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Martes, 18 de julio de 1944, jardines de Monserrate, Serra da Sintra.


Al filo de la medianoche Sutherland, Rose y Voss se encontraban en el pabellón morisco, sentados en sus sillas de costumbre, fumando, excepto Sutherland, y bebiendo de los vasos de acero de Rose.

– Dos noches seguidas -dijo Rose-. Espero que valga la pena. Asegurar este sitio no es tan sencillo.

Rose siempre salía con sus pegas.

Voss preparaba las palabras, palabras pequeñas que podían acumularse hasta significar un futuro para Alemania y poner fin a la destrucción o a la sombría perspectiva de una vida bajo el yugo ruso.

– ¿Le han hecho llegar a Wolters su comunicado? -preguntó Voss.

– ¿No ha hablado con él? -dijo Sutherland.

– No desde el fiasco delante de la Legación Alemana de esta mañana, no. -Sí -dijo Rose-, ¿a qué ha venido eso?

– Incompetencia a gran escala -respondió Voss-, en lugar de las habituales idioteces a pequeña escala que son el pan nuestro de cada día en el mundo del espionaje. He dado por supuesto que consideraban prescindibles mis servicios. ¿Qué creen que le ha parecido a Wolters? Ha llegado a decirme que alguien debía de haberles contado algo.

Rose y Sutherland fijaron la vista en el suelo ajedrezado. Voss recordó las partidas por correo con su padre. Peón central fuerte.

– Anoche dijeron que había dos posibilidades para que Alemania lograra una rendición condicional.

– ¿Ah, sí? -dijo Rose-. Yo pensaba que le habíamos dicho que no lanzaríamos un ingenio atómico sobre Dresde si nos ofrecían el medio de destruir su programa de bombas o se deshacían de sus dirigentes. Eso no es una oferta de rendición condicional.

– ¿Significa eso -preguntó Voss, y se puso en pie-, que incluso si cumplimos esas condiciones no se sentarán a negociar?

Silencio, mientras le observaban avanzar hacia la puerta. En la habitación olía a pino y a mar, a limpio, como si pese a todo hubiera sido posible que las cosas se resolvieran.

– Reforzaría su posición.

– Eso no me suena a «sí».

– Pero tampoco es un «no», Voss.

– Tengo información sobre un programa de armas secretas. Dispongo de los enclaves de nuestros laboratorios de investigación. Tengo información muy importante sobre el Alto Mando alemán. Sin embargo, antes de proporcionarles nada, debo tener ciertas garantías. Garantías que, tras meses de reuniones y de ofrecerles información de la mejor calidad, aún no me han sido ofrecidas.

– Ya no somos sólo británicos, Voss -dijo Sutherland-. Somos aliados.

– Lo sé, pero ¿qué tengo que ofrecer después de meses de darles información? Ninguna garantía, sólo una amenaza atroz.

– Nos habló de los cohetes Vi -dijo Rose-. Estaba en lo cierto. Llegaron. Cayeron.

– Con explosivos convencionales. Eso también se lo dije.

– Uno de sus… compatriotas nos dijo, hace ya meses, que iban a asesinar a Hitler -dijo Rose.

– Y todavía nada -añadió Sutherland.

– Les contamos lo de los submarinos -dijo Voss-. Trasmitimos sus falsas informaciones sobre los desembarcos de junio en el Pas de Calais al Alto Mando alemán. Cada día recibo páginas y páginas de información de su hombre, que se sienta en su buhardilla de Lisboa a inventar historias sobre defensas inglesas y aeródromos y Dios sabe qué más basura, y la transmito, como si fuera el artículo genuino, sin cambiar una palabra de sitio…

– Sí, sí y sí -confirmó Sutherland-, pero, de eso, ¿qué ha resultado lo bastante convincente para que rompamos acuerdos con nuestros aliados?

– Seamos más concretos aún -añadió Rose-. Con un aliado que hasta el momento ha sacrificado millones de compatriotas para rechazar a un ejército de invasión, y que además nos ha dado la oportunidad de cobrar ventaja en el frente occidental. Si ahora damos la espalda a los rusos dudo que en Europa haya paz en cien años.

– Ya verán lo que pasa -dijo Voss-. Acabarán con sus amigos, los bolcheviques, a la puerta de casa, y ya saben cómo son, cómo es Stalin. No se puede hablar con él. No les dará nada, excepto el viento frío de las estepas.

– Todavía no nos ha fallado -dijo Rose-. Para nosotros sería imposible…

.-Cuéntenoslo, Voss -terció Sutherland, segando de la conversación la política mundial en la que ninguno de ellos iba a ejercer el más remoto efecto-. Si nos lo cuenta, al menos se dará una oportunidad.

