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Domingo, 16 de julio de 1944, casa de Wilshere, Estoril, cerca de Lisboa.


El calor se exacerbó en la Quinta da Aguia, sumida en el silencio, entrada la tarde. Era intenso en la habitación de Anne, que daba al oeste, aun con las persianas cerradas, y el ventilador que revolvía el aire viciado no le dejaba dormir. Cogió su bañador, bata y toalla y bajó a la playa. Estoril estaba sumergido en la calima; el mar se confundía con el cielo.

Por los jardines de la plaza no corría brisa. Las palmeras rendían las tiras de sus copas al calor. Los cafés estaban vacíos. Cruzó la carretera y las vías plateadas del tren, dejó atrás la estación despoblada y llegó a la playa. Despertó a un encargado, que estaba tumbado a la bartola a la sombra de una caseta, le dio una moneda y se cambió.

Al principio la playa parecía desierta, pero al acercarse a la orilla un perro delató a una pareja tendida en la arena, con los brazos unidos, a cuyos pies escarbaba. Se levantó una mujer en biquini blanco que había estado tumbada en una hondonada de la arena. Llevaba gafas de sol de montura blanca y hablaba con un hombre comatoso, a sus pies, mientras fumaba un cigarrillo con boquilla negra corta. Anne colocó su toalla a seis metros de la mujer, que gimoteaba en voz alta con acento estadounidense.

– Hal -dijo.

– ¿Sí? -replicó Hal, adormecido, con un sombrero de paja sobre los ojos y un puro que le quemaba el dorso de la mano, que tenía apoyada en el pecho.

– No veo por qué tenemos que ser amables con Beecham Lazard.

No hubo respuesta. Ella le propinó una patada en la pierna.

– Sí, vale. Beecham. Antes de que empieces con Beecham, déjame que te pregunte una cosa: ¿qué hacemos aquí, Mary? ¿Qué hacemos en Lisboa?

– Hacemos dinero -respondió ella, aburrida hasta el tuétano.


– Exacto.

– Sólo que hasta ahora no hemos ganado nada. -Exacto, también. ¿Sabes por qué?

– Porque tú crees que Beecham Lazard es la clave del éxito. Yo, en cambio…

– Sí, ya sé lo que tú crees… Pero da la casualidad de que es mi único contacto.

La mujer se sentó sobre sus talones y echó un vistazo a su alrededor. Anne estudiaba con detenimiento la arena que tenía entre los dedos de los pies. Hal roncaba. Mary sacudió la cabeza, se levantó y caminó directa hacia Anne.

– ¿Habla inglés?

– Soy inglesa.

– Oh, genial -dijo, y se presentó como Mary Couples-. Sabía que tenía que ser extranjera… Aquí sola en la playa. No es muy portugués.

– ¿Ah, no?

– Todavía no. Las chicas se han quitado de encima a las carabinas pero aún no se les ha pasado por la cabeza ir solas a ninguna parte. ¿Ha visto alguna vez a una portuguesa en un bar sin un hombre?

– No he…

– Exacto -dijo Mary, y sacó el cigarrillo consumido de la boquilla.

Hal roncó, gruñó y siguió roncando más fuerte.

– Ése es mi marido, Hal… ése de ahí… el que mete tanto ruido. -Lo miró con tristeza, como si se tratara de un inválido crónico-. Se ha emborrachado en la comida. Se emborrachó anoche en el casino. Jugó a la ruleta. Ganó. Siempre se emborracha cuando gana. Siempre se emborracha, punto.

– Yo estuve ayer en el casino -dijo Anne-. No la vi.

– Cuando juega a la ruleta me quedo en casa.

– ¿Dónde viven? -preguntó Anne, para ser educada.

– Una casita de Cascáis. ¿Y usted?

– Estoy aquí en Estoril, con los Wilshere.

– Ah, ya, bonito sitio. Hal y yo subiremos esta noche para el cóctel. ¿Estará?

– Supongo -respondió Anne, mientras horadaba la arena con el talón- ¿Conoce a muchos estadounidenses por aquí? La he oído hablar de Beecham Lazard.

– Claro… No es que sea mi favorito…

– ¿Conoció a una mujer llamada Judy Laverne?

– He oído hablar de ella. De antes de que yo llegara. Hal y yo sólo llevamos aquí un par de meses.

– Pero ¿sabe qué le pasó?

