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11de agosto de 1968, Orlando Road, Clapham, Londres.


Anne se sentó a oscuras en la repisa de su ventana; la suave brisa calaba en el algodón de su camisón, mecía las hojas de los árboles del fondo del jardín y ahogaba el lento estruendo de la ciudad. Una media luna iluminaba la hierba de azul, y de un tocadiscos varias casas calle abajo llegaban leves compases de música. De haber podido extraer la aguzada esquirla de ansiedad por el bienestar de Juliáo, Anne se habría considerado feliz. Estaba en casa y, después de la mala sangre derramada entre Luís y ella, se descubría cerca de alguien que de repente se había hecho de fiar, y todo por las palabras, unas cuantas horas de palabras. Unas cuantas horas para romper un punto muerto de cuarenta y cuatro años. Su madre no era la persona a la que había conocido, y se comportaba como si nada hubiera cambiado, como si siempre hubiese sido de esa manera. ¿Se debía a la perspectiva de la muerte? ¿Le había dado una sensación de libertad, de no tener que perder? Se estremeció. El bueno de Rawly había sido la punta del iceberg, algo que había salido a la superficie en ese momento. Había más. «Te lo explicaré todo.» Ese era el problema de convertirse en otra persona, o de volver al estado original: que todos los que te rodeaban también han cambiado. Un principio de malestar se apoderó de su estómago, un aleteo en la garganta. El despegue de la náusea de la verdad.

Trataba de no recordar pero era imposible, en esas circunstancias, no volver la vista atrás. Intentó concentrarse en los detalles sencillos: que había seguido trabajando incluso después de la guerra para gran disgusto de los Almeida, que Cardew había dejado la Shell a finales del 45 para retomar una carrera diferente en Londres y que eso la había animado a empezar a estudiar para sus exámenes de séptimo año y aspirar a una plaza de profesora de Matemáticas en la Universidad de Lisboa, puesto que ninguna de las cualificaciones que ya ostentaba resultaban aceptables. Pero enquistadas en esos hechos anodinos estaban las otras verdades, afiladas e innegables. Luís había atraído hacia sí a Juliáo, hasta hacerlo hijo suyo, y no de ella; Anne no había opuesto resistencia y, en ese momento, no sabría por qué.

Se había volcado en sus matemáticas y sus observaciones políticas. El duro trato destinado a los ganhòes, los jornaleros, contratados por jornales de hambre por los capataces de los Almeida, difería muy poco del que los obreros de la ciudad padecían en fábricas y obras. Bajo el régimen fascista de Salazar las condiciones eran terribles y los bufos se enteraban de cualquier comentario sedicioso sobre sindicación, con lo que los alborotadores pasaban a manos de la rebautizada, pero igualmente brutal, PIDE. Ser testigo de tales injusticias la endureció y no sólo hacia los perpetradores. Luís se hizo menos marido, una figura más distante porque pasaba mucho tiempo fuera, pero también porque ella pensaba en él como en el padre de su hijo: una ocupación cuya ironía nunca dejaba de hacerla sentirse incómoda.

Se desvió de la derrota de aquellos pensamientos, encendió un cigarrillo y paseó por la habitación; evocó su primer día en la universidad, en otoño de 1950. La reunión con su tutor y mentor, Joáo Ribeiro, un monigote hecho de limpiapipas, un individuo de palidez mortal que no comía nada, bebía café sin parar en forma de bicas cortas y fuertes, y fumaba paquete tras paquete de Tres Vintes. Padecía un constante dolor de dientes, de los cuales sólo dos eran de un blanco amarillento, mientras el resto eran marrones, negros o estaban ausentes. Desde su primer encuentro, desde que la entrevistara para la plaza, supo que tenía enfrente a una estudiante brillante, y se hicieron buenos amigos. Cuando, unos meses después, al mirar por su ventana, vieron que la PIDE arrestaba a varios estudiantes y a un profesor, intercambiaron una mirada y después aventuraron algunas observaciones al respecto. El se sentía seguro porque Anne era extranjera, pero se estaba arriesgando, sobre todo sabiendo que su marido era oficial del Ejército. Tras aquel primer momento pionero sus tutorías se convirtieron en simposios sobre matemáticas y política y al cabo de unas semanas Joáo Ribeiro obtuvo permiso para presentarla a unos cuantos dirigentes del Partido Comunista de Portugal.

