24

Jueves, zo de julio de 1944, cuartel de la PVDE, Rua Antonio Marta Cardoso, Lisboa.


Soltaron a Anne a las 9:00 de la mañana. Cardew la esperaba y la llevó directamente a su casa de Carcavelos, donde se duchó y se puso algo de ropa prestada de su esposa. Anne insistió en ir a trabajar. Necesitaba estar ocupada, dijo. No dijo que necesitaba estar en Lisboa y tener una oportunidad de ver a Voss.

Bajaron juntos en coche a la ciudad. Anne mecanografió durante el resto de la mañana y después se puso a traducir artículos sobre física de la revista Naturwissenschafen. Miraba el reloj constantemente, con tanta frecuencia que las manecillas dejaron de moverse.

Voss esperaba en su despacho con la vista puesta en el reloj que mostraba la hora de Berlín, lo cual, dada la insistencia del Führer en que todos los confines del Tercer Reich se rigiesen por la hora alemana, significaba que también contemplaba la hora de Rastenburg, la hora de la Wolfsschanze. Era mediodía y en cuestión de minutos el coronel Claus Schenk von Stauffenberg colocaría su maletín, a lo mejor ya lo había colocado y esperaba a que lo llamaran por teléfono, rezaba por que lo llamaran al teléfono de la sala de códigos de la Wolfsschanze. Voss tanteó el último cajón de su escritorio, que estaba cerrado. Contenía la Walther PPK que le había dado el coronel de los Polacos Libres, la que había introducido en el edificio esa mañana y pensaba utilizar para hacerse con el control de la Legación Alemana.

– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó Kempf.

– Sí, sí, estiraba la espalda nada más, Kempf -dijo Voss-. ¿Usted está mejor?

– No del todo, señor.

– Debería limitarse a las niñeras inglesas, Kempf.

– Gracias por el consejo, señor. Trataré de recordarlo la próxima vez que esté borracho en los muelles de Santos rodeado de marineros -dijo Kempf-. Le pondré una conferencia a una niñera inglesa…

– Entendido, Kempf.

– Si lo que quiere es abrir ese cajón, señor, puedo… -No, no, Kempf. Sólo me estiraba.

– Iba a decir que una buena patada lo arreglaría. Conozco ese escritorio.

– No, no, no, Kempf. No es más que un modo de despejarme, eso es todo. Vamos a repasar el correo. ¿Has traído el correo? Kempf vaciló.

– Ve a buscar el correo, Kempf.

Voss se recostó, con el cuerpo empapado en sudor.

Paco estaba acurrucado en la cama, hecho un ovillo, con las rodillas clavadas en las cuencas de los ojos, pobladas de lágrimas a causa del dolor atroz en el estómago. Después de darle su regalo informativo el inglés también le había metido un billete de cien escudos en el bolsillo, y con él Paco había vuelto al barrio de la Alfama donde había consumido su primera comida del día. Había sido un estúpido al elegir cerdo. Cerdo, con ese calor… Y uno nunca sabía cuánto tiempo llevaba allí, pudriéndose en la cocina, los muy guarros. Tendría que haber parado en el momento de notar el sabor ácido. Era la acidez del vinagre que empleaban para disimular la carne. Se había pasado la noche entera acuclillado sobre el retrete apestoso, vomitando entre las rodillas mientras por detrás se le escapaban a chorro las entrañas. En cuanto estuvo vacío, cuando no era más que una vejiga seca y chafada, se había arrastrado hasta el dormitorio y había sido presa de arcadas secas hasta el amanecer, mientras la fiebre le arrancaba la poca humedad que le quedaba, hasta que las sábanas amarillentas quedaron empapadas. El chico le había llevado un poco de agua y el muelle de alambre de su estómago se había contraído, de forma que las vértebras le sobresalían de la piel fina como el papel. Tan sólo a mediodía el estómago se liberó, le permitió estirarse y entregarse a un sueño inquieto del que se despertaba a sacudidas ante las imágenes extrañas y espectrales que asomaban a su imaginación.

A la hora de comer Anne fue a los jardines de Estrela, se sentó en un banco y observó a la gente para comprobar si la seguían. Entró en la basílica, salió y subió las escaleras de madera que llevaban al piso de Voss. Abrió; no estaba. Paseó por las habitaciones, probó el sofá, se sentó en la cama y contempló el retrato de familia y los tres hombres que aparecían en él. El padre y Julius eran parecidos, los dos fuertes y corpulentos, con el pelo y las cejas negros, guapos, atléticos. Vestían uniforme. Voss llevaba traje y bufanda de estudiante. Tenía la hermosura de la madre y le pareció que los mismos ojos claros y estructura ósea vulnerable. Se acercó a la cara la imagen de la madre para ver si traslucía algo de la tristeza que debía de sentir, la decepción de no ser el amor de la vida de su marido. No saltaba a la vista, se la veía feliz.

Dejó la foto encima de la cama, fue al armario, revolvió entre la ropa de los cajones y encontró un pequeño fajo de cartas atadas con cinta. Las leyó; la necesidad de sentir su presencia era demasiado fuerte para respetar su intimidad. Las cartas estaban ordenadas por fecha y la mayoría consistía en unas escasas líneas de su padre rematadas por una jugada de ajedrez. Las hojeó en un estado de vaga satisfacción hasta llegar a la carta de Julius, fechada en Año Nuevo de 1943. Se descubrió llorando, medio cegada por las lágrimas, no contemplaba el fin merecido de un ejército de invasión sino el desarrollo de una tragedia familiar: la desesperación de un padre, un hermano que enfrentaba a Julius a su terrible elección y por último la carta final del teniente desconocido. Ató de nuevo la cinta, dejó las cartas en el cajón y cogió unos cuantos pelos de su cepillo y su peine. Fue al baño, más hambrienta de él aún y tanteó sus utensilios de afeitarse, palpó la brocha de tejón y olfateó la cuchilla por si quedaba en ella algo de él. Nada. Tenía que irse, pero quería dejarle algo suyo que no resultara interpretable o personal para que nadie pudiera seguir la pista hasta ella. Fue al armario, se arrancó un cabello y lo entrelazó entre las púas y el pelo del cepillo.