Voss había vuelto a sentarse y descubrió que en ese momento estaba doblado sobre sus rodillas como si padeciera un cólico terrible. Se incorporó, volvió a encorvarse, le dio una calada a su cigarrillo, bebió. Le vino a la cabeza aquel otro mundo, aquel planeta distante a menos de cincuenta kilómetros en el que habían existido certezas: un tórax tembloroso en sus manos y, más allá de los barrotes, de las rejas, una especie de esperanza, una posibilidad muy remota.

– ¿Se encuentra bien, Voss, compañero? -preguntó Rose.

Voss volvió a incorporarse, otro intento de apartarse de aquello, de desprenderse de ese cascarón seco, esa costra de piel, los nervios llenos de nudos y los estúpidos huesos que había debajo.

– Un dedo de whisky, tal vez, ¿le iría bien? -ofreció Rose; se le acercó con la petaca y le salpicó de licor frío la mano al servírselo. Voss se la lamió, descubrió el sabor de Andrea en la red que formaban el pulgar y el índice y se aferró a él.

– ¿Sigue aquí, amigo?

– No veo el momento -dijo Voss, pensando que ella se enorgullecería de él- de presenciar cómo besan a Stalin en sus labios rojos y bigotudos.

– Mire, Voss… -dijo Rose, y Voss lo hizo, con ademán desafiante, pensando «¿dónde está ahora tu sentido del humor, Richard verdammt Rose?».

Sutherland alzó la mano entre los dos.

– Somos la sección de Lisboa, Voss. He aquí quiénes somos y todo lo que somos. Se lo comunicamos todo a Londres. No estamos en condiciones de tomar decisiones políticas ni de hacer concesiones. Tan sólo podemos hacer lo que nos dicen. Londres agradece mucho su información…

– Les estamos ayudando a ganar la guerra -interrumpió Voss-. Una guerra que ya casi ha terminado, que provocará cambios en Europa, que podría provocar -si persisten en su relación romántica con el Este- que la mitad de ella fuera agavillada por la hoz y golpeada por el martillo. ¿Es eso lo que quieren?

– Muy poético -comentó Rose, inexpresivo.

– No es decisión nuestra -insistió Sutherland-. Exponemos sus razones, créame. Las exponemos con vehemencia.

– ¿Y mi recompensa? -preguntó Voss, con las manos extendidas-. Lanzarán un ingenio atómico sobre Dresde. Les doy las gracias.

– Tenemos una larga noche por delante, ¿sabe, Voss? -dijo Rose, mientras se acercaba a la chimenea por detrás de Sutherland.

– Lo que sí podemos hacer -dijo éste-, es cuidar de usted.

– ¿Cuidar de mí?

– Aquí en Lisboa -explicó Rose-. Ya sabe lo que pasa cuando se empieza a perder una guerra. Hora de ensartar a los traidores en el asador.

– Por el amor de Dios, Richard -dijo Sutherland.

Rose cruzó los tobillos y realizó un galante ademán digno de Noel Coward con la mano del cigarrillo.

– ¿Es que no es así?

– Podría estar a gusto en Lisboa -dijo Sutherland.

– Siempre y cuando le gusten las mujeres morenas -añadió Rose, mirándole fijamente.

Su discusión estaba provocando un temblor en la mente de Voss. Sabían algo. Wallis debía de haber visto algo. Pero ¿cuándo?

– ¿Creen que mi seguridad personal ha tenido alguna importancia en todo esto? -preguntó Voss-. ¿Creen que juego a esto para salvar el pellejo?

Sutherland se sintió rastrero al instante, asqueado. Rose, no.

– Es una opción -dijo, ligero como plumón de pato.

«Estos hombres no son mejores que el coronel de las SS Weiss de Rastenburg -pensó Voss-. No sólo no se dispone nunca de crédito con ellos, sino que se les paga… se les paga no tanto para que abran un resquicio hacia la luz, sino más bien para descubrir la grieta viscosa que lleva a la caverna sudorosa de las vergonzosas necesidades humanas.»

– Lo que quiere decir -apuntó Sutherland, él mismo asqueado de Rose-, es que nos aseguraremos de que no caiga. Si se le echan encima y nos enteramos, lo sacaremos.

– Pero no es por eso por lo que estoy aquí. Pensaba que lo entendían -le dijo Voss, directamente a Surtherland-. Estoy aquí… Estoy aquí…

– ¿Sí? -preguntó Rose.

¿Por qué estaba allí? ¿Cuál era su motivo? Jamás lo había meditado para exponerlo con palabras. Tan sólo lo había dado por supuesto. ¿Su país? No, eso no era cierto. No era exacto.

