17

Martes, 18 de julio de 1944, casa de Wilshere, Estoril, cerca de Lisboa.


Eran las 2.00 de la madrugada. Anne estaba tumbada en la cama, clavada a ella, absorta en el techo, esperando que el tiempo pasara. No pensaba en lo que tenía que hacer, registrar el estudio. Entraba y salía flotando de la fantasía y la realidad, entre Judy Laverne y Wilshere, Karl Voss y ella misma.

Wilshere decía que añoraba a Judy Laverne, que se había enamorado de ella. Según Voss y más gente parecían enamorados. Ahora Wilshere la usaba a ella para recordar a Judy Laverne. ¿Para atormentar a su esposa? ¿Para atormentarse él? Había azuzado a la potranca. Estaba enfadado, enloquecido por su visión. Había querido alejarla, desterrarla de sus pensamientos.

¿Sabía Karl Voss lo que era ella? ¿Estaba metido en una operación propia o se consideraba parte, en el corazón de la ciudad paranoica, de una operación de ella? ¿Sería alguna vez posible saber qué era real? Decidió que no iba a verlo más o, mejor dicho, que evitaría propiciar la ocasión. Esa noche no habría visita al fondo del jardín. Había demasiadas incógnitas. La ecuación jamás se iba a simplificar. Las variables se acumularían. La lógica adicional se derrotaría a sí misma. Carecía de herramientas para verificar parte alguna de la solución. Al final el hilo de plata dejaría de dar tirones.

Había llegado el momento de ponerse a trabajar. Recorrió el pasillo a oscuras con el hombro pegado a la pared. Esperó en la galería que daba al vestíbulo. La madera de la casa gemía tras un día de tensión calurosa. La luz de la luna trazaba un rombo azul por encima de los azulejos ajedrezados. Bajó las escaleras, bordeó la luz de la luna y dejó atrás los estantes de 'as figuritas silenciosas de Mafalda. Amor é cego. Atravesó la casa y quitó el pestillo de las cristaleras de la terraza de atrás por si tenía que regresar por ese camino al escapar por la ventana. Volvió hasta el estudio, entró y cerró la puerta tras de sí.

Cruzó la habitación, abrió la ventana de detrás del escritorio y desplazó la planta que había sobre el alféizar ocho centímetros hacia la derecha. Se alzó el camisón y sacó la linterna que llevaba sujeta con el elástico de las bragas. Se sentó en la silla de Wilshere y contempló la habitación a la luz de la noche.

Las paredes estaban llenas de libros ordenados en pulcras colecciones encuadernadas en cuero. Un cuadro a cada lado de la puerta, uno de árabes montados a camello en un paisaje desértico, el otro de un barco de pesca varado en una playa neblinosa. Irlanda, tal vez. Una esquina era africana, en ella había tres máscaras colgadas de la pared: la del vértice mediría cerca de un metro de largo, tenía ranuras por ojos y boca, sin alcanzar en ningún punto más de diez centímetros de anchura. De la parte superior brotaba pelo, una especie de cáñamo tosco. La boca daba la impresión de tener incluso dientes.

Volvió a escuchar la casa en paz y pintó el escritorio con el haz de su linterna. Un cartapacio, dos periódicos viejos, pluma y tintero, ordenado. Abrió el cajón central. Un fajo de papel en blanco y junto a él un folio con una estrofa de cuatro versos acompañada por notas al margen, alguna que otra palabra tachada y reemplazada por otra unida con una línea. La estrofa parecía rezar:

Negros como cuervos en noche cerrada

llega el desfile para otra batalla.

Por botas, garras que arañan el polvo;

los petos son costras sucias de moho.

Ese era el texto por el momento, pero parecía que quedaran más borradores por hacer e incluso entonces fuera a acabar dando en la papelera, que estaba vacía. Anne tamborileó sobre su barbilla y se estremeció. Si era eso lo que le bullía a Wilshere en la cabeza por la noche -lúgubre, tenebroso, agitado, cargado de energía torva- quizá sí se estaba volviendo loco. Tuvo un recuerdo súbito, el relato de su madre de una visita a una cueva de la India, sola pero con la sensación de estar acompañada. Sobre ella, sobre cada centímetro del techo de la cueva, colgaban murciélagos dormidos. La visión del ejército aletargado, de sus alas apiñadas y plegadas, la habían hecho dar la vuelta y salir, corriendo y agazapada, a la luz del sol. ¿Era aquel el interior del cráneo de Wilshere?