Estaban interesados en su curriculum vitae, aunque la versión escrita no incluyera sus servicios en la guerra; dado que los comunistas portugueses habían colaborado con los Servicios Secretos de Inteligencia Británicos en aquel periodo, estaban al tanto del papel que había desempeñado y les interesaba su adiestramiento. Los comunistas se habían visto diezmados por una serie de infiltraciones exitosas de la PIDE y los subsiguientes arrestos habían incluido el de uno de los principales líderes de la resistencia, Alvaro Cunhal. Querían aprovechar su adiestramiento en el SIS para inculcar ciertas medidas de seguridad en sus dirigentes.

Se convirtió en algo rutinario que después de las tutorías Joáo Ribeiro y ella se enfrascasen en labores del Partido. Anne introdujo un sistema de protección en virtud del cual los miembros de las células nunca sabrían la identidad de su controlador, y todo nuevo miembro recibía contraseñas que se cambiaban con regularidad. Con Joáo Ribeiro desarrolló nuevos códigos de cifrado para documentos que, incluso cuando la PIDE hizo una redada en una casa franca en abril de 1951, se mostraron indescifrables puesto que no hubo más detenciones. En primavera introdujo el nuevo concepto de tapadera y dio inicio a un programa de adiestramiento en situaciones improvisadas.

Tras el arresto de Alvaro Cunhal, el comité central había empezado a sospechar que entre sus filas existía un traidor muy bien situado. Anne y Joáo Ribeiro tramaron una serie de operaciones señuelo en las que se puso a prueba la discreción de cada uno de los miembros del comité central mediante la filtración de fragmentos específicos de información. Manuel Domingues, uno de los miembros del partido de más alto rango, suspendió la prueba. Si Anne todavía pensaba que estaba envuelta en simples juegos intelectuales, esa noche cambió de idea. Interrogaron a Domingues y lo destaparon como espía y provocador del gobierno. A Voz, el periódico salazarista, informó del hallazgo del cuerpo al día siguiente, 4 de mayo de 1951, en el pinar de Belas, al norte de Lisboa. Le habían disparado, o más bien ejecutado, como Anne se había obligado a aceptar.

En 1953 lanzaron el periódico rural del Partido Comunista, O Camponès, cuyo objetivo declarado tanto se acercaba a los deseos de Anne: hacer campaña por un jornal mínimo de cincuenta escudos. Los trabajadores obtuvieron sus exigencias tras una serie de duras huelgas y batallas encarnizadas entre campesinos y policía, pero no antes de que una joven embarazada de Beja, Catarina Eufemia, cayera por los disparos de un teniente de la GNR y se convirtiera en mártir y símbolo de la brutalidad del régimen. Su imagen apareció en la portada de O (Zampones a lo largo y ancho del país.

Anne detuvo su órbita por la habitación, hizo un ejercicio de introspección y descubrió que la acerada obsesión había regresado. Al sucumbir a esos recuerdos, había olvidado o más bien había podido dejar de lado los momentos de… ¿cómo lo llamaba? Dolor doméstico. Dicho así sonaba a cortes pelando patatas y dedos pillados, que era posiblemente lo que había sido, pero se sumaban, quizá fuera eso, se sumaban.

Por la mañana su madre no le contó nada. Se encontraba enferma y dolorida. Anne le cambió las vendas que cubrían la cicatriz amoratada y surcada de puntos negros del estómago. Su madre tomó pastillas y se pasó el día lento y caluroso a la deriva, flotando en una nube de morfina. El día siguiente fue igual. Anne llamó al médico. Este inspeccionó la herida, miró a los ojos embotados de la anciana y trató infructuosamente de sacarle algo que tuviera sentido. Se fue diciendo que si no se recuperaba iba a tener que ir al hospital. Eso debió de penetrar el estado de inconsciencia de su madre porque le hizo recobrar parte de su testarudez de siempre. Al día siguiente no tomó morfina y durmió toda la mañana.

Una creciente opresión se había apoderado del sol radiante de los primeros días. El calor diáfano se había hecho atronador y la opresión ejercía fuerza contra las ventanas. Su madre comió un poco y leyó el periódico. Anne llevó el té al dormitorio y se sentó de cara a la calle con los pies encima de la repisa. Su madre sudaba y sostenía una toallita húmeda en la mano.

– En la India siempre me ponía así antes de la llegada de los monzones. Cuanto más se retrasaban las lluvias, peor era el calor. Todos los demás se iban al norte. Casas flotantes en Cachemira… y todas esas cosas. Nosotros, los misioneros, nos quedábamos. Un calor espantoso -concluyó con fiereza.

