propia -dijo Voss-. ¿Se han mostrado comunicativos los aliados acerca del senhor y la senhora Couples?

Los ojos oscuros de Lourenço no se apartaron del rostro de Voss mientras se iluminaban con su primera idea de la tarde.

– Ah, sí, ya veo… ¿Es posible que Lazard empleara sus diamantes para comprarles algo al senhor y la senhora Couples? Después, en cuanto obtuvo lo que quería, los mató. El único problema es que el senhor Couples, según el Consulado Estadounidense, es representante de una compañía que fabrica imprentas destinadas a la industria de la construcción… y ella era su esposa. Se rumoreaba que tenía una aventura con el senhor Lazard, cosa que me cuesta creer. ¿Qué valor tenían los diamantes?

– ¿Por qué?

– Me gustaría saberlo, senhor Voss.

– Me refiero a por qué le cuesta creer que el senhor Lazard tuviera una aventura con la senhora Couples.

– Los detalles de su muerte no resultan agradables… Habrá reparado en que he utilizado la palabra violación… Eso fue… He sido… ¡Puaj! Ese hombre era un animal -dijo Lourenço, con un ademán de la mano-. ¿Y quién es ese francés? Ese es otro asunto.

Voss bajó la cabeza: sentía no poder ayudarle.

– ¿Ha hablado con la chica inglesa que vivía en la casa? Ella debe… -sugirió Voss.

– No sabe nada. No estuvo allí-respondió Lourenço-. Ha dicho que estaba. Ha dicho que desayunó con Wilshere por la mañana y se fue a trabajar, pero la verdad es… No sé… Extranjeros.

– ¿Extranjeros?

– Andaba por Lisboa con su novio inglés… Estas mujeres… Pero si llegó el sábado. Me gustaría haber nacido…

Lourenço lo dejó en el aire. Voss sobrevivió a la sacudida, al principio de miedo, para después dar paso a unos celos salvajes e irracionales y finalizar en alegría. Se perdió lo que dijo Lourenço mientras miraba el sol que cegaba las ventanas del edificio de enfrente.

Wolters escuchó el informe de Voss sobre su entrevista con Lourenço encerrado en un severo mutismo, con un parpadeo por minuto, como si eso formara parte del proceso de asumir el desastre. Un millón de dólares perdidos, su más valioso proveedor de diamantes muerto y los planos, que deberían haber supuesto un paso adelante hacia el arma secreta, ¿dónde estaban? ¿Llegaron a existir?

– ¿Qué sabemos de esto? -preguntó Wolters, en cuya cabeza se había iniciado ya el proceso de endilgar culpas.

– Lo que sabemos no nos sirve de nada -respondió Voss, disfrutando del momento, que le hubiera gustado poder compartir con alguien: eso era lo que pasaba cuando las SS asumían las operaciones de espionaje de la Abwehr.

– Pero algo sabremos -insistió Wolters, dispuesto a aferrarse a un clavo ardiendo.

– Sabemos que alguien que se hacía llamar Beecham Lazard embarcó en el vuelo Lisboa-Dakar. Según Inmigración de Dakar llegó sano y salvo, pero no consta nadie con ese nombre en el vuelo Dakar-Río que acaba de despegar…

– Sí, sí… Eso ya lo sé.

Voss lo miró, en busca de una confirmación de su teoría, pero Wolters no mostraba expresión alguna. No había nada en su cara que revelara si había estado al tanto de lo que Lazard hacía, si aquello había formado parte de un juego, un farol para que el SIS y la OSS desviaran su atención de Portugal. No importaba. Fuera lo que fuese, había salido mal.

– Escribiré yo el informe sobre este asunto -dijo Wolters-. Yo enviaré el informe personalmente a Berlín. ¿Entendido?

Voss esperó hasta el anochecer para ver si salía algún informe del despacho de su superior. Lo único que salió fue el propio Wolters, para abandonar la legación y acudir a un cóctel en el Hotel Aziv y después a una cena en el Negresco.

Voss salió del edificio a las 7:00 p.m. y volvió a su piso, donde se arrodilló junto a la ventana para fumar, beber su alcohol de quemar favorito y contemplar la plaza, esperando, esperando a que el mañana llegara por fin.

Dado que nunca tomaba taxis a Paco le había supuesto una larga caminata llegar al parquecillo de encima del mercado de Santa Clara, en el barrio de la Alfama. Le habían dicho que la información que iba a recibir compensaría con creces el larguísimo trayecto desde Lapa a la otra punta de la ciudad. Se sentó bajo los árboles mirando a la iglesia de Santa Engracia, preguntándose si sería peligroso estar allí. Detrás de él, observándole, había otra persona que también reflexionaba sobre el mismo edificio, que seguía incompleto después de doscientos sesenta y dos años de obras. Paco se recostó y trató de disfrutar del aire cálido y nocturno del parque vacío mientras contemplaba las luces de los barquitos que cruzaban lentamente por el Tajo, que a esa altura era tan grande como un mar pequeño.

La voz que abordó a Paco desde atrás no era portuguesa. Ya había oído esa clase de voz con anterioridad. Era una voz incapaz de relajarse. Era inglesa y tan sólo podía articular un portugués a duras pensas comprensible. El parque estaba tan oscuro que ni siquiera al volverse distinguió quién le hablaba. No le gustaba esa voz. A Paco no le gustaba nadie. Pero esa voz le disgustaba en especial porque pertenecía al tipo de personas que no se daban a conocer, que siempre estarían al límite de la luz, sumidos en las sombras.

– Oh, sí, Paco. Se está bien aquí, ¿verdad? Sobre todo de noche. Muy tranquilo. Uno apenas tiene la sensación de estar en la ciudad.

Paco no replicó. Aquello no eran más que cosas de las que decían los ingleses.

– Tengo algo para ti, Paco. Una información. Algo que podrías utilizar en el momento adecuado. No puedo decirte cuándo llegará ese momento. Puede que sea mañana, o pasado. Escucha y observa como siempre y decide el momento adecuado para acudir con esta información al hombre que te pagará bien por ella.

– ¿Quién es el hombre que me pagará bien?

– Esto no debe llegar a oídos de la PVDE.

– Es que ellos no me pagan bien.

– Entonces, perfecto -dijo la voz inglesa-. El hombre que te pagará bien es el general de las SS Reinhardt Wolters, de la Legación Alemana.

– No querrá recibirme. ¿Por qué iba a querer ver un hombre como él a Paco Gómez?

– No te quepa duda de que querrá verte cuando tengas esta información. -Hable.

– Le dirás que anoche viste a su agregado militar, el capitán Karl Voss… sabes a quién me refiero, ¿verdad, Paco?

– Desde luego.

– Le dirás que viste al capitán Karl Voss con la inglesa…

– ¿La inglesa que trabaja para la Shell, la que vive en casa del senhor Wilshere?

– Sí, esa misma. Le dirás que los viste paseando juntos anoche por el Bairro Alto -dijo la voz inglesa-, y que son amantes. Eso es todo.

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