Abrió todos los cajones del escritorio; algunos estaban vacíos, la mayoría resultaban de poco interés. El de abajo estaba cerrado con llave. Movió los libros de las estanterías, levantó cuadros y revisó la chimenea. A la izquierda, en el rincón más oscuro de la habitación, estaba el armario que contenía la caja fuerte de Wilshere, con cierre de combinación. Volvió al escritorio. Escuchó. Le sudaban las manos. Primeros atisbos de nervios. Los ruidos de la casa se agigantaban en su cabeza hasta convertirse en otra cosa. Pasos en la escalera. Dejar de respirar. Sudor bajo los pechos. Se puso de pie. Recuerdo de su adiestramiento: no dejar jamás una silla caliente. Volvió a abrir todos los cajones y revisó fondos y costados. En el cajón central, al final, pegada con algo resinoso, había una llave.

Abría el cajón de abajo, que contenía un único libro grueso y encuadernado con cuero sin tratar muy suave; sus páginas lisas sin rayas estaban cubiertas por la misma letra de la estrofa. Había fechas. Un diario, que de un vistazo rápido supo que era personal. Día tras día sin mención alguna a los negocios. Empezaba el 1 de enero de 1944. Las primeras entradas rara vez ocupaban más de un par de líneas.

4 de enero. Una helada inusual. El jardín blanco por completo. El sol bajo lo devuelve al verde en un instante. No es lo que se diría una helada irlandesa. Sería un detalle que por una vez hiciera frío pero de verdad. 23 de enero. Temporal violento en el mar. Me he acercado en coche al Cabo da Roca y he paseado por la costa hacia Praia Adraga. La lluvia arrancada al océano, lacerante. Las olas azotaban las rocas y se encaramaban a las laderas de los acantilados. Golpes de mar en la playa como no los había visto nunca. Atronadores. He tenido que correr para zafarme de sus garras.

¿Un hombre abrumado por el tedio o verdaderamente reflexivo? Difícil de decir. La primera entrada de más de unas pocas líneas correspondía al 3 de febrero y coincidía con la presentación por parte de Beecham Lazard de su nueva secretaria, Judy Laverne: Jamás he visto una boca igual. Tan ancha y ¡qué labios! El inferior tan carnoso que me apetecía tocarlo con el dedo, sentir su blando esponjamiento. Y la pintura de labios de color brillante que anilla todas sus colillas, que me he guardado. Encaprichado desde el primer momento. Karl Voss pasó por su pensamiento como una locomotora.

Hojeó las páginas. Cabalgan casi cada día, bajo una lluvia vigorizadora, bajo un sol que jamás fue tan brillante, bajo espléndidos cielos turbulentos. Ya no hay ni rastro de mal tiempo. Duermen juntos en la casa de Pé da Serra. Wilshere se ha enamorado. No puede soltar la pluma. Su pelo negro azulado, sus pechos de mármol, sus pezones duros y rosas del tamaño de un chelín, su franja, que no triángulo, de vello púbico moreno. Era embarazoso, era conmovedor, era tan privado que a Anne le corría un chorrillo de sudor por las costillas. Hasta finales de abril.

25 de abril. Lazard ha perdido el norte. Pasa demasiado tiempo en Lisboa. Convierte ideas estrafalarias en actos de la vida cotidiana. Eso es lo que sucede cuando uno pasa demasiado tiempo en esa ciudad donde todos se espían entre ellos: todos acaban por parecer extraños. ¿Por qué no iba a verse Judy con otro americano? Ella es americana. Quiere hablar con los suyos. De forma que no pasa nada si van a dar un paseo por la Igreja do Carmo. Es normal. ¿Se daban la mano? No. No veo adonde quiere ir a parar…

La diatriba continuaba hasta el pie de la página, y para entonces las palabras de Lazard habían excavado un agujero de gusano en la mente de Wilshere y habían depositado sus huevos. Los parásitos proliferaban. La duda correteaba de página en página, una araña negra sobre papel blanco, en búsqueda desesperada de la seguridad del lomo del libro. El lirismo se desvaneció. La cursiva abierta y fluida de Wilshere se estrechaba, la mano sufría calambres.