– En Angola era igual.

– Menudos sitios para mujeres como nosotras. En Bombay la gente se moría por la calle… Se quedaban tirados en el suelo como alfombras viejas. -Y el olor -apuntó Anne.

– No creo que hubiese podido vivir con aquella interminable podredumbre.

– ¿Qué quieres decir?

– Si me hubiese quedado en la India.

– ¿Lo habrías hecho?

– No -contestó su madre, al cabo de un tiempo-, no, no me habría… no podría haberme quedado.

– ¿Por qué no? -preguntó Anne, insistente, sintiendo que se acercaban al meollo de la cuestión.

Su madre contempló el bulto que formaban sus pies al final de la cama.

– Será mejor que me acerques esa caja de encima del tocador -dijo.

Se trataba de una caja de color rojizo en cuya tapa había grabadas dos figuras humanas, estilizadas, hombre y mujer. India. Su madre la abrió y volcó el contenido de su joyero sobre las sábanas.

– Esto es precioso -dijo, y apretó con los pulgares en las esquinas de la caja, por debajo de las bisagras. El fondo se abrió como una mandíbula y cayeron sobre la cama dos trozos de papel-. Ves, en la tapa están los amantes y en el fondo, sus secretos.

La luz exterior amarilleaba. El sol luchaba contra un centro oscuro, como un moratón de varios días. Se intensificó la presión del dormitorio y empezaron a brotarles gotas de sudor.

– Es mejor que te sientes -dijo su madre, que cogió las gafas y se las puso delante de los ojos sin abrirlas.

– ¿Esto va a ser un golpe? -preguntó Anne.

– Sí. Te voy a enseñar quién era tu padre.

– Me dijiste que no tenías fotos suyas.

– Mentí -dijo ella, y le pasó uno de los trozos de papel de la caja.

En el reverso decía «Joaquim Reis Leitào 1923». Le dio la vuelta. Era la foto de un hombre vestido con un traje claro.

– ¿Le pasa algo a esta foto? -preguntó Anne-. ¿O es la luz? A lo mejor es que es vieja.

– No, él era así.

– Pero… parece muy moreno.

– Claro. Era indio.

– Me dijiste que era portugués.

– Y lo era… en parte. Su padre estaba en la guarnición portuguesa, y su madre era de Goa. Joaquim era católico y tenía la nacionalidad portuguesa. Su madre -dijo, y sacudió la cabeza-, su madre era despampanante. Has salido a ella, gracias al cielo. El padre…, en fin, era buena persona, o eso tengo entendido, pero ¿guapo? Quizá los portugueses tienen otro aspecto en su propio terreno.

– Mi padre era indio.

– Medio indio.

Anne acercó la fotografía a la ventana pero la luz era tan pobre que tuvo que arrodillarse junto a la lámpara de la mesita para discernir los rasgos.

– Te pareces a la madre… con la piel más clara pero…

Anne estrujó la foto como si fuera carne y tratara de extraerle algo, no una astilla sino un dejo de vida.

– ¿Por qué no pudiste quedarte, entonces? ¿Fue por el cólera?

– Aquello fue antes del cólera.

– ¿Qué fue antes del cólera?

Su madre se pasó la toallita por la cara y el cuello.

– No tardará en desencadenarse -dijo ella-. El tiempo.

– Murieron todos durante el brote de cólera, ¿verdad?

– Mis padres murieron de cólera pero eso no fue hasta 1924. Yo te hablo de 1923.

– ¿Cuándo te casaste? Yo nací en 1924, de modo que…

– No llegamos a casarnos. Las cosas no fueron así.

Sonó un trueno a lo lejos, en Tooting o Balham. La única luz de la habitación procedía de la lámpara de la mesita, que de súbito vaciló y se apagó. Las dos mujeres se quedaron a la luz espectral de la tormenta en ciernes.

– ¿De eso te confesaste?

– Sí. El padre Harpur me enseñó después su poema sobre su padre. Fue una gran ayuda para mí. Por primera vez logré verle sentido a las cosas…, entender mi estupidez.

»Me enamoré de Joaquim. Locamente. Bebía los vientos por él. Tenía diecisiete años. No sabía nada. Mi educación era estricta y católica. La escuela de monjas y después, la misión. No sabía nada de chicos…, hombres. A Joaquim los portugueses lo estaban instruyendo en medicina. Mi padre se llevaba bien con los portugueses. Los católicos haciendo pina, supongo. Los portugueses solían enviar medicamentos y personal a la misión. Un día enviaron a Joaquim. En ese momento yo trabajaba como enfermera en el hospital de modo que me lo encontré en su primer día, y todo lo que me habían enseñado, toda mi educación religiosa, todo mi miedo… Salió todo por la ventana en cuanto vi a Joaquim.