Voss observó cómo el reloj de Berlín avanzaba hasta las 5:00 p.m. La hora en que con seguridad Stauffenberg estaría de vuelta en Berlín tras el vuelo de tres horas desde Rastenburg. Nada aún. Voss se obligó a permanecer inmóvil, y sentado a su mesa repasó papeles una y otra vez, sin leer nada, sin captar nada, sin ser nada.

Wolters había tenido a su secretaria trabajando hasta tarde y a esa hora salía del edificio; sus tacones repiquetearon sobre los azulejos del vestíbulo, bajaron los escalones que llevaban a la avenida y salieron al atardecer caluroso de la ciudad. Voss se recostó con el codo apoyado en el brazo del asiento y la barbilla en el pulgar, mientras se pasaba el índice por los labios y parpadeaba a intervalos regulares rodeado de un silencio cada vez más espeso. Oyó que Wolters salía de su despacho. Voss siguió el crujido del cuero de sus zapatos hasta que llegaron a su puerta. El picaporte giró.

– Ah, Voss -dijo Wolters-. ¿Trabajando hasta tarde?

– Pensando hasta tarde, señor.

– ¿Le importaría tomarse una copa conmigo? Me acaban de hacer entrega de un coñac de primera.

Voss lo siguió a su despacho, donde el general dispuso las copas y sirvió la bebida.

– ¿En qué pensaba, Voss?

Diferentes frases desfilaron en un suspiro por la cabeza de Voss, ninguna utilizable. Los labios de Wolters flotaban por encima del borde de la copa, a la espera. A Voss no se le presentaba ninguna alternativa inmediata. Tenía el pensamiento demasiado ocupado con lo que debería de estar pasando en ese momento en Berlín.

– No era nada importante -dijo.

– Cuéntemelo.

– Me preguntaba por qué Mesnel iba armado. Si yo lo hubiese dirigido, no lo habría utilizado a él para un asesinato. Eso es todo.

El rostro de Wolters se ensombreció. Metió dos dedos en el cuello de la camisa y tiró para que le llegara algo de sangre al cuerpo. Voss levantó su copa. Bebieron. El alcohol desinhibió a Wolters, que encendió un puro.

– Yo también he estado pensando en algo -dijo-. Acabo de hablar con el capitán Lourenço. Al parecer tiene la impresión de que el martes por la noche dos personas salieron con vida de la Quinta da Águia.

– ¿Por qué dos?

– Por el estado del salón en el que encontraron el cuerpo de dona Mafalda.

– ¿De qué se trata?

– Alguien tiró un jarrón de un extremo a otro de la habitación. El jarrón formaba parte de una pareja que adornaba la repisa de la chimenea. -Sí.

– Y había pruebas de que unos perdigones agujerearon la pared del pasillo al que se accede por la puerta del salón -explicó Wolters-. El capitán Lourenço cree que dona Mafalda disparó a alguien que estaba en el umbral y que otra persona, desde el fondo de la habitación, quería o bien distraerla o bien alcanzarla con el jarrón. Este se hizo añicos, lo cual sobresaltó a dona Mafalda, que perdió el equilibrio y se disparó accidentalmente al caer. El capitán Lourenço no cree que el objetivo de los disparos de la puerta pueda ser la misma persona que tiró el jarrón desde la otra punta de la sala, y ése es el motivo de que piense que hay dos personas desaparecidas. He estado pensando, capitán Voss…

– Sí, señor.

– He estado pensando que sería una gran idea hablar con esas dos personas y que lo que se llevaron esa noche de la Quinta da Águia podría ser de gran interés para nosotros.

– Sí, señor.

– Quiero que emplee sus formidables recursos de inteligencia para encontrar a esas dos personas.

Sonó el teléfono, que los sobresaltó a los dos en la calma surcada de humo. Wolters cogió el auricular y Voss oyó el tono urgente del operador de la centralita, un cabo de la sala de telégrafos. Von Ribbentrop, el Reichsminister de Asuntos Extranjeros, estaba al aparato. Wolters miró el reloj: las 8:00 p.m. pasadas. Le pidió a Voss que saliera un momento del despacho, que se llevara la copa. Voss recorrió el pasillo arriba y abajo durante unos minutos y después se derrumbó tras su escritorio, exhausto de repente, con los nervios a flor de piel, sabedor de que la llamada de Ribbentrop a Lisboa a esa hora no era buena señal. Echó un trago de coñac, que bajó por su garganta como seda ardiente. Encendió un cigarrillo, contempló sus dedos temblorosos hasta que quedaron inmóviles y después se recostó en la silla y fumó. ¿Habían vuelto a retrasarlo? Pero que von Ribbentrop llamase por la noche un día como ése… Debían de haber fracasado. La pistola. Tenía que sacar la pistola del edificio. Si encontraban una pistola en su escritorio estaría acabado. Ahora iban a vigilar a todo el mundo, sobre todo a los antiguos miembros de la Abwehr.