Lazard informaba de un nuevo encuentro en el café A Brasileira con otro americano. Hace que les sigan hasta la Pensáo Londres donde permanecen una hora. Los celos echaban raíces y se extendían indómitos como la grama. Wilshere vivía atormentado. Lazard sobrevolaba las páginas, incansable como Yago. Entonces, a principios de mayo, Judy Laverne anunciaba que la PVDE le había negado la renovación de su visado. Tendría que partir. Wilshere enfermó. Escribía cosas, cosas atroces. Cosas que nunca debieran haber sido escritas, en un idioma que no debiera ser conocido, que no podía ser conocido por nadie fuera del infierno. La página estaba salpicada de tinta que ya seca, parecía sangre cobriza; el filo seco y frustrado del plumín había rasgado el papel. Anne pasó las páginas, páginas vacías que pudieran haber estado llenas y maduras, hasta el final del libro donde, en la cara interior de la contracubierta, figuraban seis conjuntos de números y letras: Diz, D6,14, D8,113, Di.

En esa ocasión el crujido de la madera de la escalera vino seguido del golpeteo de una zapatilla de cuero sobre los azulejos del vestíbulo. Anne limpió el diario con la manga, lo dejó en el cajón, cerró y giró la llave. En el pie de la puerta apareció una línea de luz del pasillo. Encontró la resina en el cajón central, volvió a pegar la llave, centró la silla, alcanzó la repisa, salió por la ventana, puso la planta en medio y cerró los cristales. Se abrió la puerta. Anne se agazapó, con la espalda fría como la de un pez y el camisón empapado. Wilshere apartó la silla y se sentó. Anne cruzó el jardín a la carrera y bajó por el sendero hacia el cenador.

En el estudio, Wilshere se recostó y se frotó los dedos. Olisqueó el aire. Glicina. Se levantó y abrió la ventana, que no tenía puesto el pestillo; volvió a frotarse los dedos. Miró al pie de la ventana y luego en frente, hacia su sombra que se extendía por el jardín vacío.

Anne aflojó el paso al pie del camino. El corazón le traqueteaba contra las costillas. Tenía la garganta tirante, agarrotada, como si el cuello del camisón la estrangulara. Le dio un tirón, se secó la cara y guardó la linterna en las bragas. Volvió la vista al camino, sacudió el cuerpo y entró en la enramada. Voss estaba tumbado boca arriba en el banco de piedra, dormido. Anne iba a dar la vuelta. Él se incorporó y se pasó una mano por la cara.

– Te había dado por perdida -dijo.

Sus pechos aún se agitaban bajo el algodón.

– No pensaba que fueras a venir -insistió Voss, mientras se pellizcaba los ojos para ahuyentar el sueño.

– No tenía la intención -dijo ella, mientras se adentraba en el rincón más oscuro, detrás de él.

Voss cambió de orientación.

– No tenías la intención -repitió.

– No.

– Tienes miedo -dijo él-. Salta a la vista.

– ¿Y por qué no iba a tenerlo? -dijo ella, con la voz cortante de su madre.

– ¿De mí?

– Somos enemigos, ¿o no?

– Allí fuera -replicó él, y en su mano se reflejó un resquicio de luna.

– Hay más de allí fuera que de aquí dentro.

– Cierto… pero lo de aquí dentro es nuestro.

– ¿Lo es? -preguntó ella-. ¿Eso crees? ¿Y yo cómo lo sé?

– Porque hablamos como estamos haciendo.

– Podemos hablar pero aun así no sé si eres… de fiar.

– Y por eso no tenías intención de venir. ¿Por qué lo has hecho, entonces?

– Me he quedado sin tabaco.

Voss se rió. Los órganos de Anne regresaron a sus puestos. Espías enamorados. Vaya un invento. ¿Se contarían alguna vez alguna cosa? Voss le ofreció un cigarrillo.

– Lo más probable es que seas espía, señor agregado militar-dijo ella, mientras aceptaba uno-. Yo trabajo para la Shell, la petrolera. Un bien de consumo delicado.

– Todo el mundo es espía -dijo Voss, que buscaba su mechero.

– A lo mejor en Lisboa.

– En todas partes -aclaró él, encendiendo los cigarrillos-. Todos tenemos nuestros secretos.

– Los espías tienen más aún.

– No es más que su trabajo, y se trata de secretos insulsos. -Pareces un entendido.

– Son tiempos de guerra y trabajo en la Legación Alemana; hay secretos por todas partes.

– He ahí el problema. ¿Dónde acaba el trabajo?

– De modo que tú crees, por ejemplo, que la atracción es fácil de fingir -dijo él-. ¿También el amor?