Transcurrió una fracción de silencio, medio latido, antes de que Mary respondiera:

– Me parece que la deportaron. No sé qué confusión con su visado. Fue a la PVDE, como hay que hacer cada tres meses, y no se lo quisieron renovar. Le dieron tres días para marcharse. Creo que fue eso. ¿Judy Laverne…? -Repitió el nombre para sí y sacudió la cabeza.

– ¿No sabe por qué?

– La PVDE no tiene que dar explicaciones. Es la policía secreta. Hacen lo que les da la gana y no suele ser agradable. Vamos, que si somos extranjeros no pasa nada, lo peor que puede pasar es que nos deporten… No, no es cierto, lo peor que puede pasarnos es que nos metan entre rejas y luego nos deporten… pero no nos harán nada.

– ¿Como qué?

– La tortura se la reservan a sus compatriotas -aclaró Mary, mientras metía otro cigarrillo en la boquilla-. Como dice Hal, por fuera es todo palmeras y casino y… No lleva mucho tiempo aquí, ¿verdad?

– ¿Judy Laverne no trabajaba para alguien? ¿No había nadie que pudiera ayudarla?

Mary lo sopesó durante unos instantes.

– Tú has mencionado a Beecham Lazard -dijo.

– Me lo presentaron anoche, en el casino -dijo Anne-. ¿"Trabajaba para él?

Mary inclinó hacia abajo las comisuras de su boca, embadurnada de pintalabios.

– Si él no pudo mantenerla en el país, es que nadie podía.

– ¿Y a qué se dedica Beecham Lazard?

– Si uno quiere hacer negocios en esta ciudad -con cualquiera, con el Gobierno, con los aliados, con los nazis, cualquiera- hay que pasar por Beecham Lazard… O eso es lo que dice Hal.

– A usted no le cae bien… La he oído antes.

– Sólo porque tiene las manos largas y yo me considero un poco una pieza de museo últimamente… Se mira pero no se toca -dijo ella; se colocó las gafas de sol sobre la cabeza y se pellizcó el puente de la nariz.

Mary Couples ya no era irresistible. Lo había sido, pero los ojos verdes ya no brillaban bajo el pelo moreno. Presentaban el acabado mate de quien ve las cosas un poco más claro. Pasaba de los treinta y, aunque el exterior estaba intacto, la mente había trabajado desde dentro y las primeras señales de ese cansancio, de los largos años de trabajo por mantener las piezas juntas, habían avanzado a hurtadillas hasta su cara y empezaban a formarse un hogar.

– ¿Y por qué no pudo ayudarla Beecham Lazard?

– ¿Por qué le interesa Judy Laverne? -preguntó Mary, clavándole una mirada fija.

– Resulta que esta mañana he llevado su ropa de montar -dijo-. Estaba con Patrick Wilshere en la serra. Sólo me preguntaba por qué.

– Bienvenida a Estoril -dijo Mary, y las gafas de sol cayeron de nuevo sobre sus ojos.

– ¿Significa eso que Wilshere se entendía con ella?

Mary asintió.

– ¿Y alguien hizo que la deportaran?

– No lo sé -respondió Mary, ya irritada-. Pregúntele a Beecham Lazard. Uno de sus amigotes es el director de la PVDE, el capitán Lourenço.

– ¿Me está diciendo que fue él quien la hizo desaparecer?

Mary se paralizó y entonces como reacción nerviosa empezó a palparse en busca del mechero que seguía junto al cuerpo en letargo de Hal.

– Voy por fuego -dijo, y retrocedió dando tumbos hacia su marido, cuyo puro seguía lanzando humo acre a las postrimerías de la tarde.

Una figura corrió, se lanzó al mar y rompió a nadar con una ráfaga explosiva de crol.

– La PVDE -dijo Mary, mientras le ofrecía un cigarrillo y se lo encendía- es un estado dentro del Estado. Nadie les dice lo que tienen que hacer… ¿Me ha dicho su nombre?

– No. Anne, Anne Ashworth.

– ¿Trabaja aquí?

– Trabajo para la Shell. Soy secretaria. Mi jefe es amigo de Patrick Wilshere… por eso me ofreció una habitación.

– ¿Quién es su jefe?

– Cardew. Meredith Cardew -respondió Anne, que sentía cómo se le coagulaban las entrañas a medida que Mary le daba la vuelta a la conversación.

– Merry -dijo ésta-, «feliz», así lo llama Hal, lo cual supongo que es justo. Siempre sonríe. No dice nada, pero sonríe.

– Sí, bueno, es mi jefe.

– Una no pensaría que esos dos tuvieran mucho en común -dijo Mary-. Merry y Pat. El ejecutivo del petróleo y el… inconformista.