– ¿Por qué está aquí? -insistió Rose, que se deleitaba por la turbación de Voss.

– Estoy aquí por mi padre -dijo Voss, a punto de llorar al pensarlo-. Estoy aquí por mi hermano.

Sutherland parecía muy avergonzado. Rose esperaba algo más grotesco: «Estoy aquí para salvar a mi país del oso ruso», eso habría sido satisfactorio. En eso podría haberse cebado.

Voss volvió a sentarse, paseó la mirada por la habitación y sintió la calidad de su silencio. ¿Rose? Al diablo con él. Sutherland. Se lo contaría a Sutherland.

– A finales del mes que viene lanzarán un nuevo tipo de cohete -dijo, antes incluso de darse cuenta de que hablaba-. Es de largo alcance y, a diferencia del Vi, que tengo entendido que llaman «el abejorro», es completamente silencioso. Y pesa catorce toneladas.

– ¡Catorce toneladas! -exclamó Sutherland.

– Venga ya, Voss -dijo Rose-. ¿Qué carga explosiva va a llevar un trasto como ése? No nos cuente…

– Se lo estoy contando, si es que quieren escucharme. Es a esos cohetes a los que Hitler llama sus armas milagrosas, pero -añadió, mientras señalaba con el dedo- seguirán llevando explosivos convencionales.

– ¿Dónde están los cohetes? -preguntó Sutherland, cortando en seco a Rose.

– Bajo tierra. Se encuentran en las montañas de Harz, no muy lejos de Buchenwald. Resultarán casi imposibles de destruir desde el aire. -No me puedo creer… -empezó Rose. -Tendrá que creerme.

– ¿Y qué le compra Wolters a Lazard? -preguntó Rose-. No nos venga con que Lazard regresará con un millón de dólares en TNT.

– Ahora Lazard no está en nuestras manos. Sólo lo descubrirán cuando lo cojan en Nueva York. Dudo, si tiene un ápice de sentido común, que se pasee con una maleta de material atómico.

– Se trata de una coincidencia interesante, pese a todo -dijo Rose-. El cohete nuevo, más grande, y el viaje de Lazard.

– Por eso deben tener cuidado… de no perder a Lazard -dijo Voss-. En cualquier caso, quizá les apetezca bombardear los laboratorios de investigación de Berlín-Dahlem. No les dará una gran satisfacción. Les he dicho una y otra vez, y lo deben de saber por sus propias investigaciones, que la actividad industrial necesaria para producir la sustancia de una bomba atómica sería enorme. Imposible de pasar por alto. Alemania no dispone del dinero ni del material.

– Pero tienen a Hahn y a Heisenberg.

– Son científicos, no magos. Son iguales que Dornberger y Von Braun. -¿Los hombres de los cohetes?

– Pero se diferencian de Dornberger y Von Braun en que ellos sí disponen de los materiales necesarios para construir cohetes. Hahn y Heisenberg sólo tienen un pequeño ciclotrón a medio funcionamiento y un poco de agua pesada de Rjukan. Incluso su precioso uranio será lanzado al enemigo ahora que el suministro de volframio se ha interrumpido.

Sutherland miró el reloj.

– Ha comentado algo sobre el Alto Mando.

– ¿Qué hora es? -preguntó Voss.

– Medianoche pasada.

– Mañana, 20 de julio, antes de mediodía, Hitler será asesinado con una bomba que introducirán en su sala de mando del cuartel general de Rastenburg -dijo Voss, ya más calmado al respecto, aunque seguía esperando causar una honda impresión.

– ¿Cuántas veces le oímos lo mismo a Otto John en marzo? -se mofó Rose.

– Pero no a mí, ni ahora -dijo Voss-. El asesinato pondrá en marcha la Operación Valquiria. Yo arrestaré o mataré al general de las SS Wolters y a cualquier otro hombre de las SS de la Legación. A partir de ese momento, caballeros, espero y supongo que podremos dar inicio como corresponde a nuestras negociaciones.

– ¿Y si fracasa el intento de asesinato? -preguntó Sutherland.

Llamaron al cristal de la puerta. Uno de los agentes que esperaban bajo la columnata solicitó permiso para interrumpir. Rose salió y habló con él tras la puerta cerrada.

– Para responder a su pregunta -dijo Voss-, pocos de nosotros sobreviviremos, si es que alguno lo consigue, pero será un ali…

Rose abrió la puerta de golpe y la cerró tras de sí de un portazo. El cristal tembló en el marco.

– Lazard no iba en el avión que ha aterrizado en Dakar -dijo.

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