Wolters salió del despacho y sus zapatos desfilaron con sonoridad por el pasillo con zancadas triunfales. Abrió la puerta de sopetón. Voss se descubrió levantando la vista hacia él, encorvado sobre su cigarrillo como un prisionero en su celda.

– Esta tarde se ha producido un atentado contra la vida del Führer -anunció Wolters, lleno de emoción-. Han colocado una bomba en la sala de operaciones de la Wolfsschanze. Le explotó debajo mismo de los pies pero… tiene que ser una señal, tiene que ser una especie de momento crucial… Sólo ha recibido heridas leves. Algo increíble. El Reichminister me ha dicho que, de haberse encontrado en el nuevo bunker, nadie habría sobrevivido… Pero estaban en el barracón del Reichsminister Speer y la bomba ha reventado las paredes laterales y la explosión se ha dispersado; ha habido once heridos, cuatro de ellos de gravedad. El Reichsminister von Ribbentrop no está seguro, pero cree que el coronel Brandt y el general Schmundt no han sobrevivido a sus heridas. El Führer presenta una leve conmoción, tímpanos reventados y heridas en el codo, y se le han clavado astillas de la mesa en las piernas con la explosión, pero le ha garantizado a todo el mundo que mañana volverá al trabajo. El golpe ha sido abortado. Ahora mismo cercan a los terroristas en Berlín. Es un gran día para el Führer, un gran día para el Tercer Reich, un día terrible para nuestros enemigos y un gran día para nosotros, capitán Voss. Heil Hitler.

Wolters entrechocó los talones y disparó el brazo hacia delante. Voss se puso en pie y lo imitó. Volvieron al despacho de Wolters, rellenaron las copas y brindaron por la supervivencia de los buenos, la victoria de la justicia, la derrota del terrorismo, la muerte de los conspiradores y muchas más cosas hasta que la botella se terminó y Voss salió dando tumbos del despacho, borracho, desesperado y exudando miedo. Volvió sudoroso a su oficina, sacó la pistola del cajón y la metió en los pantalones; se le clavaba en la ingle, pero en ese momento era insensible al dolor. Recogió su maletín, encajó la cabeza en el sombrero y salió del edificio a través del túnel de su propio pensamiento. Sus ojos, escocidos por el calor, estaban vidriosos como los de un anciano y, en el camino de Lapa a Estrela, tropezaba por la calçada de las aceras y las calles adoquinadas, con las mejillas bañadas en lágrimas, exhausto por su celebración con Wolters, liberado de la tensión de las últimas semanas y deprimido por su visión del futuro.

En el punto más alto de la Rua de Sao Domingo à Lapa miró colina abajo en la dirección de la bandera del Reino Unido que pendía laxa de la Embajada Británica. Un tranvía pasó traqueteando; los pasajeros lo miraban sin ver por las ventanillas y dos chicos subidos a la parte de atrás le gritaron, parecieron invitarle a seguirlos. Recordó las palabras de Anne cuando se separaron esa mañana y dio dos pasos pendiente abajo, se vio llamando a la puerta de la Embajada Británica, la bienvenida al santuario y después un terrorífico reposo. La vacuidad de la derrota, el fin de su causa mientras otros, inquebrantables, puestos en peligro por su renuncia, continuaban una lucha que era la de él.

Cruzó la calle, tomó a la derecha por la Rua de Buenos Aires, sofocante y apestosa a causa de los restos de un perro muerto en la alcantarilla. Titubeó al pasar por encima de la carcasa, los dientes fieros y muertos que asomaban por el hocico, los intestinos desparramados y aplastados de lado a lado de la calle. También él descubrió los dientes al pensar en Wolters, que se había zafado airoso de su costoso fiasco de espionaje para entrar en una nueva era de celo anticonspirador, un entorno en el que los de su especie podían brillar y desviar todo escrutinio crítico. Caminó a paso ligero hacia la parte de atrás de la basílica con el coñac, ácido y caliente, ascendiendo por el gaznate.


Tumbada en la cama en casa de Cardew, Anne escuchaba el parloteo emocionado y susurrante de sus hijas, en la habitación contigua. Su estómago vacío había sido incapaz de aceptar cena alguna, y Anne había rediseñado el paisaje de su plato sin probar bocado, como acostumbraba hacer dona Mafalda. Ante sus ojos abiertos desfilaban las imágenes horrendas de la inocente Judy Laverne arrojada a un barranco en una jaula de llamas, los dedos como garras de Wilshere tratando de impedir que la peor verdad posible penetrara en su cabeza, Lazard pisoteando al torturado Wilshere, la garganta abierta de Lazard tras el ensordecedor disparo de la pistola de la caja fuerte, el pecho destrozado de Wilshere al caer por las escaleras y el pecho izquierdo de Mafalda, desaparecido el agujero oscuro y lleno de sangre negra y central, la palidez de su rostro privado de vida, los labios descoloridos. La guerra en el salón. No se diferenciaba mucho de las bombas que habían caído sobre la casa del profesor de piano en la esquina de Lydon Road en aquella otra vida que había tenido, aunque en esa ocasión había sido muy personal.

Notaba cómo su mente se reestructuraba. Se trataba de visiones, sonidos, olores y emociones que no tenían cabida en la blanda y flexible inocencia de lo que era su vida apenas una semana antes. Habían sido engullidos, encajados a la fuerza, introducidos con ariete por su garganta hasta el punto de que no se creía capaz de tener hambre nunca más, hasta el punto de que en su mente jamás faltaría ese terrorífico alimento que hacía que sus dedos temblaran, le estremecía las entrañas y le trepaba por la piel hasta el punto más alto del cuero cabelludo. Entonces supo, tumbada bajo la ventana abierta a la luz vaga e indirecta de la luna, lo mucho que importaba Voss. Era el único que lo sabía. El único capaz de comprenderlo. Sería su salvación, el que ordenaría ese caos nuevo y lo convertiría en triste lectura documental.