Anne le dio una calada a su cigarrillo, hundiendo mucho las mejillas, tragando humo para disimular la carrera de su corazón, la sangre rápida que le erizaba el pelo de los brazos y le cosquilleaba por los dientes.

– Depende -dijo mientras tiraba la ceniza, mareada por el empuje de la nicotina.

– Te escucho.

– Depende, digo, de si el objeto de tu afecto está predispuesto a ese tipo de atención.

– Eso suena a experiencia.

– No personal.

– ¿Cómo lo descubriste?

– Lo leí en un libro.

– ¿A eso se reduce toda tu experiencia?

– No tiene nada de malo aprender de la gente que escribe libros -Mi madre me dijo que en los asuntos del corazón no hay reglas que valgan. El amor de una persona no se parece al de nadie más. Las comparaciones no funcionan. Ni siquiera puede uno fiarse de que el amor entre dos personas sea siempre igual -dijo Voss.

– ¿Eso te lo contó tu madre?

– Yo era su niño. El de mi padre era mi hermano mayor.

– ¿Sabes a lo que se refería?

– Amar a mi padre era probablemente un trabajo duro. Ella lo hizo, pero él jamás se lo puso fácil.

Silencio; Anne esperaba que continuase, rezaba por que continuase. Voss, con la vista puesta en el suelo, hizo acopio de fuerzas para contarlo por primera vez.

– Al principio -dijo, como si ya se tratara de una leyenda-, mi padre era un hombre emocionante, un oficial del ejército, y mi madre una… chica, supongo, guapa. Ella tenía dieciséis años y pensaba que había encontrado el verdadero amor romántico hasta que un día mi padre le contó que había habido alguien más. Una chica a la que había amado y que había muerto. Esas pocas palabras arrancaron todo el romance de su supuesto «amor verdadero». Pero ¿qué iba a hacer ella? ¿Dejar de quererle de la noche a la mañana cuando sabía que le amaba? Se casaron al año siguiente, en 1910. Cuatro años después él se fue a la guerra y apenas lo vio durante cuatro más. Tuvo algunos permisos, los bastantes para engendrar a mi hermano y después a mí, pero cuando volvió a casa en 1918, en el bando perdedor, era un hombre diferente. Dañado. Ya no era apasionado. Mi madre decía que era como una casa con las ventanas tapiadas. De modo que tuvo que encontrar una manera diferente de quererle, y logró que funcionara durante veintitantos años… hasta la siguiente guerra.

»Mi padre era un hombre de principios, uno de esos generales que alzaron la voz contra algunas de las órdenes que se dieron al ejército antes de la campaña rusa; le costó el puesto. Le retiraron, le enviaron a casa. Pasó a ser un hombre que no sólo ya no era apasionado, sino que además estaba amargado. Entonces mataron a mi hermano en Stalingrado y eso fue su fin. Se pegó un tiro, porque en lo que a él concernía lo había perdido todo. No lo dejó dicho, pero mi madre no era suficiente. Así lo descubrí. En una carta me pedía que esparciese sus cenizas sobre la tumba de la primera mujer y mi madre, que todavía le quería, se aseguró de que lo hiciera.

Silencio mientras Voss reflexionaba sobre eso, lo grababa de nuevo mentalmente.

– A eso, me parece, se refería -dijo-. ¿Sigues teniéndome miedo?

– A ti no.

– ¿Por mí?

– No.

– Alguien te ha asustado. -Patrick Wilshere. -¿Por qué?

– Esta noche he leído su diario -dijo ella, movida por la intimidad. -Como decía, todos somos espías.

– Su comportamiento me parece… amenazador. Quería saber lo que pensaba.

– ¿Y ahora qué?

– Peor todavía. No ha sido una lectura relajante. -¿Qué decía el diario?

– Que estuvo locamente enamorado de Judy Laverne hasta que Lazard le dijo que la había visto en Lisboa con otros hombres. Se puso enfermo de celos y, aunque en el diario no conste, hay cosas escritas que dan a entender que se habría alegrado de verla muerta.

– No veo en qué puede afectarte eso.

– No sé lo que hago aquí. No sé por qué me ha invitado a esta casa pero estoy segura de que no fue para darle a una secretaria un lugar donde dormir. -Cuéntame.

Le contó el accidente de monta en la serra y la consiguiente conversación con Wilshere. El encendió otros dos cigarrillos con las ascuas del suyo y le pasó uno.