– ¿En qué es inconformista?

– Ésa, Anne, es la naturaleza del inconformista -dijo Mary, mientras trazaba un gran corazón en la arena con el dedo-. ¿Quién sabe?

Fumaron. Anne quería lanzarse al océano, lejos de la estadounidense y su acento descarado, lejos del intercambio de información, lejos de lo que Podía ser una deuda de conocimientos.

– Si fuera tú -dijo Mary, borrando el corazón que había dibujado-, no me implicaría. Quédate en la superficie… las palmeras y el casino. Así es todo más bonito.

– ¡Eh! -gritó Hal, que se levantó de una sacudida y lanzó el puro a la arena.

– Hal se quema los dedos -dijo Mary, para sí-. ¡Aquí, Hal!

Hal se levantó y se sopló en la mano. Anne lo reconoció: el hombre que la había abrazado contra su pecho en la mesa de ruleta, el que tenía el pájaro cantor de Wallis bajo el otro brazo. Mary los presentó. Hal la saludó, miró el reloj y dijo que era hora de irse. Anne los vio alejarse, consciente de que Mary se lo estaba contando todo a su marido porque Hal volvía la vista hacia ella, nervioso o como si deseara haber hecho más que saludarla con los dedos quemados.

Anne se quitó la bata y caminó hasta la orilla. Estudió la superficie, que estaba despejada. Se recogió el pelo y lo embutió dentro de un gorro. Metió un pie, se lanzó al agua y nadó con rápidas brazadas, sus manos acuchillaban el mar calmoso. Nadó sin pensar, dejando que las complicaciones resbalaran de su cuerpo y se perdieran en su estela, escuchando el aire y el agua que batía en los huecos de sus clavículas, sintiendo la agradable frescura en la cara. Dio con un ritmo y su cuerpo avanzó suave como una bestia marina mientras tomaba aire por debajo del hombro.

Levantó la cabeza justo antes del impacto. Un radar intuitivo. El hueso chocó contra el hueso. La cabeza le resbaló por encima de un hombro, que se le clavó en la garganta. Agitó los brazos en un revuelo de mar y de sol. Resbaló por encima de aquel hombro duro de hombre, escupiendo burbujas por la boca. La luz fue atenuándose a medida que se adentraba en el azul, mientras pataleaba en el caos espumoso por encima de ella.

La paz resultaba sorprendente, una calma lenta e insonora, un lugar inalcanzable para el pánico. Ni siquiera cuando la cara de su madre entró de hurtadillas por las puertas de su memoria, la casa en llamas, la pierna de Rawlinson, las monjas, y la rueda que giraba y los saltos de la bola de marfil y Mary…

Las manos en sus axilas eran una intrusión, la luz que bajaba a recibirla, hostil, el aire y el agua que entraban a chorro en sus pulmones, brutales. Hinchó el pecho y tosió un licor espantoso, cálido y ácido. Luchó y luchó como si todo fuera demasiado nuevo y real. Sintió los labios en la nuca, oyó palabras suaves contra la piel que le recorrían el cuero cabelludo. Inclinó la cabeza hacia atrás y se movían, el pataleo regular de las piernas del hombre bajo su cuerpo, su brazo en el pecho, el cielo azul que desfilaba sobre su cabeza y la impresión de estar echada en un cochecito en el jardín de

Clapham.

El hombre la sacó y la tumbó boca abajo sobre la arena. El agua del mar chorreaba de su cabeza en arroyos transparentes. Se llevó una mano rebozada de arena a la cabeza y se apretó la protuberancia carnosa de la sien. Vomitó sin alzar la cabeza. La arena se oscureció hasta formar un archipiélago continental.

«Muerta… y dos veces en un día», la asaltó un pensamiento extraño. ¿Era eso lo que le pasaba a una cuando se iba de casa? ¿Era en verdad tan peligroso el mundo que había más allá de la tutela materna?

El hombre le hablaba desde la distancia, con sonidos huecos, vagos, con eco, como si tuviera la cabeza bajo una campana. Era la misma voz de la noche anterior. Una cara de huesos prominentes, huesos tan cercanos a la superficie que dolía verlos, recubiertos de piel demasiado fina. Ojos azules. Pelo rubio. La barbilla partida. Una cara ambigua: fuerte y vulnerable, candorosa y astuta. Volvía a tener un nudo en la garganta.

– ¿Quién eres? -preguntó, asustada, con ojos parpadeantes que bajaron del cuello del hombre a sus pezones pequeños y encogidos.

– Karl Voss.

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