Vivía por las 5:30 p.m. del viernes 21 de julio de 1944. Mientras quedara esa última vez todo lo demás acabaría solucionándose. Sería la clave, el código, la receta de una ecuación que le daría el valor incógnito de x.

Sus pensamientos volaron veloces como peces de plata desde la luz a la oscuridad del letargo y tuvo por primera vez el sueño que había de acompañarla durante años. Corría por las calles de una ciudad desconocida, sus edificios y monumentos le resultaban ajenos. Hacía calor. Iba en combinación pero el suelo estaba cubierto de nieve y su aliento era visible. Se encaminaba hacia un lugar donde sabía que lo encontraría, y dio con la puerta en un callejón a oscuras. Del umbral manaba una luz amarilla que pintaba los adoquines de oro. Subía corriendo las escaleras de madera y descubría que le eran conocidas y que su corazón y su mente estaban llenos de esperanza, sabía que iba a verlo, que él la estaría esperando en su habitación del último piso, la habitación de los dos. Subía cada vez más rápido por las escaleras, más tramos…, más tramos de los que podía recordar, tantos tramos y pisos que empezaba a preocuparle que aquélla no fuera la escalera, la casa correcta, la calle concreta, la auténtica ciudad. Pero entonces aparecía la puerta, la puerta de verdad, tras la cual lo encontraría, y se aferraba exhausta al picaporte, preparándose para verle la cara, los huesos que se dibujaban bajo la piel de ese modo que hacía que su rostro fuera único, y abría la puerta de golpe, y no había nada, no había suelo, no había habitación, sólo un viento seco y caliente sobre la ciudad congelada y ella caía hacia la oscuridad.

Se despertó con un destello de luz sobre un horizonte negro. El amanecer se había instalado en la habitación, confortable como una mascota. Tenía el cráneo empapado en sudor y el corazón desbocado entre las paredes del pecho como una pelota pateada por un loco. ¿Así era? ¿Era ése el nuevo régimen de su mente?

Se vistió como una anciana, introduciendo con parsimonia cada pie por el agujero de las bragas y subiéndoselas hasta la cintura. Se enjaezó en el sujetador. El vestido le caía de otra forma. El cepillo se le clavaba en la cabeza como nunca le había pasado. El espejo le mostraba a alguien tan parecida a ella que tuvo que inclinarse hacia delante para apreciar lo que le faltaba en la cara. Estaba todo allí, en su sitio; no era un anagrama sino un matiz. Eso era algo insoportable para un matemático, pues un matiz suponía que algo había salido mal pero por muy poco, que la lógica se había venido abajo y tirado la toalla, pero no por un error, sino apenas por el matiz de un error, algo oculto en las profundidades de la lógica, quizás una línea insignificante dentro de una masa ingente de ecuaciones, algo que resultaría extremadamente difícil encontrar y erradicar, algo que suponía que tal vez hubiera que empezar de nuevo… desde cero. Pero ella no podía empezar de nuevo. Eso era lo que había en adelante. Un cambio que habría que aceptar, albergar, ocultar a la vista. Y por ningún motivo en concreto le vino a la mente su madre.

Desayunó. Dejó que le corriera un chorrillo de café por la garganta; nada sólido. Por la mesa cruzaba veloz la conversación de la familia, vectores que nunca llegaban a ella. Cardew la llevó al trabajo en paralelo a un mar tan azul que le dolía.


El amanecer entró gradualmente en el despacho y pintó a Sutherland en un rincón de su habitación de la embajada, donde había pasado la noche entera tras enterarse de las nuevas del intento de asesinato frustrado, fumando cazoleta tras cazoleta de tabaco. La bolsa vacía estaba a esas alturas tirada en el suelo junto a hebras sueltas y cerillas muertas del cenicero desbordando que descansaba en el brazo de la silla. Había estado pensando en todo, en todo lo que le había pasado en su vida, incluido el pensamiento que jamás se había permitido, desde el momento en que recibió la carta, en 1940, en la que le informaban de que ella había muerto en un bombardeo. ¿Cómo había superado eso? A todo el mundo se le había muerto alguien en un bombardeo, él no era ninguna excepción. Y allí estaba, agotado, despedazado por completo, presa de un cansancio tan profundo que le había atravesado todos los órganos y se le había filtrado en los huesos hasta cebarse en el tuétano.

Las responsabilidades que Richard Rose sobrellevaba como un traje de verano le cargaban los hombros como un yugo de cubos de agua llenos. Las pérdidas de las diversas operaciones se apilaban en su pensamiento como ataúdes en el patio de un carpintero. Esta vez, no obstante, no iba a cometer el mismo error. Sacaría a Karl Voss, nombre en clave Childe Harold. Lo pondría a salvo. El hombre había dicho siempre la verdad y en ese momento, con el fracaso del intento de asesinato y lo que Anne les había contado, se encontraba en tremendo peligro y su identidad de agregado militar de la Legación Alemana se tenía en pie sobre paredes de papel. En cuanto llegara Rose pensaba anunciar la operación. Por la noche Voss estaría de camino a Londres redactando un informe.

Rose se anunció con un tamborileo de nudillos en la puerta a las 9:00 a.m. Entró en lo que tomó por una habitación vacía, sin ver a Sutherland, que seguía en su silla detrás de la puerta.

– Hoy sacamos a Voss, Richard -dijo.