– Y cuando le pediste explicaciones no pareció haber sido consciente de sus acciones -repitió Voss-. Y ahora piensas que Wilshere está trastornado y ha atraído otra mujer a su órbita para castigarla por los crímenes, reales o imaginarios, cometidos por la primera. No, no lo creo.

Eso la molestó. No hacer caso de la niña tonta.

– ¿Y qué piensa el omnisciente agregado militar?

– Lo siento -dijo él-. No pretendía ser condescendiente. No es que no te crea. Es sólo que me parece que hay más historia. Wilshere es un individuo complicado. No te situaría con el único fin de satisfacer su necesidad de venganza, aunque los celos sexuales sean una fuerza muy poderosa. No. Ha visto una oportunidad en tenerte aquí. Al pedirle explicaciones por el incidente le has desvelado una debilidad. Ya no puede fiarse de sí mismo. Tiene… goteras. Eso podría hacerle más peligroso.

– Ahora que todo iba tan bien -comentó Anne.

– Resulta extraño que los ingleses no tengan palabra para sang froid mientras que los franceses, que rara vez hacen gala de ella, sí.

– Tomarse las cosas demasiado en serio puede ser un acicate para tirar la toalla.

– Los alemanes nos lo tomamos todo en serio.

– Pero por desgracia, contigo no parece que funcione.

La risa de Voss fue poco más que un gruñido. Después de lo que le habían contado no se había creído capaz de encontrar nada gracioso.

Esperaron en el silencio acumulativo propio de un momento en el que la vida se decanta de un lado o de otro. Dos personas que saben que las palabras no irán más allá. Hacía falta un movimiento, posiblemente dos. Entonces podrían retomarse las palabras pero a una luz diferente, a una luz que los demás serían incapaces de distinguir y ante la cual sacudirían la cabeza, perplejos.

Voss tiró al suelo su cigarrillo; al que siguió el de Anne. Las ascuas se consumieron en el suelo negro y el humo flotó a la deriva hacia la luna. Sus labios tantearon la oscuridad. Se encontraron. No fue un momento tierno. Había demasiada desesperación. Y en el momento mismo en que Anne pensaba que le iba a dejar que la tomara allí mismo, sobre el banco de piedra, al borde de la luz de la luna, recordó la linterna que llevaba en las bragas y otros detalles que se fueron sumando hasta que supo que iba a tener que haber otro lugar y otro momento.

Voss le dijo que fuera a su piso después del trabajo la tarde siguiente. Le dejaría abierta la puerta de abajo. Ella le acarició los huesos de la cara con las manos, como una ciega que quisiera acordarse.

Anne volvió a la casa con el cuerpo inundado de adrenalina. Sus pies dieron con los escalones de la terraza de atrás, su nariz con el olor del humo de un puro. Entró en un repentino embudo de luz de linterna.

– ¿Qué haces? -preguntó Wilshere con una voz líquida que oscilaba entre la inquisición y la amenaza.

– El calor no me dejaba dormir. He dado un paseo por el jardín -dijo-. ¿Y usted?

Wilshere chasqueó los talones de sus zapatillas al mismo tiempo que el haz de luz se comprimía entre ellos. Anne levantó la mano para escudarse la cara.

– No tenía sueño -respondió él-. Estaba echado en la cama pensando demasiado.

Apagó la linterna, la guardó en el bolsillo y tiró el puro. -Ahora parece que tienes frío -dijo.

– No -aseveró ella, con la piel tirante como una capa de grasa-, frío no.

Él la cogió por los brazos y le dio un beso. Amargo de tabaco. Agrio de whisky.

– Disculpa -dijo sin sentirlo-. Estabas irresistible. Anne desgajó los pies del suelo de piedra.

– Iré yo delante -se ofreció él casi con alegría, y atravesó linterna en mano las cristaleras, paseando el haz de luz por las paredes. Anne lo siguió por las escaleras quejosas, con el pecho bullendo de repulsión.

Al entrar en su habitación, Wilshere le lanzó un beso.

Al otro lado de la galería se cerró la puerta de Mafalda.


Voss llegó a Lisboa sobre las 4:00 a.m. Se encontraba más allá del cansancio. Aparcó delante de su piso y revisó su punto de entrega de mensajes del jardín. Aunque lo miraba con frecuencia, rara vez lo utilizaban, de modo que le sorprendió encontrar algo. Una mensaje codificado que le solicitaba que acudiera, a cualquier hora, a una dirección de Madragoa que pertenecía a un coronel de los Polacos Libres. Echó a andar por la Calçada da Estrela y giró a la derecha para adentrarse en las callejuelas de Madragoa.