»Fue físico. Era el humano más bello que había visto nunca. Ojos marrón oscuro de largas pestañas y la piel como madera pulida. Sólo quería tocarlo y sentir su textura en la palma de la mano. También tenía las manos bonitas. Unas manos que te arrullaban cuando las contemplabas hacer cualquier cosa. Divago, ya lo sé, pero en ese momento para mí fue una cosa increíble. Tener esa sensación en mi interior de, de… Nunca sé cómo decirlo porque eran demasiadas cosas a la vez: certeza, belleza, alegría. ¿Sabes lo que dijo el padre Harpur? «¿Como la fe, quieres decir?» Y eso sería… si estuviera permitido incluir el sexo en la fe.

– Sexo -dijo Anne; la palabra se le cayó de la boca, espinosa, como una castaña de Indias, que en la habitación adquirió el tamaño de una mina submarina.

– Sí. Sexo -repitió su madre con rotundidad-. Y antes del matrimonio, además. Una pensaría que lo acaban de inventar ahora, con lo que van diciendo por ahí. Joaquim y yo éramos incapaces de quitarnos las manos de encima. Por las noches teníamos la oportunidad en el hospital de la misión. Teníamos incluso una cama. Éramos jóvenes e imprudentes. Traté de llevar la cuenta de los días…, traté de ir con ojo, pero los dos éramos incapaces. Me quedé embarazada.

El trueno sonó más cerca. El sonido de una carreta de madera que circulara sobre una calle adoquinada ya procedía del sur de Common, acompañado de restallidos de presión atmosférica, y el olor de la lluvia empezaba a filtrarse por las ventanas. La electricidad chisporroteaba en el aire.

– Fue un día espantoso. Joaquim no estaba, había vuelto a Goa. Yo rezaba para que el tiempo pasara rápido. Mi padre no daba crédito a mi súbita devoción. Y un día me di cuenta. Dos semanas después de que tuviera que haberme llegado el periodo caí en que había ocurrido y me entró el pánico. De noche me tumbaba en la cama y el cerebro me daba vueltas, tratando de imaginarme delante de mi padre… Tú no conociste a mi padre. Resultaba inconcebible tener que decirle que estaba embarazada, y no sólo eso, sino que estaba embarazada de un indio. Quiero decir, Joaquim les caía muy bien. Les encantaban los indios pero… ¿matrimonios mezclados? No. Los portugueses eran diferentes a ese respecto, siempre se han mezclado con los nativos de sus colonias, pero los ingleses… Una chica inglesa y católica y un hombre de Goa. No era posible. Iba en contra de las leyes de la naturaleza. En aquellos tiempos no era diferente de la homosexualidad. De modo que me entró el pánico. Me inventé una historia. Ideé un relato muy detallado de cómo me habían violado y me había quedado embarazada.

– ¿De quién?

– De un hombre. Un hombre inventado. Uno que no existía. Fue fácil de representar. Es decir, estaba hecha una loca de todas formas por lo que estaba teniendo que soportar.

– ¿Y Joaquim?

– Todavía no había llegado. Los portugueses habían enviado a otro estudiante de medicina por unas semanas. Estaba sola. Estaba desesperada y sabía que había que hacer algo. De modo que le conté a mi padre que me habían violado, me vine abajo, lloré delante de él y caí a sus pies. Era literalmente un bulto en el suelo. Lloré hasta que me entraron arcadas. Mi padre llamó a la policía. Su jefe era un sujeto llamado Longmartin. Era uno de esos tipos musculosos y temibles, bastante bajo, con un bigote como de cepillo de alambre y un cuello en estado permanente de furia. Llegó y me tomó declaración, la declaración de mi historia impecable en todos sus detalles. También habló con mi padre. No sé qué dijeron. Me parece que tal vez le preguntara a mi padre si prefería mantener oculto la región en que habían violado a su hija. Lo abierta que debía ser la investigación. No sé. Lo que sí sé es que, en cuanto pronuncié esas palabras, lo cambiaron todo. No sé de dónde lo he sacado, si de mi cabeza, del padre Harpur, de un libro… No sé. La cuestión es que algo que empieza con una mentira sólo puede engendrar más mentiras, como una mala estirpe que continuará hasta su espantoso final.