– Buenos días, muchacho -dijo Rose, mientras giraba sobre los talones-. Sólo quería hablarte de esos mensajes en clave.

– Después del golpe fallido vive en un castillo de naipes: un soplido en la dirección que no toca y se le vendrá todo encima.

– Para serte sincero, me sorprende que no esté aquí. Debió de enterarse horas antes que nosotros… Tendría que haber llamado a nuestra puerta ipso facto, de haber podido.

Sutherland estaba desconcertado. Por algún motivo había esperado que Rose le opusiera resistencia. Rose siempre odiaba perder fuentes. La de trifulcas que habían tenido.

– ¿Has comprobado su paradero, amigo? -preguntó Rose.

– Todavía no.

– Bueno, si va a trabajar nos podremos hacer una idea de cómo ve él la situación.

– Lo sacamos, Richard. No pienso tolerar…

– Claro que sí, pero no podemos acercarnos a la Rua do Pau de Bandeira a llamarle para que salga, ¿verdad, compañero?

«Muchacho amigo, compañero… Llámame Sutherland y punto», pensó, mientras se levantaba de la silla y sentía un curioso hormigueo en el brazo; se le había dormido el pie izquierdo.

– ¿Te encuentras bien? Estás muy pálido.

– Llevo despierto toda la noche -dijo Sutherland, a la vez que trataba de devolverle la vida a sacudidas a su pie izquierdo. -Tranquilo.

Entonces, de repente, Sutherland empezó a ver el mundo a ras del suelo, un paisaje de alfombras y patas de muebles, con una atmósfera de motas de polvo y luz solar quebrada. No lo entendía y tampoco podía articular su incapacidad de comprensión. El tictac de su mente era como una aguja de gramófono atascada en un surco.

A las 10:00 a.m. el embajador congregó a todo el personal de la Legación Alemana y les anunció lo mismo que Wolters le había comunicado a Voss la noche anterior. La apertura del discurso que siguió a continuación trataba de traición, deslealtad y terrorismo. Wolters, el encargado de disciplina del director del colegio, supervisaba a su lado la sala con ojos de ave de presa, hasta que todos clavaron la mirada en el retrato del Führer que colgaba sobre las cabezas de los dignatarios. Por último el embajador les conminó a regocijarse por la tragedia malograda y encabezó un exultante Heil Hitler! que hizo temblar las ventanas. Volvieron a sus oficinas como niños reprendidos en una asamblea del colegio. El mundo no había cambiado cuando regresaron a sus escritorios, pero ahora existía una corriente submarina negra e incierta. Una corriente que sería aleatoria en su búsqueda de un chivo expiatorio.

Voss se sentó a su escritorio; un chorrillo de sudor le corría desde la parte de atrás de las rodillas hasta el borde de los calcetines, pasando por los músculos de la pantorrilla. Se había despertado a las 5:00 a.m. en el sofá con la corbata todavía atada al cuello. Se la había aflojado hasta el pecho de un zarpazo y se había bajado el bulto que atenazaba su garganta para inhalar a chorros el aire que en ese momento era el más fresco del día, aunque sólo por una hora. Se había desvestido y al meterse en la cama había encontrado la fotografía boca arriba sobre la almohada. La dejó sobre el anaquel, se tumbó y captó un vago atisbo del olor de Anne en la almohada; hundió en ella la cara y después levantó la vista y miró entre los barrotes de la cabecera la pared de yeso; aquellas palabras le asaltaron de nuevo:

«Lazard y Wilshere sabían que eras un agente doble. Lazard me lo dijo anoche. ¿Significa eso que Wolters lo sabe?»

Se había duchado, afeitado y regresado desnudo hasta la cajonera para descubrir que en el cajón de arriba había una rendija abierta y que su cepillo se encontraba en una posición diferente. Le dio la vuelta y vio el único hilo de pelo largo y moreno, que ella había enrollado con cuatro vueltas en torno a los suyos.

Unas horas después les deseaba a Hein y Kempf unos animados buenos días. Feliz. Todo pensamiento lúgubre había sido desterrado al cofre negro metálico con las letras blancas impresas con plantilla, al fondo de la mente. En su lugar pensaba en campos de ranúnculos. Las sombras de las nubes que el viento arrastraba por delante del sol desfilaban sobre las flores con velocidad veraniega. Informó a Kempf y Hein sobre las dos personas que según Lourenço habían estado presentes en la Quinta da Águia pero seguían sin identificar. Los envió a que corrieran la voz por la calle y les dijo que todos los informes debían llegarle a él primero, y ninguno por escrito. Se trataría de una operación oral. Kempf y Hein se miraron. No existía tal cosa.

– Son órdenes directas del general de las SS Wolters -aclaró Voss. -¿Nada por escrito?

– Eso ha dicho. Él se encargará del informe escrito para Berlín cuando el asunto esté resuelto.

Kempf y Hein salieron de la legación y deambularon por cafeterías y bares oscuros, donde hacía falta un tiempo tras la luz cegadora de la calle para vislumbrar a los parroquianos que, al oír el recado de los hombres de la legación, apuraban sus vasos de vino y salían con tiento al calor sofocante.

Voss se quedó en su oficina, fumó y se consoló un poco pasándose el pulgar de la nariz hasta el pelo, arriba y abajo. Debía ser que sólo Lazard y Wilshere estaban al tanto de que era un agente doble. Que lo único que Wolters sabía era que Anne era la informadora situada por Wilshere para que los ingleses persiguieran al Beecham Lazard equivocado. ¿Cómo si no estaría sobreviviendo él a ese desastre? Nadie estaba al tanto de su presencia en la casa. Lourenço se había tragado la historia de Anne. Voss sobrevivía. Las horas siguientes eran cruciales, pero ¿qué llegaría de la calle? ¿Los habría visto alguien pasear por el Bairro Alto? El cigarrillo le temblaba en la boca. Dio una calada demasiado honda y se quemó los labios.