Encontró la Rua Gracia da Horta, entró en el edificio, que siempre estaba abierto, y subió al primer piso por las angostas escaleras. Llamó a la puerta dos veces, después tres, luego dos otra vez. La puerta se entreabrió un momento y después se abrió de par en par. Entró en el piso a oscuras y siguió al coronel, que no habló pero señaló las ventanas abiertas frente a las cuales había pasado la mayor parte de la noche para tratar de refrescarse. Seguía sin acostumbrarse al calor después de una vida en Varsovia.

Aun sin ser capaz de distinguir con claridad al hombre que ocupaba la habitación, supo que sentado en la silla al lado de la ventana se encontraba la misma persona con la que había hablado en el Hotel Lutecia de París a finales de enero.

– ¿Una copa? -preguntó él, levantando una botella.

– ¿Qué es? -preguntó Voss.

– No sé cómo lo ha llamado el coronel, pero es fuerte. Le sirvió un poco en una copa.

– ¿Cómo va con los británicos? -preguntó el desconocido.

– Muy mal -respondió Voss-. No creen ni una sola palabra de lo que les digo hasta que, por supuesto, sucede. Entonces me dan las gracias y me dicen lo mucho que han sufrido y lo acompañan con amenazas.

– ¿Amenazas?

– Amenazan con lanzar un dispositivo atómico sobre Dresde en agosto a menos que obtengan una rendición incondicional alemana.

– ¿No le suena a farol?

– Nuestro inexistente programa de bombas les pone muy nerviosos. A los americanos, todavía más.

– ¿Qué más quieren?

– Poca cosa -dijo Voss, cáustico-. La muerte de nuestros principales científicos: Heisenberg, Hahn, Weizsacker, todos. La ubicación de nuestros laboratorios de investigación para reducirlos a escombros a base de bombardeos y la muerte del Führer, siempre y cuando no lo sustituya otro líder nacionalsocialista.

Silencio mientras el hombre giraba la cabeza y encendía un cigarrillo.

– Ha estado usted solo mucho tiempo, lo sé. Ha sido muy duro. Los británicos plantean lo que consideran exigencias crueles pero necesarias. Pero son los únicos de los que podemos fiarnos. Tenemos que decirles todo lo que podamos con la esperanza de que cedan. Les hablará de los cohetes Vz. Dígales que pueden bombardear los laboratorios de Berlín-Dahlem hasta reducirlos a cenizas si se van a quedar más tranquilos. Y puede decirles que el Führer será asesinado el zo de julio, alrededor del mediodía, hora de Berlín, en su bunker de la Wolfsschanze.

Voss estaba aturdido. El alcohol temblaba en su copa. Lo bebió sin pensar. El hombre prosiguió con el mismo tono tranquilo.

– Su cometido, en cuanto haya recibido la señal de que ha empezado la Operación Valquiria, será tomar el control de la Legación Alemana de Lisboa. Puede que sean precisos métodos expeditivos. Si el general de las SS Wolters no acata sus órdenes le disparará sin vacilar. ¿Tiene pistola?

– Sólo la de la Legación, y tengo que firmar cuando la saco y la devuelvo.

– El coronel le proporcionará un arma de fuego.

– ¿Esto es seguro?

– Hemos estado a punto unas cuantas veces pero los cambios de planes de última hora nos lo han impedido. Esta vez el Führer tiene su base fija en la Wolfsschanze y seremos nosotros quienes vayamos a él. Es la vez que más seguros hemos estado, y por eso le informamos para que se lo trasmita a los británicos. Espero que eso signifique que ya no estará solo durante mucho tiempo -dijo él-. Una última cosa. ¿Olivier Mesnel?

– Olivier Mesnel, por lo que sé, no hace nada excepto tener citas ocasionales y abominables con chicos gitanos en las cuevas de las afueras de la ciudad.

– El coronel ha descubierto que está trabando contactos con un correo comunista que le visita en la Pensáo Silva de la Rua Braancamp. El coronel cree que, sea lo que sea lo que Mesnel le proporciona, acabará en manos de los rusos.

– No sé qué puede estar proporcionándole. Nunca sale.

– Entonces quizá recibe instrucciones. La cuestión es que, sea lo que sea en lo que anda metido, puede sernos de ayuda con los ingleses. Obrará en nuestro favor demostrar que los rusos no son de fiar.

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