El viento azotó los árboles y sacudió las ventanas en sus montantes.

– ¿Qué te dijo Joaquim cuando se lo contaste?

– No había nada que decir. Era un fait accotnpli. Estaba martirizado de culpa por hacerme pasar por aquello… como si de algún modo yo no hubiese pintado nada en todo el asunto. Jamás he visto a nadie tan atormentado por la angustia. Lo martirizaba que tuviera que cargar yo sola con el estigma. El estigma de ser una mujer mancillada. Se sentía totalmente responsable. Quería hablar con mi padre. Quería cargar con la culpa.

– Oh, Dios mío… ¿Y lo hizo?

– Aún no has oído ni la mitad.

Las primeras gotas de lluvia golpearon contra la ventana. El olor de su caída sobre el asfalto caliente impregnó el aire. Los visillos de la ventana en saliente se hincharon como velas y la fuerza completa de la tromba colosal cayó sobre el tejado.

– Lo que pasó -dijo su madre, alzando la voz por encima del estruendo de la lluvia- es que la policía atrapó a alguien. Sí, el asunto supone también una lección magistral sobre justicia colonial. Fueron a casa, Longmartin y dos de sus agentes. Querían que identificara a una persona. Eso fue diez días después del supuesto asalto. A esas alturas ya me había rehecho, pero en cuanto mi padre entró en la habitación para decirme que tenía que partir con Longmartin, de nuevo el terror me invadió de inmediato. Por supuesto, mi padre dijo que quería acompañarme, pero el desgraciado de Longmartin era muy listo y por eso había traído con él a dos agentes. No había sitio en el coche. Me quería a solas. Me subí con él a la parte de atrás y me dijo lo que iba a pasar. Habría una hilera de seis hombres, todos indios. Estarían de pie y a la luz detrás de una especie de mosquitera y yo estaría a oscuras, de modo que los vería pero ellos a mí no. Yo asentía a todo que sí con la cabeza y entonces Longmartin cambió de tema. Pasó de ser el oficial de policía directo y franco hasta parecer casi brutal a ser otra persona, mucho más tranquila y amenazadora, que saltaba adelante y atrás de la línea de la implicación.

»Me dijo que se alegraba de haber podido aclarar el asunto. Empezaban a formarse ideas raras sobre lo sucedido porque hasta ese momento no habían conseguido el menor atisbo de pista. Ninguno de sus informadores había conseguido nada a excepción de una tontería sobre un estudiante de Goa que había en la misión. Aquí todos odian a los de Goa, me dijo, porque son católicos. Indicios menores pero con peso acumulativo. Para cuando llegamos a la comisaría ya estaba convencida de que me había descubierto, de modo que cuando me acerqué a la hilera y me susurró al oído: «El tercero por el final», no lo dudé. Recorrí la fila y fui directa al tercero por el final, a quien no había visto en mi vida, y lo señalé.

»Longmartin estaba muy satisfecho. Me llevó directa a casa, me devolvió a mi padre y dijo: «Su hija es una chica muy valiente, señor Aspinall. Muy audaz. Lo miró a los ojos y lo señaló. Muy valerosa, de verdad». Yo estaba a su lado, una criatura rota y quebrantada, mientras él me despedazaba con sus crueles ironías. Me pareció captar incluso escarnio en su voz.

Me fui a la cama y, en los momentos en que no estaba tumbada boca arriba con la vista clavada en la mosquitera viendo tras ella la cara de aquel hombre, me retorcía como si…, como lo hacía antes de que me extirparan el dichoso tumor.

– ¿De modo que al final Joaquim no se vio envuelto?

– Las cosas ya estaban mal en la India. Sé que faltaba un cuarto de siglo para que la abandonáramos, pero ya entonces el gobierno colonial estaba en apuros. Sólo habían pasado cuatro años desde la atrocidad de Amritsar, cuando el general Dyer ametralló a todos aquellos manifestantes desarmados. Había disturbios por todas partes. El hombre al que señalé era el cabecilla de una de las milicias hindúes locales de resistencia. Longmartin llevaba años detrás de él. Cuando los indios se enteraron de la acusación que pesaba sobre su líder, se rebelaron y marcharon hacia la misión, pero Longmartin estaba bien preparado. Los soldados entraron en acción y los dispersaron.