Esa mañana, cuando el sudor de la ciudad rezumaba de sus buhardillas, sus pensoes rijosas, sus cuartuchos viciados y sus bares oscuros, encontraron las calles exaltadas con la sangre nueva de las noticias frescas. Los miembros de esa extraña tribu bebieron de ella como caníbales que comen aquello que quieren apropiarse. Lo regurgitaron en la boca de otros, con nuevos bocados añadidos de sus propias inventivas. Los rumores crecieron y después se multiplicaron cuando entró una ambulancia marcha atrás en la Embajada Británica, esperó cinco minutos y después salió a toda velocidad, tocando la campana, de camino al Hospital Sao José. La ciudad bulló febril hasta la hora de comer, cuando aquellos que habían realizado su pequeña contribución apilaron sus huesos de aceituna, comieron su pescado y masticaron su pan. Excepto Paco.

Paco se despertó a las tres de la tarde, presa todavía de arcadas. Le encargó al chico que le llevara un jarro de agua con limón y sal. Se lo bebió haciendo de tripas corazón, llorando por lo ácido que estaba. Le revivió al instante. Bajó al patio con piernas temblorosas y se sentó como un paciente a la sombra. Encontró en un bolsillo un cigarrillo a medio fumar que le encendió el chico al llevarle una infusión. Habló con el chaval y, puesto que era el único que le trataba con consideración, el chico le contó cosas, todo lo que había pasado mientras estaba enfermo. Paco se recostó y supo que había llegado su ocasión, que ése era el momento del que le había hablado el inglés. Ahora era sólo cuestión de oportunidad y dinero.

El té le produjo sudores y pensó en volver arriba a tumbarse, pero en ese momento un portugués se dejó caer en la silla de enfrente.

– No te he visto esta mañana -dijo Rui.

– Estaba enfermo.

– Te lo has perdido.

– No creo.

– Podrías haber sacado algo. -Hay tiempo.

– De modo que sí sabes algo -dijo Rui-. Estaba seguro de que, si alguien sabía algo, ése era Paco.

– ¿Y qué sé? -preguntó Paco.

El portugués se apartó de la mesa para calibrar el estado mental de Paco, para ver si llevaba algo escrito en la cara. Le ofreció tabaco, un acto de generosidad que a Paco le pareció inusual.

– ¿Oíste lo de los asesinatos? -preguntó el portugués.

– Oí que hubo seis muertes. No sé cuántas de ellas fueron asesinatos.

– En Estoril murieron tres personas.

– En la Quinta da Águia… donde robaron.

– El marido mató al americano. La esposa al marido. Pero ¿quién mató a la esposa?

– Pensaba que había sido un accidente -dijo Paco.

– Más o menos.

– ¿El que se llevó el botín?

– Exacto.

– ¿No le han preguntado a la inglesa que vivía en la casa?

– No estaba. Andaba por ahí follando con su novio…, ese inglés que se pasea por el puerto… ¿Cómo se llama?

– Wallis -respondió Paco, y se retorció el puño contra la barbilla de modo que Rui supo, con toda certeza, que tenía cartas ocultas.

– En esto hay dinero, Paco.

– ¿De quién, y cuánto?

– De los alemanes, y depende.

– No de la PVDE.

– No.

– ¿Les interesa saber que la inglesa miente? -preguntó Paco, y Rui se quedó muy quieto-. ¿Que su amante no es Jim Wallis? -No lo sé.

– ¿Qué quieren saber?

– Las identidades de las dos personas que salieron de la Quinta da Águia la noche de los asesinatos.

– Yo puedo contarles algo a partir de lo cual serán capaces de sacar sus propias conclusiones.

– ¿Cuánto?

– Pero sólo hablaré con el general Reinhardt Wolters… Nadie más.

– ¿Cuánto?

– Cincuenta mil escudos.

– Estás loco.

Paco cerró los ojos, como descartando la idea. Rui asintió al comprender de repente.

– ¿Crees que se ha acabado? -preguntó-. ¿Que es hora de irse?

– Para mí sí-respondió Paco-. Esta es tu casa.

– ¿Estás pensando en comprarte un pedacito de tierra?

Paco se encogió de hombros. Exactamente eso. Allá en Galicia. Se acabó vender agua en la Alfama como hiciera en los años anteriores a la guerra. Su propia parcela.

El portugués le dijo que no se moviera, bajó corriendo las escaleras, subió brincando los escalones de la Rua das Janelas Verdes hasta la Embajada Británica, giró a la izquierda hacia la Legación Alemana y llegó a la puerta con los pulmones hechos jirones. Le farfulló al hombre de la puerta y a la muy correcta recepcionista. El sudor goteó sobre el suelo delante de su escritorio mientras él contemplaba los músculos que sobresalían en sus pantorrillas desnudas al subir por las escaleras. La mujer volvió al cabo de unos segundos y, sin molestarse en bajar del todo, le indicó que la siguiera.

Rui se tapó la entrepierna con el sombrero mientras ponía a Wolters en antecedentes, veía cómo alzaba las cejas al oír que la inglesa mentía y presenciaba su explosión al enterarse del precio.

– Cincuenta mil escudos por saber por qué mintió la inglesa -rugió el alemán-. ¿Cuánto te llevas tú?

– Nada. Se lo juro. Nada.

– Tráelo.

Voss había sentido algo diferente. La urgencia a cuarenta grados tenía algo distintivo. Entreabrió la puerta y vio que la recepcionista salía rápidamente del despacho de Wolters y bajaba las escaleras. Reapareció con Rui, que goteaba sudor. Esperó. Rui salió y bajó al trote las escaleras. Voss se acercó a la ventana y lo vio girar en el poste de la puerta y salir disparado por la Rua do Pau de Bandeira. Por lo que sabía Voss, Rui era un hombre que jamás corría. Espió por la rendija abierta de su puerta. Wolters cruzó el pasillo hacia la caja fuerte y regresó con fajos de billetes de escudos. Gastos.

Voss volvió a la ventana y fumó con intensidad, tanta que las paredes parecieron venírsele encima a causa de la nicotina. Esperó durante una vida, que al cambio normal vinieron a ser veinte minutos. El portugués volvió por la Rua do Pau de Bandeira intentando que Paco caminara más deprisa, pero el gallego, como bien sabía Voss, sólo tenía un paso.

Cuando subieron por las escaleras Voss se asomó por la jamba, con medio cuerpo en el pasillo. Rui llamó a la puerta de Wolters mientras sostenía a Paco por el brazo. Mercancía muy valiosa. Paco echó un vistazo por encima del hombro, le vio y con una avergonzada caída de párpados le comunicó todo lo que Voss necesitaba saber.

No volvió a entrar en el despacho. Bajó sin dilación las escaleras y salió al calor brutal, obligándose a recorrer la avenida del patio con zancadas despreocupadas. Al cruzar las puertas saludó al centinela y cuando puso el pie en los adoquines de la calle oyó el primer grito. No hacía falta volver la vista. Inclinó el cuerpo contra el aire espeso y corrió.

Bajó por la Rua do Sacramento à Lapa hecho una exhalación; los rayos del sol le atravesaban como agujas la espalda de la americana y la camisa. En su frente brotaron goterones de sudor. Oyó las botas perseguidoras contra los adoquines, bajó la cabeza, levantó las rodillas y batió con más brío las piernas. Un tranvía traqueteante cruzó por la bocacalle colina abajo, hacia la Embajada Inglesa. Dobló la esquina a toda velocidad con una curva abierta que lo situó detrás mismo del vehículo. Corrió entre los raíles plateados y le fue ganando terreno a medida que los frenos mordían y las ruedas chirriaban. Apareció la bandera del Reino Unido como un alto destello azul, rojo y blanco en el rabillo del ojo. Entonces vio al grupo que había salido de la legación y había tomado el otro camino, por Rua Pau da Bandeira y Rua do Prior con el fin de cortarle el paso a las puertas de la embajada, algo posible porque ningún centinela del mundo entendería tantas prisas con ese calor. Se acercó a la parte trasera del tranvía, desde la que dos niños descalzos contemplaban asombrados al extranjero. Voss estiró el brazo hacia el pasamanos una vez, dos, hasta que lo agarró. Sacudió las piernas como un loco hasta dar con el saliente. Apretó la cara empapada contra el cristal; una mujer de dentro dio un paso atrás y le hizo señas a su acompañante, que se volvió y puso cara de ofendido. Voss bordeó el tranvía hasta situarse en su punto ciego y no fue hasta que frenó para girar a la izquierda cuando oyó que el grupo que tenía detrás gritaba a los otros que cambiaran de dirección. El vehículo cobró velocidad colina abajo. Uno de los perseguidores tropezó y arrastró a unos cuantos más en su caída; unos pocos lo siguieron un rato cuesta abajo pero no tardaron en tirar la toalla.


Cardew le dijo a Anne que acercaría el coche a la entrada del edificio de la Shell. La cuidaba y ella lo sabía, la mantenía cerca de él. La noticia del ataque de Sutherland los había impresionado a los dos, pero las nuevas manos de Rose al timón se habían notado de inmediato. Ahora la mantenían a raya, no como sospechosa pero sí como una variable que a Rose le disgustaba contemplar en sus cálculos. Fue al servicio de señoras, salió del edificio por la puerta de atrás y se encaminó directa a Estrela y la basílica. Entró en el piso de Voss, vio que la fotografía estaba de nuevo en la repisa e inspeccionó el cepillo para descubrir que su pelo había desaparecido. Se sentó en el respaldo del sofá, se subió la falda hasta los muslos para refrescarse y fumó por la ventana mientras vigilaba la plaza a la que daban los jardines y la iglesia. Pasaban unos minutos de las cinco en punto.


El tranvía se detuvo en la Calçada Ribeiro Santos, al otro lado de la Avenida 24 Julho desde la estación de Santos, y Voss se bajó de un salto. Los trasatlánticos y cargueros del puerto que tenía debajo le parecieron, a primera vista, un lugar interesante para perderse, incluso dejar el país de polizón, pero el riesgo de que la policía portuaria le atrapara y le entregara a la PVDE era demasiado grande. Le gustó más la idea de adentrarse en el laberinto de callejuelas de la Alfama y desaparecer hasta la caída de la noche, cuando se pondría en contacto con Sutherland.

El tranvía llevaba mucho tiempo detenido y Voss miró a su alrededor en busca de taxis, que en esa parte de Lisboa escaseaban a causa de la falta de combustible. Bajo el traje su camisa se había convertido en una segunda piel empapada. Vació los bolsillos de la americana en los de los pantalones sin perder de vista la calle que subía hacia Lapa, por donde esperaba ver llegar a sus perseguidores. Trató de acordarse de si había visto algún coche de la legación. En la avenida no recordaba ninguno. En ese momento el tranvía arrancó poco a poco y al mismo tiempo oyó el chirrido y el traqueteo de unos neumáticos sobre los adoquines calientes. Subió de un salto al saliente de la puerta de atrás del tranvía y pegó el cuerpo a las puertas plegables. Por la Calçada Ribeiro Santos, con dos ruedas sobre la acera, bajaba un Citroën negro de la legación, con dos galones en la parrilla y las ventanillas atestadas de caras.