»Joaquim no pudo soportarlo. Todo se había convertido en polvo. Nuestro deseo físico mutuo se había desvanecido. A duras penas aguantábamos estar en la misma habitación por lo atormentados que nos sentíamos por los acontecimientos. Él consideraba que todo era culpa suya. Me llevaba seis años y tendría que haber sido más prudente y etcétera, etcétera, etcétera. Ahora un hombre tenía todos los números para que lo colgaran por culpa suya. La injusticia le indignaba. Dijo que en Goa jamás hubiese pasado. Me exigió los detalles de mi mentira…, cómo había descrito la violación. Y se puso violento al pedírmelo, Andrea, absolutamente aterrador. Se lo conté todo y él se entregó a Longmartin; admitió haber violado a la chica inglesa y reprodujo mi historia palabra por palabra.

– ¿Y Longmartin lo aceptó?

– Me imagino que se enfurecería. Probablemente era lo único que no había previsto. Si uno es innoble no puede prever la nobleza de otra persona. Sé que debió de poner muchas objeciones. No sé lo que le dijo Joaquim para convencerle pero supongo que debió de asustarle, insinuando lo graves que podían llegar a ser los disturbios si los hindúes tenían pruebas categóricas de la inocencia de su hombre. Todo acabó en que liberaron al cabecilla hindú y Joaquim fue…, Joaquim…

De repente su madre pugnaba contra un tormento invisible. Se recostó, estiró la cabeza hacia la cabecera de la cama con la boca abierta, negra y cavernosa, y los hombros sacudidos por las convulsiones que le atenazaban el pecho. Se derrumbó de lado. Anne se sentó junto a ella, le puso una mano en el hombro y recordó aquella noche de su infancia, su madre tras la fiesta llorando para sí. Poco a poco su cuerpo de pájaro se aplacó; abrió los ojos y paseó una mirada ausente por la habitación.

– Joaquim murió mientras estaba detenido -dijo-. La versión oficial fue que se había suicidado, que se había colgado de los barrotes de su celda. Otra teoría es que Longmartin lo estaba castigando por echar a perder su fantástico plan y se le fue la mano. A ojos de todos, no sólo de mis padres y la gente de la misión sino también del pueblo entero, hindúes y musulmanes por igual, se había hecho justicia. Diez días después me embarcaron rumbo a Inglaterra. Mi peculiar destino quiso que yo, la instigadora de aquel asunto podrido, los sobreviviese a todos. El brote de cólera del año siguiente se llevó por delante a millares de personas, incluidos mis padres, el cabecilla de la resistencia hindú y Longmartin. Como enfermera del hospital no hubiese tenido muchas posibilidades. Lo que sucedió fue que me convertí en un monumento viviente a mi propia cobardía moral. Y Joaquim, el más honorable de los hombres, murió… vilipendiado por todos… Ni siquiera su padre quiso recoger el cuerpo y lo enterraron en una tumba con los intocables en las afueras de la ciudad.

La lluvia se alejó. El aire que entraba en la habitación era frío y limpio, y llevaba con él la frescura de la tierra mojada y la hierba segada. Su madre hizo un esfuerzo por incorporarse. Anne la apuntaló con los cojines. Llevaba en la mano el otro trozo de papel de la caja.

– Así que ésa era mi historia llena de ruido y de furia. Shakespeare tenía razón. Al final todo queda en nada. La pizarra se borra constantemente -dijo, y le pasó a Anne una carta-. Esta es la primera, última y única carta que me escribió… desde la cárcel. Me la llevó uno de los hombres del cabecilla hindú. Léela. Léela en voz alta para mí.


Querida Audrey,


Me siento limpio por primera vez en muchos días. Tengo el cuerpo mugriento, porque no me permiten lavarme, pero por dentro estoy impoluto, con las paredes recién blanqueadas y el sol tan brillante al reflejarse en ellas que apenas soporto mirar. Soy feliz como no lo era desde pequeño.

Debes creerme cuando te digo que lo que he hecho es por nuestro bien. ¿Qué habría sido de nuestro amor con la muerte de ese hombre entre nosotros? Es mejor que lo tengamos como algo que fue bueno y sincero aunque no pudiera ser. Sé que en estas escasas líneas tal vez no pueda convencerte de que nada de lo sucedido es culpa tuya. Sufro las consecuencias de mis propios errores. Debes levar ancla desde este punto rumbo al resto de tu vida con la mente tranquila y la certeza de que has sido mi único amor verdadero.

Joaquim


– No es una excusa -dijo su madre-, pero sí una explicación.

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