El tranvía se alejó de Santos con angustiosa lentitud, como si de repente la electricidad de los cables suspendidos se estuviese perdiendo en el Tajo. El Citroën de la legación se puso a su altura y dos hombres se asomaron por las ventanillas para escudriñar el interior. Voss se agachó. El tranvía aceleró de súbito al salir de Madragoa y entrar en el Bairro Alto. Si podía quedarse hasta que el tranvía llegara a Cais do Sodré sabía que desde allí podría tomar un taxi que le llevara a la vieja medina del barrio de la Alfama, donde nunca le encontrarían, con todos los callejones y escaleras, tascas y tiendas, la muchedumbre y el caos de las primera horas de la tarde.

El Citroën se adelantó y aparcó cruzado sobre las vías en la Rua da Boa Vista; tenía el capó levantado pero nadie miraba el motor. Un hombre dio un paso adelante con la mano levantada para indicarle al tranvía que se detuviera. Voss se dirigió a la parte de atrás, se bajó corriendo y aprovechó la inercia para recorrer un tramo de la calzada. Vio que Kempf estiraba su puño enorme y le señalaba con el dedo, y oyó el chasquido contra los adoquines de las suelas de cuero de los tres hombres que dieron inicio a la persecución. Kempf no le preocupaba -pesado, y con el sistema infestado de sífilis, no iba a durar sobre ese terreno y con ese calor- pero los jóvenes que le seguían estaban en forma e inflamados del celo de Wolters. Atajó por un pequeño largo, subió travesas a la carrera y bajó sin perder el paso a la Rua do Poco dos Negros. Tenía delante mismo el tranvía que quería, el que lo llevaría por la Baixa hasta la Alfama. Extrañado, sintió que no le perseguían. No oía ninguna carrera a sus espaldas. Volvió la vista hacia una calle vacía y de repente pensó que iba a conseguirlo, que los había perdido. Se quitó la americana, la lanzó a un portal abierto y corrió, a grandes zancadas, sintiéndose fuerte, pletórico. Inclinó la cabeza hacia atrás, contempló el cielo pálido sobre el desfiladero de las callejuelas y sus pensamientos acelerados toparon de súbito con los estancados. Le temblaron las rodillas al pararse en seco. Miró el reloj. Eran las 5:15 p.m. Se había detenido entre los hilos de plata de las vías del tranvía. Volvió a mirar la calle vacía, apoyó las manos en las rodillas, hundió la cabeza y supo que estaba perdido.

Anne estaría en su piso.

Ellos iban a ir a su piso. La encontrarían y no se limitarían a matarla.

Paró un taxi que iba en la dirección contraria y le indicó al conductor que se dirigiera a la parte de atrás de los Jardines de Estrela. Se sentó con una franja de sol en los muslos y de repente se sintió al otro lado del nudo imposible. Se arremangó la camisa mientras el taxi paraba en la rotonda del pie de la Avenida Alvares Cabral. Pagó al conductor y entró en los jardines, de camino a la basílica. Atravesó a paso ligero el parque tranquilo, cálido y vacío: la sombra, el sol, el negro, el blanco. Sentía una extraña euforia y en otro momento se hubiese detenido a examinarla en su cabeza, pero esa vez lo sabía. Era feliz. Por Dios, era feliz. Y se acordó de lo que le había escrito Julius desde el Kessel de Stalingrado y supo por fin lo que quería decir. Era libre.

Salió de los jardines, atravesó la verja de hierro, levantó la vista y allí estaba ella en la ventana, esperándole como había supuesto. En ese instante supo que allí en la luz cegadora de la plaza, en el remolino que era el corazón de la ciudad paranoica, no estaba solo, y que lo demás no importaba.


Anne lo vio en cuanto salió de los jardines y lanzó su cigarrillo por la pendiente del tejado. Se asomó por la ventana, de rodillas sobre el respaldo del sofá. Iba a saludarlo con la mano, pero entonces vio que iba en mangas de camisa y que había levantando las manos por encima de la cabeza, algo bastante extraño. Fueron a por él, desde el otro lado de la plaza, la izquierda y la derecha. Apareció un coche de la nada. El no hizo amago alguno de escapar. Se quedó plantado como un héroe deportivo que esperara la adulación de la muchedumbre. Dejó el brazo izquierdo muerto a su costado y el derecho alzado en un saludo. Ondeó la mano en el aire y con ese gesto lo dijo todo: adiós y sal de ahí.

El coche frenó delante de él. Lo metieron dentro en una melé. Anne corrió a la puerta del piso y oyó que subían botas por las escaleras de madera. Fue al armario y cogió el paquete de cartas y la fotografía de la familia Voss. Salió al tejado encaramándose a la ventana de la buhardilla y se tumbó bajo el sol brutal mientras ponían patas arriba la habitación que tenía debajo, cincelando y tajando el aire con sus voces alemanas.

Encima el cielo se redescubría en un azul doloroso tras el lento blanqueo de la larga tarde. De los campanarios de la basílica despegó una bandada de palomas, llegaron a los jardines los primeros transeúntes de la noche y debajo, en la calle, un afilador tocó sus tristes acordes de flauta.

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